31 de diciembre de 2006

Un Enigma Oriental // Capítulo 5



Un Enigma Oriental
Por Estanislao Zaborowski


Capítulo 5

Dentro de la habitación, la claridad de la mañana contrastaba con la penumbra del pasillo que acababa de abandonar. Elvira corrió a mi arribo evitando que pueda observar la escena en sus 360 grados. Sus brazos de carne exagerada me capturaron contra su humanidad sudada, impidiendo que accediera al centro de la acción. Apenas pude observar, no sin esfuerzo, como el cuerpo de Gerónimo yacía inmóvil sobre la cama. Su torso blanco desnudo se perdía en la pulcritud de las sábanas como los fantasmas desaparecen en los albores de un nuevo día. Tenía la cabeza levitando por fuera del mueble de una plaza y su pelo desprolijo se tambaleaba como un suicida dubitativo. Sus ojos negros opacos de vida y una extraña expresión desencajada, se apoderaban de sus facciones arrebatándole la armonía de su gracia.
- ¡¡Esta muerto!! ¡¡No respira!! ¡¡No tiene pulso!! – Elvira no dejaba de llorar y de pegar alaridos ensordecedores.
- ¡Elvira, mirame! ¿Llamaste a la ambulancia? ¿La llamaste?
Casi imperceptiblemente movió la cabeza de arriba hacia abajo, mientras me abrazaba con más fuerza provocando que mis pulmones exhalaran un suspiro repentino con el resabio del café con leche.
- Llame a la ambulancia, está en camino y también la policía – dijo Roberto mientras ingresaba a la habitación, alejaba a Elvira de mis brazos y me dirigía una mueca ácida y poco amigable.
Debo reconocer que Roberto no se encuentra entre las filas que alinean a mis fervientes admiradores. En mas de una oportunidad, lo soñé como un desequilibrado que se empecinaba en quitarme la vida. Recuerdo con claridad la pesadilla recurrente donde me perseguía con una motosierra por las escaleras de la residencia intentando darme alcance. En su desesperación por ponerme las manos encima no paraba de gritar “¡¡Me debés el alquiler del mes pasado!!”. Aquél hecho me traía a la memoria la famosa escena de la película Psicópata Americano, con la excepción que el protagonista corría desnudo. Pero ese detalle hubiera cambiado la carátula de mi sueño, del suspenso al terror.
Salí del trance en el cual me hallaba sumergido cuando un grandote uniformado me sacudió el hombro.
- ¿Y usted quién es? - arremetió el policía.
- Gustavo, Gustavo Treta. Vivo en la residencia - lo miré fijo a los ojos no en forma desafiante porque conozco el humor de los agentes, pero si con firmeza ya que tampoco quería parecer débil.
- Bueno, acompáñeme por aquí. Deje trabajar a los especialistas.
En ese instante caí en la cuenta que estaba rodeado por dos enfermeros, dos policías, Elvira, Roberto y una mosca que no dejaba de zumbarme la oreja.
Bajamos las escaleras y al ingresar en la biblioteca crucé la mirada con otro hombre desconocido. Era morocho, de tez morena y tupidos bigotes negros que se recortaban en la comisura de la boca. Vestía de traje negro gastado y lo combinaba con mocasines grises que se asomaban por debajo de la botamanga del pantalón.
A pesar de no ser muy alto, tenía un aspecto fornido que denotaba presencia y seriedad. Supuse que era el comisario porque en su solapa llevaba colgado un pequeño cartel dorado que rezaba: “Csrio. Pedruelo”.
El hombre conversaba en ese momento con Adrián, el pelirrojo que compartía la habitación con Fernando Makro. A juzgar por los gestos de este último el cruce de palabras no se advertía para nada amigable, mas bien guardaban severidad.
Al cabo de unos minutos, interrumpió su conversación y se acercó a mi silla.
- ¿Su apellido? - su voz era grave y profunda.
- Gustavo Treta, Vivo en la residencia - agregué
- No le pregunté donde vivía, solo su nombre. Le pido que responda en forma concisa las preguntas que le formulo.
- Puede preguntar lo que le quiera, yo me quedé dormido.
- No solo le voy a preguntar a mi antojo sino que si vuelve a mencionar algo sin mi permiso, me veré en la obligación de dejarlo detenido - sus palabras concisas de tono elevado atrajeron las miradas del resto de mis compañeros.
- Todos deberíamos estar detenidos. Es mas, el tiempo debería estar detenido. Así, valga la redundancia, tendríamos más tiempo para averiguar lo que sucedió con Gerónimo.
- Usted esta abusando de mi paciencia.
Decidí no mencionar otra palabra en el contexto de aquella introducción. No quería parecer nervioso, pero temía haber estropeado mi presentación hablando mas de lo que debía.
Siempre que los nervios invaden mi calma, hablo sin parar. Recuerdo la noche de gala en el salón de actos de mi colegio bachiller, cuando se iluminó con motivo del festival de música anual. Había practicado unas breves palabras para presentar al grupo de rock de tercer año “Los cabezones de Haedo”. Aparecí por el costado del escenario y con pausa me fui acercando al centro donde se ubicaba el micrófono principal. El telón rojizo que albergaba mi sombra, continuaba bajo. Se abriría al finalizar mis palabras. Pero no sucedió así. Lo subieron luego de transcurridos veinte minutos mientras yo seguía “entreteniendo” al público con mi anécdotas sobre la profesora particular de piano. No hace falta mencionar que en esa instancia los silbidos no se hicieron esperar.
En la biblioteca, el murmullo y las miradas inquietas, jugaban su propia partida debajo del manto de incertidumbre que caía sobre los pisos de parquet. Había en el salón alrededor de diez personas incluyéndome. El comisario y sus dos ayudantes continuaban realizando los primeros interrogatorios a la vista de todos.
Uno de los uniformados se encontraba sentado en un rincón, tomando nota de las palabras que salían de la boca de Jimena Di Costa, la compañera de habitación de Jazmín. Por lo que podía apreciar desde allí, Jimena no paraba de hablar y de gesticular con sus manos. Parecía muy nerviosa. El policía movía la cabeza de arriba hacia abajo asintiendo sobre su relato mientras escribía casi sin mirar en su anotador.
Como esperando el turno en la sala del odontólogo, me acerqué al ventanal donde hacía apenas dos horas me había encontrado con los ojos almendrados de Jazmín.
Observando la vereda, noté que en la puerta de la residencia habían estacionado dos patrullas. Apoyados sobre los autos, dos policías fumaban y conversaban sin cesar.
Al darme vuelta, tenía al comisario Pedruelo sobre mis talones. Por tres segundos no emitió sonido, hasta que por fin sus palabras brotaron con aliento cafeína.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy buen capitulo!muy descriptivo! divertido el personaje del comisario Pedruelo :op