2 de diciembre de 2007

Beowulf / Capítulo II



Capítulo II
La venganza de Gréndel

A la mañana siguiente a la muerte de Gréndel, el palacio estaba rodeado por los daneses que acudían para enterarse de lo ocurrido. Casi ninguno de ellos había podido dormir a causa de los gritos. Mientras observaban la garra del ogro que colgaba del techo, se relataban unos a otros los detalles de la lucha.
Un reguero de sangre salía del palacio y se internaba en el bosque. Parecía indicar el camino por el que Grendel había huido. Algunos hombres decidieron seguir ese rastro, ayudados por las pisadas del monstruo, que habían marcado la tierra con grandes huellas.
De regreso al Herot, contaron a todos lo que habían visto. Siguiendo el camino indicando por las manchas de sangre, habían llegado hasta un lago donde las aguas hervían rojas y se revolvían en un furioso oleaje. Estaban seguros de que allí se
había arrojado su enemigo.
Hrothgar entró al palacio acompañado por la reina. A medida que ambos subían por las gradas, podían contemplar de cerca la garra de Grendel colgando del techo dorado. Aquella zarpa era tan espantosa que tenía en cada dedo una uña de acero. Decían
que nunca una espada, por dura que fuese, hubiera podido abatir a la fiera o cortar su garra. Ya en la sala, el rey pidió que llamaran a Beowulf.
—Hace aún poco tiempo pensaba que nunca acabaría esta
desgracia. Mi sala estaba roja de sangre. Desde ahora —le dijo— , te doy mí afecto y te tengo por hijo. Respeta este vínculo y guárdalo por siempre. Nada en la tierra te habrá de faltar de las cosas que tengo.
—Hubiera deseado que no escapara, pero no pude impedirlo —dijo el godo—. Resistimos con valentía, pero escapó cuando su brazo se desprendió del resto de su cuerpo. De todos modos, vivirá poco tiempo.
Unferth, el envidioso, permaneció a un costado, sin que nadie lo viera, masticando su odio. Ciertamente, Beowulf había demostrado tener mucho valor para matar al ogro. El nunca se hubiera atrevido a hacerlo. Pero todos parecían olvidar que
Beowulf no era el único que había quedado con vida después de la lucha. La leyenda de las criaturas decía que eran dos los monstruos que vagaban en la noche. Unferth lo recordaba, aunque no tenía intenciones de decirlo.
El rey ordenó que arreglaran el Herot inmediatamente. En los muros se colocaron inmensos tapices, que causaban asombro por las escenas tejidas en ellos. Podía contemplarse la historia de los daneses, tramada en finas hebras de lana de distintos tonos. Luego se repararon los bancos y los acomodaron alrededor de las
mesas. Sólo el techo había quedado intacto.
Cuando el Herot lució por fin como antes, Hrothgar reunió a sus caballeros en la sala para organizar una ceremonia. Todos los famosos varones tomaron asiento en la morada presididos por el monarca.
El rey le entregó a Beowulf un estandarte dorado, una cota, un yelmo y una espada excelente. El yelmo estaba adornado con una banda de hierro trenzada que servía para protegerse del golpe mortal de una espada. Ordenó traer ocho caballos, todos de
distintos colores, cuyas riendas y correajes estaban cubierto por láminas de oro. Uno de ellos llevaba una montura adornada con joyas, pues era la silla del monarca.
La reina se acercó a Beowulf y le entregó dos brazaletes de oro trenzado, una cota de malla y un collar como no ha habido en el mundo.
Entonces, organizaron una fiesta tan grande como las que antes solían realizar. El arpa comenzó a sonar mientras los daneses acudían con jarras de vino.
Al llegar la noche, Hrothgar se retiró cansado a su alcoba. Los guerreros apartaron los bancos y extendieron jergones y mantas sobre el suelo para descansar. Luego de quitarse las armas, cerraron las puertas y ventanas del palacio para mantenerse
a resguardo del frío de la noche.
Recién entonces, godos y daneses se entregaron al sueño. Beowulf se retiró a una alcoba especial que le fue asignada.
Pasada la medianoche, la puerta principal del palacio se abrió de par en par y un viento helado penetró en la sala.
La madre de Gréndel, una ogresa tan repugnante como su cría, estaba de pie en la entrada. Su diabólica figura se recortaba contra una tenue luz que venía de afuera. Miraba a cada uno de los guerreros con rencor, dispuesta a devorarlos para vengar la
muerte de su hijo.
El terror se apoderó de todos. Los hombres atinaron a empuñar los hierros que estaban sobre los bancos y tomaron los escudos.
Al ver que los caballeros se armaban, la ogresa quiso alejarse rápidamente de la sala. Pero antes de irse, atrapó a Esker, el varón que Hrothgar más estimaba, y escapó con él a su ciénaga.
Por la mañana, los hombres miraban aterrados hacia el techo del palacio sin poder creer lo que veían: la ogresa se había llevado la garra sangrienta de su hijo. El rey ordenó que Beowulf acudiera a su sala y lo puso al tanto de lo que había sucedido.
—Esker, mi mejor guerrero, está sin vida . Una ogresa monstruosa le dio muerte con sus manos y escapó arrastrando su cuerpo.
La leyenda decía que eran dos los ogros. Ayer castigaste a uno, a Gréndel.. Fue su madre la que anoche atacó el palacio para cobrarse la muerte de su espantoso hijo.
—Hrothgar, seguiré su rastro. No escapará, ya se meta en la tierra, ya corra a los bosques o al fondo del mar. Donde quiera que esté, la hallaré.
—Aún no conoces el horrible paraje donde vive. Es un lugar despiadado como los que lo habitan. Un río se vierte desde el monte y se hunde en la tierra al pie de las rocas. Desde sus orillas, puede verse un fangal repugnante sobre el que se inclina un
bosque nevado. Las ramas de los árboles se dejan caer sobre el lago y lo ensombrecen. Cada noche se producen allí unos espantosos prodigios: las aguas foguean como si un ejército de guerreros estuviera sumergido en ellas disparando las armas más poderosas.
Mal sitio es aquel. Cuando el viento se levanta, el oleaje se eleva oscuro hasta las nubes. Entonces, el aire se espesa y el cielo estalla en agua.
Beowulf lo escuchaba tratando de imaginar aquel lugar.
—Ve allí, si te atreves —dijo el rey—. Pero antes de partir, debes saber algo: ningún sabio varón ha conocido jamás el fondo de esas aguas. Nada puede decirte de lo que en ellas está sumergido.
Rápidamente se organizó una tropa para acompañar al godo hasta el lago. Hrothgar también se puso en marcha. Siguieron las huellas de la ogresa, caminando por las sendas de los bosques y a través de los campos abiertos. Trataban de no perder el rastro al cruzar los fangales. Recorrieron caminos de rocas quebradas
donde el paso se hacía difícil, pues sus senderos eran tan angostos que sólo podía pasar un hombre por vez. Al fin, llegaron a un bosque que volcaba sus ramas a un precipicio gris. Era una selva penetrada por las sombras. Abajo, las
aguas del lago se revolvían con sangre. Hrothgar ordenó que un guerrero se adelantara para inspeccionar la zona. El danés trepó sobre un risco para observar por
qué camino les convenía acercarse a la orilla; pero antes de que pudiese hacerlo, su mirada tropezó con una escena horrible: la cabeza de Esker estaba tirada sobre el barro.
El guerrero regresó y contó lo que había visto. Todos se sentaron en silencio, sin dejar de mirar el lago, pues no podían apartar sus miradas de aquel espectáculo. Enormes serpientes, que no dejaban de moverse, estaban nadando en las aguas. En las rocas, se veían monstruos echados, extraños dragones tendidos boca abajo.
Entonces, el cuerno tocó sus sones de guerra. Al oír aquel sonido, todas las criaturas emprendieron la huida con desconfianza.
Sus cuerpos se teñían de rojo al atravesar las aguas. Beowulf empuñó su arco, lo atravesó con una flecha y apuntó a una de las bestias. El arma logró penetrar en su pecho y quedó incrustada en él. La serpiente cayó en el lago y empezó a nadar
lentamente. Los demás guerreros comenzaron a lanzarle harpones hasta sacarla del agua. Su cuerpo áspero y brillante quedó tendido sobre la tierra, a la vista de todos.
El príncipe de los godos, decidido a entrar en el agua, se equipó con su arnés de combate. Le colocaron la cota de malla para proteger su cuerpo de las garras de los monstruos. Su cabeza estaba cubierta por el yelmo, cuyas bandas de hierro impedirían que nada lo hiriese.
Unferth se acercó entonces a la orilla. Seguro de que el godo moriría, le dijo:
—Si precisas ayuda, puedo prestarte mi espada, la Hrunting.
Beowulf no le contestó. Mientras continuaba preparándose, observaba la espada que el danés le ofrecía. Su hoja mostraba señales venenosas, pues había sido endurecida con la sangre de las guerras.
—Nunca me ha fallado en ninguna de mis batallas —insistió
Unferth, pero el godo seguía sin hablar.
—¿Acaso eres tan arrogante como para negarte a usarla? ¿O prefieres que tu sangre se mezcle con la del ogro dentro de las aguas?
—Tú sólo amenazas, pero no te vistes para bajar. Déjame en paz ahora —le dijo Beowulf.
Entonces, se despidió del rey:
—Hrothgar, heredero de Healfdene y gran soberano, parto en busca de la ogresa. Si muero, protege a mis hombres. A Hygelac, envíale los regalos que ya me entregaste: deseo que sepa que fuiste generoso conmigo.
El godo se acercó lentamente a la orilla. Las aguas enrojecidas comenzaban a mojarlo mientras sus pies se hundían en el lodo blando. Así siguió avanzando, hasta que su cuerpo estuvo sumergido.
Gran parte del día estuvo nadando sin poder dar con el fondo.
Una y otra vez intentaba hundirse con grandes impulsos, pero el lago era demasiado profundo. Los daneses y los godos, que lo observaban desde el risco, veían cómo su cuerpo emergía húmedo y volvía a desaparecer con rapidez. Todo era en vano.
La madre de Grendel advirtió que un hombre se encontraba en sus aguas. Desde su guarida lo veía descender, temiendo que pretendiera invadir su mansión.
Nadó entonces hasta hallarse debajo de aquel cuerpo y lo atrapó velozmente con sus feroces garras. Nadie pudo verla, pues no asomó a la superficie. Bajó hasta su cueva en el fondo del lago, arrastrando al godo, que no conseguía valerse del hierro para
detenerla. Las bestias marinas lo rodeaban y mordían su cota una y otra vez.
El guerrero se sentía desvanecer, sus fuerzas disminuían a causa de los intensos ataques. Atrapado por la ogresa y cercado por esos engendros, perdió el conocimiento.
Cuando más tarde pudo reaccionar, se encontró en una gruta submarina, donde vivía la ogresa. El techo impedía que las olas furiosas penetrasen en aquel recinto húmedo y maloliente. Una hoguera de llamas brillantes iluminaba la estancia. Lentamente,
Beowulf pudo acostumbrarse a aquella luz. Recién entonces vio a la ogresa, que lo observaba como si fuera un monstruo nunca visto.
El guerrero alzó su espada y la lanzó sobre la cabeza de su enemiga, pero el golpe no logró dañarla. Arrojó, entonces, su espada al suelo, dispuesto a valerse sólo de sus manos.
Agarró a la ogresa por el hombro y, con una fuerza terrible, hizo que cayera a tierra. Pero también ella era fuerte y pudo derribarlo.
El godo cayó y la bestia se le colocó encima. Su mirada era despiadada. Sin que él pudiera advertirlo, sacó una daga ancha y brillante y trató de matarlo. Pero ni la punta, ni el filo de la daga pudieron atravesar la cota anillada del guerrero.
Beowulf logró levantarse del suelo y se apartó de ella. Buscaba impaciente algo que pudiera servirle para atacarla. De pronto, vio un hierro impresionante que colgaba de una pared de la cueva.
Era una espada valiosa y de filo potente, tan pesada que ningún otro hombre hubiera podido manejarla, pues había sido forjada por gigantes.
Mientras Beowulf luchaba en aquella cueva, arriba, en la orilla del lago, Hrothgar y sus guerreros observaban atentos las aguas.
El lago seguía hirviendo furioso, teñido de sangre. Los sabios ancianos decían que el héroe ya no regresaría. Muchos pensaban que la madre de Grendel lo había abatido.
—Tal vez ni siquiera la ha encontrado. Seguramente ha sido
devorado por alguna de esas serpientes —dijo Unferth, señalando las bestias que se revolvían en el lago.
Nadie podía desmentirlo, pues el cuerpo del godo no aparecía por ningún lado. Desde que lo habían visto sumergirse por última vez, no había vuelto a la superficie.
—No existe nadie capaz de soportar tanto tiempo debajo del agua. Ni siquiera el más valiente de los hombres puede hacerlo —dijo el envidioso danés que, como el resto, desconocía la existencia de la cueva—. Regresemos al palacio. Nada tenemos que
hacer aquí.
Los daneses, que ya habían perdido toda esperanza de volver a ver a Beowulf, aceptaron la propuesta de Unferth y se dispusieron a retornar al Herot. Sólo los godos se quedaron a esperarlo.
Pero en la profundidad del lago, dentro de la cueva, Beowulf aún seguía luchando. Había tomado la espada de los gigantes y la sostenía firmemente en sus manos. Sabía que era su última oportunidad.
Si fallaba, la ogresa se echaría sobre él para devorarlo y su cuerpo no volvería a salir de las aguas.
Calculó bien el golpe. Respiró hondo y descargó la espada sobre su enemiga lanzando un grito de guerra tan fuerte que todas las bestias del lago se estremecieron. La madre de Grendel cayó herida.
De pie, junto al cuerpo de la ogresa, Beowulf vigilaba cada uno de sus movimientos mientras agonizaba. Su cuerpo reptaba como el de una serpiente que ha sido atrapada, hasta que por fin se quedó inmóvil.
Recién entonces, el godo decidió explorar la cueva. La luz de la hoguera alumbraba lo suficiente. Todavía empuñaba su hierro con fuerza, pues creía que podía serle útil si otra fiera se presentaba.
Delgados hilos de agua oscura recorrían las paredes de la cueva. Las rocas parecían brillar cuando el fuego de la hoguera las iluminaba. En los rincones de la gruta, encontró increíbles tesoros: algunos estaban bastante herrumbrados. Los malditos
ogros debían haberlos robado hacía mucho tiempo. Nadie los habría encontrado jamás.
El camino empezaba a apagarse a medida que se alejaba de la hoguera. Más adelante, pudo vislumbrar que se abría nuevamente en otra cueva. Con cautela y observando todo detenidamente, penetró en ella.
Allí encontró en su lecho a Gréndel; su cuerpo yacía sin vida.
A su lado, estaba el brazo que la ogresa había robado del palacio.
Beowulf alzó la espada de los gigantes y le cortó la cabeza.
Pero cuando el filo del arma se manchó con la sangre venenosa del ogro, el hierro comenzó a derretirse.
Tomó la cabeza de Grendel y el puño labrado con joyas de la espada cuya hoja se había derretido, y se dirigió a la entrada de la cueva para regresar. Nadó hacia arriba hasta llegar a la orilla del lago, sin que ninguna de las serpientes marinas se le acercara.
La tropa de los godos, que aún lo aguardaba, fue a su encuentro en cuanto lo vieron salir. Le quitaron el yelmo y la cota de malla. Limpiaron su rostro y su cuerpo, pues estaban empapados en sudor y manchados con el agua sucia e inmunda del lago.
Beowulf se sentó a descansar unos instantes.
—Ahora sí, podremos regresar a nuestras tierras —les dijo a sus godos, mientras miraba cómo las aguas se tranquilizaban de a poco.
Retornaron al Herot. Entre cuatro guerreros cargaban la cabeza de Gréndel, clavada en una gigantesca lanza. Atrás quedaba un cuantioso tesoro, escondido para siempre debajo de las aguas.
Los daneses estaban en la sala del palacio. Hrothgar se lamentaba por la ausencia de Beowulf, pues había demostrado ser un fiel guerrero.
—El godo ya no volverá —insistía Unferth—. Debemos prepararnos para la noche, porque es la ogresa la que va a regresar.
Si nos encuentra aquí, nos devorará a todos en venganza por la muerte de su hijo.
De pronto, se hizo silencio. Beowulf, que estaba entrando a la sala, alcanzó a oír las palabras del danés.
—Ya no te preocupes —le dijo—, ella está muerta en el fondo del lago. Aquí tienes la cabeza de Gréndel. No precisé de tu espada para cortarla.
Dejó la cabeza del ogro en el medio de la sala. Luego se inclinó ante el rey y le relató lo sucedido en la cueva. Como obsequio, le entregó el puño de la espada de los gigantes.
—Es una joya valiosa, que perteneció a los ogros. Tú debes conservarla.
Hrothgar, admirado por aquella pieza, la sostenía entre manos. Una antigua querella estaba grabada en esa vieja reliquia, donde se refería la historia de los gigantes que había muerto ahogados en una tormenta. Tenía una guarda de oro en la que estaba
escrito, con runas de exacto valor, para quién se había hecho ese hierro.
A la mañana siguiente, los godos se dieron prisa, pues ansiaban partir. La vela se alzó en el mástil. La madera del barco crujía.
Por fin, los godos se alejaron de Dinamarca rumbo a las tierras lejanas del rey Hygelac. Nunca más se supo que otros monstruos atacaran el Herot.
Los godos fueron recibidos en su tierra con gran alegría y la gloria de Beowulf aumentó hasta el punto de que los godos que ya habían comunicado al héroe la triste noticia del fallecimiento, en su ausencia, del noble señor Hygelac, en lucha contra
los frisios— comprendieron que había de ser aquél quien sucediera a éste. Beowulf sucedió en el trono a su desdichado predecesor y gobernó a los godos durante muchos años, alcanzando gran fama y completa felicidad y siendo honrado por todos.

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