Hace diez años, el 14 de diciembre de 2001, en un inexplicable accidente, moría el escritor alemán más importante de las últimas décadas.
Dejaba tras de sí una obra única, que desde entonces no hace más que cosechar nuevos adeptos. Aquí, las razones. Los lectores tenemos derechos. Y como todos, tenemos además la obligación de no mentir. Cuando el 14 de diciembre de 2001 recibimos entre impactados y apesadumbrados la noticia de la muerte de W.G. Sebald, un escritor alemán cuya existencia conocíamos desde hacía muy poco, ¿a qué se debía en verdad esa pesadumbre? ¿De qué estaba hecha esa incomodidad, sin duda basada escasamente en el afecto por alguien que nos era casi ajeno? La respuesta es sencilla: de egoísmo. Nos sentimos frustrados. A los 57 años, Sebald se hallaba en la cúspide de sus fuerzas creativas, lo que en realidad terminaríamos de comprender dos años más tarde con la lectura de Austerlitz, la insoslayable obra maestra que en su idioma original se había publicado apenas meses antes de su muerte y de la que aquí el sello Anagrama haría una edición local para no abusar de los todavía algo flacos bolsillos de los argentinos. Al momento de su muerte, unos pocos lectores entre nosotros habían tenido la suerte de toparse con Vértigo, el primero de sus libros de ficción en prosa, aunque en el caso de Sebald dichas categorías suenan, como ya veremos, cuanto menos ridículas. ¿Entonces qué era Vértigo? Una suerte de relato autobiográfico, entrecruzado con algo así como retratos o biografías breves, un híbrido construido sobre… En fin. Lo más ajustado sería decir que se trató de una revelación: la de que estábamos frente a un autor fuera de serie, al que sólo puede definirse en sus propios términos.
Resulta extraño, en ese sentido, cierto cuestionamiento en voz alta, cierta insistencia en desconfiar del valor real de una obra que podrá tener sus luces y sombras, pero que como mínimo, en su singularidad, evidencia su carácter de insoslayable.
Esa falta de repentización está emparentada con la misma lógica mezquina que asegura que nuestro vecino jamás puede ser un genio. En el cine de hoy, más precisamente en la crítica cinematográfica, la cosa funciona de un modo inverso: la canonización en vida de un director es un gesto indispensable para imponer una mirada. Daría la impresión de que los genios sobran. Más allá de esos abusos retóricos, de esas emociones sobreactuadas, es posible que semejante mecanismo se deba a que existe un canon sólido –que en lo esencial pasa por la historia de los Cahiers du Cinema–, y a partir de él, o contra él, se discute. Eso no sucede en literatura, es decir en la literatura contemporánea, por mucho que le pese a Harold Bloom. Y aunque el ambiente literario esté lleno de entusiastas, sabemos que un escritor permitiría que le cortaran una pierna antes que admitir que ese que está a su lado, ese que publicó un libro casi al mismo tiempo que el suyo, huele a clásico.
Lo cierto es que la muerte de Winfried Georg Maximilian Sebald parece haber sido pensada como una cifra de su literatura. Una muerte en la ruta: un auto que se estrella contra un camión (una muerte argentina, podríamos decir con orgullo, como para apropiárnoslo un poquito). El huevo o la gallina: un ataque cardíaco y el posterior accidente. Pero también se ha extendido el rumor de que Sebald sufría ataques de pánico, y determinados elementos en el escenario de la tragedia han permitido que se especulara con esa otra relación entre causa y efecto. Como sea, así como Manuel Vázquez Montalbán murió en la suya (en el aeropuerto de Bangkok, luego de darse incontables e inconfesables panzadas), Sebald tuvo la muerte que le corresponía: una muerte en transición. Porque eso fue, sobre todo, este hombre que surgió con voz propia demasiado tarde –por lo repentino del fin–, y que con anterioridad se dedicó a pensar, a explorar, a entender lo que le ocurría con la literatura y sí, a los 43 años, luego de un extenso diálogo consigo mismo y de aceptar que no tenía otro camino, decidió ir en busca de una obra. Eso fue, decíamos: un viajero. Y un observador. Pero no un flaneur, sino su contracara: alguien que se desdobló siempre en lo que veía, que diluyó y sacrificó su propio Yo para metamorfosearlo, en definitiva, en una obra única.
Apenas cinco libros –el núcleo duro de su producción– le bastaron a Sebald para construir su fortaleza. El primero de ellos, Del natural (de 1988), ya lo define cabalmente: a mitad de camino desde lo formal entre el poema y la prosa, lo autobiográfico y lo biográfico se entrelazan a través de la experiencia de los tres exploradores-protagonistas, dado que el último de ellos es el propio autor. Sebald se sitúa, siempre, en ese espacio ambiguo, dentro y fuera de las historias que cuenta. De ahí que su recurso preferido sea el estilo indirecto libre, es decir: la versión de la versión, lo que le contaron a ese otro que cuenta.
Poco después llegaría Vértigo (1990), uno de los libros de Sebald que más ha incomodado a reseñistas y críticos, pero también a los lectores, y sin duda a los responsables de escribir contratapas, solapas y demás. ¿Qué es eso que estamos leyendo? Resulta hasta cómico comprobar cómo en las distintas ediciones de sus libros, a veces en un mismo volumen, se llama a las cosas por distinto nombre, o incluso se soslaya cualquier definición. ¿Qué es entonces Vértigo? Un conjunto de relatos, de distinto tenor; algunos parecen casi retratos, y otros son narraciones lentas, reflexivas, contemplaciones silenciosas del mundo. Ocurre que el hilo conductor es esa primera persona omnipresente, a la vez que con frecuencia se nos vuelve invisible. Un libro, en Sebald, es un relato total, en el sentido que todo parece entrar en armonía. Un sistema tan amplio que nada sucede fuera de sus fronteras.
Uno de los relatos más significativos de Vértigo –aunque son apenas cuatro– es el primero, en el que Sebald captura al joven Stendhal cuando era soldado y nos lo muestra en una serie de episodios estético-amorosos que resultarían trascendentales para su vida (su vida de escritor, claro) por el modo en que su sensibilidad se ve trastocada. En ese relato, y en la vulnerabilidad de esa mirada, hace pie el título del volumen. El joven Stendhal –Henri Beyle– observa el escenario donde un año atrás se había librado la batalla de Marengo, en la que murieron 16 mil hombres, y es allí donde irrumpe un gen de lo narrativo que lo violenta, pero también lo fascina. “La diferencia entre las imágenes de la batalla que tenía en su cabeza y la imagen que, como prueba de que la batalla había acontecido en realidad, veía en estos momentos desplegada ante sí, le producía una sensación de ira semejante al vértigo que nunca antes había experimentado”. En otro pasaje, Sebald se permite otro de sus célebres exabruptos, a propósito de quien más adelante se convertiría en Stendhal: “En cualquier caso fue durante aquellas semanas de otoño cuando tomó la decisión de convertirse en el más grande escritor de todos los tiempos”.
Más tarde llegaría Los emigrados (1992), tal vez su otra obra maestra, la novela Los anillos de Saturno, de 1995, y finalmente Austerlitz. La novela que cierra un siglo y abre otro. La novela que permite que una literatura sobreviva. Austerlitz es un relato falseado, en cuanto a que esa primera persona es hasta cierto punto un medium: el narrador, alguien que se parece demasiado a Sebald pero que no acepta mansamente esa reducción, cuenta la historia de Jacques Austerlitz, o mejor dicho lo que éste le cuenta de sí mismo en los sucesivos encuentros de una amistad zigzagueante, irreal. La vida de Austerlitz es, al mismo tiempo, trivial y terrible; es una síntesis perfecta de la historia del siglo XX, en la que Sebald vuelve una vez más a una de sus preocupaciones centrales: la cuestión judía, pero más allá el modo en que la Segunda Guerra y sus antecedentes trastocaron fatalmente la vida de millones y millones de personas.
Esa tragedia no excluye a sus compatriotas, y esa perspectiva le ha generado a Sebald no pocos enemigos. No se trata de negar la responsabilidad histórica, y sí de establecer una relación con el pasado que no se limite a la culpa. Su polémico ensayo Sobre la historia natural de la destrucción pone de relieve el modo en que la aviación británica –esencialmente– destruyó casi por completo más de cien ciudades alemanes cuando ya la guerra estaba ganada –la columna vertebral de la extraordinaria Matadero 5, del norteamericano y también ríspido Kurt Vonnegut–, una victoria ya no militar sino moral y psicológica. Y se pregunta por qué hay tan poca literatura sobre ello. Por qué los alemanes, con alguna que otra excepción, están empecinados en mirar hacia otro lado.
Hace algunos años Susan Sontag dedicó a la obra de Sebald un ensayo notable, en el que establecía su condición primordial de viajero y se conmovía por una prosa que es siempre cristalina y sin embargo densa, lenta, un trabajo de miniaturista. Sontag subrayaba la ambición y la nobleza de una escritura como la de Sebald, en cuanto a su relación con lo histórico y el modo en que construye a sus lectores, o más bien el terreno en el que le propone encontrarse. “¿Es todavía posible la grandeza literaria?”, se pregunta, y en seguida se contesta sola: “Ante la decadencia implacable de la ambición literaria, la convergente ascensión del desgano, la verborrea y la crueldad insensible como asuntos normativos de la ficción, ¿qué sería en la actualidad un proyecto literario centrado en la nobleza? La obra de W.G. Sebald es una de las pocas respuestas disponibles a los lectores del idioma inglés”. Y pronto se detiene en una de las cuestiones fundamentales de su estilo: “En los libros de W.G. Sebald, un narrador que lleva el nombre de W.G. Sebald –según se nos recuerda en forma ocasional– viaja para rendir cuenta de la evidencia de una moral en la naturaleza, retrocede ante las devastaciones de la modernidad, medita en torno a los secretos de vidas oscuras. En alguna jornada de investigación, lanzado por algún recuerdo o noticia de un mundo perdido sin remedio, él recuerda, invoca, alucina, lamenta. ¿Es Sebald el narrador? ¿O es un personaje de ficción a quien el autor ha prestado su nombre, con detalles selectos de su biografía?”.
Sontag subraya, o en rigor defiende, el carácter ficcional de ese narrador. El narrador como construcción, como especulación, lo que de ningún modo niega la material real con que están hechas sus ficciones. Y da en el clavo, porque hay dos características notorias en los relatos del escritor alemán cuya confluencia los vuelve perturbadores, y a su autor en extremo singular: las imágenes –una constante en sus libros–, y la intangibilidad de ese narrador en tanto personaje. ¿Para qué le sirve lo primero, y por qué hace lo segundo? La respuesta en ambos casos es la misma: porque es verdad. Es decir: porque quiere que establezcamos esa relación con el texto, que nos acerquemos, que lo liberemos de artificios. Desde esa cualidad, Sebald es el escritor más flaubertiano de este tiempo: una pluma excepcional que, no obstante, a diferencia de Thomas Bernhard u otros virtuosos, parece encontrarse siempre con el modo natural de decir las cosas.
De vez en cuando se ha objetado, con todo, la originalidad de sus procedimientos formales. Ahorrémonos tiempo: ¿es Kafka un escritor tan original? Sí y no: sólo si nos hacemos los tontos y olvidamos que existió alguien llamado Robert Walser (su escritor favorito, por otra parte). ¿Y es tan importante la originalidad? ¿No estaremos confundiendo originalidad con singularidad? Como en tantas otras cuestiones, lo fundamental en literatura está en el cómo. No alcanza con pegar fotitos en las páginas de un libro para convertirse en Sebald, así como ser Borges es algo más que hablar de tigres, laberintos y espejos. Hay una serie de modulaciones de lo íntimo, un devaneo, una búsqueda de identidad que Sebald trabaja como pocos, o quizá como nadie, a partir de la superposición de sus elecciones formales. Un modo de vérselas con el pasado que es siempre triste y doloroso, y a la vez parece inevitable.
Ese pasado en el que se halla también su muerte, acaso estúpida. Pero no su literatura.
Por José María Brindisi para Diario Perfil
Hace 16 horas.
1 comentario:
Nada se va sin dejar un rastro, por más mínimo que fuera. Los artistas, dejan más que una huella, en muchos casos nos regalan su enseñanza.
Particularmente nuca he leído nada de él, pero me entró curiosidad.
Abrazos.-
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