31 de enero de 2011

La componedora de matrimonios / Ray Bradbury


La componedora de matrimonios
Ray Bradbury

A la luz del sol, la cabecera era como una fuente, y se alzaba en penachos de luz clara. Había allí figuras de leones y gárgolas y machos cabríos barbudos. Era algo pavoroso, aun a medianoche, cuando Antonio se sentaba en la cama, y se desataba los cordones de los zapatos, y extendiendo la manaza callosa tocaba el arpa brillante. Luego, se arrojaba en esa fabulosa máquina de sueños, y allí, acostado, respiraba pesadamente sintiendo que se le cerraban los ojos.
-Todas las noches –dijo la voz de su mujer- dormimos en la boca de una calíope.
La queja lo sacudió. Se quedó tendido largo rato antes de atreverse a acariciar con las endurecidas puntas de los dedos el metal frío de la cabecera laberíntica, las cuerdas de esa lira que había cantado tantos cánticos ardientes y hermosos, a lo largo de los años.
-No es una calíope –dijo.
-Grita como una calíope. Millones y millones de personas, en todo el mundo, duermen en camas, esta noche. ¿Por qué no nosotros, les pregunto a los santos?
-Es una cama -dijo Antonio con dulzura, tañendo detrás de su cabeza, en el arpa de bronce, un pequeño arpegio. Para él, el arpegio era Santa Lucía.
-Esta cama tiene jibas como si debajo hubiese un rebaño de camellos.
-Vamos, mamá –dijo Antonio. Cuando estaba enojada la llamaba mamá, aunque no tenían hijos-. Nunca fuiste así –prosiguió- hasta hace seis meses cuando esa mujer de abajo, la señora Brancozzi, compró una cama nueva.
-La cama de la señora Brancozzi –dijo María melancólicamente-. Es como la nieve. Lisa y blanca y suave.
-¡No quiero ninguna maldita nieve, lisa, blanca y suave! –gritó Antonio, colérico-. Estos elásticos... tócalos. Me conocen. Saben que a esta hora de la noche yo me acuesto así, a las dos de la mañana, ¡así! Y a las tres así, y a las cuatro así. Somos como volatineros, hace años que trabajamos juntos y conocemos todas las caídas, y todos los puntos de apoyo.
María suspiró.
-A veces –dijo- sueño que estamos en la máquina de hacer melcocha de la dulcería de Bartole.
-Esta cama –anunció Antonio a la oscuridad- ¡sirvió a nuestra familia desde antes de Garibaldi! De este solo manantial nacieron distritos enteros de honrados electores, un escuadrón de sanos y honrados militares, dos confiteros, un barbero, cuatro segundos tenores para Il Trovatore y Rigoletto, ¡y dos genios tan complejos que nunca supieron qué hacer con sus vidas! Sin olvidar a todas las mujeres hermosas que decoraron salones de baile. ¡Un cuerno de la abundancia, esta cama! Una verdadera cosechadora.
-Hace dos años que estamos casados –dijo María dominándose, con una voz temblorosa-. ¿Dónde están nuestros segundos tenores para Rigoletto, nuestros genios, nuestros decorados para los salones de baile?
-Paciencia, mamá.
-¡No me llames mamá! Esta cama está demasiado ocupada en halagarte a ti durante toda la noche, y nunca hizo nada por mí. ¡Ni siquiera una hija!
Antonio se incorporó.
-Has permitido que las mujeres de la casa te echaran a perder hablando de dólares ahorrados, dólares semanales. ¿Tiene hijos la señora Brancozzi? ¿Ella y su cama nueva? Han pasado ya cinco meses.
-¡No! ¡Pero los tendrá pronto! La señora Brancozzi dice... ¡Y la cama nueva es tan hermosa!
Antonio se echó en la cama y tironeó de las cobijas. La cama aulló como las Furias que cruzan el cielo nocturno y se pierden en la aurora.

La luna cambió el dibujo de la ventana en el piso. Antonio despertó. María no estaba en la cama.
Se levantó y espió por la puerta entreabierta del cuarto de baño. María, de pie frente al espejo, se miraba el rostro fatigado.
-No me siento bien –dijo.
-Discutimos. –Antonio extendió la mano para acariciarla. –Perdóname. Lo pensaremos. Lo de la cama, quiero decir. Veremos qué pasa con el dinero. Y si mañana no estás bien, vé a ver al doctor, ¿eh? Ahora, vuelve a la cama.

Al día siguiente, a mediodía, Antonio dejó el aserradero y fue a mirar el escaparate de las camas nuevas; las cobijas apartadas invitaban a dormir.
-Soy una bestia –murmuró entre dientes.
Consultó el reloj. A esa hora, María iría a ver al médico. Había estado como leche fría esa mañana, y él le había dicho que viera al médico. Caminó hasta la dulcería y observó la máquina de hacer melcocha que plegaba, enroscaba, estiraba. ¿Gritará la melcocha?, se preguntó. Tal vez, pero tan alto que no podemos oírla. Se echó a reír. Luego, en la melcocha estirada, vio a María. Frunciendo el ceño, dio media vuelta y caminó hasta la casa de los muebles. No. Sí. No. ¡Sí! Apretó la nariz contra el vidrio helado. Cama, pensó, tú, que estás ahí, cama nueva, ¿me conoces? ¿Serás buena, de noche, con mi espalda?
Sacó lentamente la billetera y espió el dinero. Suspiró, contempló largo rato la lisa cabecera de mármol, el enemigo desconocido, la cama nueva. Luego, hundiendo los hombros, entró en la mueblería, con el dinero en la mano.

-¡María!
Subió de dos en dos los escalones, corriendo. Eran las nueve de la noche, y había dejado el trabajo extra en el aserradero. Sonrió, y se precipitó por la puerta abierta.
No había nadie en la casa.
-Ah –dijo decepcionado.
Puso el recibo de la cama nueva sobre el escritorio para que María lo viera al entrar. Cuando él trabajaba hasta más tarde, María visitaba a las vecinas de la planta baja.
Iré a buscarla, pensó, y se detuvo. No. Quiero decírselo a solas. Esperaré. Se sentó en la cama.
-Vieja cama –dijo-, adiós. Perdóname.
Acarició nerviosamente los leones de bronce y se paseó por el cuarto. Ven, María. Imaginó la sonrisa de María.
Escuchó esperando oír los pasos rápidos en la escalera. Alguien subía despacio, tranquilamente. No es mi María, pensó, tan lenta, no, no es ella.
El picaporte giró.
-¡María!
-¡Volviste temprano! –María sonreía, feliz. ¿Habría adivinado? ¿Lo llevaré escrito en la cara?, pensó Antonio. –Estuve abajo –dijo María-, ¡diciéndoselo a todos!
-¿Diciéndoselo a todos?
-¡El doctor! ¡Fui a ver al doctor!
-¿Al doctor? –Antonio estaba desconcertado. -¿Y?
-Y, papá, y...
-Quieres decir... ¿Papá?
-¡Papá, papá, papá, papá!
-Oh –dijo Antonio tiernamente-, por eso subías con tanto cuidado.
La abrazó, aunque no demasiado fuerte, y le besó las mejillas, y cerró los ojos y sollozó. Luego tuvo que ir a despertar a algunos vecinos y contarles, sacudirlos, y contarles otra vez. Un vinito inevitable, un vals cuidadoso, un abrazo, un estremecimiento, besos en la frente, en los párpados, en la nariz, en los labios, en las sienes, las orejas, el pelo, la barbilla... y luego... era ya medianoche.
-Un milagro –suspiró Antonio.
Estaban otra vez solos en el cuarto. La gente que había estado allí un minuto antes, riéndose, hablando, había templado el aire. Pero ahora estaban de nuevo solos.
Cuando apagó la luz, Antonio vio el recibo sobre el escritorio. Azorado, trató de decidir de qué manera sutil y deliciosa sorprendería a María con esa otra noticia.
María estaba sentada en el borde de la cama en la oscuridad, hipnotizada de asombro. Movía las manos como si su cuerpo fuese una muñeca extraña, de partes separadas; y ahora había que armarla otra vez, pieza por pieza. Se movía muy lentamente como si viviese bajo un mar tibio, a medianoche. Al fin, tratando de no quebrarse, se apoyó en la almohada.
-María, tengo algo que decirte.
-¿Sí? –preguntó María con voz apagada.
-Ahora que estás como estás. –Le estrechó la mano. –Mereces las comodidades, el descanso, la belleza de una cama nueva.
María no lloró de felicidad ni lo miró ni lo abrazó. Guardó un silencio pensativo.
Antonio se sintió obligado a continuar.
-Esta cama no es más que un órgano, una calíope.
-Es una cama –dijo María.
-Debajo de la cama hay un rebaño de camellos.
-No –dijo María en voz baja-. De aquí nacieron distritos enteros de honrados electores, capitanes suficientes para tres ejércitos, dos bailarinas, un abogado famoso, un policía altísimo y siete cantantes: bajos, tenores y sopranos.
A la media luz del cuarto, Antonio miró el recibo sobre el escritorio. Tocó el colchón gastado. Los elásticos se movieron suavemente preparándose para reconocer cada miembro, cada músculo fatigado, cada hueso dolorido. Antonio suspiró.
-Nunca discuto contigo, pequeña.
-Mamá –dijo María.
-Mamá –repitió Antonio.
Y luego, cuando Antonio cerró los ojos y se subió las cobijas hasta el pecho, y se tendió en la oscuridad al pie de la fuente, ante un jurado de feroces leones metálicos y machos cabríos ambarinos y gárgolas sonrientes, escuchó. Y oyó. Al principio era algo remoto, incierto, pero que fue aclarándose poco a poco.
Dulcemente, con el brazo por encima de la cabeza, las puntas de los dedos de María empezaron a tocar una pequeña danza en las brillantes cuerdas del arpa, en los barrotes centelleantes de la vieja cama. La música era... sí, por supuesto: Santa Lucía. Los labios de Antonio se movieron en un suave murmullo. ¡Santa Lucía! ¡Santa Lucía!
Era una música muy hermosa.

Fin

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