26 de abril de 2008

Return to innocence

Creo que en esta epoca en donde la violencia se ve a diario y lo que predomina es todos contra todos y no importa contra quien ni la validez del motivo (si es que lo hay), es bueno repensar en la inocencia, cuando los actos no eran tan premeditados ni con feroz alevosía. Por eso, me acordé de esta canción y la letra lo refleja muy bien.
Debajo, puse una entrevista a Zygmunt Bauman, donde nos cuenta un poco de como afecta la modernidad liquida en nuestro comportamiento diario y su incidencia en la violencia. Espero les guste el post. Saludos! Estanis



"Return To Innocence"
Enigma

That's not the beginning of the end
That's the return to yourself
The return to innocence
Love - Devotion
Feeling - Emotion
Love - Devotion
Feeling - Emotion
Don't be afraid to be weak
Don't be too proud to be strong
Just look into your heart my friend
That will be the return to yourself
The return to innocence
If you want, then start to laugh
If you must, then start to cry
Be yourself don't hide
Just believe in destiny
Don't care what people say
Just follow your own way
Don't give up and use the chance
To return to innocence
That's not the beginning of the end
That's the return to yourself
The return to innocence
Don't care what people say
Follow just your own way Follow just your own way
Don't give up, don't give up
To return, to return to innocence.
If you want then laugh
If you must then cry
Be yourself don't hide
Just believe in destiny.

Entrevista a Zygmunt Bauman

En esta entrevista el autor de Modernidad líquida reflexiona principalmente sobre las tensiones en las que se constituye –o intenta constituirse– la identidad en nuestro tiempo. En un recorrido disparado por la propia biografía de este pensador, los recientes alzamientos franceses y las resistencias de la sociología son también otros de los temas abordados en la ocasión. El texto aparece aquí por primera vez en su versión íntegra. Fue publicado originalmente en versión reducida en el suplemento de cultura del diario Perfil.

Usted nació en una ciudad alemana que se convirtió en territorio polaco al final de la Primera Guerra Mundial. Luego se refugió en la Unión Soviética y desde hace unos años trabaja por elección en Inglaterra. ¿Desde su experiencia académica y personal, cómo define hoy la noción de identidad?

Ludwig Wittgenstein siempre oscilaba entre la Viena natal y su tierra adoptiva inglesa; cierta vez comentó que el mejor lugar para resolver un problema filosófico era una estación de tren. Aunque bueno, aquellos eran viejos tiempos, cuando no se vivía con la prisa de la actualidad. No creo que hoy Wittgenstein hubiera dicho lo mismo respecto de un aeropuerto. Aún así sus reflexiones mantienen la misma fuerza. A mí me ayudaron a entender, de qué modo, en nuestros tiempos, la identidad tiende a ser algo tan provisorio, endeble, vulnerable, que obliga repetidamente a revisar los ‘planes a largo plazo’ (o lo que Jean-Paul Sartre llamaba ‘project de la vie’); se demuestra muy vívidamente lo poco confiables y riesgosas que son en general las resoluciones a largo plazo. Por primera vez en la historia, el cuerpo humano constituye la única entidad cuya expectativa de vida se ha prolongado. En cambio, todas aquellas instituciones sobre las cuales nuestros antecesores solían planificar sus existencias (asuntos públicos, ideologías, formas de vida, reglas de conducta, criterios de éxito y estrategias para una vida satisfactoria, etc.) tienen hoy una expectativa de vida mucho más corta.

¿Qué relación hay entre su concepto de modernidad líquida y su noción de identidad?

En nuestra modernidad líquida, las obligaciones de vida demandan una necesaria fluidez; permanecer inalterado representa una siniestra perspectiva y aterradora amenaza. En un instante y sin ningún aviso, los activos se pueden transformar en deudas. De allí, la contradicción contra la que todos debemos pelear. Tener identidad significa estar claramente definido, sugiere continuidad y persistencia, pero precisamente es esa continuidad y persistencia la que le otorga a la fluidez una tendencia algo suicida.
Sin duda, la idea de identidad siempre estuvo, cada vez que apareció, dividida por una contradicción interna: sugería una especie de distinción que tendía a desdibujarse.
La identidad enfrenta un doble dilema: debe servir a una propuesta de emancipación individual tanto como a un plan de membresía colectiva que sobrepasa cualquier idiosincrasia particular. La busca de identidad implica someterse a un fuego cruzado, a una convergencia de dos fuerzas opuestas. Hay una doble propuesta en la cual la pretendida identidad (identidad como problema y cometido) se debate y por la cual debe luchar en vano por emanciparse. Navega entre dos extremos de individualidad y total pertenencia, el primer extremo es inalcanzable, mientras que el segundo, como un agujero negro, debe absorber y eliminar todo lo que flota en su cercanía. Cada vez que es elegido como el destino de una excursión, la identidad inevitablemente hace vacilar cualquier movimiento hacia dos direcciones.

¿Es evitable esa contradicción?

La identidad presagia un peligro mortal para el individuo y la colectividad, aunque ambas recurran a ella como un arma de autodestrucción. El camino a la identidad es un interminable campo de batalla entre el deseo de libertad y la demanda de seguridad. Por esta razón, la guerra de la identidad permanecerá siempre inconclusa y sin ganadores, y la causa de la identidad continuará destacándose al tiempo en que se disimulen sus instrumentos y objetivos. Quienes practican y disfrutan de esta nueva inestabilidad, suelen relacionarla con cierta idea de libertad. Sin embargo, tener una inestable y provisoria identidad no es un estado de libertad sino más bien una obligatoria, interminable y nunca victoriosa guerra por la liberación. Cuando la identidad haya dejado de ser un asunto molesto (porque es imposible desprenderse de ella), y pase a ser un cómodo legado, las obligaciones que se presumen y esperan que duren de aquí a la eternidad, se habrán transformado en un inconcluso y exasperadamente ambiguo esfuerzo por desprenderse de las cargas del pasado. Aquel que persigue la identidad es comparable a un ciclista: la sanción por frenar un pedal es la caída, y hay que seguir pedaleando para mantenerse en pie. Avanzar con dificultades es un compromiso sin alternativas.
Al pasar de un episodio a otro sin rumbo, viviendo a través de los sucesos consecutivos de un destino desconocido, guiado por el afán de borrar el pasado antes que por el deseo de delinear el futuro, la identidad del actor queda atrapada en su presente; es decir, se niegan las bases de su propio futuro. Y, al mismo tiempo, el pasado de cada identidad se encuentra esparcido en los consejos inservibles de anteayer, que ayer mismo fueron desechados por constituir una pesada carga.
La idea central de la identidad, a partir de la cual se podrá emerger con un cambio continuo, incólume y probablemente reforzado, es que el homo eligens, el hombre elige para sí mismo un estado de permanente no resistencia, de auténtica inautenticidad. En la era de la modernidad líquida, sobre los negocios, Richard Sennett escribió: "Los negocios perfectamente viables son aniquilados y abandonados, los empleados capaces son echados antes que premiados, simplemente porque la organización debe mostrar que el mercado es capaz de cambiar". Al reemplazar "negocio" por "identidad", "empleados capaces" por "posesiones y compañeros" y "organización" por "uno mismo", se obtiene una fiel versión de la condiciones que definen al homo eligens.

¿Cuál es su análisis en relación a los episodios de xenofobia que se suceden a nivel mundial? Ejemplo: incendios en Francia.

No hay nada nuevo aquí. De hecho la mayoría de las novedades parecen inéditas por la brevedad de nuestra memoria colectiva. Los actores han cambiado, pero no las acciones.
Hace casi un siglo, el gran sociólogo Georg Simmel, sugirió que la lucha, a menudo violenta, es ante todo un trámite preliminar para la integración. Demostró que los faccionarios habían aceptado (ya sea de manera entusiasta o desanimada) los valores dominantes de la época y deseaban unírseles a aquellos que practicaban (sin éxito) dichos valores. Los disturbios callejeros del siglo XIX y el "good deal" del siglo XX pueden ser explicados como las manifestaciones de las clases bajas golpeando tan fuerte como podían las puertas de la sociedad que se les cerraban en las narices. Sus violentas protestas desencadenaban reacciones también violentas. Los "establecidos" no deseaban que los "marginados" fueran admitidos.
Las "revueltas raciales" parecen ser el resultado de que aún no se ha disuelto la jerarquía de antiguos valores. Cien años atrás se tenía como asumido que Europa era la expresión más sobresaliente de la evolución humana; el resto de la gente, que quería ser tratada como europea, debía renunciar a cualquier rasgo de identidad que los alejara de los estándares europeos. Se esperaba que los aspirantes asimilaran e imitaran cada detalle del estilo de vida europeo. Sin embargo, uno de los efectos actuales de la globalización es que tenemos un mundo repleto de diásporas, territorios habitados por miembros de cualquier grupo étnico o religioso que constituyen reminiscencias más de archipiélagos que de continentes. Para muchos de los integrantes de esos grupos, la superioridad del estilo de vida europeo no es ninguna obviedad. De hecho son reacios a abandonar sus propias tradiciones, que consideran buenas o aún mejores que aquellas que encontraron en el nuevo país al que han emigrado. Su idea de integración no imposibilita el derecho a la diferencia. Y seamos francos: ¿no es ésta acaso una prueba de que ellos han asimilado y aceptado las ideas europeas? ¿Acaso no aplaudimos la variedad y juramos apoyar el derecho a la diferencia? En la práctica siempre nos referimos a nuestro derecho a la diferencia, no a la de ellos…

A pesar de su diagnóstico alarmante se vislumbra esperanza en todos sus ensayos. ¿En qué radica esa esperanza?

La gente optimista afirma que el mundo que tenemos es el mejor posible; los pesimistas son personas que desconfían que los optimistas tengan razón. Así que por lo tanto, no soy ni optimista ni pesimista porque creo firmemente en otra alternativa (y quizá mejor): de que un mundo mejor es posible para mis congéneres humanos, y que la posibilidad de lograrlo es real.
En el post scriptum de su obra magna, La Misére du Monde (La Miseria del mundo), el último Pierre Bordieu (hablando en nombre de los países europeos y las extensiones transoceánicas) señalaba que el número de personajes de la escena política que abarcaban y articulaban las expectativas y demandas de sus electores se está encogiendo rápidamente. El espacio de la política se está replegando sobre sí mismo y necesita ser abierto nuevamente; para ello es necesario traer los problemas privados y anhelos inarticulados y ponerlos en relación directa con el proceso político (y viceversa).
Esto es más fácil decirlo que hacerlo aunque el discurso público está inundado de las pre-nociones de Emilie Durkheim, presunciones raramente aclaradas y menos aún consideradas de manera crítica. La experiencia subjetiva es llevada a un nivel en el que el discurso público y cualquier tipo de problema privado es categorizado, reciclado en el discurso público y representado como tema público. Para servir a la humanidad, la sociología necesita empezar por aclarar cuál es su sitio. Las valoraciones críticas de estas pre-nociones deben conjugarse con un esfuerzo por hacer visible y audible aquellos aspectos de la experiencia que normalmente se quedan lejos de los horizontes individuales, o detrás de los umbrales de la conciencia individual.
Un momento de reflexión debe hacer consciente aquellos mecanismos que delinean una vida dolorosa e inconducente. Dibujar las contradicciones bajo un haz de luz no significa resolver las mismas. Un largo y tortuoso camino se expande entre el reconocimiento de las raíces de los problemas y su erradicación, y dar el primer paso no asegura que más adelante no se deba dar otros pasos. Sólo el mismo camino nos llevará hasta el fin. Y aún así no hay que negar la crucial importancia de la compleja cadena de eslabones que existe entre el dolor sufrido individualmente y las condiciones producidas colectivamente. En sociología, y aún más en la sociología que se ocupa de estar al día con sus tareas, el comienzo es más decisivo que ninguna otra parte. Siempre es el primer paso lo que designa y pavimenta el camino para la enmienda que de otro forma no existiría, dejando sólo anunciado tal sendero.
De hecho, necesitamos repetir después de Pierre Bordieu: "Aquellos que tienen la oportunidad de dedicar sus vidas al estudio del mundo social, no pueden permanecer neutrales e indiferentes, en frente de las luchas que tendrá que afrontar el mundo en el futuro".
Jean Pierre Dupuy describió la inevitable catástrofe. Mientras que Dupuy señalaba y profetizaba tal catástrofe, nosotros podemos hacer lo inevitable evitable y quizá así lo inevitable terminará por no acontecer. "Estamos condenados a la vigilancia perpetua", nos advierte. La falta de vigilancia es una condición necesaria para que tal catástrofe suceda. Proclamar su evitabilidad y pensar en la continuación de la presencia de la humanidad en la Tierra como una negación de la auto destrucción es, por un lado, una condición necesaria (y suficiente) para que esa catástrofe no suceda.
Los profetas delinearon su sentido de misión a través de las creencias de Dupuy, sobre la inminente catástrofe. Ellos insistieron sobre la inminencia de este Apocalipsis no porque soñaran con trofeos académicos (revindicaban tal visión) sino porque deseaban mostrar que estaban equivocados, ya que no veían otra forma de prevenir tal catástrofe.
A no ser que sea reprimida y domesticada, la globalización negativa convierte a la catástrofe en algo inevitable. Sólo cuando esta profecía sea considerada con seriedad, la humanidad podrá albergar albergar alguna expectativa de impedir la catástrofe. La única posibilidad es comenzar una terapia en contra de este creciente miedo, mirar a través de él, estudiar sus raíces… En definitiva: sólo enfrentando el miedo se lo podrá erradicar.
La llegada del nuevo siglo puede conducirnos a la catástrofe final. O puede ser el tiempo en el que se gestione un nuevo pacto entre los intelectuales y la gente. La elección entre estas dos alternativas aún se encuentra de nuestro lado. Yo creo que, en estas circunstancias, la pérdida de la esperanza es el mayor desastre que le puede acontecer a la humanidad. Tener esperanzas es nuestra obligación.

23 de abril de 2008

Leer y escribir en la red / Entrevista a Ricardo Piglia

De Adn Cultura, una muy interesante nota del escritor argentino.
Saludos! Estanis


Entrevista a Ricardo Piglia
El escritor argentino será el encargado de inaugurar la 34° Feria Internacional del Libro. En este diálogo, habla precisamente del lector, la lectura y los cambios que se están produciendo en la noción de autor y en el acto de leer por efecto de la tecnología digital. Además, se refiere a la enseñanza de la literatura y a su interés por las letras de tango, a las que les dedicó un seminario.

Abril y mayo son meses intensos para el escritor argentino Ricardo Piglia. En estos días, el autor de Respiración artificial es el centro de unas jornadas que en su homenaje se realizan en Casa de América, en Madrid. Dentro de un mes, el escenario será París: otro homenaje tendrá lugar en La Sorbona, donde habrá un coloquio internacional sobre su obra. Y entre un acontecimiento y otro, en apenas unos días, Buenos Aires podrá escuchar el discurso inaugural con que el autor de una obra que cruza la ficción con la crítica y la autobiografía abrirá la 34» Feria Internacional del Libro.

Profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Princeton, Estados Unidos, Piglia ha incursionado también en el cine, la ópera y el cómic. Allí están, además de sus novelas, relatos y ensayos, los guiones de cine junto a Nicolás Sarquis, Héctor Babenco y Fernando Spiner; la ópera La ciudad ausente junto a Gerardo Gandini; la literatura argentina bajo la forma de la historieta en la revista Fierro. "Yo nunca he considerado que la literatura estuviera ajena a esos diálogos. Siempre me he acercado a esos mundos llevando lo que soy y creo saber o hacer; y en cada una de esas salidas aprendí muchísimo y descubrí gente fantástica." Entre conferencias y homenajes, Ricardo Piglia tiene tiempo para arremeter con nuevos bríos la escritura de Blanco nocturno , una novela sobre la que trabaja hace años. Y también para sostener este diálogo que deambula por el placer de leer y la invisibilidad del lector, la relación entre literatura y cibercultura, el interés por el tango, las experiencias virtuales y las vidas posibles. Piglia es, ante todo, un fino y agudo lector que indaga en el modo en que la literatura trata aquello que está fuera de ella.

-El lector siempre ha sido un tema de tu interés.

-Sí, me parece más interesante hablar del "lector" y no de los "lectores". Remitirse a la experiencia del individuo concreto y no a la serie. Cuando pensamos en el lector, pensamos en alguien particular y, a diferencia del autor, que es puro nombre, el lector tiende a ser anónimo. El lector conocido es el que escribe lo que lee, el que se convierte en escritor o en crítico; el resto, en cambio, sostiene una práctica invisible y secreta, en condiciones específicas.

-En El último lector hacés una suerte de tipología: allí aparecen el lector adicto, el que lee para saber cómo vivir, el que lee para descifrar redes sociales. ¿Cuáles de todos ellos es Ricardo Piglia? O mejor, ¿en función de qué adoptás distintas posiciones de lectura?

-Traté de identificar y de seguir el rastro de algunos lectores personalizados, digamos así, según aparecían en las novelas. En qué situación leían, para qué usaban lo que estaban leyendo. Había una serie de preguntas implícitas: cómo funcionaba el libro que estaban leyendo, cuánto costaba. Eran preguntas concretas, muy literarias a mi modo de ver, porque no se podían generalizar. En cuanto a mí puedo decir, antes que nada, que soy un lector apasionado y disperso. Durante años me gané la vida leyendo, fui editor y leía para seleccionar lo que se iba a publicar. Leí muchísimas novelas policiales para la serie negra que hice a fines de los años sesenta. Uno lee treinta novelas para encontrar un libro que valga la pena traducir. Hay mucha gente que se gana la vida leyendo, lo cual no significa que sean conocidos, y se podría hacer una cartografía de ese trabajo. Los historiadores, por ejemplo, son lectores extraordinarios. Quizá los más extraordinarios y sofisticados que se pueda encontrar. Gente como Carlo Ginzburg o como François Hartog, como Marta Madero o José Emilio Burucúa, para no ir más lejos. A ellos habría que preguntarles qué quiere decir leer. Comparados con los historiadores, los críticos literarios parecen lectores que nunca leen.

-¿Te definirías, entonces, como un lector profesional?

-Me gustaría, sí, definirme de ese modo porque seguro que no soy, ni me interesa ser, un escritor profesional. Me he ganado la vida leyendo. Pero también soy un lector salteado, que lee lo que le cae en la mano, en distintos momentos, por distintos motivos.

-¿Y dónde leés habitualmente?

-No leo en la cama, a diferencia de muchos lectores; más bien soy un lector errante. Leo mucho en los bares, leo varios libros al mismo tiempo, la lectura es una experiencia, y las experiencias están ligadas a lugares y a posiciones del cuerpo. Las lámparas son importantes cuando uno lee; de dónde viene la luz. Tengo una lámpara de pie que tiene una luz más bien difusa. Pero en general no leo de noche. De noche voy al cine o salgo a cenar con los amigos o voy a escuchar música o a jugar al billar...

-¿Cómo ves esa idea que circula casi como un deber ser, un valor supremo, de que "hay que leer", que leer es bueno, positivo, aunque no se sabe qué leer? ¿Leer es mejor que hacer otras cosas?

- En cuanto a si es mejor alguien que lee que alguien que no lee, no estoy muy seguro. Acaba de salir un libro en los Estados Unidos Hitler s Forgotten Library , y entre sus libros preferidos estaba La cabaña del tío Tom De modo que la idea de que los contenidos de la lectura producirían un efecto moral es bastante dudosa. Pero uno podría pensar que un sujeto que lee construye el sentido de una manera que quizás incide en el modo de entender lo real. Habría ahí cierto orden, cierto tipo de continuidad lineal y de construcción privada del sentido, que daría cierta percepción de la realidad. Pero insistiría en el carácter individual de la experiencia. Por otro lado, como se ha dicho ya, las revoluciones modernas -entre ellas la que pronto celebrará su bicentenario- han sido iniciadas por los hijos del libro. Sin duda, la lectura está asociada con un determinado tipo de civilización, una civilización de larguísima duración. Se pueden establecer muchas conexiones entre la cultura obrera y la lectura, la fundación de bibliotecas, la edición de libros baratos, los círculos de lectura popular. Esa fue la tradición de los anarquistas y de los socialistas, que lo primero que hacían era fundar una biblioteca y recomendar una serie de libros básicos. Esa cultura es la mía. Por supuesto los anarquistas no solo leían libros...

-¿Qué lugar tiene la lectura en tu vida no profesional, en tu vida de relaciones, en la percepción del mundo?

-Bueno, forma parte de mis relaciones. Siempre me pareció notable que, cuando a uno le gusta un libro, inmediatamente quiere que sus amigos lo lean; lo compra, lo regala. Una especie de sociabilidad rara.

-¿La literatura es un tema de conversación?

-Comento las novelas que estoy leyendo, pero no me interesa hablar de literatura en general. Leo muchas biografías, diarios, memorias, cartas. Así que siempre hay un repertorio de pequeñas historias, anécdotas, situaciones, bastante divertidas a veces. Estoy muy entusiasmado con Carlo Emilio Gadda, que vivió en la Argentina y escribió una novela extraordinaria sobre sus años aquí, El aprendizaje del dolor , que sucede en un pueblo que se llama Lukones, por el viejo Lugones, ¿no? Sería bueno compararla con Trans-Atlántico de Gombrowicz, tienen muchos puntos en común. En fin, ahora estoy leyendo todo lo que encuentro de Gadda, la correspondencia, los ensayos; tiene un artículo muy divertido sobre un viaje a la provincia del Chaco. La literatura funciona también como una especie de memoria alternativa. Está hecha de recuerdos ajenos, de sueños propios, de historias personales.

-En esta era de expansión de los medios y del mundo digital, ¿ha cambiado el estatuto de la literatura? ¿La literatura sigue teniendo el mismo poder crítico que se le atribuyó?

-Probablemente haya cambiado, es difícil saberlo todavía. Yo pienso que la literatura es un uso del lenguaje muy complejo, quizás el más complejo posible, y me parece que la experiencia de la literatura ayuda a descifrar y a entender mejor los otros usos del lenguaje que circulan en la sociedad. Me parece que la literatura ha tenido siempre esa función. Un modo de conocer que no solo tiene que ver con el contenido de lo que se está leyendo sino con los modos de descifrar el sentido. Es una experiencia donde está en juego la creencia, la relación ficción-verdad, lo no dicho, la incertidumbre; una serie de usos del lenguaje que luego el sujeto va a utilizar de manera espontánea en su comprensión de los otros discursos sociales. Esa es para mí una de las funciones de la literatura y no creo que la vaya a perder. "No se ha de llover el rancho en donde este libro esté." Me parece que a eso a se refería Hernández cuando escribió esos versos en el final del Martín Fierro .

-¿El acceso masivo a la tecnología, fenómenos como Internet, los blogs, han modificado la lectura? ¿En qué sentido?

-Lo que ha cambiado básicamente es el acceso a los textos que se pueden leer. Cualquiera de los de mi generación sabe lo que era conseguir un libro, una información, y lo que hoy tenemos a disposición es extraordinario. Las nuevas tecnologías democratizan el acceso a la cultura en sentido amplio y establecen una relación personal muy dinámica con todo ese conocimiento disponible. Ahora, aceptado esto, hay que decir que la velocidad con la que se lee no ha cambiado. El lenguaje escrito tiene un tiempo para ser descifrado que no se puede cambiar. La velocidad de la lectura, más allá de los formatos y de las diferencias entre los lectores, es básicamente la misma. Como sabemos, la técnica de la lectura veloz resultó un chiste idiota. Porque la lectura establece una temporalidad que es la del cuerpo. El lenguaje define nuestra relación con la temporalidad, no solo porque la tematiza en los tiempos verbales sino porque tiene un tiempo propio que no se puede cambiar. Lo cambiaron los matemáticos, que establecieron una serie de signos para acelerar la comprensión de fenómenos muy complejos. Pero las notaciones artificiales no pueden sustituir la práctica del lenguaje. El esperanto fue otra ilusión inútil. Los jóvenes hacen cambios mínimos en ese sentido, escriben las palabras en forma simplificada, taquigráfica, y así se acercan a la criptografía. Buscan acercar el lenguaje a la imagen. Pero de ese modo no aceleran el sentido, solo lo abrevian. Quizá la poesía es la única práctica que ha logrado hacer algo con la velocidad de la significación; condensa y superpone el sentido de manera extraordinaria, de modo que nos permite una relación con el lenguaje a la vez muy lenta y muy fugaz.

-Tal vez haya una aceleración en la escritura de la poesía; sin embargo, el tiempo de lectura de la poesía parece mucho más detenido que el de la narrativa.

-Dice muchísimas cosas con pocas palabras y con una métrica que decide todo. La sintaxis quebrada de la poesía es la clave del sentido junto con la disposición gráfica de los versos. Habría que estudiar los tiempos de la lectura. Por supuesto, el pasaje de la lectura en voz alta a la lectura en silencio significó un cambio importantísimo. Lo mismo que la separación de las palabras y los signos de puntuación, todo un protocolo de indicios que permiten acelerar, ralentar, establecer cortes. Pero en ese sistema complejo, la velocidad de la lectura se ha mantenido básicamente estable. Y me parece que ese es el problema.

-La velocidad se asocia también con la imagen.

-Claro, hay una relación antagónica entre la imagen y la lectura. Porque cuando se dice que una imagen vale más que mil palabras, sencillamente se dice que una imagen llega más rápido y se descifra más rápido que las mil palabras, que necesitan un tiempo para ser leídas. Las imágenes no dicen más, lo dicen más rápido.

- ¿Y se producen cambios en relación con la escritura?

-Por supuesto, no debemos entender por cambios la simple tematización. Que en las novelas ahora la gente no se mande cartas sino e-mails y mensajes de textos es simplemente un dato, del mismo modo que en las novelas del siglo XVIII los personajes andaban a caballo y ahora van en auto. Pero que haya habido cambios en los modos de narrar no lo veo todavía. Los que han llegado más lejos en ese sentido han sido Borges y Joyce. Básicamente porque han trabajado con la expansión de una red de sentido, han tratado de romper la linealidad apacible de la narración, y empezaron a incorporar elementos que hoy encontramos en el mundo digital como algo ya muy popularizado. Bastaría pensar en "El Aleph" o "El jardín de senderos que se bifurcan", para encontrarnos con esas posibilidades de alternativas y de múltiples recorridos, implícitos ya en un texto. Y no hablemos del Finnegans Wake, un intento de crear la simultaneidad absoluta. Borges y Joyce hicieron usos del lenguaje y de la narración que están muy cerca de las experiencias múltiples de las máquinas actuales.

-También tu literatura propone una lectura no lineal, en red. Hay saltos y remisiones permanentes -podríamos hablar de links- a otros textos. Al mismo tiempo que cada libro tiene una particularidad, hay escenas, situaciones, reflexiones que se reiteran, se amplifican, se modifican, y de algún modo los límites entre uno y otro libro se desdibujan.

-A eso aspiraría, ¿no?, a la idea de remisiones, que a veces son implícitas y a veces explícitas. Ojalá todos mis libros se pudieran leer como un solo relato.

-Habrían cambiado ciertos modos de leer

-Es la experiencia de la percepción distraída: estamos leyendo, pero al mismo tiempo escuchamos la radio, vemos la tele sin sonido, leemos un e-mail , hablamos por teléfono. Ya no somos el lector que lee con una luz en la noche, aislado. La vieja metáfora de la isla desierta que usan los medios, como ejemplo de la lectura perfecta: ¿qué libro se llevaría usted a una isla desierta?, es decir, qué libro leería usted si no tuviera otra cosa que hacer. La lectura como condena. El lector es un naúfrago, no tiene alternativas. Porque lo que se vendría a romper hoy es justamente esa idea de aislamiento. Macedonio ya hablaba de esto en los años veinte, con su idea del lector salteado. Todos somos hoy el lector salteado de Macedonio Fernández. El lector que asume la interrupción como un elemento interno a la lectura misma. Y la narración se ha hecho cargo de esa ruptura. Ya no hay linealidad. Macedonio primero que nadie, entre nosotros. Y Joyce, por supuesto. O la poesía del gran Leónidas Lamborghini. Yo siempre cuento una historia que me padece muy divertida. La primera persona que se conectó por la Web con Amazon compró el Finnegans Wake . Amazon es el comienzo del fin de la librería como espacio real, y cuando el primer lector virtual va a buscar un libro no busca una novela de John Gardner, desde luego, sino un libro que de una manera explícita tiene que ver con ese mundo nuevo.

-La escena planteada por el mundo digital estaba ya en esos escritores

-Claro, ya la habían tematizado. Debemos recordar a Macedonio, porque yo no conozco a otro que haya concebido con tanta claridad esta nueva figura del lector disperso. Había leído el Tristram Shandy de Laurence Sterne, claro, y había leído por supuesto, mejor que nadie, el Quijote . La noción de Macedonio de "lector salteado" es la que habría que usar para definir al que lee en la Red. Otro ejemplo puede ser William Burroughs, con su teoría del cut-up (esa unión arbitraria de fragmentos de textos), una técnica que se ha expandido de modo increíble hoy.

-Tal vez también se esté modificando el concepto de experiencia. Ya sea porque las experiencias reales se entrecruzan con las virtuales, o porque resulta más difícil distinguirlas. La gente dice: me encontré con tal, estuve charlando con tal, y eso ocurrió en un canal de chat.

-Mi impresión es que la noción de experiencia se amplía y también se amplía el concepto de ficción. Hay experiencias virtuales, vamos a llamarlas así, que tienen la forma de las experiencias imaginarias y de las vidas posibles. El como si utópico de la ficción convertido en práctica social. Tomás Disch decía que la publicidad era el cuento de hadas del capitalismo. Ahora estamos en otro tipo de cuentos de hadas La experiencia tiene que ver con las vidas posibles. La posibilidad de ampliar la experiencia, de experimentar, está en el origen. Entre otras cosas, está en el origen del relato.

-En ese sentido, vos tenés varias vidas: una vida en Princeton, una vida en Buenos Aires, y también la vida del escritor reconocido que da conferencias por el mundo. ¿Como se llevan entre sí esas vidas?

-Eso de algún modo ha estado siempre presente en mi propia vida. En una época vivía en La Plata y en Buenos Aires. Pasaba dos o tres días en La Plata, donde daba las clases. Y después venía a Buenos Aires, y hacía otra vida, con otros amigos, en otra circulación. Las cosas se fueron dando de ese modo. Y lo de Estados Unidos también se dio por necesidad de trabajo, empecé a viajar, a pasar parte del año, a vivir en Princeton y en Buenos Aires. Como si viviera dos vidas. Vivo en otra lengua, con otros amigos, funciono de otra manera. Soy alguien que actúa en un universo completamente distinto al de Buenos Aires, y cuando vuelvo a Buenos Aires me convierto en otra persona.

-¿Como es enseñar en Princeton?

-En primer lugar, no se diferencia del modo en que yo he enseñado en mis grupos privados en la Argentina y luego en la Universidad de Buenos Aires. Ni el tema de los cursos, ni la forma de enseñar, ni el tipo de relación que establezco entre lo que estoy enseñando y los estudiantes se ha modificado, al menos no deliberadamente. Por supuesto, los estudiantes son distintos, las condiciones de trabajo son distintas, pero yo no adapto mis cursos cuando voy a enseñar a Princeton. He intentado ser fiel a lo que creo que puedo transmitir -no enseñar, sino transmitir-, que es un modo de leer. Siempre me ha resultado muy productivo tener un espacio de discusión sobre literatura con un grupo de jóvenes interesados, habitualmente inteligentísmos, muchas veces más llenos de ideas que yo mismo. Y eso pasaba en Buenos Aires en los grupos en mi casa y en la UBA, y también en Princeton. Me gusta mucho esa escena: un grupo de jóvenes alrededor de una mesa y yo, que mientras tanto voy envejeciendo; hay una suerte de intensidad en la discusión; la literatura está en el centro, parece ser lo más importante pero también es un pretexto, porque la literatura nos permite hablar de política, de historia, de los usos del lenguaje Nunca he considerado la enseñanza diferente o antagónica de mi práctica como escritor.

-¿Qué enseñás en Princeton?

-El plan de los cursos y los libros que leemos están siempre ligados a temas más amplios; son maneras de discutir cuestiones más generales que están implícitas en los textos. "La ficción paranoica", por ejemplo, es un curso sobre el género policial y sus transformaciones y sus modalidades. Por lo tanto aparecen cuestiones ligadas a la ley, al delito, a la verdad. En cierto sentido es un curso sobre el crimen y la sociedad. Después tengo un curso que se llama"Las tres vanguardias", donde discutimos la obra de Saer, de Puig y de Walsh. Es un intento de discutir las poéticas de la narración implícitas en esos tres escritores, muy distintas desde luego entre sí. Las diferencio por el modo como se vinculan con la cultura de masas. Saer con una actitud de rechazo, planteando que la literatura sería el lugar de resistencia frente a los lenguajes estereotipados que circulan en los medios; Puig con una actitud de incorporación de las formas de la cultura de masas, y también de los temas, sin perder su carácter experimental como novelista; y Walsh metido políticamente en el interior de la cultura de masas, creando medios de prensa, investigando, interviniendo con su práctica específica. También doy un seminario sobre el Facundo , que es un curso sobre el siglo XIX y sobre el concepto de masa; doy un seminario sobre las novelas cortas de Onetti; un curso sobre Borges, en fin, lo de siempre.

-También diste un seminario sobre letras de tango, ¿no? ¿Que te interesa del género? ¿Qué leés en las letras de tango?

-Yo leo el corpus, en lo posible completo, de todas las letras de tango, como si fueran pequeños relatos urbanos. Por lo tanto, los leo como lo que también son: situaciones narrativas muy concentradas, historias muy bien contadas, con un narrador muy definido, y siempre basadas en situaciones dramáticas. Además, el tango tiene, como tienen los grandes géneros, un comienzo y un fin muy claros. Ya sabemos que el primer tango es "Mi noche triste" , de 1917, y yo digo un poco en broma que el último es "La última curda", de 1956. Después de ese tango, lo que se hizo fue otra cosa, porque se perdió la idea de la situación dramática que sostiene y controla toda la argumentación poética, y empezó ese sistema de asociación libre, de surrealismo un poco berreta del violín con el gorrión y la caspa con el corazón. En los grandes tangos siempre hay una situación dramática en sentido teatral: un monólogo o un relato construido por una situación muy bien definida. Cuando el protagonista dice "Percanta que me amuraste", le está diciendo eso a una mujer determinada en una situación específica. Y además el tango tiene un desarrollo histórico muy fijo; termina cuando, caído el peronismo, se difunde el rock y la cultura juvenil. De modo que en el curso vemos qué pasó en la ciudad de Buenos Aires entre 1917 y 1956, y cómo se lee eso en letras. Los tangos, como la literatura, no reflejan una realidad sino que postulan una realidad. Nadie puede decir que la ciudad de Buenos Aires era como dicen los tangos. En los tangos no hay nunca un padre, nadie trabaja, las chicas son milongueras, se lo pasan todos de farra, a los cuarenta años ya están de vuelta, arruinados, envejecidos, mirando con nostalgia y cinismo su propio pasado. Los tangos elaboran de una manera elíptica, como hace la literatura, cuestiones sociales, por ejemplo cómo las mujeres se van de los barrios al centro a trabajar, y por lo tanto la mirada masculina paranoica, amenazada, las convierte a todas en milongueras y en putas. Porque en definitiva el tango lo que dice es que en un mundo que está dominado por el dinero, por la corrupción, por la falta de valores, lo único que vale y perdura son los sentimientos, los afectos.

-¿Hay alguna letrística que te interese fuera del tango?

-El tango es para mí una memoria afectiva y una relación sentimental. Me gustan mucho los tangos cantados por mujeres. Mercedes Simone, Ada Falcón, Rosita Quiroga, Elba Berón. Me hacen acordar a mi madre cantando tangos en casa, en el patio, en la cocina, cuando yo era chico. De modo que tengo con el tango una relación muy intensa que viene del pasado y es muy difícil de trasladar, por ejemplo, a la milonga sureña, que también me gusta mucho, pero es una relación más intelectual. También me gustan mucho el blues , el jazz , Bessie Smith, Billie Holiday, Ella Fitzgerald, Aretha Franklin, Eartha Kitt. Y algunas letras de rock, aunque no tengo una cultura rockera muy desarrollada. Estoy ligado al rock argentino porque Jorge Álvarez, que era nuestro editor, fue el productor de los primeros rockeros argentinos y el creador del sello Mandioca, y nos arreaba a todos a esos primeros conciertos para hacer público. Así que empezamos con Manal, con Almendra, con Pappo. Pero yo creo que la relación con el tango tiene que ver con que una memoria afectiva, con una experiencia de infancia. Y además, claro, la capacidad narrativa extraordinaria de los autores para contar una historia en tres minutos. ¡Y los objetos con los que construyen las historias! Uno de mis tangos preferidos es "Viejo esmoquin". Y cómo lo canta Gardel. El tipo está tirado en una pensión, sin un peso, con todo empeñado, y lo único que le queda es el esmoquin, ¿no es genial? muy argentino. Lo que dijo Malraux cuando vino a Buenos Aires: esta es la capital de un imperio que nunca existió.

-Ya que hablamos de autores, y volviendo a la escena actual, ¿qué está pasando con la noción de autor? Porque con las posibilidades técnicas que ofrecen Internet y los nuevos medios (la facilidad del "corto y pego", la disponibilidad de los textos), la idea de autor parece estar en cuestión, al menos en lo que se refiere a la propiedad intelectual

-Yo veo ahí un punto de transformación posible. Porque esta nueva situación pone en escena una contradicción que está presente pero que apenas percibimos, que es el hecho de que en el lenguaje no hay propiedad privada. Es la sociedad la que luego define la propiedad, y define también la literatura, que es un uso privado del lenguaje. La escritura está ligada a esa cuestión desde su origen. Son las relaciones de propiedad las que están ahora en cuestión y parecen entrar en una nueva etapa.

Por Patricia Somoza
Para LA NACION

16 de abril de 2008

Arthur C. Clarke / Biografía

Les dejo a continuación, lo prometido. Primero un video tributo al escritor con imagenes de 2001 Odisea del espacio, la novela del escritor llevada al cine por Stanley Kubrick; debajo del mismo, la biografía del autor.



Arthur Charles Clarke nació en 1917, en Minehead, Somerset, Inglaterra. Tras acabar sus estudios secundarios se trasladó a Londres en 1936, para trabajar como funcionario. Fue ya un activo miembro del fandom antes de la Segunda Guerra Mundial, en la que sirvió como instructor de radar en la RAF entre 1941 y 1946, con el empleo de Teniente de Vuelo. Después de la Segunda Guerra Mundial entró en el King's College, Londres, en 1948, acabando con honores sus estudios en física y matemáticas.
El gran interés de Clarke por las posibilidades de la ciencia siempre fue muy evidente. Entre 1946 y 1947 fue presidente de la Sociedad de Interplanetaria Británica, repitiendo de 1950 a 1953. Su primer relato de ciencia ficción publicado profesionalmente fue LOOPHOLE para ASF, en abril de 1946. En sus primero años como escritor usó el seudónimo Charles Willis en tres ocasiones, y escribió una vez como E. G. O'Brien.

Los primeros relatos de Arthur C. Clarke están sólidamente construidos, giran usualmente sobre un único tema científico y terminan, frecuentemente, con una solución sorprendente, sin desdeñar en algunas ocasiones un elaborado toque humorístico.

Arthur C. Clarke escribió el guión de 2001: UNA ODISEA ESPACIAL (1968) junto a Stanley Kubrick. La novelización fue escrita, cuando la película estuvo rodada, por el propio Clarke basándose en el guión.
Con EL CENTINELA se presentó la primera paradoja en la obra de Clarke; el autor a quien se consideraba el más claro exponente de la ciencia-ficción hard, dura o, por definir con más precisión; científicamente coherente, se ve fuertemente atraído por la metafísica y la mística.
Clarke, que es visto como el escritor de ciencia-ficción que con más entusiasmo propugna el optimismo ilimitado en el espíritu humano, y la idea de que la potencialidad casi infinita de humanidad, concluye que el género humano está en pañales en comparación a la Inescrutable Sabiduría de arcanas civilizaciones extraterrestres.
En los 60 Arthur C. Clarke dedica sus energías creativas a obras ajenas al género, y a la divulgación científica, sobre todo a la exploración submarina, siendo él mismo un entusiasta buceador, una de las razones por las que en 1956 fijó su residencia en Sri Lanka
Su estilo como divulgador es lúcido y ameno, rivalizando únicamente con otro escritor de ciencia-ficción que destaca igualmente como divulgador científico; Isaac Asimov.
Arthur C. Clarke se hizo muy conocido en todo el mundo cuando intervino como comentarista para la CBS en las misiones de las misiones Apolo 11, 12 y 15. Tras el éxito de 2001: UNA ODISEA ESPACIAL, Clarke se convirtió, probablemente, en el autor de ciencia-ficción más conocido en el mundo, y en los EEUU, en el escritor extranjero del género más popular.
En 1980 gana el premio Hugo de novela con FUENTES DE PARAÍSO, donde relata la construcción de un ascensor espacial de 36.000 kilómetros de altura. Se trata del trabajo más notable de la última época de Arthur C. Clarke.
Para muchos lectores, Arthur C. Clarke es la personificación de la Ciencia Ficción. Clarke siempre escribe con lucidez, a veces en un tono frío, frecuentemente con gracia, siendo un agudo evocador que ha producido algunas de los imágenes más memorables en ciencia-ficción. Es comúnmente aceptado como una figura relevante en el desarrollo del género a partir de la Segunda Guerra Mundial, especialmente por su visión liberal, optimista ante los posibles beneficios de la tecnología, y por su desarrollo de la visión stapledoniana de la perspectiva cósmica, en la que el género humano es visto como un niño al que antiguos habitantes de universo, sabios y arcanos, tratan como un padre generoso o simplemente con una displicente indiferencia.
Murió el 18 de febrero de 2008 en Sri Lanka a los 90 años.

Pueden obtener mas info en el sgte. link a Wikipedia Arthur C. Clarke o también en el sitio de su fundación Clarke Foundation

15 de abril de 2008

La moneda de la suerte / Stephen King

Un excelente cuento, extraído del libro Todo es Eventual. Espero les guste y muy pronto subo la biografía del autor.
Saludos
Estanis

La moneda de la suerte
Stephen King

—¡Maldito hijo de puta! —gritó en la habitación vacía del hotel más sorprendida que furiosa.
Y a renglón seguido, porque así era ella, Darlene Pullen se echó a reír. Se sentó en la silla, junto a la cama desecha y abandonada, con la moneda de veinticinco centavos en una mano y el sobre del que había caído en la otra, paseando la mirada entre ambos y riendo a mandíbula batiente hasta que las lágrimas le resbalaron por las mejillas. Patsy, su hija mayor, necesitaba aparatos de ortodoncia. Darlene no tenía ni idea de cómo iba a pagarlos; llevaba toda la semana preocupada por el asunto, y aquello era la gota que colmaba el vaso. Y si no era capaz de reír, ¿qué le quedaba? ¿Buscar un arma y pegarse un tiro?
Cada chica dejaba el crucial sobre, que llamaban «el gordo», en un lugar distinto. Gerda, la sueca que había hecho la calle antes de encontrar a Jesús el verano anterior durante una reunión de renacimiento espiritual en Tahoe, lo apoyaba contra uno de los vasos del baño; Melissa dejaba el suyo bajo el mando de la tele. Darlene, por su parte, lo apoyaba contra el teléfono, y esa mañana, al encontrar el de la 322 tirado sobre la almohada, había sabido que el cliente había dejado algo para ella.
Desde luego que le había dejado algo, una mísera moneda de veinticinco centavos, en Dios confiamos.
Sus carcajadas, que ya habían empezado a remitir, volvieron a descontrolarse.
El sobre llevaba unas palabras impresas junto al logotipo del hotel, las siluetas de un caballo y un jinete en lo alto de un acantilado, enmarcados en un rombo.

Bienvenido a Carson City, la ciudad más hospitalaria de Nevada (decían las palabras bajo el logotipo). Y bienvenido también al hotel Rancher, el alojamiento más hospitalario de Carson City. Ha preparado su habitación Darlene. Si tiene algún problema, no dude en marcar el 0 y acudiremos raudos y veloces. Le proporcionamos este sobre por si queda satisfecho y desea dejar algo para la camarera.
Una vez más, bienvenido a Carson y al Rancher.
WILLIAM AVERY
Jefe de ruta

Muy a menudo, el sobre estaba vacío. Darlene había encontrado sobres desgarrados en la papelera, arrugados en el rincón (como si la idea de dar una propina a la camarera enfureciera a algunos clientes), o flotando en el retrete, pero a veces se topaba con una sorpresa agradable, sobre todo si las tragaperras o las mesas de juego se habían portado bien con un cliente. El de la 322 había utilizado el suyo, desde luego. Había dejado una moneda de veinticinco, ¡Dios mío! Eso pagaría la ortodoncia de Patsy y la consola Sega que Paul quería más que nada en el mundo. Ni siquiera debería esperar hasta Navidad, podría comprárselo como... como...
—Regalo de Acción de Gracias —terminó de decir en voz alta—. ¿Por qué no? Y pagaré a los de la tele por cable para que podamos quedárnosla. Incluso añadiremos el Canal Disney y por fin podré ir al médico por lo de la espalda... Joder, pero si soy rica. Si pudiera dar con usted, señor, me arrodillaría y le besaría los putos pies.
Pero no caería esa breva. El de la 322 ya se había largado. El Rancher era probablemente el mejor alojamiento de Carson City, pero los clientes solían ser de paso. Cuando Darlene entraba por la puerta trasera a las siete de la mañana, se estaban levantando, afeitando, duchando, en algunos casos medicando para la resaca. Mientras ella estaba en la sala de personal con Gerda, Melissa y Jane (gobernanta de formidables pechos y boca firme pintada de rojo), tomando café, llenando el carrito y preparándose para el día, los camioneros, vaqueros y vendedores pagaban la factura tras llenar o no el sobre en cuestión.
Y el encantador caballero de la 322 había metido una moneda de veinticinco en el suyo. Probablemente también le había dejado un regalito en las sábanas, por no hablar de algún recuerdo en el retrete con la cadena sin tirar. Porque algunas personas no podían contener su generosidad; eran así.
Darlene lanzó un suspiro, se enjugó las mejillas con el dobladillo del delantal y abrió el sobre, que el de la 322 se había tomado la molestia de cerrar y que ella, en su ansia por saber qué contenía, había rasgado en un extremo. Tenía intención de volver a meter la moneda dentro, pero en ese momento vio que contenía algo más, una nota garabateada sobre una hoja de papel del hotel.
La sacó, y bajo el logotipo de jinete y corcel, el de la 322 había escrito el siguiente mensaje con lápiz de punta roma:
Esta es una moneda de la suerte. ¡De verdad! ¡Qué suerte la suya!
—¡Qué chollo! —exclamó Darlene—. Tengo dos hijos y un marido que lleva cinco años desaparecido en combate, así que no me iría mal un poco de suerte, de verdad que sí.
Lanzó otra carcajada y dejó caer la moneda en el sobre. Luego entró en el baño y echó un vistazo al retrete. Solo agua limpia, al menos era algo.

Se dedicó a sus tareas, que no le llevaron demasiado tiempo. La moneda de marras era una decepción, pero por lo demás, el cliente de la 322 se había comportado. No vio rastro de manchas en las sábanas, ninguna sorpresa desagradable (en al menos cuatro ocasiones durante sus cinco años como camarera, los cinco años transcurridos desde que Deke la dejara, había encontrado manchas medio secas de lo que solo podía ser semen en la pantalla del televisor, y una vez incluso un charco apestoso de meados en un cajón de la cómoda), ni tampoco había desaparecido ningún objeto. Solo tuvo que hacer la cama, enjuagar el lavabo y la ducha, y cambiar las toallas. Mientras trabajaba intentó imaginar qué aspecto tendría el cliente de la 322 y qué clase de hombre dejaba una propina de veinticinco centavos a una mujer sola con dos hijos a los que criar. Uno capaz de reír y portarse como un cabrón a la vez, se dijo; un tipo con tatuajes en los brazos y una pinta como el personaje que interpretaba Woody Harrelson en Asesinos natos.
«No sabe nada de mí —pensó al salir al pasillo y cerrar la puerta tras de sí—. Probablemente estaba borracho y le pareció gracioso. Y en cierto modo es gracioso, porque si no, no te habrías reído.»
Exacto, si no, no se habría reído.
Mientras empujaba el carrito hacia la 323, pensó en regalar la moneda a Paul. De sus dos hijos, Paul era el que solía quedar en desventaja. A sus siete años, era un niño callado y aquejado de mocos casi perpetuos. Asimismo, Darlene estaba convencida de que debía de ser el único niño de siete años con asma en aquellos parajes desérticos de aire limpio y seco.
Lanzó un suspiro y abrió la 323 con su llave maestra, pensando que tal vez encontraría un billete de cincuenta o incluso de cien en el sobre. Era el primer pensamiento que le cruzaba por la cabeza al entrar en una habitación. Pero el sobre estaba donde lo había dejado, apoyado contra el teléfono, y aunque echó un vistazo para cerciorarse, ya sabía de antemano que lo encontraría vacío, y así fue.
Por otro lado, el cliente de la 323 sí había dejado un regalito en el retrete.
—Vaya, vaya, ya ha empezado mi racha de buena suerte —comentó en voz alta antes de echarse a reír otra vez y tirar de la cadena.
Ella era así.

Había una máquina tragaperras, una sola, en el vestíbulo del Rancher, y pese a no haberla utilizado ni una vez en los cinco años que llevaba trabajando allí, se metió la mano en el bolsillo cuando se dirigía a almorzar, palpó el sobre rasgado y se desvió hacia la cazagilipollas cromada. No había olvidado su intención de regalar la moneda a Paul, pero veinticinco centavos no significaban nada para los niños hoy en día, y era lógico, porque ni siquiera podían comprarse una mísera Coca-Cola con ese dinero. Además, de repente ardía en deseos de deshacerse de la maldita moneda. Le dolía la espalda, tenía, contra su costumbre, mucha acidez a causa del café que se había tomado a las diez y estaba profundamente deprimida. Todo lo veía negro y echaba la culpa a la monedita de marras... como si desde el bolsillo le enviara malas vibraciones.
Gerda salió del ascensor justo a tiempo para ver a Darlene plantarse delante de la máquina y dejar caer los veinticinco centavos del sobre sobre su mano.
—¿Tú? —se escandalizó Gerda—. No me lo puedo creer.
—Pues no te lo pierdas —replicó Darlene antes de introducir la moneda en la ranura que decía INTRODUCIR 1, 2 O 3 MONEDAS—. Ahí va.
Acto seguido empezó a alejarse de la tragaperras y, casi como quien no quiere la cosa, alargó el brazo para tirar de la palanca. Luego siguió su camino sin molestarse en observar las ventanillas, por lo que no vio aparecer las tres campanas en ellas, una, dos y tres. De hecho, no se detuvo hasta que empezó a oír el tintineo de las monedas al caer en la bandeja situada en la parte inferior de la máquina. Entonces abrió los ojos de par en par, al cabo de un instante los entornó con expresión suspicaz, como si aquello no fuera más que otro chiste... o el final del anterior.
—¡Has ganadoo! —gritó Gerda con espeso acento sueco por la emoción—. ¡Has ganado, Darlene!
La sueca pasó como una exhalación junto a Darlene, que se limitó a permanecer inmóvil, oyendo la cascada de monedas como un pasmarote. El tintineo se le antojó interminable. «Qué suerte —pensó—. Qué suerte la mía.»
Por fin dejaron de caer monedas.
—¡Dios mío! —exclamó Gera—. ¡Dios mío de mi vida! ¡Y pensar que esta máquina nunca me ha dado nada, después de todas las monedas que le he llegado a echar! ¡Debe de haber quince dólares, Darlene! ¡Imagínate si hubieras metido tres monedas de veinticinco!
—No habría podido soportar tanta suerte —masculló Darlene.
Tenía ganas de llorar; no sabía por qué, pero así era. Sentía las lágrimas quemándole los ojos como ácido diluido. Gerda la ayudó a sacar las monedas de la bandeja, y, en cuanto todas fueron a parar al bolsillo del uniforme de Darlene, el lado correspondiente del vestido quedó ladeado de un modo cómico. El único pensamiento que acudió a su mente fue que debía comprarle algo a Paul, algún juguete. Quince dólares no bastaban para la consola Sega que quería, ni de lejos, pero tal vez sí para uno de esos trastos electrónicos que siempre admiraba en el escaparate de Radio Shack en el centro comercial, sin pedir nada, porque sabía que era inútil, era enclenque pero no tonto, así que se limitaba a mirar con ojos siempre hinchados y llorosos.
«No le comprarás ningún juguete —se reprendió—. Los ahorrarás para unos zapatos, sí señora, o para los malditos aparatos de Patsy. A Paul no le importará y lo sabes.»
No, a Paul no le importaría, y eso era lo jodido, se dijo mientras deslizaba los dedos entre las monedas y oía su tintineo, pero a ella sí. Paul sabía que los barcos, coches y aviones teledirigidos que exhibía el escaparate estaban tan fuera de su alcance como la consola y todos los juegos que podían jugarse en ella; para él, aquellas cosas existían solo de forma abstracta, como los cuadros en las galerías o las esculturas en los museos. Pero para ella...
Bueno, quizá le comprara alguna tontería con el botín. Alguna tontería mona para sorprenderlo.
Para sorprenderse a sí misma.
Y se sorprendió a sí misma, desde luego.
Mucho.
Aquella noche decidió volver a casa a pie en lugar de tomar el autobús. Tras recorrer la mitad del trayecto por North Street, decidió entrar en el hotel casino Silver City, donde no había puesto los pies en su vida. Cambió las monedas, dieciocho dólares en total, por billetes en la recepción y sintiéndose como una visitante en su propio cuerpo, se acercó a la ruleta y alargó los billetes al crupier con mano entumecida. Aunque en realidad, no solo tenía entumecida la mano, sino que todos los nervios de su cuerpo parecían muertos, como si aquel comportamiento repentino y aberrante hubiera acabado con ellos.
«Da igual —se dijo mientras apostaba las dieciocho fichas color rosa a la casilla IMPAR—. Únicamente son veinticinco centavos, a pesar de lo que parezcan sobre el fieltro, no es más que un chiste de mal gusto que un cliente le ha gastado a una camarera a la que no ha visto en su vida. Únicamente son veinticinco centavos y sigues queriendo librarte de ellos, porque aunque se han multiplicado y cambiado de forma, todavía te están enviando malas vibraciones.»
—No va más, no va más —anunció el crupier mientras la ruleta giraba en sentido contrario a las agujas del reloj y la bola cabalgaba sobre ella.
Al poco, la bola rebotó una vez más y quedó trabada en una casilla. Darlene cerró los ojos un instante, y al abrirlos comprobó que la bola viajaba en la casilla del 15.
El crupier empujó otras dieciocho fichas, que a Darlene le parecían chicles aplastados, hacia ella. Las cogió y puso todo lo que tenía en el rojo. El crupier la miró con las cejas enarcadas, preguntándole en silencio si estaba segura. Darlene asintió con un ademán, y el crupier hizo girar la ruleta. Cuando salió el rojo, Darlene cambió su creciente fortuna al negro.
Luego a impar.
Luego a par.
Tras la última apuesta tenía quinientos setenta y seis dólares frente a ella, y su mente se había trasladado a otro planeta. Ante ella no veía fichas negras, verdes y rosadas, sino aparatos de ortodoncia y un submarino teledirigido.
«Qué suerte—pensó Darlene Pullen—. Pero qué suerte la mía.»
Volvió a apostar todas sus fichas, y la pequeña muchedumbre que siempre se apiñaba tras los ganadores en racha en las ciudades de juego, incluso a las cinco de la tarde, lanzó un gruñido colectivo.
—Señora, no puedo autorizar semejante apuesta sin permiso del jefe de sala —advirtió el crupier.
El hombre parecía mucho más despierto que cuando Darlene se había acercado a la mesa ataviada con su uniforme de rayón a listas blancas y azules. Acababa de apostar todo su dinero a la segunda docena, los números del 13 al 24.
—Pues que venga, cariño —replicó Darlene.
Esperó con infinita calma, los pies firmes en la tierra, concretamente en Carson City, Nevada, a diez kilómetros del lugar en que se abriera la primera mina de plata, allá por 1878, la cabeza en las profundidades de las minas de deluminio en el planeta Chapascuno, mientras el jefe de sala y el crupier hablaban y la muchedumbre murmuraba. Por fin, el jefe de sala se acercó a ella y le pidió que anotara su nombre, dirección y teléfono en un papel de color rosa. Darlene obedeció y quedó intrigada al comprobar que la letra con que escribía apenas se parecía a su caligrafía habitual. Estaba tranquila, tan tranquila como el más tranquilo de los mineros de las explotaciones de deluminio, pero las manos le temblaban con violencia.
El jefe de sala se volvió hacia el crupier e hizo girar un dedo en el aire. Adelante, muchacho.
Esta vez, el sonido de la bolita blanca se oía con toda claridad en las inmediaciones de la ruleta. El gentío que la rodeaba guardaba un silencio absoluto, y la apuesta de Darlene era la única de toda la mesa. Aquello era Carson City, no Montecarlo, y para Carson era una apuesta descomunal. La bola siguió su camino saltarín, cayó en una casilla, rebotó, cayó en otra y dio un último respingo. Darlene cerró los ojos.
«Suerte —pensó o más bien rezó—. Qué suerte la mía, madre con suerte, chica con suerte.»
La gente gimió, bien horrorizada, bien extasiada. Así supo que la ruleta giraba lo bastante despacio para conocer el resultado. Darlene abrió los ojos, convencida de que por fin se había quedado sin sus veinticinco centavos.
Pero no era así.
La bolita descansaba en la casilla del 13 negro.
—Dios mío, cariño —musitó una mujer a su espalda—. Deme la mano, quiero tocarle la mano.
Darlene se la dio y advirtió que otra persona le cogía la otra y se la acariciaba. Desde muy lejos, desde la minas de deluminio donde tenía lugar aquella fantasía, percibió que dos, luego cuatro, luego seis y luego ocho personas le frotaban la mano con suavidad en un intento de contraer su suerte como si de un catarro se tratara.
El crupier estaba empujando pilas y pilas de fichas hacia ella.
—¿Cuánto? —preguntó con un hilo de voz—. ¿Cuánto hay?
—Mil setecientos veintiocho dólares —repuso el hombre—. Felicidades, señora. Yo que usted...
—Pero usted no es yo —lo atajó Darlene—. Quiero apostarlo todo a un número. Ese —anunció, señalando el 25 —A su espalda, alguien profirió un gritito como si acabara de llegar al orgasmo—. Hasta el último centavo.
—No —denegó el jefe de sala.
—Pero...
—No —repitió el hombre, y Darlene llevaba casi toda la vida trabajando a las órdenes de hombres, tiempo suficiente para saber cuándo hablaban en serio—. Normas de la casa, señora Pullen.
—Muy bien —resopló ella—. Muy bien, gallina.
Se acercó las pilas de fichas, volcando algunas de ellas.
—¿Cuánto me dejará apostar?
—Si me disculpa un momento —murmuró el jefe de sala.
Se ausentó unos cinco minutos. Durante ese intervalo, la ruleta permaneció inmóvil. Nadie dirigió la palabra a Darlene, pero muchos le tocaban las manos y a veces le daban palmaditas como si hubiera perdido el conocimiento. El jefe de sala regresó acompañado de un hombre alto y calvo que llevaba esmoquin y gafas de montura dorada. No miró a Darlene, sino más bien a través de ella.
—Ochocientos dólares —espetó—, pero no se lo recomiendo —advirtió al tiempo que bajaba la mirada hacia su uniforme antes de volver a alzarla hasta su rostro—. Considero que debería canjear sus fichas, señora.
—Y yo considero que usted no sabe una puta mierda de nada —replicó Darlene.
El calvo apretó los labios con expresión disgustada, y Darlene se volvió hacia el crupier.
—Hágalo —ordenó.

El crupier colocó un cartelito con la cifra 800 $ escrita en él de forma que cubriera el número 25. Luego hizo girar la ruleta y dejó caer en ella la bola. En el casino entero reinaba un silencio sepulcral, respetado incluso por las tragaperras. Darlene levantó la mirada y la paseó por la sala, sin sorprenderse al ver que la hilera de televisores que hasta entonces habían mostrado carreras de caballos y combates de boxeo ahora solo mostraban la ruleta... y a ella.
«Me he convertido en una estrella de la tele. Qué suerte. Qué suerte la mía.»
La bola danzaba, la bola saltaba. En un momento dado estuvo a punto de quedar atrapada, pero siguió girando como un derviche en torno a la bruñida circunferencia de madera.
—¿Cuánto? —gritó de repente Darlene—. ¿Cuánto puedo ganar?
—Treinta a uno —repuso el calvo—. Si gana se llevará veinticuatro mil dólares, señora.
Darlene cerró los ojos...

... y los abrió en la 322. Seguía sentada en la silla, con el sobre en una mano y la moneda que había caído de él en la otra. Aún tenía las mejillas húmedas por las lágrimas de risa.
—Qué suerte la mía —murmuró y abrió el sobre para escudriñar el interior.
No había ninguna nota; todo había sido fruto de su imaginación.
Con un suspiro, Darlene se guardó la moneda en el bolsillo del uniforme y empezó a limpiar la 322.
En lugar de llevar a Paul a casa después de la escuela como de costumbre, Patsy lo llevó al hotel.
—Tiene unos mocos tremendos —explicó a su madre con un desdén del que solo los adolescentes de trece años eran capaces—. Es que hasta se atraganta. He pensado que a lo mejor quieres que lo lleve al médico.
Paul la miraba con ojos llorosos y pacientes; tenía la nariz roja como un tomate. Estaban en el vestíbulo. En aquel momento, ningún cliente se estaba registrando en el hotel, y el señor Avery (Tex para las camareras, que lo detestaban unánimemente) no estaba en recepción. Seguro que se había ido a su despacho a cascársela, si es que se la encontraba.
Darlene apoyó la mano en la frente de Paul, sintió la fiebre al instante y suspiró.
—Supongo que tienes razón —musitó—. ¿Cómo te encuentras, Paul?
—Bien —aseguró Paul con voz nasal.
Incluso Patsy parecía desmoralizada.
—Seguro que se muere antes de los dieciséis —masculló—. Será el primer caso de sida espontáneo o algo así.
—¡Cierra la boca ahora mismo, Patsy! —espetó Darlene con inesperada dureza... aunque fue Paul quien se asustó y desvió la mirada.
—Y encima se porta como un bebé —añadió Patsy, exasperada.
—No es verdad, solo es sensible y tiene las defensas bajas —Darlene se metió la mano en el bolsillo—. ¿Quieres esto, Paul?
Su hijo la miró, vio la moneda de veinticinco centavos y esbozó una sonrisa.
—¿En qué te los vas a gastar, Paul? —se burló Patsy—. ¿Invitarás a salir a Deirdre McCausland?
—Ya se be ocudidá algo —farfulló Paul.
—Déjale en paz, Patsy —regañó Darlene—. ¿Por qué no dejas de chincharlo un rato?
—Ya, pero ¿a mí qué me das? —replicó Patsy—. Lo he acompañado hasta aquí, siempre lo acompaño a todas partes, ¿no? ¿Y qué me das a cambio?
«Aparatos de ortodoncia —pensó Darlene—, si es que algún día puedo permitírmelos.» Y de repente se sintió abrumada por la desdicha, por la sensación de que la vida era un inmenso vertedero, escoria de deluminio, que se cernía sobre ella, siempre a punto de desmoronarse y hacerte pedacitos antes incluso de matarte. La suerte era una parida. Incluso la buena suerte no era más que mala suerte maquillada.
—¿Mamá? —murmuró Patsy con expresión repentinamente preocupada—. No quiero nada, era broma. De verdad, mamá.
—Tengo un ejemplar de Sassy, si lo quieres —anunció Darlene—. Lo encontré en una de las habitaciones y me lo guardé en la taquilla.
—¿El de este mes? —quiso saber Patsy, suspicaz.
—Pues sí. Vamos.
Habían recorrido unos pasos cuando oyeron la moneda caer, el chasquido inconfundible de la palanca y el susurro de los tambores de la tragaperras.
—¡Pero serás idiota! —increpó Patsy a su hermano—. ¡Ahora sí que la has fastidiado! —aseguró en tono más bien satisfecho—. ¿Cuántas veces te ha dicho mamá que no malgastes el dinero en cosas así? ¡Las tragaperras son para los turistas!
Pero Darlene no se volvió siquiera. Se detuvo ante la puerta que conducía al país de las camareras, donde las batas baratas de Ames y Wal-Mart pendían en hilera como sueños avejentados y desechados, donde el reloj registrador emitía su tictac, donde el aire siempre olía al perfume de Melissa y el Reflex de Jane. Se quedó escuchando el susurro de los tambores, esperando el tintineo de las monedas al caer en la bandeja, y cuando empezaron a caer ya estaba pensando en el modo de pedir a Melissa que cuidara de los niños mientras ella iba al casino. No tardaría mucho.
«Qué suerte la mía», pensó y cerró los ojos. En la oscuridad tras sus párpados, el sonido de las monedas al caer se le antojaba ensordecedor, como escoria metálica cayendo sobre un ataúd.
Todo sucedería tal como lo había imaginado, de alguna forma estaba segura de ello, pero a pesar de ello no podía desterrar de su mente la visión de la vida como una montaña de metal alienígena, como una mancha espantosa que sabes que jamás podrás sacar de tu prenda favorita.
Pero Patsy necesitaba aparatos, Paul tenía que ir al médico para vigilar su constante moqueo y sus ojos siempre llorosos, necesitaba una consola Sega tanto como Patsy necesitaba ropa interior de colores para sentirse divertida y sexy, y ella necesitaba... ¿qué? ¿Qué necesitaba ella? ¿Que volviera Deke?
«Ya, que vuelva Deke —pensó casi riendo—. Necesito que vuelva Deke tanto como volver a la pubertad o pasar por otro parto. Lo que necesito... bueno...»
(nada)
Exacto. Nada de nada, cero patatero. Días negros, noches vacías y muchas risas.
«No necesito nada porque tengo mucha suerte», pensó con los ojos aún cerrados. Las lágrimas intentaban colarse por entre los párpados cerrados mientras, a su espalda, Patsy gritaba a voz en cuello:
—¡Joder! ¡Joder, joder, joder, te ha tocado el gordo, Paulie! ¡Te ha tocado el puto gordo!
«Qué suerte —pensó Darlene—. Qué suerte la mía.»