Creo que esta historia habla del Infierno, una versión del Infierno cuando estás condenado a repetir algo una y otra vez. El existencialismo, colega, menudo concepto, que venga Albert Camus. Existe la teoría de que el Infierno son los demás. Por mi parte, creo que tal vez sea la repetición.
ESA SENSACIÓN QUE SOLO PUEDE EXPRESARSE EN FRANCÉS
Stephen King
«¿Qué es eso de ahí, Floyd? Mierda.»
La voz del hombre que había pronunciado esas palabras me resultaba familiar, pero las palabras en sí no eran más que un retazo de diálogo inconexo, la clase de cosa que oyes cuando zapeas. En su vida no existía nadie llamado Floyd. Pese a ello, así empezó. Aun antes de ver a la niña del pichi rojo, oyó esas palabras inconexas.
Pero fue la niña quien contribuyó a intensificar la sensación.
—Oh, oh, me está viniendo esa sensación —dijo Carol.
La niña del pichi rojo estaba delante de una tienda llamada Carson's, CERVEZA, VINO, ALIMENTACIÓN, CEBOS VIVOS, LOTERÍA, en cuclillas, con el trasero entre los tobillos y la falda rojo brillante del pichi encajada entre los muslos mientras jugaba con una muñeca sucia de pelo amarillo, de esas flácidas de trapo rellenas de serrín.
—¿Qué sensación? —preguntó Bill.
—Ya sabes, esa que solo se puede expresar en francés. ¿Cómo se dice?
—Déjà vu —repuso él.
—Eso.
Carol se volvió para mirar una vez más a la niña. «La estará sujetando por una pierna —pensó—, sujetándola boca abajo por una pierna, con el mugriento pelo amarillo colgando hacia abajo.»
Pero la niña había abandonado la muñeca en los resquebrajados escalones grises de la tienda para ir a ver un perro enjaulado en el maletero de un coche familiar. En ese momento, Bill y Carol Shelton tomaron una curva en la carretera, y la tienda se perdió de vista.
—¿Cuánto falta? —inquirió Carol.
Bill la miró con una ceja levantada y un hoyuelo en la mejilla... Ceja izquierda, mejilla derecha, como siempre, la mirada que decía: «Crees que me hace gracia, pero en realidad estoy mosqueado. Por trillonésima vez en nuestro matrimonio, estoy mosqueado de verdad, pero no lo sabes, porque no tienes ni idea de lo que me pasa por la cabeza».
Sin embargo, Carol tenía más idea de la que él creía; era uno de los secretos que guardaba. Con toda probabilidad, Bill también tenía los suyos, y por supuesto, estaban los que guardaban juntos.
—No lo sé, nunca he estado allí.
—Pero estás seguro de que vamos bien.
—Una vez pasada la carretera elevada que lleva a Sanibel Island, solo queda un camino —explicó Bill—. La carretera se acaba en Captiva, pero antes pasa por Palm House, te lo juro.
El arco de su ceja empezó a aplanarse, y el hoyuelo se despidió de su rostro. Bill estaba regresando a lo que Carol denominaba el Nivel Genial. Había llegado a detestar el Nivel Genial, pero no tanto como la ceja enarcada y el hoyuelo, o su forma sarcástica de decir «¿perdona?» cuando decías algo que consideraba estúpido, o su costumbre de adelantar el labio inferior cuando quería parecer pensativo y meditabundo.
—Bill...
—¿Hummm?
—¿Conoces a alguien llamado Floyd?
—Bueno, conozco a Floyd Denning. Él y yo llevábamos la cafetería en la planta baja de la iglesia de Cristo Redentor durante el último año de instituto. Te he hablado de él, ¿no? Un viernes robó el dinero de la caja y se fue a pasar el fin de semana en Nueva York con su novia. A él lo suspendieron y a ella la expulsaron. ¿Qué te ha hecho pensar en él?
—No lo sé —repuso ella.
Era más fácil que contarle que el Floyd con quien Bill había ido al instituto no era el Floyd con el que hablaba la voz que había oído. Al menos, no lo creía.
«Una segunda luna de miel, así llamas a esto», pensó mientras contemplaba las palmeras que flanqueaban la carretera 867, un pájaro blanco que caminaba por la cuneta como un predicador enojado y un cartel que decía RESERVA NATURAL DE LOS SEMÍNOLAS. 10 DÓLARES POR VEHÍCULO. «Florida, el estado del sol. Florida, el estado de la hospitalidad. Por no hablar de Florida, el estado de las segundas lunas de miel. Florida, el estado donde Bill Shelton y Carol Shelton, de soltera Carol O'Neill, de Lynn, Massachusetts, habían pasado su primera luna de miel veinticinco años antes. Solo que en aquella ocasión habían ido al otro lado, a la costa atlántica, a una pequeña urbanización de cabañas con cucarachas en los cajones de la cómoda. Bill no podía quitarme las manos de encima. Pero por entonces no me importaba, por entonces quería que me tocaran, que me incendiaran como Atlanta en Lo que el viento se llevó, y él me incendiaba, me reconstruía y volvía a incendiarme. A los veinticinco años de matrimonio se cumplen las bodas de plata, y a veces solo es plata lo que percibo.»
Se acercaban a una curva. «Esas cruces a la derecha de la carretera —pensó—. Dos pequeñas a ambos lados de una más grande. Las pequeñas son dos tablones cruzados y clavados. La del centro es de abedul blanco con una fotografía diminuta prendida a ella, la foto del chico de diecisiete años que perdió el control del coche en esta curva una noche que conducía borracho, la última noche que conduciría borracho, y este es el lugar que su novia y las amigas de esta marcaron para...»
Bill tomó la curva. Una pareja de cuervos negros, rollizos y relucientes, levantaron el vuelo desde algo aplastado sobre el asfalto en medio de un charquito de sangre. Los pájaros se habían dado tal festín que Carol no supo si se apartarían hasta el instante en que echaron a volar. Allí no había ninguna cruz, ni a la derecha ni a la izquierda. Solo un animal atropellado en el centro, un pájaro carpintero o algo parecido que ahora desaparecía bajo las ruedas de un coche de lujo que nunca había estado al norte de la línea Mason-Dixon.
«¿Qué es eso de ahí, Floyd?»
—¿Qué te pasa?
—¿Eh? —farfulló Carol, volviéndose hacia él con expresión desconcertada y cierta sensación de haber perdido el juicio.
—Estás tiesa como un palo de escoba. ¿Te ha dado un calambre en la espalda?
—Uno pequeño —mintió al tiempo que volvía a reclinarse muy despacio—. He vuelto a tener esa sensación de déjà vu.
—¿Ya se te ha pasado?
—Sí —volvió a mentir.
Lo cierto era que la sensación había remitido un poco, pero nada más. Le había sucedido otras veces, pero no de un modo tan persistente. Alcanzó un punto culminante y volvió a descender, pero sin desaparecer del todo. Era consciente de ella desde que la asaltara esa idea sobre Floyd y viera a la niña del pichi rojo.
Bueno, a decir verdad, ¿no había sentido nada antes de esos dos episodios? ¿No había empezado todo cuando bajaron la escalera del Lear 35 para sumergirse en el calor abrasador de Fort Myers? ¿O incluso antes? ¿Durante el trayecto desde Boston?
Se aproximaban a un cruce. Sobre él parpadeaba un semáforo ámbar de advertencia. «A la derecha hay un concesionario de coches usados y un rótulo del teatro municipal de Sanibel», pensó.
Allí estaba el cruce... Y a la derecha, en efecto, un concesionario de coches usados, Palmdale Motors. Carol sufrió un sobresalto, una punzada de algo más fuerte que la inquietud. Se reprendió por ser tan tonta. Sin duda Florida entera estaba llena de concesionarios de coches usados, y si vaticinabas uno en cada cruce, tarde o temprano la ley de las probabilidades te convertía en profeta. Era un truco que los médiums utilizaban desde hacía siglos.
«Además, no hay ningún rótulo de ningún teatro.»
Pero sí una valla publicitaria. Mostraba a la Madre de Dios, el fantasma de todos los días de su infancia, con las manos extendidas como en la medalla que su abuela le había regalado al cumplir diez años. Su abuela se la había puesto en la mano antes de enrollarle la cadena alrededor de los dedos y decir:
—Llévala siempre, porque están por llegar malos tiempos.
Y Carol la había llevado, sí señor. La había llevado durante toda la escuela primaria, que cursó en Nuestra Señora de los Ángeles, y en el instituto de San Vicente de Paul. Llevó la medalla hasta que los pechos empezaron a crecerle alrededor como dos milagros y entonces, probablemente durante una excursión escolar a Hampton Beach, la perdió. Durante el trayecto de regreso en autocar había dado su primer beso con lengua. El afortunado fue Butch Soucy, y Carol saboreó el algodón de azúcar que había comido.
La María de aquella medalla perdida y la María de la valla publicitaria exhibían la misma expresión, esa que te hacía sentir culpable por albergar sentimientos impuros aunque solo estuvieras pensando en un bocadillo de crema de cacahuete. Debajo de María, la valla decía LA OBRA BENÉFICA MADRE MISERICORDIOSA AYUDA AL INDIGENTE DE FLORIDA. ¿QUIERES AYUDARNOS A NOSOTROS?
«Eh, María, qué pasa...»
Esta vez oyó más de una voz; muchas voces, voces de chicas, voces fantasmales entonando un canto. Pequeños milagros. También existían los fantasmas pequeños, eso lo descubría una al hacerse mayor.
—¿Se puede saber qué te pasa?
Carol conocía esa voz tan bien como la ceja enarcada y el hoyuelo. Era el tono que Bill empleaba cuando quería hacerte creer que solo fingía estar enfadado, cuando en realidad lo estaba, al menos un poco.
—Nada —aseguró ella con la mejor sonrisa que fue capaz de esbozar.
—Estás muy rara. Quizá no deberías haber dormido en el avión.
—Seguro que tienes razón —convino ella, y no solo para mostrarse conciliadora.
A fin de cuentas, ¿cuántas mujeres conseguían pasar la segunda luna de miel en Captiva Island para celebrar las bodas de plata? Diez días en uno de esos sitios donde el dinero no tenía importancia alguna (al menos hasta que MasterCard te escupía la factura a final de mes), y si querías un masaje una tiarrona sueca venía y te lo hacía en tu casa de seis habitaciones a pie de playa.
Las cosas eran distintas al principio. Bill, al que conoció en un baile organizado por varios institutos y con quien volvió a coincidir en la universidad tres años más tarde (otro pequeño milagro), había empezado su vida matrimonial trabajando de empleado de la limpieza porque no encontró nada en el sector informático. Corría el año 1973, y los ordenadores no progresaban. Vivían en un tugurio en Revere, no junto a la playa, pero sí cerca, y la noche entera era un desfile de gente que subía la escalera para comprar drogas a las dos criaturas cetrinas que vivían en el piso de arriba y se pasaban las horas escuchando discos psicodélicos de los sesenta. Carol permanecía despierta a la espera de que empezaran los gritos, pensando: «Nunca saldremos de aquí, envejeceremos y moriremos oyendo a Cream, Blue Cheer y los autos de choque en la playa».
Bill, exhausto al acabar su turno, dormía como un lirón a pesar del estruendo, tendido de costado, a veces con una mano apoyada sobre la cadera de Carol. Y si no la apoyaba, Carol se la ponía allí, sobre todo si las criaturas del piso de arriba se estaban peleando con sus clientes. Bill era lo único que tenía. Sus padres prácticamente la habían repudiado cuando se casó con él. Era católico, pero de la clase equivocada. Su abuela le había preguntado por qué quería liarse con ese muchacho si se veía a la legua que era un don nadie, que cómo podía creerse las sandeces que decía, que por qué se empeñaba en destrozarle el corazón a su padre. ¿Y qué podía responder ella a todo eso?
Había un largo trecho del tugurio de Revere al avión privado volando a trece mil metros de altitud, a aquel coche de alquiler, un Crown Victoria, esos que los mafiosos de las películas de gángsteres siempre llamaban Crown Vic, que los llevaba rumbo a unas vacaciones de diez días en un lugar donde la factura ascendería a... Bueno, no quería ni saberlo.
«¿Floyd? Mierda.»
—¿Y ahora qué pasa, Carol?
—Nada —respondió ella.
Un poco más adelante, junto a la carretera, había una casita pintada de rosa, con el porche flanqueado de palmeras (ver esos árboles con flecos recortarse contra el cielo azul le recordaba los cazas japoneses volando bajo mientras disparaban sus ametralladoras, una asociación debida a toda una juventud malgastada delante del televisor), y cuando pasaran ante ella saldría una mujer. Se estaría secando las manos con una toalla rosa y los miraría con el rostro impasible, unos ricachones en un Crown Victoria camino de Captiva, y no tendría ni idea de que Carol Shelton había pasado muchas noches en vela en un piso cuyo alquiler costaba noventa dólares al mes, oyendo los discos y los gritos de los camellos del piso de arriba, sintiendo algo vivo en su interior, algo que le hacía pensar en un cigarrillo caído tras las cortinas en una fiesta, una colilla pequeña e invisible, que, pese a ello, seguía ardiendo junto a la tela.
—¿Cariño?
—He dicho que no me pasa nada.
Pasaron ante la casa. No había ninguna mujer. Un anciano blanco, no negro, estaba sentado en una mecedora y los siguió con la mirada. Llevaba gafas con montura al aire y tenía una toalla del mismo tono rosa que la casa sobre el regazo.
—Estoy bien, solo impaciente por llegar y ponerme pantalones cortos.
Bill le posó la mano sobre la cadera, el lugar donde tantas veces la había apoyado en los viejos tiempos, y la deslizó hacia regiones más íntimas. Carol estuvo a punto de retirársela, pero no lo hizo. A fin de cuentas, estaban de segunda luna de miel, y además, quizá así se borraría aquella expresión de su cara.
—Podríamos hacer un inciso —sugirió Bill—. Quiero decir entre que te quites el vestido y te pongas los pantalones cortos.
—Me parece una idea estupenda —aseguró Carol al tiempo que cubría la mano de su esposo con la suya y presionaba ambas sobre su cuerpo.
Un poco más adelante había un rótulo en el que leerían PALM HOUSE A 4 KM IZQUIERDA cuando se acercaran lo suficiente.
De hecho, el rótulo decía PALM HOUSE A 3 KM IZQUIERDA. Más allá otra valla publicitaria con la Virgen María de las manos extendidas y una iluminación eléctrica en forma de halo alrededor de la cabeza. Aquella versión decía: LA OBRA BENÉFICA MADRE MISERICORDIOSA AYUDA AL ENFERMO DE FLORIDA. ¿QUIERES AYUDARNOS A NOSOTROS?
—El siguiente debería decir «Burma Shave» —comentó Bill.
Carol no comprendía a qué se refería, pero a todas luces era un chiste, de modo que sonrió. De hecho, el siguiente diría «La obra benéfica Madre Misericordiosa ayuda al hambriento de Florida», pero eso no podía decírselo. Su querido Bill. Querido a pesar de sus expresiones a veces estúpidas y sus alusiones a veces crípticas. «Lo más probable es que te deje, ¿y sabes una cosa? Si lo superas te darás cuenta de que es lo mejor que podía pasarte.» Palabras de su padre. El querido Bill, que había demostrado por una vez, por una sola y crucial vez, que Carol tenía mucho mejor criterio que su padre. Seguía casada con el hombre al que su abuela había llamado «ese fanfarrón». Había pagado un precio, cierto, pero ¿qué decía aquel viejo axioma? Ah, sí, Dios dice que cojas lo que quieras... y pagues por ello.
Le picaba la cabeza. Se la rascó con ademán ausente mientras seguía buscando con la mirada la siguiente valla publicitaria de Madre Misericordiosa.
Por espantoso que sonara, las cosas empezaron a torcerse cuando perdió el bebé. Fue justo antes de que a Bill le dieran el empleo en Beach Computers, en la carretera 128; soplaban los primeros vientos de cambio en el sector.
Perdió el bebé, sufrió un aborto espontáneo... Todos se lo habían creído salvo tal vez Bill. Desde luego, su familia se lo había creído, papá, mamá, la abuela... Hablaban de «aborto espontáneo», término católico donde los haya. «Eh, María, qué pasa», cantaban a veces cuando saltaban a la comba, sintiéndose osadas, pecaminosas, con las faldas del uniforme subiendo y bajando sobre las rodillas arañadas. Era en Nuestra Señora de los Ángeles, donde la hermana Annunciata te daba en los nudillos con la regla si te pillaba mirando por la ventana durante la hora del castigo, donde la hermana Dormatilla te decía que un millón de años no es más que el primer tic del reloj infinito de la eternidad, y que podías pasarte dicha eternidad en el Infierno, no era difícil. En el Infierno morarías para siempre con la piel en llamas y los huesos asándose. Y ahora Carol estaba en Florida, sentada en un Crown Vic junto a su esposo, cuya mano seguía explorándole la entrepierna. Se le arrugaría el vestido, pero no importaba si con ello conseguía borrar aquella expresión de su rostro, ¿y por qué demonios no desaparecía aquella sensación?
Pensó en un buzón con el nombre RAGLAN escrito en el costado y un adhesivo de la bandera norteamericana en la parte delantera, y aunque el nombre resultó ser REAGAN y el adhesivo, de los Grateful Dead, lo cierto era que el buzón estaba allí. Pensó en un perrito negro trotando con paso resuelto al otro lado de la carretera, husmeando el suelo con la cabeza gacha, y el perrito negro estaba allí. Pensé de nuevo en la valla publicitaria, y en efecto, ahí estaba: LA OBRA BENÉFICA MADRE MISERICORDIOSA AYUDA AL HAMBRIENTO DE FLORIDA. ¿QUIERES AYUDARNOS A NOSOTROS?
Bill estaba señalando algo.
—Allí, ¿lo ves? Creo que es Palm House. No, no donde está la valla publicitaria, sino al otro lado. ¿Por qué permitirán poner esos trastos en esta zona?
—No lo sé.
Le picaba otra vez la cabeza. Al rascarse vio que copos de caspa negra flotaban ante sus ojos. Se miró los dedos y quedó horrorizada al comprobar que los tenía manchados de negro, como si acabaran de tomarle las huellas dactilares.
—Bill...
Se mesó el cabello rubio y esta vez sacó copos más grandes. Advirtió que no eran fragmentos de piel, sino de papel. En uno de ellos se veía una cara asomada entre el papel carbonizado como si de un negativo echado a perder se tratara.
—¡Bill!
—¿Qué? ¿Qu...?
Y entonces su tono de voz cambió por completo, lo que la asustó más aún que el brusco vaivén del coche.
—Madre mía, cariño, ¿qué tienes en el pelo?
Parecía el rostro de la madre Teresa. ¿O se lo parecía solo porque había estado pensando en Nuestra Señora de los Ángeles? Carol se lo separó del vestido con la intención de mostrárselo a Bill, pero el rostro se desintegró sin darle ocasión de hacerlo. Se volvió hacia él y vio que las gafas se le habían fundido con las mejillas. Uno de los ojos se le había salido de la órbita para estallar como una uva repleta de sangre.
«Y yo lo sabía —pensó Carol—. Lo sabía antes de volverme. Porque tenía esa sensación.»
En los árboles chilló un pájaro. En la valla publicitaria, María extendía las manos. Carol intentó gritar. Intentó gritar.
—¿Carol?
Era la voz de Bill que le llegaba desde muy lejos. Luego su mano, pero no entre los pliegues de su vestido en la entrepierna, sino sobre el hombro.
—¿Estás bien, cielo?
Carol abrió los ojos al sol cegador y los oídos al zumbido constante de los motores del Learjet. Y otra cosa, una presión en los tímpanos. Apartó la mirada de la expresión levemente preocupada de Bill para fijarse en el dial situado bajo el indicador de temperatura y vio que habían descendido a ocho mil metros.
—¿Vamos a aterrizar? —preguntó con voz confusa—. ¿Tan pronto?
—Sí, qué rápido, ¿eh? —repuso él en tono complacido, como si hubiera pilotado personalmente en lugar de limitarse a pagar el viaje—. El piloto dice que llegaremos a Fort Myers dentro de veinte minutos. Has dado un respingo de mil demonios, cariño.
—He tenido una pesadilla.
Bill lanzó aquella carcajada modelo «mira que eres tontita» que Carol había llegado a detestar con todas sus fuerzas.
—Prohibido tener pesadillas en tu segunda luna de miel, tesoro. ¿Qué has soñado?
—No me acuerdo —repuso ella.
Y era cierto. Solo recordaba fragmentos, a Bill con las gafas derretidas sobre el rostro, y una de las tres o cuatro rimas prohibidas que cantaban cuando saltaban a la comba en quinto y sexto. «Eh, María, qué pasa», empezaba, y luego no sé qué, no sé qué, no sé qué. Lo había olvidado. Recordaba aquella de «Pito pito colorito, a mi padre le he visto el pito», pero no la de María.
«María ayuda al enfermo de Florida», pensó sin tener idea de lo que significaba, y en ese momento se oyó un pitido al encender el piloto la señal de abrocharse los cinturones. Habían iniciado la maniobra de aproximación. «Que empiece el espectáculo», se dijo al abrocharse el cinturón.
—¿De verdad no te acuerdas? —insistió Bill mientras se abrochaba el suyo.
El pequeño avión atravesó una masa de nubes cargada de turbulencias, uno de los pilotos realizó un pequeño ajuste, y el aparato volvió a estabilizarse.
—Porque por lo general, al despertar uno recuerda los sueños, incluso las pesadillas.
—Recuerdo que salía la hermana Annunciata, de Nuestra Señora de los Ángeles. Era en hora de castigo.
—Eso sí que es una pesadilla.
Diez minutos más tarde, el tren de aterrizaje se desplegó con un chirrido y un golpe sordo, y al cabo de otros cinco habían aterrizado.
—Quedamos en que traerían el coche a pie de avión —resopló Bill, ya en tono de bronca, algo que Carol detestaba, pero no tanto como la risa condescendiente y el repertorio de miraditas paternalistas—. Espero que no haya ningún problema.
«No hay ningún problema —pensó Carol con una sensación de déjà vu más fuerte que nunca—. Lo veré por mi ventanilla dentro de un par de segundos. Es el coche ideal para unas vacaciones en Florida, un enorme Cadillac blanco, o puede que un Lincoln...»
Y en efecto, apareció, pero ¿qué demostraba eso? Bueno, se dijo Carol, demostraba que a veces, cuando tenías un déjà vu, lo que pensabas que iba a suceder sucedía. No era un Cadillac ni un Lincoln, sino un Crown Victoria, lo que los gángsteres de las películas de Martin Scorsese llamaban un Crown Vic.
—Uf—suspiró mientras Bill la ayudaba a bajar por la escalera del avión, mareada por el calor del sol.
—¿Qué pasa?
—Nada, es que he tenido un déjà vu. Supongo que debe de ser un vestigio del sueño. Como si ya hubiéramos estado aquí antes.
—Es por estar en un lugar desconocido —aseguró él, besándola en la mejilla—. Vamos, que empiece el espectáculo.
Se dirigieron hacia el coche. Bill mostró su carnet de conducir a la joven que lo había llevado hasta allí. Carol vio cómo le miraba el dobladillo de la falda antes de firmar el impreso.
«Se le va a caer», pensó Carol.
La sensación era tan intensa como si se hallara montada en una atracción demasiado rápida; de repente te das cuenta de que estás a punto de abandonar el País de la Diversión para adentrarte en el Reino de la Náusea. «Se le va a caer, y Bill dirá "Patapum", lo recogerá y echará un buen vistazo a sus piernas.»
Pero la mujer de Hertz no dejó caer el impreso. Había aparecido una furgoneta blanca para llevarla de regreso a la terminal de Butler Aviation. La joven dedicó una última sonrisa a Bill (en ningún momento prestó atención a Carol) y abrió la portezuela derecha. Al subir resbaló.
—Patapum —dijo Bill al tiempo que la asía del codo para sujetarla.
La joven le dirigió una sonrisa de agradecimiento, él se despidió de sus piernas bien torneadas, y Carol permaneció junto a la pila cada vez más grande de su equipaje, pensando: «Eh, Mary, qué pasa...».
—¿Señora Shelton?
Era el copiloto. Llevaba la última bolsa, la que contenía el ordenador portátil de Bill, y en su rostro se pintaba una expresión preocupada.
—¿Se encuentra bien? Está muy pálida.
Bill oyó el comentario y dio la espalda a la furgoneta que se alejaba con expresión igualmente preocupada. Si los sentimientos más intensos que albergaba hacia Bill fueran los únicos sentimientos que albergara hacia Bill, lo habría abandonado al descubrir lo de la secretaría, una rubia de bote demasiado joven para recordar aquel anuncio de Clairol que empezaba «Ya que solo tengo una vida...». Pero también albergaba otros sentimientos hacia él. Amor, por ejemplo. Aún lo amaba con una clase de amor que las niñas ataviadas con uniforme de colegio de monjas no sospechaban, una especie dura y correosa de mala hierba que nunca muere.
Además, no solo el amor mantenía unidas a las personas. También estaban los secretos y el precio que pagabas por guardarlos.
—Carol, ¿estás bien? —le preguntó Bill.
Pensó en decirle que no, que no estaba bien, que se estaba ahogando, pero logró forzar una sonrisa.
—Es el calor, estoy un poco aturdida —explicó—. Subamos al coche y pongamos el aire acondicionado a tope. Enseguida estaré bien.
Bill la asió por el codo (pero a mí no me miras las piernas, pensó Carol, porque ya sabes adónde conducen, ¿verdad?) y la llevó hacia el Crown Vic como si fuera una anciana. Cuando la puerta se hubo cerrado y el aire acondicionado empezó a azotarle el rostro, Carol ya se encontraba algo mejor.
«Si la sensación reaparece, se lo diré —se prometió Carol— No me quedará otro remedio; es demasiado fuerte, anormal.»
Bueno, el déjà vu nunca era normal, suponía. Era en parte sueño, en parte química y (estaba segura de haberlo leído en alguna parte, tal vez en la consulta de algún médico mientras esperaba a que el ginecólogo le metiera mano en el coño cincuentón) en parte consecuencia de un fallo eléctrico en el cerebro, que procesaba las nuevas experiencias como datos ya existentes. Una fuga en las cañerías que mezclaba el agua caliente con el agua fría. Cerró los ojos y rezó por que desapareciera.
«Ave María purísima, sin pecado concebida, ruega por nosotros pecadores.»
Por favor, oh, por favor, de vuelta a la escuela parroquial no. Estaba de vacaciones, no...
«¿Qué es eso de ahí, Floyd? Mierda. ¡Oh, mierda!»
¿Quién era Floyd? El único Floyd al que Bill conocía era Floyd Dorning... o Darling, el chico con el que llevaba la cafetería, el que se había fugado a Nueva York con su novia. Carol no recordaba cuándo Bill le había hablado de él, pero sabía que se lo había contado.
«Basta, muchacha. No sigas por este camino. Dale puerta a esos pensamientos.»
Y funcionó. Oyó un último susurro, «qué pasa», y luego volvió a ser la Carol Shelton de siempre, que se dirigía a Captiva Island, a Palm House con su esposo, el prestigioso diseñador de software, a las playas y los cubalibres, al sonido del grupo tocando «Margaritaville».
Pasaron delante de un supermercado Publix. Pasaron delante de un anciano negro que vendía fruta en un tenderete junto a la carretera y que le recordó a los actores de las películas de los años treinta que ponían en el canal de clásicos, de esos que siempre llevaban pantalón de peto y sombrero de paja. Bill charlaba de cosas intrascendentes, y ella respondía de forma adecuada. Aún la asombraba que la niña que había llevado la medalla de la Virgen cada día desde los diez hasta los dieciséis años se hubiera convertido en esa mujer ataviada con un vestido de Donna Karan, que la pareja desesperada que malvivía en el piso de Revere se hubiera transformado en ese matrimonio rico de mediana edad que viajaba por un corredor flanqueado de frondosas palmeras, pero así era. Una vez, durante la época de Revere, Bill había vuelto a casa borracho, ella le había pegado y le había hecho sangre en el pómulo. Una vez, tendida con los pies metidos en unos estribos de acero y medio drogada, había temido el Infierno, pensando que estaba condenada, perdida para siempre. Un millón de años, y este no es más que el primer tic del reloj.
Pararon en el peaje de la carretera elevada, y Carol pensó: «El empleado tiene una marca de nacimiento en forma de fresa en el lado izquierdo de la frente que se confunde con la ceja».
Pero no había ninguna marca. El empleado no era más que un tipo normal y corriente de cuarenta y muchos o cincuenta y pocos años, de cabello gris cortado al cepillo y gafas con montura de concha, la clase de tipo que dice: «Que lo pasen bien, ¿eh?», pero la sensación empezaba a apoderarse otra vez de ella, y Carol comprendió que las cosas que creía saber las sabía en realidad, al principio no todas ellas, pero cuando se acercaron a la tienda situada a la derecha de la carretera 41, casi todas.
«La tienda se llama Corson's y delante hay una niña pequeña —pensó Carol—. Lleva un pichi rojo y una muñeca sucia de pelo amarillo que ha dejado en la escalinata para ir a ver a un perro que está en el maletero de un coche familiar.»
La tienda resultó llamarse Carson's, no Corson's, pero todo lo demás era cierto. Cuando el Crown Vic pasó por delante de ella, la niña del vestido rojo volvió su rostro solemne hacia Carol. Era el rostro de una niña de campo, aunque Carol no sabía qué hacía una niña de su condición y su muñeca sucia de cabeza amarilla en aquellos parajes para turistas ricos.
«Aquí es donde le pregunto a Bill cuánto falta, solo que no voy a hacerlo, porque tengo que romper el círculo. Tengo que hacerlo.»
—¿Cuánto falta? —le preguntó.
«Dirá que solo hay una carretera, que no podemos perdernos. Dirá que me jura que llegaremos a Palm House sin contratiempos. Y por cierto, ¿quién es Floyd?»
Bill enarcó la ceja, y junto a su boca apareció el hoyuelo.
—Una vez pasada la carretera elevada que lleva a Sanibel Island, solo queda un camino —repuso.
Carol apenas lo oyó.
Bill seguía hablando de la carretera, su marido, que dos años atrás había pasado un fin de semana guarro en la cama con su secretaria, poniendo en peligro todo lo que tenían, Bill con su otra cara, el Bill que, según la madre de Carol, le rompería el corazón. Y más tarde, Bill diciéndole que no había podido contenerse, y ella con ganas de gritar. «Una vez asesiné a un niño por ti, el proyecto de un niño, al menos. ¿No te parece un precio lo bastante alto? ¿Y es esto lo que recibo a cambio? ¿Llegar a los cincuenta y descubrir que mi marido no ha podido evitar irse a la cama con una rubia teñida?»
«¡Díselo! —chilló—. Haz que pare el coche, que haga todo lo que acabará liberándote, cambia una cosa, cámbialo todo. Puedes hacerlo. Si pudiste apoyar los pies en esos estribos, puedes hacer cualquier cosa.»
Pero no pudo hacer nada, y los acontecimientos empezaron a precipitarse. Los dos cuervos sobrealimentados levantaron el vuelo de su cruento festín. Su marido le preguntó por qué estaba sentada de aquella manera, que sí tenía un calambre, y ella le respondió que sí, que tenía un calambre en la espalda, pero que ya se le estaba pasando. De sus labios brotaron las palabras déjà vu como si no se estuviera ahogado en la sensación, y el Crown Vic siguió avanzando como uno de esos sádicos Dodgem en Revere Beach. Palmdale Motors a la derecha. ¿Y a la izquierda? Un rótulo del teatro municipal, anunciando la representación de Marieta la traviesa.
No, es María, no Marieta. María, madre de Jesús, María, madre de Dios, con las manos extendidas.
Carol intentó concentrar toda su fuerza de voluntad para decirle a su marido lo que le sucedía, porque el Bill que necesitaba estaba sentado al volante y aún podía oírla. La esencia del amor matrimonial consistía en ser escuchado.
Pero no logró articular palabra.
«Están por llegar malos tiempos», advirtió la abuela en su mente.
Otra voz preguntó a Floyd qué era eso antes de añadir un «mierda» y un «¡oh, mierda!».
Carol miró el indicador de la velocidad y vio que no mostraba kilómetros por hora, sino metros de altitud. Se encontraban a ocho mil metros y bajando. Bill le decía que no debería haber dormido en el avión, y ella se mostraba de acuerdo.
Se acercaban a una casa de color rosa, poco más que un bungalow flanqueado de palmeras, que recordaba a los que se veían en las películas de la Segunda Guerra Mundial, frondas encuadrando Learjets que se aproximaban disparando sus ametralladoras...
«Destellos cegadores, ardientes. De repente, la revista que sostiene en la mano es pasto de las llamas. Santa María, madre de Dios, eh, María, qué pasa...»
Pasaron ante la casa. El anciano sentado en el porche los siguió con la mirada. Los cristales de sus gafas con montura al aire centelleaban al sol. La mano de Bill atracó en su cadera. Dijo algo de que deberían hacer una parada técnica entre vestido y pantalones cortos, y ella asintió pese a que nunca llegarían a Palm House. Seguirían por aquella carretera, ellos con el Crown Vic, el Crown Vic con ellos, por los siglos de los siglos, amén.
El siguiente cartel diría PALM HOUSE 3 KM. Más allá encontrarían el que explicaba que la obra benéfica Madre Misericordiosa ayudaba al enfermo de Florida. ¿La ayudaría a ella?
Ahora era demasiado tarde, empezaba a comprender. Empezaba a ver la luz como veía el sol subtropical reflejado en el agua a su izquierda. Se preguntó cuánto mal habría hecho en su vida, cuántos pecados habría cometido, si uno prefería ese término. Dios conocía a sus padres, y su abuela, por descontado, pecado por ahí, pecado por allá, lleva la medalla entre esas cosas cada vez más grandes que los chicos no pueden dejar de mirar. Y años más tarde, tumbada en la cama con su flamante marido las calurosas noches de verano, sabiendo que se imponía tomar una decisión, sabiendo que el reloj avanzaba inexorable, que la colilla se consumía, y recordó el momento en que tomó la decisión, sin decírselo a él en voz alta porque en algunos casos se podía guardar silencio.
Le picaba la cabeza. Se la rascó. Unos copos negros flotaron ante su rostro. En el salpicadero del Crown Vic, el altímetro se paró a cinco mil metros y se apagó, pero Bill no pareció darse cuenta.
Pasaron ante un buzón con un adhesivo de los Grateful Dead pegado a él, un perrito negro con la cabeza baja, trotando ensimismado, y cómo le picaba la cabeza, Dios mío, copos negros volando por el aire como nieve en negativo, la madre Teresa en uno de ellos.
LA OBRA BENÉFICA MADRE MISERICORDIOSA AYUDA AL HAMBRIENTO DE FLORIDA. ¿QUIERES AYUDARNOS A NOSOTROS?
«Floyd, ¿qué es eso? Oh mierda.»
Le da tiempo a ver algo grande y a leer la palabra DELTA.
—Bill... ¡Bill!
Su respuesta clara, pero como llegada de los flecos del universo.
—Madre mía, cariño, ¿qué tienes en el pelo?
Carol cogió la cara carbonizada de la madre Teresa de su regazo y se la alargó a la versión envejecida del hombre con el que se había casado, el follasecretarias con el que se había casado, el hombre que pese a todo la había rescatado de unas personas convencidas de que una podía vivir para siempre en el paraíso si encendía suficientes velas y llevaba la chaqueta azul y se ceñía a las rimas oficiales. Tumbada en la cama con ese hombre una calurosa noche de verano, mientras en el piso de arriba vendían drogas al son de «In-A-Gadda-Da-Vida», de Iron Butterfly, por enésima vez, le había preguntado qué creía que había más allá... pues eso, cuando se acababa tu papel en el espectáculo. Bill la había estrechado entre sus brazos, y de la playa le había llegado música country, los choques de los autos de choque, y Bill...
Bill tenía las gafas derretidas sobre la cara y un ojo fuera de su órbita. Su boca se había convertido en un agujero ensangrentado. En los árboles cantó un pájaro... chilló un pájaro, y Carol empezó a chillar con él, sosteniendo el fragmento carbonizado con el rostro de la madre Teresa, chillando mientras veía sus mejillas tornarse negras, su frente abultada, el cuello abriéndose como un cadáver descompuesto, chillando, estaba chillando sobre el telón de fondo de «In-A-Gadda-Da-Vida», y siguió chillando.
—¿Carol?
Era la voz de Bill, que le llegaba de muy lejos. La estaba tocando, pero no con lujuria, sino con preocupación.
Abrió los ojos y paseó la mirada por la soleada cabina del Lear 35. Por un instante lo comprendió todo, del modo en que uno entiende la inmensa importancia de un sueño al despertar de él. Recordó haberle preguntado qué creía que había más allá, y él le respondió que creía que, seguramente, te tocaba lo que siempre habías creído que te tocaría, que si Jerry Lee Lewis creía que iría al infierno por tocar boogie-woogie, allí acabaría. Cielo, infierno o Grand Rapids, tú elegías... o bien los que te dictaban qué debías creer. Era el truco definitivo de la mente humana, la percepción de la eternidad en el lugar donde siempre habías esperado pasarla.
—¿Carol? ¿Estás bien, cielo?
En una mano sostenía la revista que había estado leyendo, un número de Newsweek con el rostro de la madre Teresa en la portada, ¿SANTIDAD AHORA?, decía en letras blancas.
Paseando la mirada enloquecida por la cabina, Carol pensó: «Sucede a cinco mil pies, tengo que avisarlos».
Pero la sensación empezaba a disiparse, como siempre sucedía con esa clase de sensaciones. Desaparecían como los sueños o como el algodón de azúcar al derretirse sobre tu lengua.
—¿Ya vamos a aterrizar? —preguntó.
Se sentía despejada, pero su voz sonaba pastosa y confusa.
—Sí, qué rápido, ¿eh? —repuso él en tono complacido, como si hubiera pilotado personalmente en lugar de limitarse a pagar el viaje—. Floyd dice que llegaremos a...
—¿Quién? —lo atajó ella.
En la cabina del pequeño avión hacía calor, pero Carol tenía los dedos helados.
—¿Quién? —repitió.
—Floyd, el piloto, mujer —explicó él, señalando el asiento izquierdo de la cabina con el pulgar.
Estaban descendiendo hacia una masa de nubes; el avión empezó a temblar.
—Dice que llegaremos a Fort Myers dentro de veinte minutos. Has dado un respingo de mil demonios, tesoro. Y antes estabas gimiendo.
Carol abrió la boca para hablarle de la sensación, esa sensación que solo puede expresarse en francés, algo así como vu or vous, pero la sensación se esfumaba a pasos agigantados, y lo único que dijo era que había tenido una pesadilla.
Se oyó un pitido cuando Floyd, el piloto, encendió la señal de abrocharse los cinturones. Carol volvió la cabeza. Allá abajo, en tierra, esperándolos ahora y para siempre, había un coche blanco de Hertz, un coche de mafiosos, de esos que los personajes de las películas de Scorsese llaman Crown Vic. Miró de nuevo la portada de la revista, el rostro de la madre Teresa, y de repente se recordó a sí misma saltando a la comba detrás de Nuestra Señora de los Ángeles, saltando al son de una de las rimas prohibidas, esa que decía «Eh, María, qué pasa, resérvame el Purgatorio y para casa». «Están por llegar malos tiempos», había augurado su abuela al ponerle la medalla en la mano y enrollarle la cadena alrededor de los dedos. «Están por llegar malos tiempos.»
Hace 1 día.
1 comentario:
Este es un buen cuento de Stephen... De nada es eventual... Siempre repite el concepto de que el infierno es repetición.
Totalmente de acuerdo.
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