15 de abril de 2008

La moneda de la suerte / Stephen King

Un excelente cuento, extraído del libro Todo es Eventual. Espero les guste y muy pronto subo la biografía del autor.
Saludos
Estanis

La moneda de la suerte
Stephen King

—¡Maldito hijo de puta! —gritó en la habitación vacía del hotel más sorprendida que furiosa.
Y a renglón seguido, porque así era ella, Darlene Pullen se echó a reír. Se sentó en la silla, junto a la cama desecha y abandonada, con la moneda de veinticinco centavos en una mano y el sobre del que había caído en la otra, paseando la mirada entre ambos y riendo a mandíbula batiente hasta que las lágrimas le resbalaron por las mejillas. Patsy, su hija mayor, necesitaba aparatos de ortodoncia. Darlene no tenía ni idea de cómo iba a pagarlos; llevaba toda la semana preocupada por el asunto, y aquello era la gota que colmaba el vaso. Y si no era capaz de reír, ¿qué le quedaba? ¿Buscar un arma y pegarse un tiro?
Cada chica dejaba el crucial sobre, que llamaban «el gordo», en un lugar distinto. Gerda, la sueca que había hecho la calle antes de encontrar a Jesús el verano anterior durante una reunión de renacimiento espiritual en Tahoe, lo apoyaba contra uno de los vasos del baño; Melissa dejaba el suyo bajo el mando de la tele. Darlene, por su parte, lo apoyaba contra el teléfono, y esa mañana, al encontrar el de la 322 tirado sobre la almohada, había sabido que el cliente había dejado algo para ella.
Desde luego que le había dejado algo, una mísera moneda de veinticinco centavos, en Dios confiamos.
Sus carcajadas, que ya habían empezado a remitir, volvieron a descontrolarse.
El sobre llevaba unas palabras impresas junto al logotipo del hotel, las siluetas de un caballo y un jinete en lo alto de un acantilado, enmarcados en un rombo.

Bienvenido a Carson City, la ciudad más hospitalaria de Nevada (decían las palabras bajo el logotipo). Y bienvenido también al hotel Rancher, el alojamiento más hospitalario de Carson City. Ha preparado su habitación Darlene. Si tiene algún problema, no dude en marcar el 0 y acudiremos raudos y veloces. Le proporcionamos este sobre por si queda satisfecho y desea dejar algo para la camarera.
Una vez más, bienvenido a Carson y al Rancher.
WILLIAM AVERY
Jefe de ruta

Muy a menudo, el sobre estaba vacío. Darlene había encontrado sobres desgarrados en la papelera, arrugados en el rincón (como si la idea de dar una propina a la camarera enfureciera a algunos clientes), o flotando en el retrete, pero a veces se topaba con una sorpresa agradable, sobre todo si las tragaperras o las mesas de juego se habían portado bien con un cliente. El de la 322 había utilizado el suyo, desde luego. Había dejado una moneda de veinticinco, ¡Dios mío! Eso pagaría la ortodoncia de Patsy y la consola Sega que Paul quería más que nada en el mundo. Ni siquiera debería esperar hasta Navidad, podría comprárselo como... como...
—Regalo de Acción de Gracias —terminó de decir en voz alta—. ¿Por qué no? Y pagaré a los de la tele por cable para que podamos quedárnosla. Incluso añadiremos el Canal Disney y por fin podré ir al médico por lo de la espalda... Joder, pero si soy rica. Si pudiera dar con usted, señor, me arrodillaría y le besaría los putos pies.
Pero no caería esa breva. El de la 322 ya se había largado. El Rancher era probablemente el mejor alojamiento de Carson City, pero los clientes solían ser de paso. Cuando Darlene entraba por la puerta trasera a las siete de la mañana, se estaban levantando, afeitando, duchando, en algunos casos medicando para la resaca. Mientras ella estaba en la sala de personal con Gerda, Melissa y Jane (gobernanta de formidables pechos y boca firme pintada de rojo), tomando café, llenando el carrito y preparándose para el día, los camioneros, vaqueros y vendedores pagaban la factura tras llenar o no el sobre en cuestión.
Y el encantador caballero de la 322 había metido una moneda de veinticinco en el suyo. Probablemente también le había dejado un regalito en las sábanas, por no hablar de algún recuerdo en el retrete con la cadena sin tirar. Porque algunas personas no podían contener su generosidad; eran así.
Darlene lanzó un suspiro, se enjugó las mejillas con el dobladillo del delantal y abrió el sobre, que el de la 322 se había tomado la molestia de cerrar y que ella, en su ansia por saber qué contenía, había rasgado en un extremo. Tenía intención de volver a meter la moneda dentro, pero en ese momento vio que contenía algo más, una nota garabateada sobre una hoja de papel del hotel.
La sacó, y bajo el logotipo de jinete y corcel, el de la 322 había escrito el siguiente mensaje con lápiz de punta roma:
Esta es una moneda de la suerte. ¡De verdad! ¡Qué suerte la suya!
—¡Qué chollo! —exclamó Darlene—. Tengo dos hijos y un marido que lleva cinco años desaparecido en combate, así que no me iría mal un poco de suerte, de verdad que sí.
Lanzó otra carcajada y dejó caer la moneda en el sobre. Luego entró en el baño y echó un vistazo al retrete. Solo agua limpia, al menos era algo.

Se dedicó a sus tareas, que no le llevaron demasiado tiempo. La moneda de marras era una decepción, pero por lo demás, el cliente de la 322 se había comportado. No vio rastro de manchas en las sábanas, ninguna sorpresa desagradable (en al menos cuatro ocasiones durante sus cinco años como camarera, los cinco años transcurridos desde que Deke la dejara, había encontrado manchas medio secas de lo que solo podía ser semen en la pantalla del televisor, y una vez incluso un charco apestoso de meados en un cajón de la cómoda), ni tampoco había desaparecido ningún objeto. Solo tuvo que hacer la cama, enjuagar el lavabo y la ducha, y cambiar las toallas. Mientras trabajaba intentó imaginar qué aspecto tendría el cliente de la 322 y qué clase de hombre dejaba una propina de veinticinco centavos a una mujer sola con dos hijos a los que criar. Uno capaz de reír y portarse como un cabrón a la vez, se dijo; un tipo con tatuajes en los brazos y una pinta como el personaje que interpretaba Woody Harrelson en Asesinos natos.
«No sabe nada de mí —pensó al salir al pasillo y cerrar la puerta tras de sí—. Probablemente estaba borracho y le pareció gracioso. Y en cierto modo es gracioso, porque si no, no te habrías reído.»
Exacto, si no, no se habría reído.
Mientras empujaba el carrito hacia la 323, pensó en regalar la moneda a Paul. De sus dos hijos, Paul era el que solía quedar en desventaja. A sus siete años, era un niño callado y aquejado de mocos casi perpetuos. Asimismo, Darlene estaba convencida de que debía de ser el único niño de siete años con asma en aquellos parajes desérticos de aire limpio y seco.
Lanzó un suspiro y abrió la 323 con su llave maestra, pensando que tal vez encontraría un billete de cincuenta o incluso de cien en el sobre. Era el primer pensamiento que le cruzaba por la cabeza al entrar en una habitación. Pero el sobre estaba donde lo había dejado, apoyado contra el teléfono, y aunque echó un vistazo para cerciorarse, ya sabía de antemano que lo encontraría vacío, y así fue.
Por otro lado, el cliente de la 323 sí había dejado un regalito en el retrete.
—Vaya, vaya, ya ha empezado mi racha de buena suerte —comentó en voz alta antes de echarse a reír otra vez y tirar de la cadena.
Ella era así.

Había una máquina tragaperras, una sola, en el vestíbulo del Rancher, y pese a no haberla utilizado ni una vez en los cinco años que llevaba trabajando allí, se metió la mano en el bolsillo cuando se dirigía a almorzar, palpó el sobre rasgado y se desvió hacia la cazagilipollas cromada. No había olvidado su intención de regalar la moneda a Paul, pero veinticinco centavos no significaban nada para los niños hoy en día, y era lógico, porque ni siquiera podían comprarse una mísera Coca-Cola con ese dinero. Además, de repente ardía en deseos de deshacerse de la maldita moneda. Le dolía la espalda, tenía, contra su costumbre, mucha acidez a causa del café que se había tomado a las diez y estaba profundamente deprimida. Todo lo veía negro y echaba la culpa a la monedita de marras... como si desde el bolsillo le enviara malas vibraciones.
Gerda salió del ascensor justo a tiempo para ver a Darlene plantarse delante de la máquina y dejar caer los veinticinco centavos del sobre sobre su mano.
—¿Tú? —se escandalizó Gerda—. No me lo puedo creer.
—Pues no te lo pierdas —replicó Darlene antes de introducir la moneda en la ranura que decía INTRODUCIR 1, 2 O 3 MONEDAS—. Ahí va.
Acto seguido empezó a alejarse de la tragaperras y, casi como quien no quiere la cosa, alargó el brazo para tirar de la palanca. Luego siguió su camino sin molestarse en observar las ventanillas, por lo que no vio aparecer las tres campanas en ellas, una, dos y tres. De hecho, no se detuvo hasta que empezó a oír el tintineo de las monedas al caer en la bandeja situada en la parte inferior de la máquina. Entonces abrió los ojos de par en par, al cabo de un instante los entornó con expresión suspicaz, como si aquello no fuera más que otro chiste... o el final del anterior.
—¡Has ganadoo! —gritó Gerda con espeso acento sueco por la emoción—. ¡Has ganado, Darlene!
La sueca pasó como una exhalación junto a Darlene, que se limitó a permanecer inmóvil, oyendo la cascada de monedas como un pasmarote. El tintineo se le antojó interminable. «Qué suerte —pensó—. Qué suerte la mía.»
Por fin dejaron de caer monedas.
—¡Dios mío! —exclamó Gera—. ¡Dios mío de mi vida! ¡Y pensar que esta máquina nunca me ha dado nada, después de todas las monedas que le he llegado a echar! ¡Debe de haber quince dólares, Darlene! ¡Imagínate si hubieras metido tres monedas de veinticinco!
—No habría podido soportar tanta suerte —masculló Darlene.
Tenía ganas de llorar; no sabía por qué, pero así era. Sentía las lágrimas quemándole los ojos como ácido diluido. Gerda la ayudó a sacar las monedas de la bandeja, y, en cuanto todas fueron a parar al bolsillo del uniforme de Darlene, el lado correspondiente del vestido quedó ladeado de un modo cómico. El único pensamiento que acudió a su mente fue que debía comprarle algo a Paul, algún juguete. Quince dólares no bastaban para la consola Sega que quería, ni de lejos, pero tal vez sí para uno de esos trastos electrónicos que siempre admiraba en el escaparate de Radio Shack en el centro comercial, sin pedir nada, porque sabía que era inútil, era enclenque pero no tonto, así que se limitaba a mirar con ojos siempre hinchados y llorosos.
«No le comprarás ningún juguete —se reprendió—. Los ahorrarás para unos zapatos, sí señora, o para los malditos aparatos de Patsy. A Paul no le importará y lo sabes.»
No, a Paul no le importaría, y eso era lo jodido, se dijo mientras deslizaba los dedos entre las monedas y oía su tintineo, pero a ella sí. Paul sabía que los barcos, coches y aviones teledirigidos que exhibía el escaparate estaban tan fuera de su alcance como la consola y todos los juegos que podían jugarse en ella; para él, aquellas cosas existían solo de forma abstracta, como los cuadros en las galerías o las esculturas en los museos. Pero para ella...
Bueno, quizá le comprara alguna tontería con el botín. Alguna tontería mona para sorprenderlo.
Para sorprenderse a sí misma.
Y se sorprendió a sí misma, desde luego.
Mucho.
Aquella noche decidió volver a casa a pie en lugar de tomar el autobús. Tras recorrer la mitad del trayecto por North Street, decidió entrar en el hotel casino Silver City, donde no había puesto los pies en su vida. Cambió las monedas, dieciocho dólares en total, por billetes en la recepción y sintiéndose como una visitante en su propio cuerpo, se acercó a la ruleta y alargó los billetes al crupier con mano entumecida. Aunque en realidad, no solo tenía entumecida la mano, sino que todos los nervios de su cuerpo parecían muertos, como si aquel comportamiento repentino y aberrante hubiera acabado con ellos.
«Da igual —se dijo mientras apostaba las dieciocho fichas color rosa a la casilla IMPAR—. Únicamente son veinticinco centavos, a pesar de lo que parezcan sobre el fieltro, no es más que un chiste de mal gusto que un cliente le ha gastado a una camarera a la que no ha visto en su vida. Únicamente son veinticinco centavos y sigues queriendo librarte de ellos, porque aunque se han multiplicado y cambiado de forma, todavía te están enviando malas vibraciones.»
—No va más, no va más —anunció el crupier mientras la ruleta giraba en sentido contrario a las agujas del reloj y la bola cabalgaba sobre ella.
Al poco, la bola rebotó una vez más y quedó trabada en una casilla. Darlene cerró los ojos un instante, y al abrirlos comprobó que la bola viajaba en la casilla del 15.
El crupier empujó otras dieciocho fichas, que a Darlene le parecían chicles aplastados, hacia ella. Las cogió y puso todo lo que tenía en el rojo. El crupier la miró con las cejas enarcadas, preguntándole en silencio si estaba segura. Darlene asintió con un ademán, y el crupier hizo girar la ruleta. Cuando salió el rojo, Darlene cambió su creciente fortuna al negro.
Luego a impar.
Luego a par.
Tras la última apuesta tenía quinientos setenta y seis dólares frente a ella, y su mente se había trasladado a otro planeta. Ante ella no veía fichas negras, verdes y rosadas, sino aparatos de ortodoncia y un submarino teledirigido.
«Qué suerte—pensó Darlene Pullen—. Pero qué suerte la mía.»
Volvió a apostar todas sus fichas, y la pequeña muchedumbre que siempre se apiñaba tras los ganadores en racha en las ciudades de juego, incluso a las cinco de la tarde, lanzó un gruñido colectivo.
—Señora, no puedo autorizar semejante apuesta sin permiso del jefe de sala —advirtió el crupier.
El hombre parecía mucho más despierto que cuando Darlene se había acercado a la mesa ataviada con su uniforme de rayón a listas blancas y azules. Acababa de apostar todo su dinero a la segunda docena, los números del 13 al 24.
—Pues que venga, cariño —replicó Darlene.
Esperó con infinita calma, los pies firmes en la tierra, concretamente en Carson City, Nevada, a diez kilómetros del lugar en que se abriera la primera mina de plata, allá por 1878, la cabeza en las profundidades de las minas de deluminio en el planeta Chapascuno, mientras el jefe de sala y el crupier hablaban y la muchedumbre murmuraba. Por fin, el jefe de sala se acercó a ella y le pidió que anotara su nombre, dirección y teléfono en un papel de color rosa. Darlene obedeció y quedó intrigada al comprobar que la letra con que escribía apenas se parecía a su caligrafía habitual. Estaba tranquila, tan tranquila como el más tranquilo de los mineros de las explotaciones de deluminio, pero las manos le temblaban con violencia.
El jefe de sala se volvió hacia el crupier e hizo girar un dedo en el aire. Adelante, muchacho.
Esta vez, el sonido de la bolita blanca se oía con toda claridad en las inmediaciones de la ruleta. El gentío que la rodeaba guardaba un silencio absoluto, y la apuesta de Darlene era la única de toda la mesa. Aquello era Carson City, no Montecarlo, y para Carson era una apuesta descomunal. La bola siguió su camino saltarín, cayó en una casilla, rebotó, cayó en otra y dio un último respingo. Darlene cerró los ojos.
«Suerte —pensó o más bien rezó—. Qué suerte la mía, madre con suerte, chica con suerte.»
La gente gimió, bien horrorizada, bien extasiada. Así supo que la ruleta giraba lo bastante despacio para conocer el resultado. Darlene abrió los ojos, convencida de que por fin se había quedado sin sus veinticinco centavos.
Pero no era así.
La bolita descansaba en la casilla del 13 negro.
—Dios mío, cariño —musitó una mujer a su espalda—. Deme la mano, quiero tocarle la mano.
Darlene se la dio y advirtió que otra persona le cogía la otra y se la acariciaba. Desde muy lejos, desde la minas de deluminio donde tenía lugar aquella fantasía, percibió que dos, luego cuatro, luego seis y luego ocho personas le frotaban la mano con suavidad en un intento de contraer su suerte como si de un catarro se tratara.
El crupier estaba empujando pilas y pilas de fichas hacia ella.
—¿Cuánto? —preguntó con un hilo de voz—. ¿Cuánto hay?
—Mil setecientos veintiocho dólares —repuso el hombre—. Felicidades, señora. Yo que usted...
—Pero usted no es yo —lo atajó Darlene—. Quiero apostarlo todo a un número. Ese —anunció, señalando el 25 —A su espalda, alguien profirió un gritito como si acabara de llegar al orgasmo—. Hasta el último centavo.
—No —denegó el jefe de sala.
—Pero...
—No —repitió el hombre, y Darlene llevaba casi toda la vida trabajando a las órdenes de hombres, tiempo suficiente para saber cuándo hablaban en serio—. Normas de la casa, señora Pullen.
—Muy bien —resopló ella—. Muy bien, gallina.
Se acercó las pilas de fichas, volcando algunas de ellas.
—¿Cuánto me dejará apostar?
—Si me disculpa un momento —murmuró el jefe de sala.
Se ausentó unos cinco minutos. Durante ese intervalo, la ruleta permaneció inmóvil. Nadie dirigió la palabra a Darlene, pero muchos le tocaban las manos y a veces le daban palmaditas como si hubiera perdido el conocimiento. El jefe de sala regresó acompañado de un hombre alto y calvo que llevaba esmoquin y gafas de montura dorada. No miró a Darlene, sino más bien a través de ella.
—Ochocientos dólares —espetó—, pero no se lo recomiendo —advirtió al tiempo que bajaba la mirada hacia su uniforme antes de volver a alzarla hasta su rostro—. Considero que debería canjear sus fichas, señora.
—Y yo considero que usted no sabe una puta mierda de nada —replicó Darlene.
El calvo apretó los labios con expresión disgustada, y Darlene se volvió hacia el crupier.
—Hágalo —ordenó.

El crupier colocó un cartelito con la cifra 800 $ escrita en él de forma que cubriera el número 25. Luego hizo girar la ruleta y dejó caer en ella la bola. En el casino entero reinaba un silencio sepulcral, respetado incluso por las tragaperras. Darlene levantó la mirada y la paseó por la sala, sin sorprenderse al ver que la hilera de televisores que hasta entonces habían mostrado carreras de caballos y combates de boxeo ahora solo mostraban la ruleta... y a ella.
«Me he convertido en una estrella de la tele. Qué suerte. Qué suerte la mía.»
La bola danzaba, la bola saltaba. En un momento dado estuvo a punto de quedar atrapada, pero siguió girando como un derviche en torno a la bruñida circunferencia de madera.
—¿Cuánto? —gritó de repente Darlene—. ¿Cuánto puedo ganar?
—Treinta a uno —repuso el calvo—. Si gana se llevará veinticuatro mil dólares, señora.
Darlene cerró los ojos...

... y los abrió en la 322. Seguía sentada en la silla, con el sobre en una mano y la moneda que había caído de él en la otra. Aún tenía las mejillas húmedas por las lágrimas de risa.
—Qué suerte la mía —murmuró y abrió el sobre para escudriñar el interior.
No había ninguna nota; todo había sido fruto de su imaginación.
Con un suspiro, Darlene se guardó la moneda en el bolsillo del uniforme y empezó a limpiar la 322.
En lugar de llevar a Paul a casa después de la escuela como de costumbre, Patsy lo llevó al hotel.
—Tiene unos mocos tremendos —explicó a su madre con un desdén del que solo los adolescentes de trece años eran capaces—. Es que hasta se atraganta. He pensado que a lo mejor quieres que lo lleve al médico.
Paul la miraba con ojos llorosos y pacientes; tenía la nariz roja como un tomate. Estaban en el vestíbulo. En aquel momento, ningún cliente se estaba registrando en el hotel, y el señor Avery (Tex para las camareras, que lo detestaban unánimemente) no estaba en recepción. Seguro que se había ido a su despacho a cascársela, si es que se la encontraba.
Darlene apoyó la mano en la frente de Paul, sintió la fiebre al instante y suspiró.
—Supongo que tienes razón —musitó—. ¿Cómo te encuentras, Paul?
—Bien —aseguró Paul con voz nasal.
Incluso Patsy parecía desmoralizada.
—Seguro que se muere antes de los dieciséis —masculló—. Será el primer caso de sida espontáneo o algo así.
—¡Cierra la boca ahora mismo, Patsy! —espetó Darlene con inesperada dureza... aunque fue Paul quien se asustó y desvió la mirada.
—Y encima se porta como un bebé —añadió Patsy, exasperada.
—No es verdad, solo es sensible y tiene las defensas bajas —Darlene se metió la mano en el bolsillo—. ¿Quieres esto, Paul?
Su hijo la miró, vio la moneda de veinticinco centavos y esbozó una sonrisa.
—¿En qué te los vas a gastar, Paul? —se burló Patsy—. ¿Invitarás a salir a Deirdre McCausland?
—Ya se be ocudidá algo —farfulló Paul.
—Déjale en paz, Patsy —regañó Darlene—. ¿Por qué no dejas de chincharlo un rato?
—Ya, pero ¿a mí qué me das? —replicó Patsy—. Lo he acompañado hasta aquí, siempre lo acompaño a todas partes, ¿no? ¿Y qué me das a cambio?
«Aparatos de ortodoncia —pensó Darlene—, si es que algún día puedo permitírmelos.» Y de repente se sintió abrumada por la desdicha, por la sensación de que la vida era un inmenso vertedero, escoria de deluminio, que se cernía sobre ella, siempre a punto de desmoronarse y hacerte pedacitos antes incluso de matarte. La suerte era una parida. Incluso la buena suerte no era más que mala suerte maquillada.
—¿Mamá? —murmuró Patsy con expresión repentinamente preocupada—. No quiero nada, era broma. De verdad, mamá.
—Tengo un ejemplar de Sassy, si lo quieres —anunció Darlene—. Lo encontré en una de las habitaciones y me lo guardé en la taquilla.
—¿El de este mes? —quiso saber Patsy, suspicaz.
—Pues sí. Vamos.
Habían recorrido unos pasos cuando oyeron la moneda caer, el chasquido inconfundible de la palanca y el susurro de los tambores de la tragaperras.
—¡Pero serás idiota! —increpó Patsy a su hermano—. ¡Ahora sí que la has fastidiado! —aseguró en tono más bien satisfecho—. ¿Cuántas veces te ha dicho mamá que no malgastes el dinero en cosas así? ¡Las tragaperras son para los turistas!
Pero Darlene no se volvió siquiera. Se detuvo ante la puerta que conducía al país de las camareras, donde las batas baratas de Ames y Wal-Mart pendían en hilera como sueños avejentados y desechados, donde el reloj registrador emitía su tictac, donde el aire siempre olía al perfume de Melissa y el Reflex de Jane. Se quedó escuchando el susurro de los tambores, esperando el tintineo de las monedas al caer en la bandeja, y cuando empezaron a caer ya estaba pensando en el modo de pedir a Melissa que cuidara de los niños mientras ella iba al casino. No tardaría mucho.
«Qué suerte la mía», pensó y cerró los ojos. En la oscuridad tras sus párpados, el sonido de las monedas al caer se le antojaba ensordecedor, como escoria metálica cayendo sobre un ataúd.
Todo sucedería tal como lo había imaginado, de alguna forma estaba segura de ello, pero a pesar de ello no podía desterrar de su mente la visión de la vida como una montaña de metal alienígena, como una mancha espantosa que sabes que jamás podrás sacar de tu prenda favorita.
Pero Patsy necesitaba aparatos, Paul tenía que ir al médico para vigilar su constante moqueo y sus ojos siempre llorosos, necesitaba una consola Sega tanto como Patsy necesitaba ropa interior de colores para sentirse divertida y sexy, y ella necesitaba... ¿qué? ¿Qué necesitaba ella? ¿Que volviera Deke?
«Ya, que vuelva Deke —pensó casi riendo—. Necesito que vuelva Deke tanto como volver a la pubertad o pasar por otro parto. Lo que necesito... bueno...»
(nada)
Exacto. Nada de nada, cero patatero. Días negros, noches vacías y muchas risas.
«No necesito nada porque tengo mucha suerte», pensó con los ojos aún cerrados. Las lágrimas intentaban colarse por entre los párpados cerrados mientras, a su espalda, Patsy gritaba a voz en cuello:
—¡Joder! ¡Joder, joder, joder, te ha tocado el gordo, Paulie! ¡Te ha tocado el puto gordo!
«Qué suerte —pensó Darlene—. Qué suerte la mía.»

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