15 de enero de 2011

El auxiliar de la parroquia / Charles Dickens


El auxiliar de la parroquia
Charles Dickens

Había una vez, en una diminuta ciudad de provincias bastante alejada de Londres, un hombrecito llamado Nathaniel Pipkin, que trabajaba en la parroquia de la pequeña población y vivía en una pequeña casa de la Calle High, a escasos diez minutos a pie de la pequeña iglesia; y a quien se podía encontrar todos los días, de nueve a cuatro, impartiendo algunas enseñanzas a los niños del lugar. Nathaniel Pipkin era un ser ingenuo, inofensivo y de carácter bondadoso, de nariz respingona, un poco zambo, bizco y algo cojo; dividía su tiempo entre la iglesia y la escuela, convencido de que, sobre la faz de la tierra, no había ningún hombre tan inteligente como el pastor, ninguna estancia tan grandiosa como la sacristía, ninguna escuela tan organizada como la suya. Una vez, una sola vez en su vida, había visto a un obispo... a un verdadero obispo, con mangas de batista y peluca. Lo había visto pasear y lo había oído hablar en una confirmación, y, en aquella ocasión tan memorable, Nathaniel Pipkin se había sentido tan abrumado por la devoción y por el miedo que, cuando el obispo que acabamos de mencionar puso la mano sobre su cabeza, él cayó desvanecido y fue sacado de la iglesia en brazos del pertiguero.

Aquello había sido un gran acontecimiento, un momento fundamental en la vida de Nathaniel Pipkin, y el único que había alterado el suave discurrir de su tranquila existencia, hasta que una hermosa tarde en que estaba completamente entregado a sus pensamientos, levantó por casualidad los ojos de la pizarra -donde ideaba un espantoso problema lleno de sumas para un pilluelo desobediente- y éstos se posaron, inesperadamente, en el radiante rostro de María Lobbs, la única hija del viejo Lobbs, el poderoso guarnicionero que vivía enfrente. Lo cierto es que los ojos del señor Pipkin se habían posado antes, y con mucha frecuencia, en el bonito semblante de María Lobbs, en la iglesia y en otros lugares; pero los ojos de María Lobbs nunca le habían parecido tan brillantes, ni las mejillas de María Lobbs tan sonrosadas como en aquella ocasión. No es de extrañar, pues, que Nathaniel Pipkin fuera incapaz de apartar su mirada del rostro de la señorita Lobbs; no es de extrañar que la señorita Lobbs, al ver los ojos del joven clavados en ella, retirara su cabeza de la ventana donde estaba asomada, la cerrara y bajase la persiana; no es de extrañar que, inmediatamente después, Nathaniel Pipkin se abalanzara sobre el pequeño granuja que antes le había molestado y le diera algún coscorrón y alguna bofetada para desahogarse. Todo eso fue muy natural, y no hay nada en ello digno de asombro.

De lo que sí hay que asombrarse, sin embargo, es de que alguien tan tímido y nervioso como el señor Nathaniel Pipkin, y con unos ingresos tan insignificantes como él, tuviera la osadía de aspirar, desde ese día, a la mano y al corazón de la única hija del irascible viejo Lobbs... del viejo Lobbs, el poderoso guarnicionero, que podía haber comprado toda la ciudad de un plumazo sin que su fortuna se resintiera... del viejo Lobbs, que tenía muchísimo dinero invertido en el banco de la población con mercado más cercana... que, según decían, poseía incontables e inagotables tesoros escondidos en la pequeña caja fuerte con el ojo de la cerradura enorme, sobre la repisa de la chimenea, en la sala de la parte trasera... y que, como todos sabían, los días de fiesta adornaba su mesa con una auténtica tetera de plata, una jarrita para la crema y un azucarero, que, según alardeaba con el corazón henchido de orgullo, serían propiedad de su hija cuando encontrara a un hombre digno de ella. Y comento todo esto porque es realmente asombroso y extraño que Nathaniel Pipkin hubiera tenido la temeridad de mirar en aquella dirección. Pero el amor es ciego, y Nathaniel era bizco; y es posible que la suma de esas dos circunstancias le impidiese ver las cosas como son.

Ahora bien, si el viejo Lobbs hubiera tenido la más remota o vaga idea del estado emocional de Nathaniel Pipkin, habría arrasado la escuela, o borrado a su maestro de la faz de la tierra, o cometido algún otro desmán o atrocidad de características igualmente feroces y violentas; pues el viejo Lobbs era un tipo terrible cuando herían su orgullo o se enojaba. Y, ¡podría jurarlo!, algunas veces soltaba tantos improperios por la boca, cuando denunciaba la holgazanería del delgado aprendiz de piernas esqueléticas, que Nathaniel Pipkin temblaba de miedo y a sus alumnos se les erizaban los cabellos del susto.

Día tras día, cuando se acababan las clases y los alumnos se habían ido, Nathaniel Pipkin se sentaba en la ventana que daba a la fachada y, mientras fingía leer un libro, miraba de reojo al otro lado de la calle en busca de los brillantes ojos de María Lobbs; y no transcurrieron muchos días antes de que esos brillantes ojos apareciesen en una de las ventanas del piso de arriba, aparentemente enfrascados también en la lectura. Era algo maravilloso que llenaba de alegría el corazón de Nathaniel Pipkin. Era una felicidad estar sentados allí durante horas, los dos juntos, y mirar aquel hermoso rostro cuando bajaba los ojos; pero cuando María Lobbs empezaba a levantar los ojos del libro y a lanzar sus rayos en dirección a Nathaniel Pipkin, su gozo y su admiración no conocían límite. Finalmente, un día en que sabía que el viejo Lobbs se hallaba ausente, Nathaniel Pipkin tuvo el atrevimiento de enviar un beso con la mano a María Lobbs; y María Lobbs, en lugar de cerrar la ventana, ¡se lo devolvió y le sonrió! A raíz de esto, Nathaniel Pipkin decidió que, pasara lo que pasara, comunicaría sin más demora sus sentimientos a la joven.

Jamás un pie más lindo, ni un corazón más feliz, ni unos hoyuelos más encantadores, ni una figura más hermosa, pisó con tanta gracia como María Lobbs, la hija del viejo guarnicionero, la tierra que embellecía con su presencia. Había un centelleo malicioso en sus brillantes ojos que habría conquistado corazones mucho menos enamoradizos que el de Nathaniel Pipkin; y su risa era tan alegre que hasta el peor misántropo habría sonreído al oírla. Ni siquiera el viejo Lobbs, en el paroxismo de su furia, podía resistirse a las carantoñas de su preciosa hija; y cuando ella y su prima Kate -una personita traviesa, descarada y cautivadora- querían conseguir algo del anciano, lo que, para ser sinceros, ocurría a menudo, no había nada que éste fuera capaz de negarles, incluso cuando le pedían una parte de los incontables e inagotables tesoros escondidos en la caja fuerte.

El corazón de Nathaniel Pipkin pareció brincarle dentro del pecho cuando, una tarde de verano, divisó a aquella atractiva pareja unos cientos de yardas por delante de él, en el mismo prado donde tantas veces había paseado hasta el anochecer, recordando la belleza de María Lobbs. Pero, a pesar de que, en esas ocasiones, había pensado frecuentemente con cuánta rapidez se acercaría a María Lobbs para declararle su pasión si la encontraba, ahora que inesperadamente la tenía delante, toda la sangre de su cuerpo afluyó a su rostro, en claro detrimento de sus piernas que, privadas de su dosis habitual, empezaron a temblar bajo su torso. Cuando las jóvenes se paraban a coger una flor del seto, o a escuchar un pájaro, Nathaniel Pipkin hacía también un alto, y fingía estar absorto en sus meditaciones, lo que sin duda era cierto; pues pensaba qué demonios iba a hacer cuando se dieran la vuelta, como ocurriría inevitablemente, y se encontraran frente a frente. Pero, a pesar de que temía acercarse a ellas, no podía soportar perderlas de vista; de modo que, cuando las dos jóvenes andaban más deprisa, él andaba más deprisa y, cuando se detenían, él se detenía; y habrían seguido así hasta que la noche se lo impidiera, si Kate no hubiera mirado maliciosamente hacia atrás y hubiese animado a avanzar a Nathaniel. Había algo irresistible en los modales de Kate, así que Nathaniel Pipkin accedió a su deseo; y después de mucho ruborizarse, mientras la pequeña y traviesa prima se desternillaba de risa, Nathaniel Pipkin se arrodilló en la hierba mojada y declaró su determinación de quedarse allí para siempre, a menos que le permitieran ponerse en pie como novio formal de María Lobbs. Al oír esto, la alegre risa de la señorita Lobbs resonó a través del aire sereno de la noche... aunque no pareció perturbarlo; su sonido era tan encantador... Y la pequeña y traviesa prima se rió más fuerte que antes, y Nathaniel Pipkin enrojeció como nunca lo había hecho. Finalmente, María Lobbs, ante la insistencia de su rendido admirador, volvió la cabeza y susurró a su prima que dijera -o, en cualquier caso, fue ésta quien lo dijo- que se sentía muy honrada con las palabras del señor Pipkin; que su mano y su corazón estaban a disposición de su padre; y que nadie podía ser insensible a los méritos del señor Pipkin. Como Kate declaró todo esto con enorme seriedad, y Nathaniel Pipkin acompañó a casa a María Lobbs, e incluso intentó despedirse de ella con un beso, el joven se fue feliz a la cama, y pasó la noche soñando con ablandar al viejo Lobbs, abrir la caja fuerte y casarse con María.

Al día siguiente, Nathaniel Pipkin vio cómo el viejo Lobbs se alejaba en su viejo pony gris y, después de que la pequeña y traviesa prima le hiciera innumerables señas desde la ventana, cuya finalidad y significado fue incapaz de comprender, el delgado aprendiz de piernas esqueléticas fue a decirle que su amo no regresaría en toda la noche y que las damas lo esperaban para tomar el té exactamente a las seis en punto.

Cómo transcurrieron las clases aquel día es algo de lo que ni Nathaniel Pipkin ni sus alumnos saben más que usted; pero lo cierto es que, de un modo u otro, éstas llegaron a su fin y, cuando los niños se marcharon, Nathaniel Pipkin se tomó hasta las seis en punto para vestirse a su gusto. No es que tardase mucho tiempo en elegir el atuendo que iba a llevar, ya que no había dónde escoger; pero, conseguir que éste luciera al máximo y darle los últimos toques era una tarea no exenta de dificultades ni de importancia.

Lo esperaba un pequeño grupo, formado por María Lobbs, su prima Kate y tres o cuatro muchachas, juguetonas y afables, de mejillas sonrosadas. Nathaniel Pipkin comprobó personalmente que los rumores que corrían sobre los tesoros del viejo Lobbs no eran exagerados. Había sobre la mesa una auténtica tetera de plata, una jarrita para la crema y un azucarero, y auténticas cucharitas de plata para remover el té, y auténticas tazas de porcelana para beberlo, y platos a juego para los pasteles y las tostadas. Lo único que le disgustaba era la presencia de otro primo de María Lobbs, un hermano de Kate, a quien María llamaba Henry, y que parecía acaparar la compañía de María Lobbs en uno de los extremos de la mesa. Resulta encantador que las familias se quieran, siempre que no lleven ese sentimiento demasiado lejos, y Nathaniel Pipkin no pudo sino pensar que María Lobbs debía de estar especialmente encariñada con sus parientes, si prestaba a los demás la misma atención que a aquel primo. Después de tomar el té, cuando la pequeña y traviesa prima propuso jugar a la gallina ciega, por un motivo u otro, Nathaniel Pipkin estuvo casi todo el tiempo con los ojos vendados; y siempre que cogía al primo sabía con seguridad que María Lobbs andaba cerca. Y, a pesar de que la pequeña y traviesa prima y las otras muchachas le pellizcaban, le tiraban del pelo, empujaban las sillas para que tropezara, y toda clase de cosas, María Lobbs jamás se acercó a él; y en una ocasión... en una ocasión... Nathaniel Pipkin habría jurado oír el sonido de un beso, seguido de una débil protesta de María Lobbs, y de unas risitas de sus amigas. Todo esto era extraño... muy extraño... y es difícil saber lo que Nathaniel Pipkin habría hecho si sus pensamientos no hubieran tomado bruscamente otra dirección.

Y las circunstancias que cambiaron el rumbo de sus pensamientos fueron unos fuertes aldabonazos en la puerta de entrada; y quien así llamaba era el viejo Lobbs, que había regresado inesperadamente y golpeaba la puerta con la misma insistencia que un fabricante de ataúdes, pues reclamaba su cena. En cuanto el delgado aprendiz de piernas esqueléticas les comunicó la alarmante noticia, las muchachas subieron corriendo al dormitorio de María Lobbs, y el primo y Nathaniel Pipkin fueron empujados dentro de dos armarios de la sala, a falta de otro escondite mejor; y, cuando María Lobbs y su pequeña y traviesa prima hubieron ocultado a los jóvenes y ordenado la estancia, abrieron al viejo Lobbs, que no había dejado de aporrear la puerta desde su llegada.

Lo que, desgraciadamente, sucedió entonces es que el viejo Lobbs, que estaba muerto de hambre, llegó con un humor espantoso. Nathaniel Pipkin podía oírlo gruñir como un viejo mastín con dolor de garganta; y, siempre que el infortunado aprendiz de piernas esqueléticas entraba en el cuarto, tenía la certeza de que el viejo Lobbs empezaría a maldecirlo del modo más sarracénico y feroz, aunque, al parecer, sin otra finalidad u objetivo que desahogar su furia con aquellos superfluos exabruptos. Finalmente le sirvieron la cena, que hubieron de calentar, y el viejo Lobbs se abalanzó sobre la comida; después de comérselo todo con rapidez, besó a su hija y le pidió su pipa.

La naturaleza había colocado las rodillas de Nathaniel Pipkin en una posición muy cercana, pero, cuando oyó que el viejo Lobbs pedía su pipa, éstas se juntaron con fuerza como si pretendieran reducirse mutuamente a polvo; pues, colgando de un par de ganchos, en el mismo armario donde se escondía, había una enorme pipa, de boquilla marrón y cazoleta de plata, que él mismo había contemplado en la boca del viejo Lobbs con regularidad, todas las tardes y todas las noches, durante los últimos cinco años. Las dos jóvenes buscaron la pipa en el piso de abajo, en el piso de arriba, y en todas partes excepto donde sabían que estaba, y el viejo Lobbs, mientras tanto, despotricaba del modo más increíble. Finalmente, recordó el armario y se dirigió a él. No sirvió de nada que un hombre diminuto como Nathaniel Pipkin tirara de la puerta hacia dentro mientras un tipo grande y fuerte como el viejo Lobbs tiraba hacia fuera. El viejo Lobbs abrió el armario de golpe, poniendo al descubierto a Nathaniel Pipkin que, muy erguido dentro del armario, temblaba atemorizado de la cabeza a los pies. ¡Santo Dios! Qué mirada tan terrible le lanzó el viejo Lobbs, mientras lo sacaba por el cuello y lo sujetaba a cierta distancia.

-Pero ¿qué demonios se le ha perdido aquí? -exclamó el viejo Lobbs, con voz estentórea.

Nathaniel Pipkin fue incapaz de contestar, de modo que el viejo Lobbs lo zarandeó hacia delante y hacia atrás durante dos o tres minutos, a fin de ayudarlo a aclarar sus ideas.

-¿Que qué se le ha perdido aquí? -bramó Lobbs-; supongo que ha venido detrás de mi hija, ¿no es así?

El viejo Lobbs lo dijo únicamente para burlarse de él; pues no creía que el atrevimiento de Nathaniel Pipkin pudiera llegar tan lejos. Cuán grande fue su indignación cuando el pobre hombre respondió:

-Sí, señor Lobbs, he venido detrás de su hija. Estoy enamorado de ella, señor Lobbs.

-¿Usted? ¡Un rufián apocado, enclenque y mal encarado! -dijo con voz entrecortada el viejo Lobbs, paralizado por la terrible confesión-. ¿Qué significan sus palabras? ¡Dígamelo en la cara! ¡Maldita sea, lo estrangularé!

Es muy probable que el viejo Lobbs hubiera ejecutado su amenaza, empujado por la ira, de no haberlo impedido una inesperada aparición: a saber, el primo de María que, abandonando su armario y corriendo hacia el viejo Lobbs, exclamó:

-No puedo permitir que esta persona inofensiva, que ha sido invitada aquí para el regocijo de unas niñas, asuma, de un modo tan generoso, la responsabilidad de una falta (si es que puede llamarse así) de la que soy el único culpable; y estoy dispuesto a reconocerlo. Quiero a su hija, señor; y he venido con el propósito de verla.

El viejo Lobbs abrió mucho los ojos al oír sus palabras, aunque no más que Nathaniel Pipkin.

-¿Ha venido usted? -dijo Lobbs, recuperando finalmente el habla.

-Sí, he venido.

-Hace mucho tiempo que le prohibí entrar en esta casa.

-Es cierto; de otro modo no habría venido a escondidas esta noche.

Lamento contar esto del viejo Lobbs, pero creo que habría pegado al primo si su hermosa hija, con los brillantes ojos anegados en lágrimas, no le hubiera agarrado el brazo.

-No lo detengas, María -exclamó el joven-; si quiere pegarme, déjalo. Yo no tocaría ni uno de sus cabellos grises por todo el oro del mundo.

El anciano bajó la mirada tras ese reproche, y sus ojos se encontraron con los de su hija. He insinuado ya en una o dos ocasiones que los tenía muy brillantes, y, aunque ahora estaban llenos de lágrimas, su influjo no era menor. Cuando el viejo Lobbs volvió la cabeza, para evitar que esos ojos lo convencieran, se topó con el rostro de la pequeña y traviesa prima que, medio asustada por su hermano y medio riéndose de Nathaniel Pipkin, mostraba la expresión más encantadora, y no exenta de malicia, que un hombre viejo o joven puede contemplar. Cogió zalamera el brazo del anciano y le susurró algo al oído; y, a pesar de sus esfuerzos, el viejo Lobbs no pudo evitar sonreír, al tiempo que una lágrima rodaba por sus mejillas. Cinco minutos más tarde, sus amigas bajaban del dormitorio entre remilgos y risitas sofocadas; y, mientras los jóvenes se divertían, el viejo Lobbs descolgó la pipa y se puso a fumar; y se dio la extraordinaria circunstancia de que aquella pipa de tabaco fue la más deliciosa y relajante que había fumado jamás.

Nathaniel Pipkin creyó preferible guardar silencio y, al hacerlo, consiguió ganarse poco a poco la estima del viejo Lobbs, que con el tiempo le enseñó a fumar; y, durante muchos años, los dos se sentaban en el jardín al atardecer, cuando el tiempo era bueno, y fumaban y bebían muy animados. No tardó en recuperarse de su desengaño, pues su nombre figura en el registro de la parroquia como testigo de la boda de María Lobbs y su primo; y, según consta en otros documentos, parece que la noche de la ceremonia la pasó entre rejas, por haber cometido toda clase de excesos en las calles en un estado de absoluta embriaguez, ayudado e instigado por el delgado aprendiz de piernas esqueléticas.

Fin

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