27 de mayo de 2009

El Hombre de Hierro / Los Hermanos Grimm


De los Hermanos Grimm, les dejo el cuento y los videos con su narración animada. Espero le guste. Saludos!

Juan de Hierro
Los hermanos Grimm

Hubo una vez en un reino muy lejano un bosque en el que todo el que entraba desaparecía. El rey había hecho llamar a los más valientes montadores para que descubrieran el misterio que lo hacía inexpugnable, pero ninguno había vuelto de allí, y nadie se atrevía a aproximarse a él de noche. Cierto día, un cazador con su perro se presentó ante el rey: - Con la ayuda de siete de tus hombres y mi perro, averiguaré qué es lo que hace impenetrable al bosque.

Partió el grupo hacia lo más profundo del bosque cuando el perro echó a correr tras una pieza. La persecución lo llevó al borde de una charca de donde salió un brazo que lo hizo desaparecer. El cazador dió orden a los que le acompañaban de vaciar el agua con ayuda de unos cubos, y cuando lo hicieron, descubrieron en el fondo a un extraño ser con el cuerpo cubierto por una piel que parecía ser de hierro. Sin tardanza lo apresaron y lo condujeron a palacio, donde fue encerrado en una jaula con gruesos barrotes.

Quiso la casualidad que el joven príncipe que jugaba cerca de la jaula, perdiera su pelota, que fue a parar, rodando, al interior de la misma. - Te devolveré el juguete si abres esta jaula - Exigió la bestia encerrada. - No puedo hacerlo - contestó el chiquillo -, mi padre ha mandado matar a quien lo haga. Pero pudo más el ansia por jugar y el joven príncipe liberó de su encierro al extraño personaje.

Aún no había salido el prisionero por la puerta cuando el hijo del rey gritó: - Espera, bestia, no me dejes aquí solo, ¡mi padre me castigará por haberte dejado en libertad! Además, me has pillado el dedo con la cancela al abrirla y me duele. - No serás más que un estorbo para mí, pero te has portado bien conmigo y Juan de Hierro siempre fue agradecido. Veré la manera de mantenerte a mi lado sin que me molestes demasiado. Tengo más poder del que supones, además de oro y joyas en abundancia.

Tomando en brazos al pequeño lo llevó al bosque y le encomendó la tarea de vigilar un estanque mágico. Debía guardar que ninguna cosa cayera en sus aguas. El joven se sentó en la orilla para cumplir su cometido, pero de repente le entró un terrible escozor en el dedo y lo sumergió en el agua para aliviarlo. Al instante, el dedo quedó cubierto de oro. Por más que intentó limpiarlo, no lo consiguió, y cuando regresó Juan de Hierro no pudo ocultarlo de su vista: "No me vuelvas a fallar o no podrás seguir mi lado", dijo éste.

Al día siguiente, cuando el pequeño vigilaba la fuente dorada, sintió ganas de ver su imagen reflejada en el agua, mas cuando se inclinó para hacerlo, sus largos cabellos se mojaron en el agua quedando al instante dorados. Cuando Juan de Hierro volvió, le despidió diciendo: - No puedes seguir conmigo, sin embargo ya que tienes buen corazón, llámame si me necesitas y acudiré en tu ayuda.

Partió pues, el joven príncipe, habiendo escondido su dorada cabellera bajo un gorro y no había recorrido mucho camino cuando encontró un castillo. La hija del rey de aquellas tierras asomaba a una de las ventanas que daba a los jardines, tan bella, que el joven quedó pronto prendado de ella y pidió trabajo como jardinero para tener la oportunidad de contemplarla a menudo. Hizo la mala fortuna que el país entrara en guerra, y ante el temor de que a la bella dama le ocurriera algo, el joven decidió pedir ayuda a Juan de Hierro e ir a luchar junto a las tropas del rey.

Pidió un caballo en las cuadras, pero sólo le dieron una vieja mula. Con ella, se acercó a las lindes del bosque, y allí llamó a Juan de Hierro, a quien explicó su problema: - Deseo la mano de la bella princesa que ahora corre peligro, pues su país está en guerra. Ayúdame a vencer en la batalla, Juan de Hierro. - Pondré a tu servicio mis tropas y mis mejores corceles - Así lo hizo, y gracias a esto el joven príncipe, oculto por el gorro, logró vencer a los ejércitos enemigos.

El príncipe devolvió las tropas a Juan de Hierro y recuperó la mula que le habían prestado en el castillo. El rey hizo llamar al general de su ejército para felicitarle por la victoria, pero cuando éste estuvo delante rechazó los honores: - No fueron mis hombres los que consiguieron la gloria, sino unas tropas desconocidas dirigidas por un valiente guerrero. - Buscad por todas partes al merecedor de la recompensa, pues su acción merece la mano de mi hija.

Uno de los soldados apuntó que el hombre al mando de la misteriosa tropa tenía los cabellos dorados como el sol, y fue entonces la princesa quien reconoció: - Se trata, sin duda, del nuevo jardinero, pues atisbé a ver sus cabellos cuando descansaba. - Y el joven príncipe fue reclamado a su presencia y habló así: - Lamento decir, bella dama, que no es cierto que el honor de la victoria sea mío, pues nada habría sido posible sin la intervención de Juan de Hierro.

Todos los presentes sintieron un estremeciemiento al escuchar este nombre, y aún fue mayor la impresión cuando vieron al propio Juan de Hierro aparecer por la puerta de la sala: - Soy yo - dijo Juan de Hierro a los presentes - aquel que fue hechizado por su codicia y que ahora, gracias al desinterés de este joven, ha sido liberado. Tuya es la victoria y tuya la recompensa, joven príncipe, ¡Celébrense los esponsales y comience la fiesta!


Parte 1




Parte 2

21 de mayo de 2009

Un dìa perfecto para el pez plàtano / J.D. Salinger

Uno de los cuentos del famoso libro "Nueve cuentos" de J.D. Salinger.
Saludos!


Un dìa perfecto para el pez plàtano
J.D. Salinger

En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como onopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo
que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero
no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo
es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la
falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó
los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora
la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de
pintarse las uñas de la mano izquierda.
No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se
comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que
alcanzó la pubertad.
Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del
dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de
pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó
del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde
estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y-ya era
la cuarta o quinta llamada-levantó el auricular del teléfono.
-Diga-dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la
bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las
chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
-Su llamada a Nueva York, señora Glass-dijo la operadora.
-Gracias-contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.
A través del auricular llegó una voz de mujer:
-¿Muriel? ¿Eres tú?
La chica alejó un poco el auricular del oído.
-Sí, mamá. ¿Cómo estás?-dijo.
-He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?
-Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han...
-¿Estás bien, Muriel?
La chica separó un poco más el auricular de su oreja.
-Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha
habido en Florida desde...
-¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada...
-Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente -dijo la chica-. Anoche te
llamé dos veces. Una vez justo después...
-Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que...
¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.
-Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.
-¿Cuándo llegasteis?
-No sé... el miércoles, de madrugada.
-¿Quién condujo?
-Él-dijo la chica-. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
-¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que...
-Mamá-interrumpió la chica-, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No
pasamos de ochenta en todo el trayecto, ésa es la verdad.
-¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?
-Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se
mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió
perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... se
notaba. Por cierto, ¿papá ha
hecho arreglar el coche?
-Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, sólo para...
-Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para...
-Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás...
-Muy bien-dijo la chica.
-¿Sigue llamándote con ese horroroso...?
-No. Ahora tiene uno nuevo
-¿Cuál?
-Mamá... ¿qué importancia tiene?
-Muriel, insisto en saberlo. Tu padre...
-Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948-dijo la chica, con
una risita.
-No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es
triste. Cuando pienso cómo...
-Mamá-interrumpió la chica-, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó
de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la
cabeza...
-Lo tienes tú.
-¿Estás segura?-dijo la chica.
-Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste
aquí y no había sitio en la... ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?
-No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si
lo había leído.
-¡Pero está en alemán!
-Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia-dijo la chica, cruzando las
piernas-. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran
poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo
así. O aprendido el idioma... nada menos.. .
-Espantoso. Espantoso. Es realmente triste... Ya decía tu padre anoche...
-Un segundo, mamá-dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de
cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama-. ¿Mamá?-dijo, echando
una bocanada de humo.
-Muriel, mira, escúchame.
-Te estoy escuchando.
-Tu padre habló con el doctor Sivetski.
-¿Sí?-dijo la chica.
-Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los
árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela
acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas
de las Bermudas... ¡Todo!
-¿Y...?-dijo la chica.
-En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera
dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una
posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por
completo la razón. Te lo juro.
-Aquí, en el hotel, hay un psiquiatra -dijo la chica.
-¿Quién? ¿Cómo se llama?
-No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un psiquiatra muy bueno.
-Nunca lo he oído nombrar.
-De todos modos, dicen que es muy bueno.
-Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo
cierto es que... anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para
que volvieras inmediatamente a casa...
-Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma
-Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder
por completo la...
-Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter
todo en la maleta y volver a casa porque sí-dijo la chica-. Por otra parte,
ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.
-¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta?
Está...
-Lo usé. Pero me quemé lo mismo.
-¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?
-Me he quemado toda, mamá, toda.
-¡Qué horror!
-No me voy a morir.
-Dime, ¿has hablado con ese psiquiatra?
-Bueno... sí... más o menos...-dijo la chica.
-¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?
-En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que
hemos pasado aquí.
-Bueno, ¿qué dijo?
-¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su
lado, jugando albingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala
era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o
algo por el estilo. Entonces yo le dije...
-¿Por que te hizo esa pregunta?
-No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé-dijo la chica-. La
cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar
una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de
noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú
dijiste que para llevarlo había que tener un pequeño, pequeñísimo...
-¿El verde?
-Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas...! Se pasó el rato preguntándome si
Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida
Madison... la mercería...
-Pero ¿qué dijo él? El médico.
-Ah, sí... Bueno... en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar.
Había mucho barullo.
-Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?
-No, mamá. No entré en detalles-dijo la chica-. Seguramente podré hablar con él
de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
-¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse... ya sabes, raro,
o algo así...? ¿De que pudiera hacerte algo...?
-En realidad, no-dijo la chica-. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que
saber todo sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, había tanto
ruido que apenas podíamos hablar.
-En fin. ¿Y tu abrigo azul?
-Bien. Le subí un poco las hombreras.
-¿Cómo es la ropa este año?
-Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados.
-¿Y tu habitación?
-Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos
daban antes de la guerra-dijo la chica-. Este año la gente es espantosa.
Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que
hubieran venido en un
camión.
-Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?
-Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.
-Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En serio, va todo bien?
-Sí, mamá-dijo la chica-. Por enésima vez.
-¿Y no quieres volver a casa?
-No, mamá.
-Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras
irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los
dos pensamos...
-No, gracias-dijo la chica, y descruzó las piernas-.
-Mamá, esta llamada va a costar una for...
-Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra...
quiero decir, cuando unapiensa en esas esposas alocadas que...
-Mamá-dijo la chica-. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.
-¿Dónde está?
-En la playa.
-¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?
-Mamá-dijo la chica-. Hablas de él como si fuera un loco furioso.
-No he dicho nada de eso, Muriel.
-Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en
la arena. Ni siquiera se quita el albornoz.
-¿Que no se quita el albornoz? ¿Por qué no?
-No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.
-Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?
-Lo conoces muy bien-dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas-. Dice que no
quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
-¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la
guerra?
-No, mamá. No, querida-dijo la chica, y se puso de pie-. Escúchame, a lo mejor
te llamo otra vez mañana.
-Muriel, hazme caso.
-Sí, mamá-dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.
-Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro..., ya me entiendes. ¿Me oyes?
-Mamá, no le tengo miedo a Seymour.
-Muriel, quiero que me lo prometas.
-Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá-dijo la chica-. Besos a papá-y colgó.
-Ver más vidrio-dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su
madre-. ¿Has visto más vidrio?
-Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estáte
quieta, por favor.
La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo
sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada
sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de
baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no
necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.
-No era más que un simple pañuelo de seda... una podía darse cuenta cuando se
acercaba a mirarlo-dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora
Carpenter-. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad.
-Por lo que dice, debía de ser precioso-asintió la señora Carpenter.
-Estáte quieta, Sybil, cariño...
-¿Viste más vidrio?-dijo Sybil.
La señora Carpenter suspiró.
-Muy bien-dijo. Tapó el frasco de bronceador-. Ahora vete a jugar, cariño.
Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la
aceituna.
Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la
playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un
pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona
reservada a los clientes del hotel.
Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente,
alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre
joven que estaba echado de espaldas.
-¿Vas a ir al agua, ver más vidrio?-dijo.
El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas
del albornoz. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una
salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.
-¡Ah!, hola, Sybil.
-¿Vas a ir al agua?
-Te esperaba-dijo el joven-. ¿Qué hay de nuevo?
-¿Qué?-dijo Sybil.
-¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?
-Mi papá llega mañana en un avión-dijo Sybil, tirándole arena con el pie.
-No me tires arena a la cara, niña-dijo el joven, cogiendo con una mano el
tobillo de Sybil-. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado
esperando horas. Horas.
-¿Dónde está la señora?-dijo Sybil.
-¿La señora?-el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo-.
Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería.
Tiñiéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los
niños pobres.
Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el
mentón sobre el de arriba.
-Pregúntame algo más, Sybil-dijo-. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que
me gusta, es un bañador azul.
Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga.
-Es amarillo-dijo-. Es amarillo.
-¿En serio? Acércate un poco más.
Sybil dio un paso adelante.
-Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.
-¿Vas a ir al agua?-dijo Sybil.
-Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.
Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como
almohadón.
-Necesita aire-dijo.
-Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir-retiró los puños
y dejó que el mentón descansara en la arena-. Sybil-dijo-, estás muy guapa. Da
gusto verte. Cuéntame algo de ti-estiró los brazos hacia delante y tomó en sus
manos los dos tobillos de Sybil-. Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo?
-Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del
piano-dijo Sybil.
-¿Sharon Lipschutz dijo eso?
Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó
la mejilla en el antebrazo derecho.
-Bueno -dijo-. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí,
tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se
sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto?
-Sí que podías.
-Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?
-¿Qué?
-Me imaginé que eras tú.
Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.
-Vayamos al agua-dijo.
-Bueno-replicó el joven-. Creo que puedo hacerlo.
-La próxima vez, échala de un empujón -dijo Sybil.
-¿Que eche a quién?
-A Sharon Lipschutz.
-Ah, Sharon Lipschutz -dijo él-. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y
deseos.-De repente se puso de pie y miró el mar-. Sybil-dijo-, ya sé lo que
podemos hacer. Intentaremos pescar un pez plátano.
-¿Un qué?
-Un pez plátano-dijo, y desanudó el cinturón de su albornoz.
Se lo quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul
eléctrico. Plegó el albornoz, primero a lo largo y después en tres dobleces.
Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la
arena y puso encima el albornoz plegado. Se agachó, recogió el flotador y se lo
puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil.
Los dos echaron a andar hacia el mar.
-Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces plátano-dijo el joven.
Sybil negó con la cabeza.
-¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?
-No sé-dijo Sybil.
-Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y
sólo tiene tres años y medio.
Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la
observó con estudiado interés. Luego la tiró.
-Whirly Wood, Connecticut-dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.
-Whirly Wood, Connecticut-dijo el joven-. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de
Whirly Wood, Connecticut?
Sybil lo miró:
-Ahí es donde vivo-dijo con impaciencia-. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.
Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio
dos o tres saltos.
-No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso -dijo él.
Sybil soltó el pie:
-¿Has leído El negrito Sambo?-dijo.
-Es gracioso que me preguntes eso-dijo él-. Da la casualidad que acabé de leerlo
anoche.-Se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil-. ¿Qué te pareció?
-¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol?
-Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.
-No eran más que seis-dijo Sybil.
-¡Nada más que seis! -dijo el joven-. ¿Y dices «nada más»?
-¿Te gusta la cera?-preguntó Sybil.
-¿Si me gusta qué?
-La cera.
-Mucho. ¿A ti no?
Sybil asintió con la cabeza:
-¿Te gustan las aceitunas?-preguntó.
-¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin
ellas.
-¿Te gusta Sharon Lipschutz?-preguntó Sybil.
-Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los
perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora
canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se
divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás.
Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.
Sybil no dijo nada.
-Me gusta masticar velas-dijo ella por último.
-Ah, ¿y a quién no?-dijo el joven mojándose los pies-. ¡Diablos, qué fría
está!-Dejó caer el flotador en el agua-. No, espera un segundo, Sybil. Espera a
que estemos un poquito más adentro.
Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la
levantó y la puso boca abajo en el flotador.
-¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso?-preguntó él.
-No me sueltes-dijo Sybil-. Sujétame, ¿quieres?
-Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo-dijo el joven-.
Ocúpate sólo de ver si aparece un pez plátano. Hoy es un día perfecto para los
peces plátano.
-No veo ninguno-dijo Sybil.
-Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.
Siguió empuiando el flotador. El agua le llegaba al pecho.
-Llevan una vida triste-dijo-. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?
Ella negó con la cabeza.
-Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de plátanos. Cuando
entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como
cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que han entrado nadando en pozos
de plátanos y llegaron a comer setenta y ocho plátanos-empujó al flotador y a su
pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte-. Claro, después de eso
engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.
-No vayamos tan lejos-dijo Sybil-. ¿Y qué pasa despues con ellos?
-¿Qué pasa con quiénes?
-Con los peces plátano.
-Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos plátanos que no pueden salir del
pozo?
-Sí-dijo Sybil.
-Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
-¿Por qué?-preguntó Sybil.
-Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.
-Ahí viene una ola-dijo Sybil nerviosa.
-No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia-dijo el joven-, como dos
engreídos.
Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador
levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de
Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.
Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de
pelo pegado, húmedo, y comentó:
-Acabo de ver uno.
-¿Un qué, amor mío?
-Un pez plátano.
-¡No, por Dios!-dijo el joven-. ¿Tenía algún plátano en la boca?
-Sí-dijo Sybil-. Seis.
De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el
borde del flotador y le besó la planta.
-¡Eh!-dijo la propietaria del pie, volviéndose.
-¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?
-¡No!
-Lo siento-dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió.
El resto del carnino lo llevó bajo el brazo.
-Adiós -dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.
El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el
bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el
brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el
hotel.
En el primer nivel de la planta baja del hotel-que los bañistas debían usar
según instrucciones de la gerencia- entró con él en el ascensor una mujer con la
nariz cubierta de pomada.
-Veo que me está mirando los pies-dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
-¿Cómo dice?-dijo la mujer.
-Dije que veo que me está mirando los pies.
-Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo -dijo la muier, y se volvió
hacia las puertas del ascensor.
-Si quiere mirarme los pies, dígalo-dijo el joven-. Pero, maldita sea, no trate
de hacerlo con tanto disimulo.
-Déjeme salir, por favor-dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.
Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.
-Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que
mirármelos-dijo el joven-. Quinto piso, por favor.
Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su albornoz.
Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La
habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.
Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue
hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un
montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7,65. Sacó el cargador,
lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama
desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la
sien derecha.

16 de mayo de 2009

Henning Mankell / Entrevista

"El policial es aburrido"

El exitoso escritor sueco que vino a la Feria del Libro de Buenos Aires, sostiene que escribe novelas policiales para hablar del racismo. Divide su vida entre Africa y Suecia, está "enojado" y piensa seguir estándolo, porque la crisis la pagan los pobres. En cuanto al género que le dio fama, dice que se remonta a la tragedia griega, pero de la mayor parte de las narraciones policiales prefiere prescindir.
Dicen que Henning Mankell es parco. Dicen que está enojado. Pero Mankell se siente bien con su enojo y sólo es parco con aquello de lo que no le interesa hablar. Allí levanta un muro del mismo modo que erige torres de palabras para argumentar contra sus enemigos.
Ha estado en Buenos Aires y ha dicho que vino cuando tenía que venir. Y esa referencia a un designio de la voluntad surge porque pudo venir aquí durante la dictadura pero eligió no hacerlo. Ahora sonríe y cuenta con una emoción contenida y discreta cuánto le gusto el paisaje del Tigre, cuánto las fotografías de Manuel Alvarez Bravo en el Malba o una parrillada de la calle Lavalle. Algunos lo vieron comprando libros argentinos y muchos otros salieron más que contentos de la charla que dio en la Feria del Libro. Todavía le preguntan por su última novela publicada en español El chino (Tusquets) y otros por la que acaba de terminar y con la que se supone que jubila al detective Wallander que se llamará El hombre inquieto y que llegará aquí el año próximo.
Mankell se ha destacado como escritor de novelas policiales pero también ha escrito obras singulares como Zapatos italianos o Profundidades donde surgen relatos diferentes pero igualmente intensos. También ha escrito obras de teatro, ensayos y libros para chicos. Lo primero que redactó durante su infancia fue un resumen de Robinson Crusoe. "Los libros son mensajeros que nos hablan de mundos que no podemos experimentar de forma directa", dice.
En todas sus novelas deja entrever claramente su ideología, su toma de posición respecto al mundo. De hecho, dice que la serie del Wallander empezó con el deseo de escribir sobre el racismo. Para Mankell el enojo es un estado, una actitud que lo mantiene vivo. Se lo percibe así en cada uno de sus textos. Sin embargo, antes de finalizar esta entrevista va a subrayar que esta es una época interesante, excitante...


Usted es uno de los escritores más conocidos y elogiados en el terreno de la novela policial. Sin embargo, dice que no lee novelas policiales..., ¿por qué?

Porque normalmente la novela policial o la ficción criminal es muy aburrida. Hay muy pocos autores que me parecen interesantes. Creo, por ejemplo, que Thomas Harris es muy bueno, el de Hannibal Lecter. Creo que John Le Carré también es muy bueno. Pero encuentro que hay muchísimos autores de policiales que no tienen ningún interés.

Lo seducen más las historias trágicas y clásicas como "Medea" y "Macbeth"...

Lo que yo veo es que el origen del género del crimen o la ficción del crimen es muy, muy antiguo. Podemos remontarnos al drama griego antiguo para encontrar las raíces. El drama de Medea, que tiene 2500 años, es el de una mujer que mata a sus dos hijos por celos de su marido. Si eso no es un policial, entonces no sé qué lo es. Si nos acercamos un poco más en el tiempo, quinientos años atrás, y me preguntan: ¿Cuál es la mejor historia criminal que ha leído?, es Macbeth. Esa es una historia criminal. El hecho es que la ficción criminal, de que sostengamos el "espejo del crimen", nos da la posibilidad de hablar de las contradicciones en la sociedad. Y la criminalidad es siempre una especie de contradicción. Si usted quiere ese dinero, sale a matar a una persona porque quiere ese dinero. Es una contradicción. Yo trato de trabajar siguiendo esa tradición que usa el crimen como espejo para ver qué pasa en la sociedad. Esa es mi idea de una buena historia criminal.

¿Y Wallander es lo que podríamos llamar un policía sueco típico?

Ahhhh, es difícil de responder. Pero sé que los oficiales policiales suecos leen mis libros y les gustan. Eso es lo único que puedo responder.

El detective Wallander parece estar siempre solo. ¿Cree que disfruta de la soledad?

No. Y no estoy de acuerdo en que está siempre solo. Al menos él trata de encontrar su soledad. El problema es que es un hombre que tiene una hija y está divorciado. ¿Y por qué tiene tantos problemas para encontrar una nueva mujer? Porque todavía ama a su esposa. Los lectores inteligentes, sobre todo mujeres, lo han entendido. Y eso significa que Wallander es un hombre muy apasionado. Sigue enamorado de su mujer. Y cada vez que conoce a otra, piensa en su esposa. Es un hombre apasionado: l'homme passionné.

Ha terminado la última novela con Wallander como protagonista hace tres semanas.

Sí.

¿Ya lo extraña?

Nunca me gustó demasiado. En muchos sentidos, no se parece en nada a mí. Solo tenemos tres cosas en común: la misma edad, amamos la ópera italiana y trabajamos mucho. Pero fuera de eso no creo que vivamos vidas iguales. Si él viviera no podría imaginarlo como un amigo. Creo que trata muy mal a las mujeres, lleva una vida muy extraña, bebe demasiado. Preferiría conocer a Sherlock Holmes. Pero por otro lado, creo que es mucho más fácil escribir sobre una persona que uno no quiere demasiado. Es muy difícil narrar sobre una persona que usted ama. Es mucho más simple escribir sobre alguien que no queremos.

Su última novela publicada en español, "El chino", no está protagonizada por Wallander. Por el contrario hay tres mujeres que se convierten en personajes fundamentales de la trama: Birgitta Roslin, Vivi Sundberg y Hong Qui. ¿Quiso señalar algo en particular con esa elección?

Es una buena pregunta porque tenía una idea de hacer un libro donde las mujeres fueran los personajes principales. Y como hombre, generalmente me resulta más interesante escribir sobre mujeres. Y supongo que si fuera mujer, me resultaría mucho más interesante escribir sobre hombres. Era un desafío para mí. Por eso, decidí armar esta historia muy complicada con personajes femeninos. Era un desafío que debía enfrentar.

¿Al indagar en la cuestión china, imagina un escenario en el que haya una guerra entre ese país y Estados Unidos?

No. Una guerra económica...
La guerra económica ya empezó. Me gustaría decirlo de la siguiente manera: hace un poco más de un siglo, algo muy importante sucedió en el mundo. Fue cuando la economía de los Estados Unidos superó a la economía de Inglaterra y se convirtió en la primera economía del mundo. Eso fue hace cien años. Muy pronto, volverá a ocurrir. China pasará a la economía de EE.UU. Y nosotros sabemos, en nuestras vidas lo que ha sido tener a EE.UU. como el número 1 en la economía, en las guerras, en la cultura, en todo. Creo que dentro de diez años, incluso en la lengua española, incluso aquí en la Argentina, va a haber palabras chinas en el idioma. Estoy convencido de eso. Todos usamos un montón de palabras en inglés. Pronto tendremos muchas palabras en chino porque el impacto de China será enorme en el futuro. Pero no creo en una guerra. Y también tiene que recordar que tenemos una tercera economía que está creciendo rápidamente, que es la India. De modo que creo que lo que veremos en el futuro para el resto de nuestras vidas será una especie de competencia entre Asia –China, India– y el resto del mundo. No sé cómo será, no lo sé, pero no creo que haya una guerra así. Creo que los chinos son muy inteligentes como para pensar en ir a una guerra contra los EE.UU., porque EE.UU. será durante mucho tiempo la mayor potencia militar en el mundo. China sabe que no la igualará. Sabe qué, creo que vivimos una época muy interesante.

Uno de los elementos esenciales de "El chino" es el que refiere a la presencia china en Africa...

Sí, esa es la idea del libro. Me parece fantástico que China salga al mundo a hacer negocios con países del Tercer Mundo. Eso es bueno. Pero empecé a ver que, a la larga, los chinos tienen una suerte de dimensión colonial en sus modales. Es decir: los chinos son muy racistas. Los chinos van a Africa y tratan muy mal a los africanos. Es un problema. Lo he visto. Y eso es lo que me preocupa. Y por eso escribí el libro. No sé si es un hecho, pero yo levanto el dedo para alertar: ¡Cuidado! Ya veremos si tengo o no razón. Creo que es importante hablar sobre lo que está haciendo China. El problema con China es que dice: nosotros no interferimos con la política de su país porque no dejamos que nadie interfiera con la política de nuestro país. Eso es malo porque, supongamos que hoy hubiera una dictadura militar en la Argentina. Ellos vendrían y dirían: nosotros sólo hacemos negocios, no nos importa. Les importa un comino que haya una dictadura o lo que sea. Es algo problemático.

Suecia y Africa están distanciados por miles de kilómetros. ¿Cómo lleva su vida viviendo en lugares tan disímiles?

El hecho de dividir mi tiempo entre Suecia y Africa me proporcionó distancia y perspectiva. El paisaje invernal congelado de Härjedalen, en el norte de Suecia, me recuerda el paisaje árido de Mozambique y viceversa, así como el calor seco de Africa puede recordarme el frío de Suecia. Lo mismo ocurre cuando hablamos de la escena de un crimen en Ystad y de la pobreza en Africa. Puedo pasar con facilidad del mundo de Kurt Wallander a un chico sin hogar de Africa, ya que siempre parto de lo mismo, de entender mejor el mundo en que vivimos.

¿Cómo es la visión del mundo desde Africa?

Yo daría vuelta la pregunta. Si usted abre un diario, en cualquier lugar del mundo y dice algo sobre Africa, lo único que verá es cómo ese continente muere, no cómo vive. Creo que la forma en que describen a Africa en los medios masivos es muy mala. Es como si en Africa la gente se estuviera muriendo y nada más. Pero no es verdad. Los africanos luchan, sueñan y aman y trabajan como todos los demás. Me enojo mucho cuando veo esa imagen de Africa porque no es verdadera. Yo vivo ahí. Lo sé. ¿Por qué es así? Yo creo que porque Africa actualmente es muy pobre. Es el continente más pobre. Y lo es porque a la gente no le interesa. Van a seguir explotando a Africa para explotar sus materias primas. Hay que preguntarse y analizar cosas como qué son las materias primas. Incluso los jugadores de fútbol son materia prima. Le daré otro ejemplo en otra área. Manchester, Inglaterra por un lado y por otro tenemos un país en Africa llamado Malawi. En este momento, hay más malawis trabajando en Manchester que en todo Malawi...

Mucha gente en el mundo, y aquí en la Argentina, piensa que Suecia es un paraíso. ¿Para usted lo es también?

Debe tener presente que no fuimos nunca nosotros los que dijimos que Suecia es un paraíso. Ustedes lo dicen. Es una especie de mitología eso de que Suecia es un paraíso. Suecia es una sociedad muy decente para vivir pero no un paraíso. Hace treinta años, había otra mitología referida a Suecia: el de las rubias suecas. Es absurdo. Eso nunca existió. Ustedes crearon la mitología sobre Suecia, no nosotros. Suecia no es un paraíso, nunca lo fue, pero sí es una sociedad decente. Con muchos problemas, pero una buena sociedad. Paraíso, no señor.

¿Y como sueco, se siente culpable de algo?

No, culpable no. Pero creo, cada día, que estamos viviendo en un mundo terrible. Y yo trato de usar mi poder, en la medida de lo posible, para hacer algo al respecto. Y doy dinero. Podría ser un hombre muy rico pero regalo el dinero. Acabo de dar un millón y medio de dólares para crear un hogar para niños huérfanos en Africa para que puedan tener un futuro. Eso es algo maravilloso que se puede hacer. Pero culpa no. Estoy muy enojado y trato de luchar contra esto. Cada mañana me levanto con el sentimiento de que estamos viviendo en un mundo terrible. Tenemos una crisis financiera en el mundo y los que más están sufriendo son los que nunca tuvieron nada que ver con esa crisis. Son las personas más pobres de la Argentina y de Africa. ¿Qué han tenido que ver con Wall Street y Estados Unidos? Nada. Y son los que más están sufriendo. Eso es algo terrible. Camino por la calle aquí y veo a familias enteras viviendo en las calles y me pregunto, Dios mío, ¿qué tiene que ver esta gente con Wall Street? Nada. Por eso, vivimos en un mundo terrible. Estoy muy enojado. Y seguiré estando enojado toda mi vida. Espero.

En su novela "Asesinos sin rostro", una anciana, antes de morir, susurra una palabra: "extranjero..." En el libro esa palabra tiene un peso muy fuerte...

Pero mire, en ese libro, la historia trata de la xenofobia y el racismo. Y en esa historia fueron realmente unos extranjeros los que cometieron ese crimen y yo siempre prefiero hablar de eso que no hacerlo. Creo que vivimos en un mundo donde hay mucha xenofobia y mucho racismo. Y una cosa que podemos hacer es hablar del tema. Ese libro tiene casi 20 años pero creo que es tan actual hoy como hace 20 años. Hanif Kureishi dice que los talleres de escritura son las nuevas clínicas psiquiátricas.

¿Usted qué piensa?

Diría: sin comentarios. Por otro lado, pienso que eso tiene dos aspectos. Si la gente siente que le gustaría escribir y entonces va a aprender, me parece bien. Pero si usted hace un curso sólo para ganar dinero en el que está engañando por ejemplo a chicos jóvenes que van y pagan porque les dicen que van a ser escritores, eso es muy malo. Pero contar historias siempre me parece importante, de modo que me parece que eso presenta dos aspectos.

¿Y usted, qué tipo de formación tuvo?

Ninguna. Simplemente escribir. Lo decidí cuando era joven y no he hecho otra cosa en mi vida. Empecé a escribir muy temprano. A los 19 años ya tenía mi primera obra de teatro llevada al escenario; a los 23 ya saqué mi primer libro. Nunca hice otra cosa. Soy una persona muy feliz ahora porque hago lo que soñé de chico. Nunca soñé otra cosa. Simplemente hice esto. Hoy hago exactamente lo que pensaba cuando tenía 10 años.

¿Y los sueños para usted, qué tan importantes son? ¿Lo ayudan a escribir...?

No creo que los sueños sean más importantes que otras cosas. Mis historias vienen de todas partes. Podrían salir de usted mismo, de esta habitación, de algo que leo, o de algo que sueño. No creo que los sueños sean específicamente importantes para mí.

Juan José Millás dice que hay cosas que quisimos preguntarles a nuestros padres pero que nos acordamos demasiado tarde de hacerlo... ¿Le quedaron preguntas sin responder?

No, no realmente. Mis padres –tanto mi padre como mi madre– están muertos. Pero yo creo que conseguí hablar con ellos de todo antes de que murieran o sea que no tengo la sensación de: ¡ah, hay tantas cosas que no sé! Y es lo que trato de hacer con mis hijos. Les digo: háblenme ahora, mientras estoy vivo. No esperen. Es lo que les digo.

¿Qué imagen le viene a la mente cuando escucha la palabra Argentina?

Ahhhhh, algo bueno. Algo mágico, algo místico. Porque cuando yo era chico, Buenos Aires, Argentina, tenía cierto toque místico, mágico. Brasil siempre fue Brasil: samba, todo era muy claro. Pero Argentina tenía algo de mágico, de oscuro, de secreto. En mi caso, siempre tuve la sensación de que mucha gente decía: Ah, tengo ganas de ir a Río de Janeiro. Y yo siempre decía: no, yo tengo ganas de ir a Buenos Aires. Y me preguntaban ¿por qué? ¿Tienen un festival de samba o algo? No, decía yo, iré a ver tango, lo que sea; pero quiero ir. No me pregunte por qué tengo esa imagen. Probablemente porque leí sobre la Argentina.

¿Y cuando escucha el nombre de Dagmar Hagelin?

Por supuesto, pero yo hablo de un impacto de Argentina antes de la dictadura. No se olvide de que yo soy un viejo, o sea que había pensado en la Argentina antes, pero la dictadura me hizo no venir a la Argentina. Porque nunca fui a España estando Franco y nunca iba a venir aquí en esa época. Y por supuesto Dagmar Hagelin fue un símbolo de la crueldad del capitán Astiz. Son personas sobre las que sabemos pero mi imagen de la Argentina se remonta mucho más lejos: a Eva Perón y Juan Perón. Durante la dictadura hubo muchos argentinos que vinieron a Suecia y algunos volvieron. Llegaron a Suecia en esos años, esos tiempos terribles.

En "El chino" usted describe a los maoístas en los años sesenta suecos. ¿Usted fue maoísta?

No, no, no. Siempre fui muy radical pero nunca fui estúpido. Nunca entré en esas sectas extremas. Son casi como una religión. Nunca formé parte, pero lo veía y escribí mucho sobre eso. Radical sí fui. Pero nunca estuve en esa escena.

¿Hay algo que añora en su vida, algo de otra época, una nostalgia?

Sí, quizá, no haber tenido una hija... Siempre quise tener una hija pero tuve cuatro varones. Pero no puedo decir que añoro. Creo que no añoro nada. Mi privilegio es que no recibí nada gratis. Mi padre no era rico. Tuve que trabajar por todo, pero mi privilegio fue poder trabajar en lo que quería, nadie me lo impidió, pero nunca tuve nada gratis. Nunca.

¿En qué lugar del mundo desconocido le gustaría despertar o dormirse...?

Me gustaría mucho ir a la Isla de Pascua. También me gustaría visitar otra isla. ¿Conoce la historia del motín del Bounty? Es de hace 200 años. Un barco inglés llamado Bounty bajo el capitán Bligh. La tripulación se amotina y ponen al capitán en otro barco y lo mandan a una isla. Esa isla se llama Pitcairn y está en la Polinesia. Hoy usted puede ir y encontrar a la gente emparentada con los descendientes de esos ingleses que llegaron a la isla. Después me gustaría ir a la Antártida y supongo que podría cenar ahí. Le mencioné tres islas: la Antártida también es una isla.

¿Le habría gustado vivir en una época en particular?

No. Creo realmente que nuestro tiempo es muy dinámico y es una época muy excitante.

¿Es este el mundo en que soñó vivir cuando era joven?

No. Este mundo es mucho peor de lo que pensé. Estamos viviendo en un mundo malo.

¿Cómo le gustaría ser recordado?

Espero ser recordado como una persona que por lo menos trató de hacer el mundo un poquito mejor. Nada menos.


Fuente: Revista Ñ

10 de mayo de 2009

La extraña desaparición de Carlos Valdiviezo



La extraña desaparición de Carlos Valdiviezo
Por Estanislao Zaborowski

Escuchaba con atención las anécdotas que desandaban mis antiguos compañeros, a medida que el whisky embriagaba sus gargantas. Los recuerdos ya añejos, rieron como borregos en el reencuentro de egresados del Colegio Von Brulen.
A pesar del tiempo transcurrido y de las crisis que azotaron el sistema educativo, el prestigio del colegio de historia natural, se conservaba intacto. Eximios ilustres, habían transformado el museo biológico que albergaba la institución, en un verdadero punto de referencia para los interesados en tales estudios. Cincuenta años después de haber cursado en sus aulas, entre risas y tragos largos, conversábamos alegremente.
- ¿Y vos Esteban? ¿Qué sabes de la vida del petiso Carlitos?
Aquellas palabras me transportaron en el tiempo como una flecha fugaz hacia el centro del odio. No había olvidado aquél desagradable compañero secundario, pero el solo hecho de traerlo a la conciencia, me daba escalofrío. Miré mi vaso agónico de valor, tomé el último sorbo y relaté lo sucedido varias décadas atrás.
Aún recuerdo la crudeza del invierno de 1955. Mis dieciocho años me ardían en la sangre y las mujeres de Ramos Mejía me sudaban treinta pesos. Como en la adolescencia, el lugar, siempre era un obstáculo al momento de intimar, recurría a los escondites harto conocidos: El garaje de Don Roque, el callejón de la avenida Mármol y el jardín trasero del colegio.
Esa noche, la llave improvisada giró el picaporte hacia la izquierda, dejando ante nosotros los pasillos que anudaban el patio de la institución. Luego de transitar por un camino angosto, nos escondimos en el jardín oculto. Lo llamábamos así, porque las copas de los árboles lo cubrían de toda luz natural, dando la sensación de estar sumergidos en la sombra.
Al acercarnos a la pared del fondo, noté que por la ventana del taller donde se apilaban los equipos y herramientas del museo, se colaba una luz ámbar apenas perceptible. Oculté mi compañera detrás de una columna y me acerqué arrodillado a la puerta entreabierta.
El Sr. Cardozo, tendero del local de artesanías y recuerdos del museo, trabajaba junto a un hombre desagradable que conocía muy bien. Era el petiso Valdiviezo. Ambos trasnochaban inmersos en el asunto que los unía.
Cardozo, un hombre alto, robusto y de facciones tajantes, tenía cubiertas las manos con guantes de látex. Mientras que con una de ellas sostenía el frasco de líquido incoloro, con la otra untaba el cuerpo. Un cuerpo que supuse estaba preparando para colocarlo junto a los otros que se encontraban en el museo.
El petiso, permanecía inmóvil como ajeno a la situación. Quizás sería más lógico decir extraviado, ya que al verlo lo viví perdido. Desordenados en la mesa donde se hallaba el occiso, se mezclaban varios elementos que tomaban protagonismo al momento que Cardozo los elevaba en sus manos. Frascos que contenían alcohol u otros líquidos, cajas de gasas, aerosoles y hasta productos de desinfección, se entrelazaban en la mesa.
Vadiviezo, obedecía todas las instrucciones del tendero. Incluso las que intuí ajenas a sus deseos. Asumí no juzgar a mi compañero por la aspereza que lo caracterizaba, sino más bien por lo que sucedía allí dentro.
Recordé que aquella noche no había llegado solo. Regresé a la pared del fondo pero Carla ya no estaba. No corrí en su búsqueda ni lamenté su huída; la curiosidad por lo sucedía en el taller, era superior a la que me despertaban sus pechos.
Cuando me acomodé por segunda vez ante la hendija de la puerta, el Sr. Cardozo trabajaba absorto del mundo que lo rodeaba. El color de la tez, el cuello y las manos del inanimado habían tomado un matiz macabramente real. El tendero movía un cordón de alambre de izquierda a derecha para atar piernas y brazos para poder de ese modo trabajar sobre ellas. Observé que no podía fijar la mandíbula y que cada vez que la ponía en su lugar, se abría nuevamente. Como un abuelo que no puede mantener su boca sin temblar. Ví que tomó pegamento y lo untó en ambas partes de los labios. Mantuvo la boca cerrada con sus manos por algunos minutos y luego la soltó. Por fin permanecía inmóvil. Luego, tomó el botiquín que se hundía sobre el sillón raído del fondo del recinto, lo abrió y extrajo una jeringa. La introdujo en un pequeño frasco colorado y la llenó de un líquido turbio. Sentí electricidad correr por mi cuerpo al ver como clavaba el objeto punzante en las piernas y luego en cada uno de los antebrazos y muñecas. El color rojo corría entre venas y arterias, tonalizando la piel de sus extremidades.
Cardozo miró fijo los ojos de Carlos buscando su aprobación. Pero sin esperar la respuesta del poco agraciado, comenzó a realizar el acto más abominable que he presenciado. Tomó un tubo hueco de acero inoxidable que contenía en uno de sus extremos una larga aguja. Casi cinco veces más gruesa que la utilizada en la jeringa y con un radio de aproximadamente cuatro centímetros. Ese tubo se conectaba a un succionador eléctrico enchufado a la pared. Después de introducir el extremo punzante debajo de la última costilla izquierda del mútilo, comenzó a hundir y remover el tubo dentro de la carne putrefacta. Lo retorcía en forma ascendente y luego lo giraba hacia los costados. No derramaba demasiada sangre, pero aquella imagen me produjo arcadas. Tapé mi boca para no emitir ningùn ruido, pero mi estomago no paraba de girar a una velocidad cada vez mayor. Sentí la cena dar vueltas mientras un bulbo de carne mordisqueada subió por la traquea hasta mi boca. Lo saboreé con asco para asegurarme que no era vómito y lo esputé a un costado de la puerta. Tragué saliva y me refregué la boca con la manga de la camisa, mientras volvía a mirar dentro del taller. Observé que Cardozo perforaba con ese método la caja torácica, extrayendo fluidos, gases y partes de órganos. Todo eso, envuelto de hedor, pasaba por la máquina de succionar y luego de ser procesado, caía en el lavadero que se encontraba a su derecha. Abrió la canilla y dejó correr el agua mientras se servía y degustaba medio vaso de vino tinto. Al rato, inyectó por el mismo agujero que había extraído hasta excremento, una solución espesa similar al líquido amniótico. Luego selló el orificio con un polvo que endureció a los pocos minutos.
Me pareció que el petiso susurraba algunas palabras pero me desentendí de ellas, al ver lo que continuaba haciendo el tendero. Había agarrado un peine untado con gel y le ordenaba el cabello de la cabeza alineándolo hacia la derecha. Peinado al ras, el pelo de aquel hombre parecía una bola de betún.
Con esmalte, le pintó las uñas de color neutro produciendo brillo sobre las pequeñas manos. Observé las mías y casi por reflejo me mordí las uñas sacándome la mugre que moría en ellas. Me avergonzaba pensar que el difunto se encontraba mas limpio que yo. Al menos, mi suciedad en estas circunstancias, se consideraba una demostración de que me encontraba vivo.
Miré mi reloj pulsera y noté que habían transcurrido casi tres horas desde que escabullido en la oscuridad, presenciaba el acto de embalsamar un cuerpo.
Oculté entre mis manos el bostezo que se escurría de mi boca, al momento que escuché pasos que se acercaban hacia la puerta. En dos trancos, me escondí detrás de la columna de la pared del fondo y observé que Cardozo abriendo la puerta, se asomaba inflando sus pulmones con el aire fresco del jardín.
Ingresó dejando la apertura entornada. Me acerqué a mi antigua ubicación y con las rodillas quejosas, observé lo que continuaba sucediendo allí dentro.
El cuerpo embalsamado estaba siendo cubierto de ropa nueva. La indumentaria consistía en un pantalón blanco que lo cubría hasta la cintura, sujetado por un cinturón del mismo color que cerraba su centro con una hebilla de reluciente alpaca. Siguieron las medias negras y luego botas de cuero color marrón oscuro. Las había dispuesto por fuera del pantalón y no como yo intuía que se usaban. En los días de lluvia que mi madre me hacía utilizar botas, siempre me las colocaba por dentro de la botamanga aunque luego estas se mojaran con los charcos que dominaban la vereda. A continuación, le cubrió el torso con una remera blanca y sobre la misma una camisa de finas rayas verdes y coloradas. Una vez enderezado el nuevo maniquí, se alinearon los últimos pliegues que quedaban en la ropa y quedó listo para colocar en el museo. Solo faltaba ponerle el sombrero verde que había visto sobre la mesa.
Al cabo de una hora, me sentaba sobre la cama de mi habitación. El cansancio retardaba todo intento de movimiento. Pensaba e imaginaba el cuerpo y todos los cuerpos que se mostraban en las vitrinas y tarimas del museo. En los hombres y animales embalsamados que perduraban allí en la eternidad. ¿Habían sido todas criaturas animadas en algún momento?
Solo supe que una de ellas podría responder afirmativamente esa pregunta aunque se encuentre oculto tras un disfraz de jockey y enaltecido sobre un caballo de carrera.
Y sabría que la mano de un tendero había hecho de un petiso poco agraciado una excelente estatua ecuestre.

5 de mayo de 2009

El corazón delator / Edgar Allan Poe

El corazón delator
Edgar Allan Poe

¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.

Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.

Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.

Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.

Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:

-¿Quién está ahí?

Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.

Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.

Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.

Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.

Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.

¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.

Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.

Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.

Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!

Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?

Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.

Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.

Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.

Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!

-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!

FIN