31 de marzo de 2012

Un método peligroso / John Kerr

Creación que amenaza
Que Sabina se convierta en un peligro para Jung e incluso Freud refuerza una idea presente en la obra de Cronenberg: la creación como algo que cobra vida más allá de los deseos de su creador.

En una de las primeras escenas de Un método peligroso, el doctor Carl Jung está desayunando junto a su esposa, embarazada, y comentan acerca de la criatura que está por nacer. Lo que Jung todavía no sabe, pero el montaje y la puesta en escena del director David Cronenberg lo anticipan, es que Jung también está “preñado”: en el seno de su clínica en las afueras de Zurich, está incubando su propia criatura, Sabina S., la primera paciente que se someterá a su “cura por medio del habla”. Que esta criatura luego se convierta en un peligro para Jung e incluso también para su mentor, Sigmund Freud, no hace sino reforzar la idea que está presente en buena parte de la obra de Cronenberg: la creación como una amenaza, como un cuerpo extraño que cobra vida propia más allá de los deseos de su creador.

Ya en su lejana versión de La mosca (1986), el propio Cronenberg se permitía un cameo en una escena tan breve como significativa: allí interpretaba a un obstetra que, para su propio horror, extraía del útero de su paciente a un ser monstruoso. Desde entonces –y desde antes incluso: ver Shivers (1975) o Rabid (1976)–, Cronenberg ha sido el partero encargado de dar a luz los temores más profundos del inconsciente. Y no hace otra cosa Jung (Michael Fassbender) con Sabina Spielrein (Keira Knightley), desde la primera sesión de “la cura del habla”: el atildado doctor apenas si puede reprimir su sorpresa ante las extremas manifestaciones físicas de su paciente, cuyo cuerpo se retuerce convulsivamente mientras su quijada, intentando decir lo indecible, parece proyectarse hacia afuera como si se tratara de un alien en su puja por emerger a la superficie.

A diferencia de otros films del autor de Scanners, sin embargo, no hay aquí otros signos de un horror gráfico, explícito. Por el contrario: si en Festín desnudo, por ejemplo, la máquina de escribir del novelista se convertía, a la manera de las pesadillas de William Burroughs, en una gigantesca cucaracha, aquí en cambio Sabina S. se irá volviendo, gracias a la terapia, en Frau Spielrein, una mujer cada vez más bella y socialmente presentable, al punto que por incentivo del propio Jung decide seguir sus pasos como psicoterapeuta. Pero más allá de la elegante y serena superficie del lago de Zurich que los rodea, una tormenta se desata en el interior de la alcoba de Sabina, donde ella ha convertido al doctor Jung –casi contra su débil voluntad– en su amante y a quien le pide que la azote en las nalgas tal como lo hacía su padre.

La criatura va tomando el poder sobre su creador, de la misma manera que el discípulo desafía al mentor: desde el momento en que Jung atraviesa la puerta de la célebre Bergstrasse 19, en Viena, no puede sino enfrentar a la autoridad que significa la figura paterna de Freud (Viggo Mortensen, en una composición sorprendentemente natural y lograda para representar una figura de ese calibre). El es el único en la mesa familiar del creador del psicoanálisis que se lanza a comer sin pedir el permiso del dueño de casa.

En la obra teatral de Christopher Hampton en la que se basa el film, inspirada a su vez en un controvertido libro biográfico de John Kerr, se plantean también antagonismos de clase entre uno y otro: Jung como el despreocupado heredero de la fortuna de su esposa, Freud inquieto en cambio por la necesidad de sostener con su trabajo a una familia numerosa. Pero a medida en que las diferencias teóricas comienzan a acentuarse entre ellos (la película hace un estupendo uso dramático de la correspondencia entre ambos), también parecen pesar –sobre todo en Freud– cuestiones de origen. “Nunca deposite toda su confianza en un ario”, le recomienda a Sabina con relación a Jung.

Esa rivalidad de las dos figuras masculinas alrededor de una mujer recuerda a su vez a la de los hermanos mellizos de Pacto de amor, que también eran médicos, de la misma manera que los extraños instrumentos ginecológicos de esa película parecen encontrar aquí un eco en la manera inquietante en que Cronenberg filma el primitivo “psicogalvanómetro” de Jung o las correas y chalecos de fuerza que pueblan la clínica de Burghölzli.

Aun partiendo de un material ajeno, Cronenberg es capaz de hacerlo suyo y de convertirlo a su mundo como ningún otro autor cinematográfico logra hacerlo en la actualidad

Por Luciano Monteagudo para Página 12

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