Hace 18 horas.
25 de diciembre de 2012
La catedral de salisbury / Estanislao Zaborowski
Les dejo un cuento de mi autoría que escribí hace unas semanas.
Espero lo disfruten. Saludos!
La catedral de Salisbury
Estanislao Zaborowski
Detrás de Güiraldes, un hombre de piernas cruzadas leía a Dostoievski. Sus manos eran delicadas, casi femeninas. Dedos largos finos como sahumerios daban vuelta las páginas del libro. Al cabo de algunas hojas, levantó la vista y me observó fijamente. Sus ojos negros brillaban como si hubieran sido lustrados, me dedicó dos segundos y volvió a sumergirse en el libro.
―¿Quiere acompañarme? ―dijo Güiraldes moviendo la cabeza en dirección al vaso medio lleno que se encontraba sobre la mesilla entre nosotros― Chivas 25 ―agregó.
Asentí con mueca forzada y noté una luz plateada asomarse debajo de las manga de Güiraldes cuando le hizo seña al mozo. Llevaba un traje gris cruzado, camisa blanca y una corbata salmón oscuro que realzaba el falso bronceado que lucía. Los gemelos de plata eran un detalle que súbitamente desplegaban su vanidad.
―Todos los jueves en el primer piso se juega el torneo semanal de bridge, ¿Juega usted al bridge señor Varela?
―No ―dije y al instante agregué―: me gustan más los deportes de contacto.
El hombre detrás de Güiraldes volvió a levantar la mirada, parecía que su libro lo aburría. Lo apoyó sobre la mesa, y miró perdido hacia el salón como si esperara un tren que viene con retraso.
―En el bridge ―continuó Güiraldes sosteniendo su vaso a medio camino― juegan dos parejas con la baraja inglesa. En una reducción simple, se trata de subasta, puntos y carteo. Pura contabilidad que le dicen. Pero tiene que ver como se apasionan estos hombres. Se lo toman muy en serio, ¿sabe? ¡Como si la vida les fuera en ello!
—No me imagino tanto revuelo motivado en un juego de cartas, ¿Juegan por dinero?
—Claro que juegan por dinero, ¡qué pregunta me hace! ¿O acaso se le ocurre que hay otro motivo para vivir además del dinero? —descruzó las piernas, se torció a la izquierda y volvió a cruzarlas ahora con su izquierda sobre el muslo derecho— ¿En qué se queda pensando? No hay otro motivo. Si me apura, cuestión que no le aconsejo, puedo llegar a decirle que el poder es otro motivo. Pero al fin y al cabo el poder se compra con dinero.
Iba a responderle cuando otro objeto brillante me llamó la atención. El mozo traía mi whisky sobre una bandeja de plata lustrada en exceso. Cuando se agachó para dejar el vaso con la servilleta sobre la mesilla, me vi reflejado en ese rectángulo que despedía haces de luz. Instintivamente me arreglé el nudo de la corbata.
Güiraldes tomaba su trago de a sorbos por instantes y luego apartándolo, como si fuera la medicina caliente que uno intuye le va a quemar los labios. Sentado en el sillón de respaldo alto, parecía un rey francés que ignora los devenires de su pueblo. Sólo dejaba el vaso cuando se estiraba los puños de la camisa y daba vuelta a sus gemelos.
—¡Richard! ¿Qué hacés en el club un jueves? —una voz desconocida me asaltó por detrás.
—¿Cómo estás Esteban? Acá me ves, disfrutando de un trago con un amigo —se levantó para estrecharle la mano al recién llegado y mirándome dijo—: Te presento a Pablo Varela, él es…
—Encantado —me puse de pie tomando su mano. Era gruesa, con esos dedos que uno no sabe si agarrarlos a todos o solo los que entren de momento.
—Vengo a jugar al bridge, hago pareja con Ramiro Anchorena —dijo Esteban estirando el cuello como un pingüino emperador.
—Me alegro, ¡suerte entonces! No olvides que el lunes nos juntamos a almorzar para cerrar el trato con la inmobiliaria de Nordelta.
Esteban respondió con un movimiento de cabeza y sin voltearse murmuró un buenas noches al aire enrarecido.
Otra vez sentados, Güiraldes me miró con los ojos entornados como si estuviera calculando un disparo y le costara aceptar que el viento podría desviar el proyectil.
—Me tendrá que disculpar, no sabía como presentarlo. ¿Cómo lo hubiera hecho usted? —una mueca resbaló por la comisura de su boca.
—Usted lo sabe, sólo que no lo quería decir —dije irguiendo el pecho por reflejo tras recibir el primer impacto.
Su carcajada no fue forzada. Salió despedida de su boca como si fuera el fuego de un dragón. El lector de Dostoievski se sobresaltó, frunció el ceño y negó con la cabeza en señal de reprobación. Tras darse cuenta que las disculpas no saldrían de mi boca volvió al libro.
—¡Por favor, no sea ingenuo! ¿Se cree que como vidrio? ¿Sabe cuántas veces tuve que poner el oído para escuchar todas esas paparruchadas? —su voz iba en aumento y noté que el mozo a diez metros había dejado de secar las copas y nos miraba fijo, sin embargo Güiraldes continuó— Ana sabe muy bien lo que significan esos papeles, ¿Quién se va a ocupar de ella? ¿Usted?¡No me haga reír mas por favor, nos van a echar!
Levanté la servilleta y me sequé los labios. El escudo dorado del club Crawley se había desdibujado por la humedad del vaso. Ya no se distinguían los dos leones parados en sus patas traseras rodeando el blasón, ahora solo se adivinaba uno. El otro (miré con mayor detenimiento) me parecía que era un ciervo.
—Mire Varela —continuó al tiempo que otra vez cambiaba sus piernas de posición— no voy a negarle que usted es el que de todos el que mejor me cae. Con esa cara de elefante de cuernos mutilados que tiene, podría estar vendiendo seguros. ¡Le iría muy bien! No como Santamaría, ese es un maldito especulador. ¡Solo le interesa la plata! Que descaro tenía al creer que se iba a salvar conmigo… pero, ¿por quién me toman? ¡Qué ilusos!
Me puse de pie rápidamente, porque creí que así hacen los boxeadores cuando el cross los acuesta en el ring. Me acerqué a la ventana y corrí apenas las cortinas. La noche sin luna parecía succionar las sombras dejando la crudeza de las palabras de Güiraldes al desnudo. Al lado de la ventana un cuadro enorme decoraba la pared.
—Constable —dijo Güiraldes mientras se paraba a mi lado— John Constable, ¿lo conoce?
—No.
—Es un pintor inglés del siglo diecinueve. Es original. Por eso siempre elijo este pequeño rincón del salón para relajarme. Me gusta pasar el tiempo observando ese cuadro. Esos grises. ¡Y el celeste! ¡Observe que celeste!, ¿no le recuerda a esa mirada melancólica que tienen los ingleses en los días de lluvia?
—No conozco Inglaterra.
—¡Y créame que no hace falta! Viendo esta obra uno puede trasladarse sin volar. Mire —dijo tomándome de un brazo y girándome para quedar enfrentados —cierre los ojos unos momentos y recuerde esos colores, yo lo voy guiando.
No sé porque cerré los ojos. Quizás fuera la presión de su mano sobre mi brazo, quizás las luces, el whisky o la imagen desdibujada del ciervo en la servilleta.
—Inglaterra es verde. Es verde y es gris. Un gris oscuro y un verde claro. Ahora imagine un celeste como el cielo de Buenos Aires pero no el de la mañana. Imagine el celeste de las cinco de la tarde. ¿Lo tiene? —su voz era un susurro, era como una sábana resbalándose de la cama.
—Si —le contesté.
—Bueno, con ese celeste, ese gris oscuro y ese verde claro imagine el cielo sucio, las casas de piedras húmedas y el césped silvestre ¿lo tiene? —me repitió muy cerca del oído, tan próximo que sentí que me rozaba su aliento.
—Sí, lo tengo.
—Bueno, entonces en ese paisaje imagine una catedral. Una catedral de doble cruz, con una aguja alta… pero bien alta. Mas de cien metros. Con grandes arcos en la fachada de tres cuerpos…
Abrí los ojos porque se quedó en silencio; él me estaba mirando.
—¿Y bien?
—¿Este es el paisaje que imaginé? —le dije acercándome al cuadro.
—Sí, es ese.
—Increíble. El césped tullido, los árboles grisáceos, el cielo nublado conteniendo la furia de la tormenta. Increíble también…
—La catedral de Salisbury — me interrumpió con voz solemne— John Constable.
El mozo apareció detrás de nosotros, tosiendo con animosidad preguntó si apetecíamos algo más.
Otra vuelta de Chivas —dijo el anfitrión.
— Señor Güiraldes, usted no me conoce realmente —le acusé mientras me sentaba en el sillón mullido — ¿cree que soy como todos los demás?
— Pablo hágame el favor, llámeme Richard —se pasó la mano por el pelo engominado y la volvió a apoyar en el antebrazo del sillón— Déjeme decirle que la vida es como un cuadro; uno cree que con una mirada lo abarca todo pero se equivoca, tiene un sin fin de matices…de escenas pequeñas desperdigadas ocultas en la inmensidad, tiene detalles casi insignificantes quizás ni siquiera son pequeños sino invisibles al ojo pero no al corazón. Porque el arte habita en el corazón ¿lo entiende?
—Creo que no —titubeé un momento— yo le intentaba decir otra cosa…
—¿Esperan a alguien más? —el mozo apareció de repente como si fuera un fantasma que fue convocado en una ronda de espiritismo —les puedo dejar la botella y traigo otro vaso.
—No, nadie mas —se adelantó Richard— ¿no?
—No, nadie mas —respondí.
—Pablo creo que usted se equivoca con Ana —continuó Richard— Ella es una mujer…digamos un poco especial ¿me entiende? Es algo complicada; una de esas mujeres que al poco tiempo de casados va a querer que se tome un avión bien lejos. Muy lejos ¿me entiende? A Marte.
Richard hablaba como si todos lo entendieran. Como si estuviera mas allá de las respuestas que se pueden esperar del resto; como si detenerse a escucharlas fuera una pérdida de tiempo. Preguntaba si comprendía lo que me decía pero creo que en su interior, en lo más superficial de su interior, no esperaba que lo entendiera.
—Yo la amo… —y mis palabras salieron antes que pudiera detenerlas.
Richard suspiró y sacó dos puros del bolsillo de su saco. Utilizó el olfato para elegir y luego acompañando a una sonrisa amplia me ofreció el que descartó.
—Solo fumo cigarrillos —contesté levantando la mano en señal de agradecimiento.
—Hágame caso, pruébelos. No se va a arrepentir.
Lo tomé por cortesía más que por gusto. Luego de utilizar la guillotina me la alcanzó para cortar el cigarro. Con perfil de telenovela encendió su habano, retuvo el humo mientras observaba el techo por unos segundos y bajó la vista exhalando lentamente como si fuera el telón de cierre de la función vespertina. Encendí el cigarro y disimulé la tos. La ahogué a pesar de que supe que mi rostro estaba cambiando de color. Cuando me sentí morado solté el aire, me excusé al tiempo y le sonreí por unos instantes.
La aguja de la catedral se iba perdiendo en la infinidad. El gris pesado y brumoso la había envuelto en un halo de misterio como si quisiera robarla aprovechando la distracción del humo. Delante de ella, los árboles habían virado hacia un sucio escarlata casi enfermizo. Y el césped había perdido su verde; era marrón oscuro, casi negruzco con trazos anaranjados que contenía el reflejo de los árboles secos. El cuadro reposó lúgubre, como si fuera un indigente que busca el umbral para proteger sus sueños de la miseria.
Lo miré a Richard que permanecía absorto en su obra teatral, imaginando jinetes y doncellas, plebeyos y burgueses, todos juntos enlazados en una fiesta patronal rodeando al rey en un circulo de júbilo y embriaguez.
—Es el suyo —dijo entreabriendo apenas los ojos— es el suyo Pablo.
—Perdón… ¡ah! Discúlpeme ahí vengo, tengo que atender —dije mirando la pantalla del celular y caminando unos pasos hacia el vestíbulo del club— Hola, ¿cómo estás?... si, no todavía no... ¡Después! ¡Que sé yo cuando! Había mucho tráfico… No, te dije que no… ¡Porque no tuve oportunidad! —corté la comunicación y volví a sentarme al rincón de cuero cada vez mas hundido.
—Richard, necesito que me escuché un momento por favor.
—Si Pablo, que me quiere decir… —dijo apagando las palabras como si fueran las últimas cenizas del hogar.
—Richard fírmelos… —suspiré y agregué unas palabras mas— por favor se lo pido.
— Mire Pablo hagamos una cosa —se acomodó la ropa y giró sus gemelos ciento ochenta grados— usted es un muchacho simpático, entrador… usted debería vender seguros, ¿se lo dije ya?
—Si Richard, ya me lo dijo.
—Bueno entonces, ¿Porqué no piensa con sensatez? Hágame caso vaya a su casa, cena un risotto con Ana…se acuestan, apagan la luz…quizás hacen el amor o quizás no… y luego mañana, muy temprano por la mañana se va a su trabajo luego de desearle con un beso en la frente que tenga buen día . Y cuando llega a su oficina le pega una patada al escritorio de su jefe y renuncia. Y mañana mismo, mire lo que le digo mañana mismo, se pone a buscar trabajo de vendedor de seguros. ¿Qué le parece? —su sonrisa mostraba un inevitable convencimiento.
Me sumergí en el sillón y miré otra vez a Constable, ¿habrá estado orgulloso de su cuadro? Pensé en esos artistas que no quieren mostrar sus creaciones al mundo. Que las ocultan, las queman o las rompen. Se podría crear un cementerio con todas las obras ignoradas. Como si fueran borregos no deseados del arte; hijos bastardos. ¿No sería realmente atractivo conocer el borrador de Macbeth? ¿O tener acceso al cesto de basura del estudio de Wagner? Creo que me gustaría trasladarme a ese cementerio; a ese mundo seguro donde uno duerme con el desecho de los genios y no con la indiferencia de los negligentes. Apuré el resto del whisky de un solo trago y me hundí en el sillón para aguantar el impacto.
—Richard, no sé lo que usted quiere, si lo supiera se lo ofrecería.
—¡Ja! ¡Por favor Pablo, por favor!¿Usted cree que puede venir a una cita conmigo a mi club y aquí mismo con total descaro ponerme condiciones?
—No fue esa mi intención… —dije acomodándome en el sillón no sin esfuerzo.
—¡Que descaro por favor, que descaro! Al fin y al cabo usted es como Santamaría o como Nicolás Estensoro… unos pobres tipos que solo esperan quedarse con mi dinero, con todo mi dinero.
—No queremos… no quiero su dinero Richard, lo que me gustaría es….
—¡Yo sé muy bien por qué esta acá! ¡No me lo va a decir usted! Usted es un pobre vendedor de seguros, un pobre charlatán de esquina que quiere venir a robarme porque esa otra —y se puso de pie gesticulando con ambas manos como si fuera un director de orquesta— esa otra todos sabemos muy bien como es, ¿o porque se cree que nos separamos? ¡Esa mujer solo quería mi dinero, se casó conmigo por mi dinero! ¿Acaso eso usted lo puede entender?
—No creo que sea así Richard… —le dije poniéndome de pie para poder mirarlo en su altura.
—¡No me diga lo que usted cree y no me llame Richard que no soy su amigo!
El murmullo sordo del salón se estaba desmembrando, ahora era toda una conversación universal de miradas y señas que se dirigían hacia nosotros. El lector de Dostoievski se había puesto de pie y con un ademán llamado al mozo. Con su billetera en la mano nos miraba con desconfianza como si creyera que de un momento a otro Güiraldes también lo reprendería a él. Me fui al toilette a refrescarme; cuando me alejaba escuché que de mi mesa pedían la cuenta.
Afuera el otoño se había despertado. El cielo negro como el hollín bajaba arremolinado por el viento del norte sacudiendo a su paso las copas de los árboles en un vaivén hipnótico que si se miraba fijo le parecía a uno perder el equilibrio. Las hojas amarillentas cubrían parte de la acera de baldosas blancas como si fueran las manchas de un dálmata. Había pocos autos en la calle, y los colectivos que pasaban iban casi sin pasajeros.
Encendí un cigarrillo y me quedé en la puerta del club por algunos minutos. Saliendo del estacionamiento a la derecha un audi bajaba la ventanilla. Una voz me preguntó si quería que me acercara.
—No, gracias señor Güiraldes —respondí medio agachado para poder ver su rostro.
La respuesta fue una ventanilla polarizada subiéndose y un motor acelerando con más ímpetu de lo normal.
—¿Me da usted fuego por favor? —dijo el hombre que llevaba un libro debajo de su brazo izquierdo— linda noche para caminar, ¿no es cierto?
—Si —le contesté— parece un cuadro de Constable.
Fin
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