28 de febrero de 2011

La Muerte / Thomas Mann

La muerte
Thomas Mann

10 de septiembre
Por fin ha llegado el otoño; el verano no retornará. Jamás volveré a verlo...
El mar está gris y tranquilo, y cae una lluvia fina, triste. Cuando lo vi esta mañana, me despedí del verano y saludé al otoño, al número cuarenta de mis otoños, que al fin ha llegado, inexorable. E inexorablemente traerá consigo aquel día, cuya fecha a veces recito en voz baja, con una sensación de recogimiento y terror íntimo...

12 de septiembre
He salido a pasear un poco con la pequeña Asunción. Es una buena compañera, que calla y a veces me mira alzando hacia mí sus ojos grandes y llenos de cariño.
Hemos ido por el camino de la playa hacia Kronshafen, pero dimos la vuelta a tiempo, antes de habernos encontrado a más de una o dos personas.
Mientras volvíamos me alegró ver el aspecto de mi casa. ¡Qué bien la había escogido! Desde una colina, cuya hierba se hallaba ahora muerta y húmeda, miraba el mar de color gris. Sencilla y gris es también la casa. Junto a la parte posterior pasa la carretera, y detrás hay campos. Pero yo no me fijo en eso; miro sólo el mar.

15 de septiembre
Esa casa solitaria sobre la colina cercana al mar y bajo el cielo gris es como una leyenda sombría, misteriosa, y así es como quiero que sea en mi último otoño. Pero esta tarde, cuando estaba sentado ante la ventana de mi estudio, se presentó un coche que traía provisiones; el viejo Franz ayudaba a descargar, y hubo ruidos y voces diversas. No puedo explicar hasta qué punto me molestó esto. Temblaba de disgusto, y ordené que tal cosa se hiciera por la mañana, cuando yo duermo. El viejo Franz dijo sólo: "Como usted disponga, señor Conde", pero me miró con sus ojos irritados, expresando temor y duda.
¿Cómo podría comprenderme? Él no lo sabe. No quiero que la vulgaridad y el aburrimiento manchen mis últimos días. Tengo miedo de que la muerte pueda tener algo aburguesado y ordinario. Debe estar a mi alrededor arcana y extraña, en aquel día grande, solemne, misterioso, del doce de octubre...

18 de septiembre
Durante los últimos días no he salido, sino que he pasado la mayor parte del tiempo sobre el diván. No pude leer mucho, porque al hacerlo todos mis nervios me atormentaban. Me he limitado a tenderme y a mirar la lluvia que caía, lenta e incansable.
Asunción ha venido a menudo, y una vez me trajo flores, unas plantas escuálidas y mojadas que encontró en la playa; cuando besó a la niña para darle las gracias, lloró porque yo estaba "enfermo". ¡Qué impresión indeciblemente dolorosa me produjo su cariño melancólico!

21 de septiembre
He estado mucho tiempo sentado ante la ventana del estudio, con Asunción sobre mis rodillas. Hemos mirado el mar, gris e inmenso, y detrás de nosotros en la gran habitación de puerta alta y blanca y rígidos muebles reinaba un gran silencio. Y mientras acariciaba lentamente el suave cabello de la criatura, negro y liso, que cae sobre sus hombros, recordé mi vida abigarrada y variada; recordé mi juventud, tranquila y protegida, mis vagabundeos por el mundo y la breve y luminosa época de mi felicidad. ¿Te acuerdas de aquella criatura encantadora y de ardiente cariño, bajo el cielo de terciopelo de Lisboa? Hace doce que te hizo el regalo de la niña y murió, ciñendo tu cuello con su delgado brazo.
La pequeña Asunción tiene los ojos negros de su madre; sólo que más cansados y pensativos. Pero sobre todo tiene su misma boca, esa boca tan infinitamente blanda y al mismo tiempo algo amarga, que es más bella cuando guarda silencio y se limita a sonreír muy levemente.
¡Mi pequeña Asunción!, si supieras que habré de abandonarte. ¿Llorabas porque me creías "enfermo"? ¡Ah! ¿Qué tiene que ver eso? ¿Qué tiene que ver eso con el de octubre...?

23 de septiembre
Los días en que puedo pensar y perderme en recuerdos son raros. Cuántos años hace ya que sólo puedo pensar hacia delante, esperando sólo este día grande y estremecedor, el doce de octubre del año cuadragésimo de mi vida.
¿Cómo será? ¿Cómo será? No tengo miedo, pero me parece que se acerca con una lentitud torturante, ese doce octubre.

27 de septiembre
El viejo doctor Gudehus vino de Kronshafen; llegó en coche por la carretera y almorzó con la pequeña Asunción y conmigo.

-Es necesario -dijo, mientras se comía medio pollo- que haga usted ejercicio, señor Conde, mucho ejercicio al aire libre. ¡Nada de leer! ¡Nada de cavilar! Me temo que es usted un filósofo, ¡je, je!

Me encogí de hombros y le agradecí cordialmente sus esfuerzos. También dio consejos referentes a la pequeña Asunción, contemplándola con su sonrisa un poco forzada y confusa. Ha tenido que aumentar mi dosis de bromuro; quizás ahora podré dormir un poco mejor.

30 de septiembre
-¡El último día de septiembre! Ya falta menos, ya falta menos. Son las tres de la tarde, y he calculado cuántos minutos faltan aún hasta el comienzo del doce de octubre. Son 8,460.
No he podido dormir esta noche, porque se ha levantado el viento, y se oye el rumor del mar y de la lluvia. Me he quedado echado, dejando pasar el tiempo. ¿Pensar, cavilar? ¡Ah, no! El doctor Gudehus me toma por un filósofo, pero mi cabeza está muy débil y sólo puedo pensar: ¡La muerte! ¡La muerte!

2 de octubre
Estoy profundamente conmovido, y en mi emoción hay una sensación de triunfo. A veces, cuando lo pensaba y me miraba con duda y temor, me daba cuenta de que me tomaban por loco, y me examinaba a mí mismo con desconfianza. ¡Ah, no! No estoy loco.
Leí hoy la historia de aquel emperador Federico, al que profetizaran que moriría sub flore. Por eso evitaba las ciudades de Florencia y Florentinum, pero en cierta ocasión fue a parar en Florentinum, y murió. ¿Por qué murió?
Una profecía, en sí, no tiene importancia; depende de si consigue apoderarse de ti. Mas si lo consigue, queda demostrada y por lo tanto se cumplirá. ¿Cómo? ¿Y por qué una profecía que nace de mí mismo y se fortalece, no ha de ser tan válida como la que proviene de fuera? ¿Y acaso el conocimiento firme del momento en que se ha de morir, no es tan dudoso como el del lugar?
¡Existe una unión constante entre el hombre y la muerte! Con tu voluntad y tu convencimiento, puedes adherirte a su esfera, puedes llamarla para que se acerque a ti en la hora que tú creas...

3 de octubre
Muchas veces, cuando mis pensamientos se extienden ante mí como unas aguas grisáceas, que me parecen infinitas porque están veladas por la niebla, veo algo así como las relaciones de las cosas, y creo reconocer la insignificancia de los conceptos.
¿Qué es el suicidio? ¿Una muerte voluntaria? Nadie muere involuntariamente. El abandonar la vida y entregarse a la muerte ocurre siempre por debilidad, y la debilidad es siempre la consecuencia de una enfermedad del cuerpo o del espíritu, o de ambos a la vez. No se muere antes de haberse uno conformado con la idea...
¿Estoy conforme yo? Así lo creo, pues me parece que podría volverme loco si no muriera el doce de octubre...

5 de octubre
Pienso continuamente en ello, y me ocupa completamente. Reflexiono sobre cuándo y cómo tuve esta seguridad, y no me veo capaz de decirlo. A los diecinueve o veinte años ya sabía que moriría cuando tuviera cuarenta, y alguna vez que me pregunté con insistencia en qué día tendría lugar, supe también el día.
Y ahora este día se ha acercado tanto, tan cerca, que me parece sentir el aliento frío de la muerte.

7 de octubre
El viento se ha hecho más intenso, el mar ruge y la lluvia tamborilea sobre el tejado. Durante la noche no he dormido, sino que he salido a la playa con mi impermeable y me he sentado sobre una piedra.
Detrás de mí, en la oscuridad y la lluvia, estaba la colina con la casa gris, en la que dormía la pequeña Asunción, mi pequeña Asunción. Y ante mí, el mar empujaba su turbia espuma delante de mis pies.
Miré durante toda la noche, y me pareció que así debía ser la muerte o el más allá de la muerte: enfrente y fuera una oscuridad infinita, llena de un sordo fragor. ¿Sobreviviría allí una idea, un algo de mí, para escuchar eternamente el incomprensible ruido?

8 de octubre
He de dar gracias a la muerte cuando llegue, pues todo se habrá cumplido tan pronto como llegue el momento en que yo ya no pueda seguir esperando. Tres breves días de otoño todavía, y ocurrirá. ¡Cómo espero el último momento, el último de verdad! ¿No será un momento de éxtasis y de indecible dulzura? ¿Un momento de placer máximo?
Tres breves días de otoño aún, y la muerte entrará en mi habitación... ¿Cómo se conducirá? ¿Me tratará como a un gusano? ¿Me agarrará por la garganta para ahogarme? ¿O penetrará con su mano mi cerebro? Me la imagino grande y hermosa y de una salvaje majestad.

9 de octubre
Le dije a Asunción, cuando estaba sobre mis rodillas: "¿Qué pasaría si me marchara pronto de tu lado, de algún modo? ¿Estarías muy triste?" Ella apoyó su cabecita en mi pecho y lloró amargamente. Mi garganta está estrangulada de dolor.
Por lo demás, tengo fiebre. Mi cabeza arde, y tiemblo de frío.

10 de octubre
¡Esta noche estuvo aquí, esta noche! No la vi, ni la oí, pero a pesar de eso hablé con ella. Es ridículo, pero se comportó como un dentista: "Es mejor que acabemos pronto", dijo. Pero yo no quise y me defendí; la eché con unas breves palabras.
"¡Es mejor que acabemos pronto!" ¡Cómo sonaban esas palabras! Me sentí traspasado. ¡Qué cosa más indiferente, aburrida, burguesa! Nunca he conocido un sentimiento tan frío y sardónico de decepción.

11 de octubre (a las 11 de la noche)
¿Lo comprendo? ¡Oh! ¡Créanme, lo comprendo!
Hace una hora y media estaba yo en mi habitación y entró el viejo Franz; temblaba y sollozaba.

-¡La señorita -exclamó-. ¡La niña! ¡Por favor, venga en seguida!

Y yo fui en seguida. No lloré, y sólo me sacudió un frío estremecimiento. Ella estaba en su camita, y su cabello negro enmarcaba su pequeño rostro, pálido y doloroso. Me arrodillé junto a ella y no pensé nada ni hice nada. Llegó el doctor Gudehus.

-Ha sido un ataque cardíaco -dijo, moviendo la cabeza como uno que no está sorprendido. ¡Ese loco rústico hacía como si de veras hubiera sabido algo!

Pero yo, ¿he comprendido? ¡Oh!, cuando estuve solo con ella -afuera rumoreaban la lluvia y el mar, y el viento gemía en la chimenea-, di un golpe en la mesa, tan clara me iluminó la verdad un instante. Durante veinte años he llamado la muerte al día que comenzará dentro de una hora, y en mí, muy profundamente, había algo que siempre supo que no podría abandonar a esta niña. ¡No hubiera podido morir después de esta medianoche; sin embargo, así debía ocurrir! Yo hubiera vuelto a rechazarla cuando se hubiera presentado: pero ella se dirigió antes a la niña, porque tenía que obedecer a lo que yo sabía y creía. ¿He sido yo mismo quien ha llamado la muerte a tu camita, te he matado yo, mi pequeña Asunción? ¡Ah, las palabras son burdas y míseras para hablar de cosas tan delicadas, misteriosas!
¡Adiós, adiós! Quizá yo encuentre allí afuera una idea, un algo de ti. Pues mira: la manecilla del reloj avanza, y la lámpara que ilumina tu dulce carita no tardará en apagarse. Mantengo tu mano, pequeña y fría, y espero. Pronto se acercará ella a mí, y yo no haré más que asentir con la cabeza y cerrar los ojos, cuando la oiga decir:

-Es mejor que acabemos pronto...

FIN

24 de febrero de 2011

Pantallas y libros, en el mismo mundo / Roger Chartier

El prestigioso historiador francés destaca la importancia de la escuela como herramienta clave para lograr una relación armónica entre la tecnología digital y la cultura del libro impreso.

Cuando se trata de analizar el pasado, el presente o el futuro del libro, resulta imprescindible abrevar en el pensamiento de Roger Chartier (Lyon, 1945). De sus numerosos trabajos sobre las prácticas de escritura y de lectura en Occidente pueden citarse el ya clásico El mundo como representación (Gedisa, 1992) y otros más recientes, como Escuchar a los muertos con los ojos (Katz, 2008). A pocas semanas de haber recibido el Doctorado Honoris Causa por la Universidad de San Martín, el historiador francés conversó con adncultura sobre algunos de los temas que lo apasionan: los libros, las disputas con la cultura digital y la educación.

-En su lección inaugural en el Collège de France, titulada "Escuchar a los muertos con los ojos", usted formula una pregunta elemental, básica, que me gustaría retomar aquí. La pregunta es qué es un libro.
-Hay varias definiciones que podemos tener en cuenta, como aquellas surgidas de las metáforas empleadas en el Siglo de Oro o de las distinciones conceptuales del siglo XVIII, que sostienen que el libro tiene cuerpo y alma. O que el libro, como decía Kant, es, por una parte, un opus mechanicum , un objeto material producido por una técnica, que como objeto pertenece a quien lo compra; y, por otra, un discurso, una obra dirigida a un público que, en ese sentido, pertenece a quien lo compuso.

-¿Qué sucede con el sentido de la obra? ¿Es patrimonio del autor o del lector?
-La situación es realmente compleja. Porque lo que lee el lector es un libro, pero los autores no escriben libros. Escriben obras, discursos que otros -editores, impresores, tipógrafos- transforman en libros. Esa transformación da una forma al texto que algunas veces desborda o incluso contradice las intenciones del autor. Y de lo que se apropia el lector es del texto en su forma material. Pero, por otro lado, la construcción del sentido que realiza el lector no remite sólo a sus expectativas o categorías, sino también a la experiencia de lectura que cada forma particular del texto produce. De ahí, para mí, la necesidad de vincular tres elementos en el análisis: los procedimientos de composición, las apropiaciones (tanto en una misma sociedad como a lo largo del tiempo) y la forma material de los objetos escritos e impresos.

-En varias ocasiones se ha referido usted a un proceso de "desmaterialización de la obra", que se acentúa desde hace varios siglos. ¿Cuáles serían las causas y los alcances de esta desmaterialización?
-Hay muchas razones que han borrado el efecto de la materialidad de la inscripción. En primer lugar,la definición de la propiedad literaria impulsada en el siglo XVIII, que establece que el autor es propietario de un texto, independientemente de sus formas materiales sucesivas o contemporáneas. El copyright protege la obra en su esencia inmaterial, en su dimensión de producción estética o intelectual. Y a partir de ese momento el derecho en sí mismo opera la desmaterialización de la obra. Es muy interesante el momento en que surgen las disputas por el copyright . Allí vemos el problema de defender la propiedad literaria de un autor sobre su obra en un momento en que el sueño de la Ilustración indicaba la posibilidad para todos de apropiarse de las ideas que se consideraban útiles para el progreso de la humanidad. Hay autores como Condorcet, en Francia, que rechazaban radicalmente toda idea de propiedad literaria, porque consideraban que nadie podía apropiarse de las ideas fundamentales para el proceso de la Ilustración.

-¿Cuáles serían las otras razones de la desmaterialización de la obra?
-Otra razón fundamental está vinculada con la recepción. En este sentido, es el lector mismo quien desmaterializa la obra leyéndola. Inconscientemente, crea una relación en la cual el texto pierde toda forma de especificidad particular. Es el discurso del otro con el cual el lector dialoga, en el cual penetra, o es el discurso el que penetra en él.

-Ingenuamente, el lector puede experimentar el texto como una especie de voz interior, despegada de toda materialidad. Pero también, desde un lugar para nada ingenuo, buena parte de la crítica literaria ha desestimado la materialidad del texto.
-En realidad podríamos decir que esto fue reforzado por toda la crítica literaria, tanto por la más clásica como por la que provino del estructuralismo. La crítica clásica, para la cual el texto está en el corazón o en la mente del autor, no se ocupó de la forma material, sino de la intención del autor. Pero tampoco lo hizo la crítica originada en el estructuralismo francés que, si bien en cierto modo borró al autor, ubicó el sentido en el funcionamiento lingüístico del discurso, sin dejar lugar para el efecto de la materialidad, de la forma de inscripción.

-Cuando usted publicó Las revoluciones de la cultura escrita (Gedisa, 2000; edición francesa, 1997), la de-saparición del libro como objeto parecía inminente. Sin embargo, aún son muchos los lectores que se mantienen fieles al libro de papel.
-En aquel momento había un discurso encerrado en una postura profética que vaticinaba la desaparición inmediata del libro. Algunos presentaban esto con entusiasmo y otros lo rechazaban. Me parece que ya hemos salido de ese antagonismo, en especial, gracias a la idea de que la construcción del sentido de un texto, sea por su autor, sea por su lector, no es independiente de la forma de su inscripción. Se ve que no hay equivalencia entre un texto sobre la pantalla y un texto en la forma de libro impreso. Inclusive aunque el texto pudiera ser considerado lingüísticamente el mismo, la relación con él es por completo diferente. No sólo en cuanto a la postura del cuerpo, sino que también la práctica de lectura es diferente.

-¿Cuáles son esas diferencias?
-Un elemento central, clave, de la lectura es la relación que se puede establecer en cada momento e inmediatamente entre el fragmento, la parte y la obra en su totalidad: coherencia e identidad. Tanto en el caso de la novela como en el del ensayo, se ve que el libro impreso permite esa relación con una facilidad que no se encuentra en el electrónico. En el mundo digital, el fragmento se descontextualiza de la totalidad a la cual pertenecía. Ésta es una propiedad que favorece a los textos que son fragmentos de un banco de datos, porque se supone que nadie va a leer un banco de datos en su totalidad. Pero cuando se trata de un libro que tiene una lógica narrativa, demostrativa o argumentativa, se ve que la expectativa del lector (por lo menos, del lector que entró en el mundo de la cultura escrita con los libros impresos) se mantiene fiel al objeto libro, en el cual, si bien no se está obligado a leer todas las páginas, siempre la relación entre fragmento y totalidad se hace posible.

-En esta situación, ¿tiene sentido mantener la distinción entre un cuerpo y un alma en el libro?
-Actualmente, además del libro como objeto particular, está la computadora, que conlleva todos los textos y que también sirve para lectura y escritura. Ahora, si se torna complejo mantener el libro como cuerpo, ¿qué se mantiene del libro como discurso o del libro como alma? Ésta es toda la discusión a propósito del concepto mismo de libro electrónico. ¿Cómo se puede mantener el criterio de identificación del libro como obra en el mundo digital?

-¿Se puede?
-El problema es que el mundo digital, en su origen, sostuvo la idea de texto móvil, maleable, abierto, gratuitamente distribuido. Toda una serie de conceptos que se oponen término por término a los criterios que definían el libro como discurso en el siglo XVIII, es decir, una obra que no es móvil en cuanto a su texto -aunque puede serlo en sus formas-; que no es maleable; que está impuesta por la forma de inscripción; que pertenece a un autor que tiene derechos a la vez económicos y morales sobre ella; y, finalmente, que circula mediante la actividad editorial y el mercado de la librería.

-¿Esa oposición continúa siendo vigente?
-Hay una tensión entre dos posiciones. Por un lado, la de quienes sostienen que el mundo de los textos podría ser un mundo de discursos sin propietarios, producidos de una manera polifónica y que se separan de la originalidad, remitida al pensamiento o al sentimiento de un individuo singular. Por otro, la de quienes buscan introducir en el mundo digital dispositivos que permitan mantener las categorías de singularidad, originalidad y propiedad. Es decir, que los textos sean cerrados, que el lector no pueda intervenir dentro de ellos; que el acceso no sea necesariamente gratuito sino que, como en el caso de un libro impreso, suponga un pago, y que se reconozca la obra como algo móvil, en la medida en que puede ir de una computadora a otra, pero que no esté abierta, que esté identificada como una composición que tiene una originalidad y una singularidad que remiten al nombre propio de su autor.

-¿Qué piensa de los casos cada vez más frecuentes de textos pensados y escritos para el mundo electrónico (blogs, páginas de Internet) pero que posteriormente son editados como libros en papel?
-Hay una suerte de irónica revancha de la forma clásica del libro. Porque esas prácticas de escritura que tienen su origen y su sentido en el mundo digital -con una forma breve, con una secuencia temporal, con una apertura al diálogo con el lector- hoy en día se encuentran en un formato que es contradictorio con la lógica que ha conducido a esa escritura. Esto se podría interpretar como una prueba de la fuerza que perpetúa al objeto impreso. Pero, al mismo tiempo, se puede interpretar como la fuerza de la propuesta de una nueva manera de escribir, que se inventó porque justamente estaba alejada, distanciada de los criterios clásicos de la escritura para el texto impreso. Esto refuerza la idea de que más que una sustitución radical, lo que vemos hoy son múltiples formas de coexistencia entre escritura digital e inscripción impresa. Las pantallas y los libros impresos pueden cohabitar el mismo mundo: esto es algo que experimentamos todos los días.

-¿Hay factores que pueden desestabilizar la armonía de esa convivencia?
-En primer lugar, no debemos pensar que todos tienen un acceso inmediato a la tecnología. Inclusive los países desarrollados tienen límites culturales, económicos, técnicos en cuanto a dicho acceso. Esto es algo que no se debe olvidar. Pero a esa división se agrega un problema generacional. Es fundamental la diferencia entre los que entraron en las pantallas a partir de la cultura escrita, manuscrita o impresa, y los más jóvenes que, a la inversa, algunas veces entran en el mundo de la cultura escrita a partir de una experiencia que se ha construido y que se experimenta cada día frente a la pantalla.

-Los jóvenes que son muy hábiles para leer y escribir mensajitos de texto pero que tienen dificultades para estudiar textos académicos.
-Exacto. Estamos frente a nuevas generaciones de lectores que han construido sus hábitos frente a una inscripción textual que no tiene mucho que ver con la práctica clásica del libro, del diario, etcétera. En esos casos es probable que surjan dificultades en la lectura por una inapropiada aplicación a los textos impresos de la manera de leer que se ha construido frente a la pantalla y que supone la discontinuidad, la segmentación, la fragmentación. Éste es un desafío fundamental, que debe considerar -y que ya considera- la escuela.

-¿Cuál es el papel de la escuela? ¿Formar a los niños en las nuevas tecnologías o insistir en presentarles una modalidad de lectura tradicional, que se considera en crisis?
-Ambos. Porque por un lado, es absolutamente necesario dar a todos los ciudadanos facilidades para entrar en el mundo digital que se impone a ellos cada día. Es un mundo no sólo de placer, de juegos electrónicos. Es también el mundo del formulario administrativo, el mundo que sirve para construir lo cotidiano. De esta manera, la nueva forma de analfabetismo podría ser la exclusión del mundo digital: gente capaz de leer y escribir, pero incapaz de entrar en este nuevo mundo múltiple, de negocios, de formularios, de juegos, de descubrimientos, de aprendizaje. En esta perspectiva, la escuela debe otorgar un lugar central a la presencia del mundo digital. Pero por otro lado, evidentemente, la escuela debe mantenerse como el lugar en el cual pueda aprenderse la cultura escrita en sus formas más tradicionales. Debe mostrar que hay formas de lectura diferentes de la lectura discontinua y rápida que tiene lugar frente a la pantalla; y que esas formas pueden ser provechosas precisamente porque son diferentes.

-¿Es una tarea que la escuela puede llevar adelante?
-Me parece que es una tarea enorme, difícil, la que se les pide a los maestros y maestras, pero esta relación dialógica permitiría mantener la doble comprensión necesaria para los ciudadanos de los siglos XXI o XXII. Los niños no pueden estar fuera del mundo digital, que está en todas partes. Es semejante a lo que sucede con la televisión. La escuela no puede apagarla. Lo que puede hacer es enseñar a utilizarla: a discriminar, a elegir, a criticar. De la misma manera, el ingreso en este mundo digital debe acompañarse de una relación sostenida con el pasado que es todavía un presente. Es decir, el pasado presente de la existencia de algunos textos u obras con una forma que permite -más que la digital- una comprensión y una construcción del sentido -y, por ende, del individuo- en su relación crítica con la sociedad o con los otros o con la naturaleza.

Gustavo Santiago
ADN Cultura

19 de febrero de 2011

Embargo / José Saramago

Embargo
José Saramago

Se despertó con la sensación aguda de un sueño degollado y vio delante de sí la superficie cenicienta y helada del cristal, el ojo encuadrado de la madrugada que entraba, lívido, cortado en cruz y escurriendo una transpiración condensada. Pensó que su mujer se había olvidado de correr las cortinas al acostarse y se enfadó: si no consiguiese volver a dormirse ya, acabaría por tener un día fastidiado. Le faltó sin embargo el ánimo para levantarse, para cubrir la ventana: prefirió cubrirse la cara con la sábana y volverse hacia la mujer que dormía, refugiarse en su calor y en el olor de su pelo suelto. Estuvo todavía unos minutos esperando, inquieto, temiendo el insomnio matinal. Pero después le vino la idea del capullo tibio que era la cama y la presencia laberíntica del cuerpo al que se aproximaba y, casi deslizándose en un círculo lento de imágenes sensuales, volvió a caer en el sueño. El ojo ceniciento del cristal se fue azulando poco a poco, mirando fijamente las dos cabezas posadas en la almohada, como restos olvidados de una mudanza a otra casa o a otro mundo. Cuando el despertador sonó, pasadas dos horas, la habitación estaba clara.

Dijo a su mujer que no se levantase, que aprovechase un poco más de la mañana, y se escurrió hacia el aire frío, hacia la humedad indefinible de las paredes, de los picaportes de las puertas, de las toallas del cuarto de baño. Fumó el primer cigarrillo mientras se afeitaba y el segundo con el café, que entretanto se había enfriado. Tosió como todas las mañanas. Después se vistió a oscuras, sin encender la luz de la habitación. No quería despertar a su mujer. Un olor fresco a agua de colonia avivó la penumbra, y eso hizo que la mujer suspirase de placer cuando el marido se inclinó sobre la cama para besarle los ojos cerrados. Y susurró que no volvería a comer a casa.

Cerró la puerta y bajó rápidamente la escalera. La finca parecía más silenciosa que de costumbre. Tal vez por la niebla, pensó. Se había dado cuenta de que la niebla era como una campana que ahogaba los sonidos y los transformaba, disolviéndolos, haciendo de ellos lo que hacía con las imágenes. Había niebla. En el último tramo de la escalera ya podría ver la calle y saber si había acertado. Al final había una luz aún grisácea, pero dura y brillante, de cuarzo. En el bordillo de la acera, una gran rata muerta. Y mientras encendía el tercer cigarrillo, detenido en la puerta, pasó un chico embozado, con gorra, que escupió por encima del animal, como le habían enseñado y siempre veía hacer.

El automóvil estaba cinco casas más abajo. Una gran suerte haber podido dejarlo allí. Había adquirido la superstición de que el peligro de que lo robasen sería mayor cuanto más lejos lo hubiese dejado por la noche. Sin haberlo dicho nunca en voz alta, estaba convencido de que no volvería a ver el coche si lo dejase en cualquier extremo de la ciudad. Allí, tan cerca, tenía confianza. El automóvil aparecía cubierto de gotitas, los cristales cubiertos de humedad. Si no hiciera tanto frío, podría decirse que transpiraba como un cuerpo vivo. Miró los neumáticos según su costumbre, verificó de paso que la antena no estuviese partida y abrió la puerta. El interior del coche estaba helado. Con los cristales empañados era una caverna translúcida hundida bajo un diluvio de agua. Pensó que habría sido mejor dejar el coche en un sitio desde el cual pudiese hacerlo deslizarse para arrancar más fácilmente. Encendió el coche y en el mismo instante el motor roncó fuerte, con una sacudida profunda e impaciente. Sonrió, satisfecho de gusto. El día empezaba bien.

Calle arriba el automóvil arrancó, rozando el asfalto como un animal de cascos, triturando la basura esparcida. El cuentakilómetros dio un salto repentino a noventa, velocidad de suicidio en la calle estrecha bordeada de coche aparcados. ¿Qué sería? Retiró el pie del acelerador, inquieto. Casi diría que le habían cambiado el motor por otro más potente. Pisó con cuidado el acelerador y dominó el coche. Nada de importancia. A veces no se controla bien el balanceo del pie. Basta que el tacón del zapato no asiente en el lugar habitual para que se altere el movimiento y la presión. Es fácil.

Distraído con el incidente, aún no había mirado el contador de la gasolina. ¿La habrían robado durante la noche, como no sería la primera vez? No. El puntero indicaba precisamente medio depósito. Paró en un semáforo rojo, sintiendo el coche vibrante y tenso en sus manos. Curioso. Nunca había reparado en esta especie de palpitación animal que recorría en olas las láminas de la carrocería y le hacía estremecer el vientre. Con la luz verde el automóvil pareció serpentear, estirarse como un fluido para sobrepasar a los que estaban delante. Curioso. Pero, en verdad, siempre se había considerado mucho mejor conductor que los demás. Cuestión de buena disposición esta agilidad de reflejos de hoy, quizá excepcional. Medio depósito. Si encontrase una gasolinera funcionando, aprovecharía. Por seguridad, con todas las vueltas que tenía que dar ese día antes de ir a la oficina, mejor de más que de menos. Este estúpido embargo. El pánico, las horas de espera, en colas de decenas y decenas de coches. Se dice que la industria va a sufrir las consecuencias. Medio depósito. Otros andan a esta hora con mucho menos, pero si fuese posible llenarlo... El coche tomó una curva balanceándose y, con el mismo movimiento, se lanzó por una subida empinada sin esfuerzo. Allí cerca había un surtidor poco conocido, tal vez tuviese suerte. Como un perdiguero que acude al olor, el coche se insinuó entre el tráfico, dobló dos esquinas y fue a ocupar un lugar en la cola que esperaba. Buena idea.

Miró el reloj. Debían de estar por delante unos veinte coches. No era ninguna exageración. Pero pensó que lo mejor sería ir primero a la oficina y dejar las vueltas para la tarde, ya lleno el depósito, sin preocupaciones. Bajó el cristal para llamar a un vendedor de periódicos que pasaba. El tiempo había enfriado mucho. Pero allí, dentro del automóvil, con el periódico abierto sobre el volante, fumando mientras esperaba, hacía un calor agradable, como el de sábanas. Hizo que se movieran los músculos de la espalda, con una torsión de gato voluptuoso, al acordarse de su mujer aún enroscada en la cama a aquella hora y se recostó mejor en el asiento. El periódico no prometía nada bueno. El embargo se mantenía. Una Navidad oscura y fría, decía uno de los titulares. Pero él aún disponía de medio depósito y no tardaría en tenerlo lleno. El automóvil de delante avanzó un poco. Bien.

Hora y media más tarde estaba llenándolo y tres minutos después arrancaba. Un poco preocupado porque el empleado le había dicho, sin ninguna expresión particular en la voz, de tan repetida la información, que no habría allí gasolina antes de quince días. En el asiento, al lado, el periódico anunciaba restricciones rigurosas. En fin, de lo malo malo, el depósito estaba lleno. ¿Qué haría? ¿Ir directamente a la oficina o pasar primero por casa de un cliente, a ver si le daban el pedido? Escogió el cliente. Era preferible justificar el retraso con la visita que tener que decir que había pasado hora y media en la cola de la gasolina cuando le quedaba medio depósito. El coche estaba espléndido. Nunca se había sentido tan bien conduciéndolo. Encendió la radio y se oyó un diario hablado. Noticias cada vez peores. Estos árabes. Este estúpido embargo.

De repente el coche dio una cabezada y se dirigió a la calle de la derecha hasta parar en una cola de automóviles menor que la primera. ¿Qué había sido eso? Tenía el depósito lleno, sí, prácticamente lleno. Por qué este demonio de idea. Movió la palanca de las velocidades para poner marcha atrás, pero la caja de cambios no le obedeció. Intentó forzarla, pero los engranajes parecían bloqueados. Qué disparate. Ahora una avería. El automóvil de delante avanzó. Recelosamente, contando con lo peor, metió la primera. Perfecto todo. Suspiró de alivio. Pero ¿cómo estaría la marcha atrás cuando volviese a necesitarla?

Cerca de media hora después ponía medio litro de gasolina en el depósito, sintiéndose ridículo bajo la mirada desdeñosa del empleado de la gasolinera. Dio una propina absurdamente alta y arrancó con un gran ruido de neumáticos y aceleramientos. Qué demonio de idea. Ahora el cliente, o será una mañana perdida. El coche estaba mejor que nunca. Respondía a sus movimientos como si fuese una prolongación mecánica de su propio cuerpo. Pero el caso de la marcha atrás daba que pensar. Y he aquí que tuvo realmente que pensarlo. Una gran camioneta averiada tapaba todo el centro de la calle. No podía contornearla, no había tenido tiempo, estaba pegado a ella. Otra vez con miedo movió la palanca y la marcha atrás entró con un ruido suave de succión. No se acordaba que la caja de cambios hubiese reaccionado de esa manera antes. Giró el volante hacia la izquierda, aceleró y con un suave movimiento el automóvil subió a la acera, pegado a la camioneta, y salió por el otro lado, suelto, con una agilidad de animal. El demonio de coche tenía siete vidas. Tal vez por causa de toda esa confusión del embargo, todo ese pánico, los servicios desorganizados hubiesen hecho meter en los surtidores gasolina de mucho mayor potencia. Tendría gracia.

Miró el reloj. ¿Valdría la pena visitar al cliente? Con suerte encontraría el establecimiento aún abierto. Si el tránsito ayudase, sí, si el tránsito ayudase tendría tiempo. Pero el tránsito no ayudó. En época navideña, incluso faltando la gasolina, todo el mundo sale a la calle, para estorbar a quien necesita trabajar. Y al ver una transversal descongestionada desistió de visitar al cliente. Mejor sería dar cualquier explicación en la oficina y dejarlo para la tarde. Con tantas dudas, se había desviado mucho del centro. Gasolina quemada sin provecho. En fin, el depósito estaba lleno. En una plaza, al fondo de la calle por la que bajaba, vio otra cola de automóviles esperando su turno. Sonrió de gozo y aceleró, decidido a pasar resoplando contra los ateridos automovilistas que esperaban. Pero el coche, a veinte metros, tiró hacia la izquierda, por sí mismo, y se detuvo, suavemente, como si suspirase, al final de la cola. ¿Qué diablos había sido aquello, si no había decidido poner más gasolina? ¿Qué diantre era, si tenía el depósito lleno? Se quedó mirando los diversos contadores, palpando el volante, costándole reconocer el coche, y en esta sucesión de gestos movió el retrovisor y se miró en el espejo. Vio que estaba perplejo y consideró que tenía razón. Otra vez por el retrovisor distinguió un automóvil que bajaba la calle, con todo el aire de irse a colocar en la fila. Preocupado por la idea de quedarse allí inmovilizado, cuando tenía el depósito lleno, movió rápidamente la palanca para dar marcha atrás. El coche resistió y la palanca le huyó de las manos. Un segundo después se encontraba aprisionado entre sus dos vecinos. Diablos. ¿Qué tendría el coche? Necesitaba llevarlo al taller. Una marcha atrás que funcionaba ahora sí y ahora no es un peligro.

Había pasado más de veinte minutos cuando hizo avanzar el coche hasta el surtidor. Vio acercarse al empleado y la voz se le estranguló al pedir que llenase el depósito. En ese mismo instante hizo una tentativa por huir de la vergüenza, metió una rápida primera y arrancó. En vano. El coche no se movió. El hombre de la gasolinera lo miró desconfiado, abrió el depósito y, pasados pocos segundos, fue a pedirle el dinero de un litro que guardó refunfuñando. Acto seguido, la primera entraba sin ninguna dificultad y el coche avanzaba, elástico, respirando pausadamente. Alguna cosa no iría bien en el automóvil, en los cambios, en el motor, en cualquier sitio, el diablo sabrá. ¿O estaría perdiendo sus cualidades de conductor? ¿O estaría enfermo? Había dormido bien a pesar de todo, no tenía más preocupaciones que en cualquier otro día de su vida. Lo mejor sería desistir por ahora de clientes, no pensar en ellos durante el resto del día y quedarse en la oficina. Se sentía inquieto. A su alrededor las estructuras del coche vibraban profundamente, no en la superficie, sino en el interior del acero, y el motor trabajaba con aquel rumor inaudible de pulmones llenándose y vaciándose, llenándose y vaciándose. Al principio, sin saber por qué, dio en trazar mentalmente un itinerario que le apartase de otras gasolineras, y cuando notó lo que hacía se asustó, temió no estar bien de la cabeza. Fue dando vueltas, alargando y acortando camino, hasta que llegó delante de la oficina. Pudo aparcar el coche y suspiró de alivio. Apagó el motor, sacó la llave y abrió la puerta. No fue capaz de salir.

Creyó que el faldón de la gabardina se había enganchado, que la pierna había quedado sujeta por el eje del volante, e hizo otro movimiento. Incluso buscó el cinturón de seguridad, para ver si se lo había puesto sin darse cuenta. No. El cinturón estaba colgando de un lado, tripa negra y blanda. Qué disparate, pensó. Debo estar enfermo. Si no consigo salir es porque estoy enfermo. Podía mover libremente los brazos y las piernas, flexionar ligeramente el tronco de acuerdo con las maniobras, mirar hacia atrás, inclinarse un poco hacia la derecha, hacia la guantera, pero la espalda se adhería al respaldo del asiento. No rígidamente, sino como un miembro se adhiere al cuerpo. Encendió un cigarrillo y, de repente, se preocupó por lo que diría el jefe si se asomase a una ventana y lo viese allí instalado, dentro del coche, fumando, sin ninguna prisa por salir. Un toque violento de claxon lo hizo cerrar la puerta, que había abierto hacia la calle. Cuando el otro coche pasó, dejó lentamente abrirse la puerta otra vez, tiró el cigarrillo fuera y, agarrándose con ambas manos al volante, hizo un movimiento brusco, violento. Inútil. Ni siquiera sintió dolores. El respaldo del asiento lo sujetó dulcemente y lo mantuvo preso. ¿Qué era lo que estaba sucediendo? Movió hacia abajo el retrovisor y se miró. Ninguna diferencia en la cara. Tan sólo una aflicción imprecisa que apenas se dominaba. Al volver la cara hacia la derecha, hacia la acera, vio a una niñita mirándolo, al mismo tiempo intrigada y divertida. A continuación surgió una mujer con un abrigo de invierno en las manos, que la niña se puso, sin dejar de mirar. Y las dos se alejaron, mientras la mujer arreglaba el cuello y el pelo de la niña.

Volvió a mirar el espejo y adivinó lo que debía hacer. Pero no allí. Había personas mirando, gente que lo conocía. Maniobró para separarse de la acera, rápidamente, echando mano a la puerta para cerrarla, y bajó la calle lo más deprisa que podía. Tenía un designio, un objetivo muy definido que ya lo tranquilizaba, y tanto que se dejó ir con una sonrisa que a poco le suavizó la aflicción.

Sólo reparó en la gasolinera cuando casi iba a pasar por delante. Tenía un letrero que decía "agotada", y el coche siguió, sin una mínima desviación, sin disminuir la velocidad. No quiso pensar en el coche. Sonrió más. Estaba saliendo de la ciudad, eran ya los suburbios, estaba cerca el sitio que buscaba. Se metió por una calle en construcción, giró a la izquierda y a la derecha, hasta un sendero desierto, entre vallas. Empezaba a llover cuando detuvo el automóvil.

Su idea era sencilla. Consistía en salir de dentro de la gabardina, sacando los brazos y el cuerpo, deslizándose fuera de ella, tal como hace la culebra cuando abandona la piel. Delante de la gente no se habría atrevido, pero allí, solo, con un desierto alrededor, lejos de la ciudad que se escondía por detrás de la lluvia, nada más fácil. Se había equivocado, sin embargo. La gabardina se adhería al respaldo del asiento, de la misma manera que a la chaqueta, a la chaqueta de punto, a la camisa, a la camiseta interior, a la piel, a los músculos, a los huesos. Fue esto lo que pensó sin pensarlo cuando diez minutos después se retorcía dentro del coche gritando, llorando. Desesperado. Estaba preso en el coche. Por más que girase el cuerpo hacia fuera, hacia la abertura de la puerta por donde la lluvia entraba empujada por ráfagas súbitas y frías, por más que afirmase los pies en el saliente de la caja de cambios, no conseguía arrancarse del asiento. Con las dos manos se cogió al techo e intentó levantarse. Era como si quisiese levantar el mundo. Se echó encima del volante, gimiendo, aterrorizado. Ante sus ojos los limpiaparabrisas, que sin querer había puesto en movimiento en medio de la agitación, oscilaban con un ruido seco, de metrónomo. De lejos le llegó el pitido de una fábrica. Y a continuación, en la curva del camino, apareció un hombre pedaleando una bicicleta, cubierto con un gran pedazo de plástico negro por el cual la lluvia escurría como sobre la piel de una foca. El hombre que pedaleaba miró con curiosidad dentro del coche y siguió, quizá decepcionado o intrigado al ver a un hombre solo y no la pareja que de lejos le había parecido.

Lo que estaba pasando era absurdo. Nunca nadie se había quedado preso de esta manera en su propio coche, por su propio coche. Tenía que haber un procedimiento cualquiera para salir de allí. A la fuerza no podía ser. ¿Tal vez en un taller? No. ¿Cómo lo explicaría? ¿Llamar a la policía? ¿Y después? Se juntaría la gente, todos mirando, mientras la autoridad evidentemente tiraría de él por un brazo y pediría ayuda a los presentes, y sería inútil, porque el respaldo del asiento dulcemente lo sujetaría. E irían los periodistas, los fotógrafos y sería exhibido dentro de su coche en todos los periódicos del día siguiente, lleno de vergüenza como un animal trasquilado, en la lluvia. Tenía que buscarse otra forma. Apagó el motor y sin interrumpir el gesto se lanzó violentamente hacia fuera, como quien ataca por sorpresa. Ningún resultado. Se hirió en la frente y en la mano izquierda, y el dolor le causó un vértigo que se prolongó, mientras una súbita e irreprimible ganas de orinar se expandía, liberando interminable el líquido caliente que se vertía y escurría entre las piernas al suelo del coche. Cuando sintió todo esto empezó a llorar bajito, con un gañido, miserablemente, y así estuvo hasta que un perro escuálido, llegado de la lluvia, fue a ladrarle, sin convicción, a la puerta del coche.

Embragó despacio, con los movimientos pesados de un sueño de las cavernas, y avanzó por el sendero, esforzándose en no pensar, en no dejar que la situación se le representase en el entendimiento. De un modo vago sabía que tendría que buscar a alguien que lo ayudase. Pero ¿quién podía ser? No quería asustar a su mujer, pero no quedaba otro remedio. Quizá ella consiguiese descubrir la solución. Al menos no se sentiría tan desgraciadamente solo.

Volvió a entrar en la ciudad, atento a los semáforos, sin movimientos bruscos en el asiento, como si quisiese apaciguar los poderes que lo sujetaban. Eran más de las dos y el día había oscurecido mucho. Vio tres gasolineras, pero el coche no reaccionó. Todas tenían el letrero de "agotada". A medida que penetraba en la ciudad, iba viendo automóviles abandonados en posiciones anormales, con los triángulos rojos colocados en la ventanilla de atrás, señal que en otras ocasiones sería de avería, pero que significaba, ahora, casi siempre, falta de gasolina. Dos veces vio grupos de hombres empujando automóviles encima de las aceras, con grandes gestos de irritación, bajo la lluvia que no había parado todavía.

Cuando finalmente llegó a la calle donde vivía, tuvo que imaginarse cómo iba a llamar a su mujer. Detuvo el coche enfrente del portal, desorientado, casi al borde de otra crisis nerviosa. Esperó que sucediese el milagro de que su mujer bajase por obra y merecimiento de su silenciosa llamada de socorro. Esperó muchos minutos, hasta que un niño curioso de la vecindad se aproximó y pudo pedirle, con el argumento de una moneda, que subiese al tercer piso y dijese a la señora que allí vivía que su marido estaba abajo esperándola, en el coche. Que acudiese deprisa, que era muy urgente. El niño subió y bajó, dijo que la señora ya venía y se apartó corriendo, habiendo hecho el día.

La mujer bajó como siempre andaba en casa, ni siquiera se había acordado de coger un paraguas, y ahora estaba en el umbral, indecisa, desviando sin querer los ojos hacia una rata muerta en el bordillo de la acera, hacia la rata blanda, con el pelo erizado, dudando en cruzar la acera bajo la lluvia, un poco irritada contra el marido que la había hecho bajar sin motivo, cuando podía muy bien haber subido a decirle lo que quería. Pero el marido llamaba con gestos desde dentro del coche y ella se asustó y corrió. Puso la mano en el picaporte, precipitándose para huir de la lluvia, y cuando por fin abrió la puerta vio delante de su rostro la mano del marido abierta, empujándola sin tocarla. Porfió y quiso entrar, pero él le gritó que no, que era peligroso, y le contó lo que sucedía, mientras ella, inclinada, recibía en la espalda toda la lluvia que caía y el pelo se le desarreglaba y el horror le crispaba toda la cara. Y vio al marido, en aquel capullo caliente y empañado que lo aislaba del mundo, retorciéndose entero en el asiento para salir del coche sin conseguirlo. Se atrevió a cogerlo por el brazo y tiró, incrédula, y tampoco pudo moverlo de allí. Como aquello era demasiado horrible para ser creído, se quedaron callados mirándose, hasta que ella pensó que su marido estaba loco y fingía no poder salir. Tenía que ir a llamar a alguien para que lo examinase, para llevarlo a donde se tratan las locuras. Cautelosamente, con muchas palabras, le dijo a su marido que esperase un poquito, que no tardaría, iba a buscar ayuda para que saliese, y así incluso podían comer juntos y ella llamaría a la oficina diciendo que estaba acatarrado. Y no iría a trabajar por la tarde. Que se tranquilizase, el caso no tenía importancia, que no tardaba nada.

Pero, cuando ella desapareció en la escalera, volvió a imaginarse rodeado de gente, la fotografía en los periódicos, la vergüenza de haberse orinado por las piernas abajo, y esperó todavía unos minutos. Y mientras arriba su mujer hacía llamadas telefónicas a todas partes, a la policía, al hospital, luchando para que creyesen en ella y no en su voz, dando su nombre y el de su marido, y el color del coche, y la marca, y la matrícula, él no pudo aguantar la espera y las imaginaciones, y encendió el motor. Cuando la mujer volvió a bajar, el automóvil ya había desaparecido y la rata se había escurrido del bordillo de la acera, por fin, y rodaba por la calle inclinada, arrastrada por el agua que corría de los desagües. La mujer gritó, pero las personas tardaron en aparecer y fue muy difícil de explicar.

Hasta el anochecer el hombre circuló por la ciudad, pasando ante gasolineras sin existencias, poniéndose en colas de espera sin haberlo decidido, ansioso porque el dinero se le acababa y no sabía lo que podía suceder cuando no tuviese más dinero y el automóvil parase al lado de un surtidor para recibir más gasolina. Eso no sucedió, simplemente, porque todas las gasolineras empezaron a cerrar y las colas de espera que aún se veían tan sólo aguardaban el día siguiente, y entonces lo mejor era huir para no encontrar gasolineras aún abiertas, para no tener que parar. En una avenida muy larga y ancha, casi sin otro tránsito, un coche de la policía aceleró y le adelantó y, cuando le adelantaba, un guardia le hizo señas para que se detuviese. Pero tuvo otra vez miedo y no paró. Oyó detrás de sí la sirena de la policía y vio también, llegado de no sabía dónde, un motociclista uniformado casi alcanzándolo. Pero el coche, su coche, dio un ronquido, un arranque poderoso, y salió, de un salto, hacia delante, hacia el acceso a una autopista. La policía lo seguía de lejos, cada vez más de lejos, y cuando la noche cerró no había señales de ellos y el automóvil rodaba por otra carretera.

Sentía hambre. Se había orinado otra vez, demasiado humillado para avergonzarse,. Y deliraba un poco: humillado, humillado. Iba declinando sucesivamente alternando las consonantes y las vocales, en un ejercicio inconsciente y obsesivo que lo defendía de la realidad. No se detenía porque no sabía para qué iba a parar. Pero, de madrugada, por dos veces, aproximó el coche al bordillo e intentó salir despacito, como si mientras tanto el coche y él hubiesen llegado a un acuerdo de paces y fuese el momento de dar la prueba de buena fe de cada uno. Dos veces habló bajito cuando el asiento lo sujetó, dos veces intentó convencer al automóvil para que lo dejase salir por las buenas, dos veces en el descampado nocturno y helado donde la lluvia no paraba, explotó en gritos, en aullidos, en lágrimas, en ciega desesperación. Las heridas de la cabeza y de la mano volvieron a sangrar. Y sollozando, sofocado, gimiendo como un animal aterrorizado, continuó conduciendo el coche. Dejándose conducir.

Toda la noche viajó, sin saber por dónde. Atravesó poblaciones de las que no vio el nombre, recorrió largas rectas, subió y bajó montes, hizo y deshizo lazos y desenlazos de curvas, y cuando la mañana empezó a nacer estaba en cualquier parte, en una carretera arruinada, donde el agua de lluvia se juntaba en charcos erizados en la superficie. El motor roncaba poderosamente, arrancando las ruedas al lodo, y toda la estructura del coche vibraba, con un sonido inquietante. La mañana abrió por completo, sin que el sol llegara a mostrarse, pero la lluvia se detuvo de repente. La carretera se transformaba en un simple camino que adelante, a cada momento, parecía perderse entre piedras. ¿Dónde estaba el mundo? Ante los ojos estaba la sierra y un cielo asombrosamente bajo. Dio un grito y golpeó con los puños cerrado el volante. Fue en ese momento cuando vio que el puntero del depósito de gasolina estaba encima de cero. El motor pareció arrancarse a sí mismo y arrastró el coche veinte metros más. La carretera aparecía otra vez más allá, pero la gasolina se había acabado.

La frente se le cubrió de sudor frío. Una náusea se apoderó de él y lo sacudió de la cabeza a los pies, un velo le cubrió tres veces los ojos. A tientas, abrió la puerta para liberarse de la sofocación que le llegaba y, con ese movimiento, porque fuese a morir o porque el motor se había muerto, el cuerpo colgó hacia el lado izquierdo y se escurrió del coche. Se escurrió un poco más y quedó echado sobre las piedras. La lluvia había empezado a caer de nuevo.

Fin

14 de febrero de 2011

El misterioso señor Aira

No da entrevistas en la Argentina. No circula en ambientes literarios. Publica un libro cada seis meses. Y para la crítica internacional es uno de los escritores más prestigiosos de nuestro país. Habla aquí de sus invenciones y secretos.

Narrador infatigable, César Aira (1949) nació en Coronel Pringles, un pueblo del interior de la Argentina. Avecindado desde su juventud en Buenos Aires, ha hilado una de las obras narrativas más copiosas de la literatura hispanoamericana contemporánea. Además de sus novelas -muchas de ellas publicadas en México-, entre las que se cuentan La liebre, Cómo me hice monja, Los fantasmas, El congreso de literatura, Las aventuras de Barbaverde y Los dos payasos, ha escrito ensayos críticos sobre Copi y Alejandra Pizarnik

Aira ha perfilado un estilo personalísimo, lleno de retruécanos imaginativos y dislates sucesivos que lo marcan como un escritor, si no marginal, por lo menos raro. Esa rareza, y el frenesí con que publica sus novelas siempre breves, han provocado que se lo encasille como un autor para verdaderos devotos. Él parece preferir tener "lectores" a tener "público". Esta conversación tuvo lugar durante una breve estancia suya en la ciudad de México.

-¿Ser una figura pública es un agobio? ¿Un mal necesario?
-Lo es solamente en los viajes. En la Argentina he bajado la cortina y nunca hay entrevistas, muy de vez en cuando participo en algún congreso, en un panel, una o dos veces al año. Y no hago ningún tipo de vida pública. Cuando viajo sí, porque a veces es el precio que hay que pagar para que lo lleven a uno a algún lugar lindo del mundo, y lo hago con gusto. Hablar de uno mismo siempre reconforta el ego, sobre todo ver que hay algún interés por uno.

-Más bien es usted una figura retraída, doméstica...
-Sí, sí. No porque sea una estrategia mía, es lo natural en mí. Me sigue gustando escribir, cosa que es bastante rara entre escritores. Quiero seguir escribiendo. Tomarme tiempo, tener disposición mental para escribir. No necesito exposición pública.

-Es un fenómeno común el de los escritores que, conforme avanza el tiempo y la obra se consolida, comienzan a privilegiar su participación en congresos...
-Lo que pasa es que hay muchas personas que, cuando dicen en su juventud "yo quiero ser escritor", en realidad lo que quieren es funcionar socialmente como escritores, eso es lo que les gusta. Tener el carné como para poder opinar, ir a congresos, tener una figura social profesional. Y encuentran que el problema que plantea eso es que tienen que escribir, cosa que no les gusta. Entonces escriben un libro cada diez años, con un gran esfuerzo, o recopilan artículos de manera que mantienen en vigencia su carné de escritor. Por eso muchas veces he dicho, cuando me preguntan por esto, que no me gustan los escritores que no escriben. Porque veo que hay escritores que funcionan como escritores y que en realidad no son escritores de vocación. Y en mi caso, que he publicado tantos libros, pequeñitos pero tantos, hay como un rechazo contra mí por ser muy prolífico. Un amigo me decía, cuando le dije que venía a México a participar en cosas públicas: "Llevá un revólver, y cuando empieces a hablar, ponelo sobre la mesa y decí: la primera vez que se pronuncie la palabra ?prolífico?, me pego un tiro. Así los vas a tener controlados". Porque prolífico ahora se ha vuelto un término despectivo. Si es prolífico, no puede ser bueno. Pero eso viene justamente de todos esos escritores que no escriben y que se defienden así. ¿Qué otra cosa puede hacer un escritor que escribir? Es decir, si lo que escribe se publica, es porque hay algún interés en publicarlo, algún editor interesado, algún lector interesado en leerlo. Así que no veo el motivo para despreciar lo prolífico.

-Es como si hubiera la intención de "dosificar el genio".
-Exacto, y viceversa: está la idea de que si alguien escribe un libro cada veinte años es porque tiene que ser buenísimo. No hay ninguna garantía.

-Está también la idea de que el escritor tiene que opinar sobre todo, volverse una especie de oráculo...
-Hay muchos a los que les gusta eso. El hecho de haber escrito unos libros es la excusa para hacer esto que quieren: opinar sobre el ser nacional, como se dice en la Argentina, sobre los problemas sociales del mundo, de la vida, de la ética. Quizá no está tan mal eso, porque después de todo un escritor es un profesional de la palabra. Sabe, ha aprendido, si ha hecho bien su aprendizaje, a hacer oraciones que suenen bien...

-Sin embargo, y es a lo que quería llegar, esas opiniones, esa capacidad para interactuar con el mundo, están en su caso en sus novelas, más que en la prensa.
-Lo mío siempre va un poco para el lado de la fantasía, de la invención, hasta del disparate, el delirio, así que no me atrevería a ponerme a opinar sobre el mundo.

-Pero ¿no le parece que ésa es una manera oblicua o sesgada de dar su visión del mundo?
-En general, los escritores que se vuelven opinadores se vuelven opinadores desde el lado del sentido común, desde una ética biempensante. Nunca hay nadie que salga a decir una barbaridad, que sería tan bonito.

-Me gustaría que me contara un poco sobre su proceso de escritura. Ha hablado de que escribe sólo una carilla diaria...
-Mis novelas parten de una idea, de algún tipo de juego intelectual, de algo que me parezca prometedor y desafiante. A ver si se puede hacer, no sé, qué sé yo, un hombre que se transforme en ardilla poco a poco. De ahí me lanzo a la aventura, a ir improvisando cada día.

-¿Dónde escribe? ¿En su casa, en su estudio?
-No, no. Cuando mis hijos eran chicos, vivíamos en un departamento muy pequeño, y me acostumbré a ir a un café, sentarme y escribir ahí. Buenos Aires es una ciudad, bendita sea, que tiene muchos cafés muy acogedores donde uno puede quedarse tranquilamente. En mi caso, nunca mucho. Media hora, una hora, en que me siento, a mitad de la mañana. Mis hijos crecieron, se fueron a vivir solos, pero la costumbre mía quedó. Así que todas las mañanas, a media mañana, me voy a un café y hago mi sesión del día: escribir una paginita, porque voy escribiendo muy despacito. A veces he pensado si lo mío no se parece más al dibujo que a la escritura, en el sentido de que soy muy fetichista de lapiceras, tintas, papeles buenos, cuadernos muy exquisitos, y escribo tan despacito y pensándolo tanto. Todo lo mío tiene un componente visual muy grande. Siempre estoy pensando que se vea bien lo que estoy escribiendo, al final de cuentas me parece que estoy haciendo un dibujo cada día.

-Claro, en sus novelas hay algo muy visual...
-Sí, a veces me doy cuenta de que me excedo en eso. Como quiero que el lector vea exactamente, entonces me paso de rosca con los adjetivos, poniendo de qué color es y de qué forma. A veces tengo que tachar porque me doy cuenta de que el lector no necesita tanta fijación. Y si no ve exactamente lo que vi yo, bueno, ¿qué importancia tiene?

-A pesar de esa fijación con mostrar, el lenguaje de sus novelas es bastante claro, diáfano.
-Eso lo he hecho por intuición, pero me doy cuenta de que, como la invención mía es tan barroca, no podría agregarle un barroquismo del lenguaje porque sería una superfetación. Para servir a esa imaginación un poco desbocada que tengo, se necesita una prosa lo más llana y simple posible.

-Podría ser visto casi como un gesto de cortesía...
-Eso lo he notado cuando viajo a cualquier lado por la aparición de un libro mío. Yo corro con ventaja porque muchas veces llega un autor a presentar un libro y en la redacción te dicen que tenés que leerlo para mañana. Y resulta ser un libro así de gordo, pesado, aburrido, lleno de reflexiones metafísicas. Bueno, ese entrevistador va a ir con una mala leche... En cambio, en mi caso, es un librito así, de setenta páginas, que se lee en un rato, más o menos divertido. Entonces ya vienen con una sonrisa y me tratan bien.

-¿Así que la brevedad es algo muy pensado?
-Cuando empecé a escribir y a publicar, traté de ir a extensiones normales y publiqué varias novelas de doscientas páginas; en una creo que llegué a trescientas. Pero haciendo un esfuerzo. Y después, a medida que los editores me iban aceptando más como soy, fui yendo a lo natural en mí. Creo que ese formato de unas cien páginas, a veces poco más, es lo natural en mí. Digamos que es el formato ideal para el tipo de imaginación, de historias que yo invento.

-Va escribiendo, y de pronto siente que ya dio de sí la historia...
-Sí, ésas son intuiciones que uno va adquiriendo con el oficio: me doy cuenta cuando viene el buen final. Mis finales no son tan buenos, muchas veces me los han criticado, con razón, porque son un poco abruptos. Y yo he notado que a veces me canso o quiero empezar otra historia, y termino de cualquier manera. A veces me obligo a poner un poco más de atención y hacer un buen final.

-Me da la impresión de que sus novelas son siempre una suma de digresiones.
-Sí, hay algo de eso, por el modo de escribir, improvisando día a día. A mí me gusta esa línea un poco sinuosa. Me gusta estéticamente, y creo que aun así mantengo cierta unidad, una coherencia.

-Hablando de esa línea de digresiones y de sus hábitos como escritor, ¿es usted un escritor que pasea mucho? Lo pregunto por la asociación de la digresión con el paseo.
-Sí, soy un gran caminador. Por la mañana, los días que no voy al gimnasio, hago lo que yo llamo mi caminata deportiva, una caminata larga que me doy al amanecer, porque soy muy diurno, me despierto siempre cuando sale el sol. Después, durante el día, también camino mucho -como no tengo auto, nunca lo tuve-, camino por el barrio. Y a la noche, antes de la cena, hago mi segunda caminata larga.

-¿Y están relacionadas con el trabajo?
-A veces salgo de mi casa y empiezo a pensar fantasías completamente inútiles, no es que piense argumentos del libro. Una hora después, estoy abriendo la puerta de mi casa y todo lo que pasó en medio se fue. No vi nada, estuve moviendo las piernas mecánicamente. En general yo no escribo si no estoy escribiendo, si no tengo la lapicera en la mano.

-En cuanto al proceso de escritura, usted ha estado muy cercano a las vanguardias literarias. Me interesa preguntarle sobre la idea de poner más peso en el proceso de creación que en el resultado final.
-Sí, ésa es una de las características, inclusive del arte contemporáneo. Tampoco hay que exagerar demasiado ahí porque este process art termina siendo ombliguista, mirarse a sí mismo. En esto yo, como en tantas otras cosas, como en el pago de los impuestos, soy normal y voy al término medio. Sí, me interesa el proceso, dejar desnudo el proceso de la escritura, que se vea, pero también tener cierto respeto por el resultado. Que quede algo ahí. Creo que estoy en un término medio.

-A usted, sin embargo, lo ubican como un marginal, como un outsider, un escritor para fieles pero no para mayorías.
-Eso le estaba diciendo ayer a mi editor acá, que yo soy uno de esos escritores que nunca van a tener público, pero siempre van a tener lectores, lectores sueltos. Nunca van a coagular en público, que es lo que hace al negocio. En mi caso no va a ser así.

-¿Y cómo ha sido su relación con los editores?
-Siempre ha sido buena. Quizá por mi inseguridad, mi timidez, siempre pensé que ellos estaban haciéndome un favor, estaban perdiendo plata conmigo; cosa que ha sido real, además. Pero, bueno, los editores, aun el más comercial, tienen siempre un nicho para algo que les guste aunque no les dé plata, que es mi caso.

-Quisiera ahora hablar de su papel como un muy buen traductor. Quizás ahí uno se acerca a una seriedad y un rigor...
-A una corrección sobre todo. Yo siempre a la traducción la tomé como un oficio del que viví. Ahí sí lo vi con todo pragmatismo, hasta tal punto que me especialicé en literatura mala. Porque los editores pagan lo mismo por la mala que por la buena, y la buena es mucho más difícil de traducir. Entonces terminé especializándome, bah, más bien tomando esos best sellers norteamericanos, que son facilísimos de traducir porque están escritos en una prosa estereotipada.

-Pero también ha traducido...
-También he traducido cosas buenas, un poco por desafío, por ver si podía hacerlo. Y ahora que dejé de traducir profesionalmente, lo hago de vez en cuando por amistad, con algún escritor o con algún amigo. Hasta a Shakespeare me atreví. A Shakespeare lo leo desde chico, y había dicho: "Esto nunca lo voy a traducir; si me ofrecen traducir a Shakespeare, nunca lo voy a aceptar, porque Shakespeare es riqueza pura, es una riqueza concentrada". En cada verso de Shakespeare hay poesía, metáforas, hay un avance de la acción, una caracterización del personaje, todo junto, en cada verso. Pero una vez un amigo estaba preparando, para editorial Norma de Colombia, una colección de Shakespeare traducido por escritores hispanoamericanos, me habló y me dio a elegir y, para hacer algo distinto, elegí Cimbelino, una de las obras últimas y favoritas mías. Y lo traduje. Me dio un trabajo infernal, ahí sí me juré "nunca más Shakespeare". Y aun así recaí. Recaí por el motivo más curioso, y es que años después, me llamaron de una editorial para decirme que querían traducir, no sé bien por qué motivo, creo que porque Harold Bloom lo había mencionado, Trabajos de amor perdidos. Entonces les dije que ésa era la idea más ridícula que se les podía haber ocurrido porque esa obra no tiene argumento, es una cadena de juegos de palabras, de chistes lingüísticos. ¿Cómo traducir eso? Por ese mismo motivo, dije: "Bueno, lo voy a hacer". Me la elogiaron mucho. Aunque ahí no es cuestión de traducir, es cuestión de... no sé qué verbo habría que emplear, de recrear cada chiste, cada juego de palabras. Lo tomé como un juego, como un desafío, a ver qué salía. Pero nunca más, ahora sí. Aunque esos "nunca más" siempre tienen una excepción.

-¿Y la de Cimbelino?
-Tomé una decisión, que fue traducirlo en prosa y en prosa explicada. Ante cada metáfora, yo no la traducía sino que explicaba, a veces a lo largo de cinco renglones, lo que Shakespeare había dicho en dos palabras. Cada chiste, cada obscenidad, que abundan, yo la explicaba en extenso. Cuando se la di al editor me dijo: "Parece una novela de Ivy Compton-Burnett". En realidad, quien quiera leer a Shakespeare tiene que hacer un pequeño esfuerzo, aprender algo de inglés y leerlo, porque no hay otra. Las traducciones pueden servir, ya sea como guía para alguien que está aprendiendo el idioma o ya como experimento para ver qué pasa, qué se transmite de una lengua a otra. Tampoco nunca me interesó mucho toda la cuestión teórica de la traducción.

-¿Y nunca lo vivió como un proceso para su narrativa? ¿Cómo un trasvase?
-No, no. Lo que sí creo que intervino en mi trabajo de escritor fue acostumbrarme a la corrección de la prosa. A que cada frase tenga su estructura sintáctica bien hecha, porque eso es lo que le pide el editor al traductor, una buena prosa. Buena en el sentido de correcta, legible. Alguna vez pensé que eso había estropeado mi prosa, que me había acostumbrado a una corrección excesiva. Y hasta traté de "salvajizarme" un poco, hacer esas cosas que hacen mis colegas jóvenes, sobre todo hacer frases que no tienen verbo, donde está todo al revés, pero no, no creo que sea ningún problema.

-Hablando de los colegas jóvenes, no recuerdo quién decía que a sus contemporáneos y a sus menores uno en realidad no los leía, sino que los vigilaba. ¿Usted qué relación tiene con sus contemporáneos, con los menores? ¿Los lee?
-Sí, los leo. Leo bastantes dos primeras páginas. Es raro que siga. Creo que la narrativa, en la Argentina por lo menos, ha caído en un realismo un poco chato, casi costumbrista, costumbrista tecno, pero costumbrista al fin. Hay una chatura tal (y me sucede con muchos jóvenes que se reclaman de mi influencia, de mí como modelo) que, cuando leo lo que escriben, me sorprendo. Ha quedado muy relegada la invención. Hay como más voluntad de testimonio, de estas vidas maravillosas que estamos llevando. Creo que la historia les ha jugado una mala pasada a los novelistas, y es que les ha solucionado muchos problemas. Y una novela sin conflicto... Estos jóvenes de clase media, que son los que escriben, los que van a la Facultad de Letras, hoy día ya no tienen ningún problema, la historia se encargó de solucionarles todo. El problema sexual, por ejemplo: hoy los jóvenes no tienen los problemas que teníamos nosotros. Entonces se inventan. O recurren a la neurosis. A la hipocondría. Y toda esa miseria psicológica a mí me cansa. Yo quedé como enganchado a las novelas de piratas: salgamos al mar a hacer algo, a tener aventuras. Este realismo de barrio elegante, Palermo Soho, no me convence.

-Por ahí decía usted que la realidad la hacían los otros, y que usted estaba ahí mirándola como espectador. Me parece que eso tiene que ver con su apuesta y su fidelidad por la fábula y por la invención, algo que es por lo menos poco practicado.
-Exacto. Lo que pasa es que una fábula, un cuento de hadas, es poco serio. Entonces, para darle seriedad, hay que hacerlo bien. Y ahí me temo que estos jóvenes desconfían un poco de sí mismos. No me voy a largar a meter a un enanito volador en mi novela porque eso lo tendría que hacer muy bien para que funcione, entonces se refieren a la rave, que ya lo tienen más controlado.

-Curiosamente la aventura inventiva se asocia con un espíritu de riesgo.
-Por eso me sorprende que estas novelas de los jóvenes, por lo menos de los jóvenes argentinos, parezcan novelas de senectud. Sin impulso de creación.

-¿Y usted cómo ha sentido el paso del tiempo?
-Me han preguntado, yo mismo me lo he preguntado, si ha habido una evolución. No sé. Creo que se está acentuando la melancolía. Porque para ser sinceros, como decía Felisberto Hernández, noto que cada vez escribo mejor, lástima que cada vez me vaya peor. Uno va mejorando su técnica, pero inevitablemente, si uno es sincero consigo mismo, sabe que se terminó la juventud y hay una melancolía que va creciendo. Creo que la tengo a raya justamente con el juego, con la invención, pero va aflorando. No sé, lo veo desde afuera. Tal vez termine siendo uno de esos viejitos payasos.

-¿Mantener a raya la melancolía es una preocupación?
-No es algo que se presente como una batalla. Es algo que noto. También hay algo de cansancio. Pero estoy seguro de que voy a seguir escribiendo.

-Algo que me llamó mucho la atención fue su pequeña introducción al Diario de la hepatitis. Esa pequeña página..
-Ah, sí, es una página de "nunca más voy a escribir". Creo que era mi etapa Rimbaud. Estaba coqueteando mucho con eso, con el abandono. Dejar de escribir para ver qué pasa. Pero fue un coqueteo, un juego teórico que no llevó a nada. Ahora estoy convencido de que no voy a abandonar nunca. Incluso hasta tengo cierta expectativa: si empiezo a decaer, como es normal que a un hombre entrando en la vejez empiecen a fallarle las cuestiones mentales, ¿qué va a pasar con lo que escribo? Es una curiosidad que estoy sintiendo y que querría experimentar.

-Para hablar de poesía, usted ha tenido relación con grandes poetas, ha escrito sobre Pizarnik.
-Me formé en medio de poetas, y de ahí creo que viene este amor mío por los libros pequeñitos, que a mí me parecen joyas. Y los libros gruesos me parecen un poco groseros, para seguir con la etimología. Como nunca escribí poesía, en cambio escribí novelitas que parecen libros de poesía. La poesía me parece que es el laboratorio de la literatura. Ahí se prueban las innovaciones, los juegos más extremados. En la narración esos juegos pueden servir como modelos para estructuras distintas...

-¿De la poesía qué más le interesa?
-La buena poesía. Uno de los primeros libros que leí en mi adolescencia y que me hizo descubrir algo importante fue Trilce, de César Vallejo. Ese libro me hizo descubrir que la literatura también podía ser enigma. Cuando lo leí por primera vez, a los catorce o quince años, no entendí nada, ni una sola palabra. Y eso me deslumbró. De hecho, pienso que lo que se llama literatura infantil ahora tiene el defecto de que simplifica mucho el vocabulario. Porque a los niños les encanta, los hechiza la palabra que no entienden. Bueno, a mí me pasó con Trilce, que sigue siendo un libro favorito mío y que me mostró cómo la literatura podía ser enigma, misterio. Lo releo por lo menos una vez al año, le doy una relectura a Trilce para refrescar esa maravilla.

-Quisiera volver al escritor como figura pública, al escritor que opina. Hay una ligereza en usted que puede ser bastante sana. Una ligereza que se corresponde en su escritura...
-Eso es lo que siento naturalmente. Creo que la literatura no tiene una función importante en la sociedad. Por otro lado, pienso que la literatura siempre ha sido, es y va a seguir siendo minoritaria, para unos pocos, y que tiene que ser opcional. Hay muchos colegas míos que casi están predicando la obligatoriedad de la literatura. Hacer leer a los jóvenes. Eso no me gusta. En nuestra sociedad todo se va volviendo paulatinamente obligatorio, así que dejemos la literatura como actividad optativa. Que lea el que quiera. El que quiera leer va a tener mucha felicidad en su vida, pero si no quiere leer, también puede ser muy feliz. No soy un evangelista de la lectura. Ahora se ha puesto de moda eso, promover la lectura. Hay hasta fundaciones que se dedican a eso. Yo sospecho que todos los que hacen ese trabajo, y cobran muy buenos sueldos por hacerlo; no leen nunca. Los que sí leemos no somos tan proclives a promover la lectura. Quizá porque hemos aprendido que es la actividad más libre que uno puede hacer.

-¿Qué opinión le merecen los escritores serios, los intelectuales?
-No saben lo que se pierden. No saben cuánta libertad están perdiendo. Yo pienso, y lo he dicho varias veces, que es cada vez más difícil escribir literatura seria hoy. Ha habido todo un proceso, en los últimos cien años, de ironía, de distanciamiento. Hoy, escribir en serio o hablar en serio es ponerse en el borde, en la cornisa de la solemnidad, de la tontería, del lugar común, del patetismo, de la mentira biempensante. Y quizás es un poco triste eso: estamos obligados al chiste.

-De cualquier modo, el escritor, por tener un espacio público, por tener público, tiene una responsabilidad...
-Pero ahí vos lo dijiste bien: por tener público. Porque si quisieran tener lectores, harían un chiste. Y dirían alguna locura.

-¿Usted piensa en sus lectores?
-Sí, creo que todos los escritores tenemos algún lector, alguien que conocemos o hemos conocido. O a veces hasta alguien que nos imaginamos, con quien estamos dialogando. A veces a favor, a veces en contra. He terminado sintiendo mucho cariño sobre todo por los lectores que vienen a contarme una escena de una novela mía, o sobre un personaje de una novela mía. Eso es muy lindo porque siento que algo de lo que yo he escrito ha encarnado. En Francia una estudiante se me acercó a hablarme de esta novela chiquita que publiqué en Era, La Princesa Primavera, que se tradujo al francés. Me decía: "Mi personaje favorito es Arbolito de Navidad, me gusta cuando sale a caminar y se pone tan nervioso". Y lo imitaba. Ahí sentí como que algo se hacía realidad. Esas cosas provocan una gran satisfacción, más que tener el elogio académico, que generalmente está mediado por Derrida, por Foucault...

-Pero su obra es muy solicitada por los departamentos universitarios.
-No, yo me he vuelto un favorito de la academia. Lo he pensado mucho: ¿por qué se escriben tantas tesis sobre mí cuando no se escriben tantas sobre escritores mucho mejores que yo? Yo sé por qué pasa. Yo les estoy sirviendo en bandeja de plata lo que necesitan. Te doy un ejemplo, que lo di el otro día a unos estudiantes en la universidad: en esta novela mía, El congreso de literatura, yo quiero clonar a Carlos Fuentes, necesito una célula de Carlos Fuentes e invento una avispa mecánica con un chip e instrucciones de que vaya y tome la célula. La avispita cumple exactamente y me trae la célula, yo la meto en el clonador y es un desastre. Porque la avispa tomó una célula de la corbata de seda natural de Carlos Fuentes. Ese episodio lo toma un profesor de narratología y ahí lo tiene todo servido en bandeja, dónde empieza y dónde termina un cuerpo, ¿la persona social es parte de la persona biológica? Lo tiene todo servido en bandeja por esa estructura de dibujo animado, de cómic, en la que yo se lo estoy dando. Es decir, para aplicar los conceptos de Deleuze a Kafka hay que ser Deleuze; para aplicar los conceptos de Deleuze a mí es facilísimo. Creo que ahí está la clave: utilizar esos mecanismos sugerentes pero en términos de cultura plebeya. Seguro, lo tengo bien estudiado.

-¿Se puede afirmar que usted no es ajeno a la teoría?
-Leí mucha, porque en mi juventud, en los años sesenta, setenta, estaba muy de moda. Había una gran explosión del estructuralismo, del posestructuralismo, la lectura de Barthes, Lévi-Strauss, todo ese mundo. La revista Tel Quel era mi Biblia, después me fui alejando naturalmente de eso. Pero sigo leyendo mucho de psicoanálisis. Freud sigue siendo una de mis lecturas favoritas. Y mucha filosofía también. Aunque la filosofía la tomo a lo Borges, como una rama de la literatura fantástica.

-Le quería preguntar por el centralismo de la cultura argentina.
-Me fui a Buenos Aires a los dieciocho años con la excusa de estudiar abogacía, qué mal mentiroso fui. La Argentina es un país muy centralizado, todo pasa en Buenos Aires y muy poco en el interior. Lamentablemente. Con la excepción de la ciudad de Rosario, que tiene una vida cultural muy rica, pero no es Buenos Aires; además está muy cerca.

-¿A usted le preocupa esa centralización?
-No, no. De cualquier manera yo vivo en Buenos Aires, así que estoy aprovechando las ventajas del centro. Vuelvo dos o tres veces por año a Pringles, a mi pueblo. Lo que noto en los pueblos del interior, en Pringles como en otros, es la queja de la gente que tiene alguna inquietud cultural de que no pasa nada, de que no hay nada y es que todas las iniciativas culturales que se hacen ahí terminan fallando, terminan disgregándose en algo muy pedestre, muy primitivo, que no dan ganas de seguir. Hay algo que nunca hacen y que los llevaría de un solo salto a lo más alto que puede tener la cultura, que es leer. Eso me parece. Organizan teatro, música, clubes, hasta de literatura, y comentan novelas de Rosa Montero. ¿Por qué no agarran buenos libros?

-Otra vez el asunto de la obligatoriedad de la cultura...
-Totalmente. Es que yo creo que la palabra cultura tiene varias acepciones: la institucional, la antropológica, y la acepción que corresponde a cuando uno dice que fulano es un hombre culto, y se remite a una sola cosa, a leer libros. Todo lo demás, la televisión, el cine, el teatro, con todo lo bueno que tienen, no suplen el libro. Y el libro sí suple todo lo demás. Un hombre culto es un hombre que lee libros y no hay otra. Si no lee libros, no es culto, por más que sea ministro de Cultura.

-En cuanto a la relación del escritor y el poder, aquí en México hay programas gubernamentales que becan a los creadores nacionales...
-En la Argentina por suerte nunca pasó. Desde que existe la Argentina, los escritores han vivido de su trabajo. Eso no sólo les da una independencia respecto del poder, sino que les da también un sentido de la realidad, les da garra. Me parece que un escritor subsidiado es un escritor lavado. No por sumisión al poder, que también los hay, sino que se pierde el sentido de la realidad. En la Argentina muchos de mis colegas están poniendo a México como el ejemplo que se debería seguir, pero a mí no me parece tan bueno. No que tenga nada contra México y la riquísima literatura mexicana, pero eso me parece peligroso.

-¿Y qué escritores mexicanos cuenta entre sus influencias, entre sus lecturas tempranas?
-Lecturas tempranas no tanto, quizá Payno, Azuela. Los de abajo fue una lectura de adolescencia que me gustó; ahí sí hay garra, hay fuerza, hay un sentido de la realidad. Mis novelas de la revolución favoritas pasaron a ser otras, más del tipo dibujo animado: Se llevaron el cañón para Bachimba, de Rafael F. Muñoz, o Los relámpagos de agosto, de Jorge Ibargüengoitia. Y después, estudiándola más, porque soy un lector ordenado, orgánico, descubrí a mis escritores mexicanos favoritos a la fecha, sobre todo Gerardo Deniz, al que leo y releo. Es un poeta enigma. Quizás hasta más que Trilce de Vallejo. Y Elena Garro, que la adoro. Me parece que como escritora es genial, una de esas que aparecen una vez cada cien años. Creo que es la más grande novelista del siglo XX.

-¿Por su propensión a la fantasía?
-Sí, y por otros motivos, por su biografía. Su vida estuvo un poco demasiado cerca de la obra y eso es peligroso, pero en el caso de ella, por una alquimia especial, ese odio, ese resentimiento, resultó en obras maestras como Inés o Mi hermanita Magdalena o Reencuentro de personajes o Y Matarazo no llamó. Joyas, novelas maravillosas. Qué lástima que se murió y dejaron de aparecer libros de Elena Garro. Estoy esperando una buena biografía. Me decía un amigo, Marcelo Uribe, y me lo han dicho otros también, que lamentablemente México no tiene una gran tradición de biografías de escritores. La Argentina tampoco, en eso estamos iguales, y es lamentable. Porque una biografía le sirve mucho al lector. Ordena las lecturas, pone en perspectiva. Los países que tienen gran tradición de lectura, como Inglaterra, tienen también una gran tradición de biografías. Es una pena y es bastante sorprendente que, habiendo tanta gente becada en las universidades, no hagan ese tipo de investigaciones. Aunque sea de vez en cuando, uno de cada cien que escriba una biografía. No puede ser que grandes escritores no tengan su biografía

Por Pablo Duarte
México D. F.

10 de febrero de 2011

La puerta verde / O. Henry

La puerta verde
O. Henry

Supongamos que usted va caminando por el centro, después de cenar; ha asignado diez minutos a la consumición de un cigarro y trata de decidir entre divertirse con una tragedia o ver algo serio, tipo comedia musical. De pronto, alguien le apoya una mano en el brazo. Al volverse, usted se encuentra con los ojos inquietantes de una hermosa mujer, que luce magníficamente sus diamantes y sus martas rusas. Ella, apresuradamente, le pone en la mano un panecillo enmantecado, muy caliente, y con un diminuto par de tijeras le corta el segundo botón del sobretodo, exclamando una sola palabra sin significado alguno: “¡paralelogramo!”. De inmediato huye por una calle lateral, echando una mirada temerosa a sus espaldas.
Eso sería una auténtica aventura. ¿La aceptaría usted? No, usted no. Enrojecido de vergüenza, dejaría caer tímidamente el panecillo y seguiría caminando por la avenida, manoseando febrilmente el ojal vacío. Es decir, así sería, a menos que usted sea uno de los pocos bienaventurados en quienes aún no ha muerto el puro espíritu de la aventura.
Los auténticos aventureros nunca han sido numerosos. Los que figuran como tales en letras de molde fueron, en su mayoría, hombres de negocios que aplicaron métodos recientemente inventados. Buscaban las cosas que ambicionaban: vellocinos de oro, santos griales, el amor de una mujer, tesoros, coronas y fama. El auténtico aventurero avanza sin meta y sin cálculos al cordial encuentro del destino desconocido. Un buen ejemplo nos lo brinda el Hijo Pródigo... al iniciar el regreso al hogar.
Semiaventureros, personajes todos valientes y magníficos, los ha habido de sobra. Desde las cruzadas hasta las defensas terraplenadas, han enriquecido las artes de la historia y la ficción, así como el comercio de la ficción histórica. Pero cada uno de ellos tenía un premio a obtener, una meta a conquistar, un hacha a la que dar filo, un nuevo golpe de esgrima que exhibir, un nombre al que poner lustre, una corona que ceñir... por lo tanto, no eran perseguidores de la auténtica aventura.
En la gran ciudad, el Romance y la Aventura, dos espíritus gemelos, viven a la busca de cortejantes que valgan la pena. Mientras vagamos por las calles nos miran de reojo, desafiándonos de veinte modos diferentes. Sin saber porqué, súbitamente levantamos la vista hacia una ventana y divisamos un rostro que parece pertenecer a nuestra galería de retratos íntimos. En cualquier vecindario adormecido oímos un grito de miedo y tormento, que proviene de una casa vacía, cerrada. Un taxista cualquiera, en vez de dejarnos en nuestra acera familiar, nos deposita ante una puerta extraña, que alguien abre ante nosotros con una sonrisa, invitándonos a entrar. Un trozo de papel con algo escrito aletea hasta posarse a nuestros pies, desde las altas celosías del Azar. Intercambiamos miradas de odio, afecto o temor instantáneos con cualquier desconocido que pasa apresuradamente en la multitud. Una súbita ráfaga de lluvia... y nuestro paraguas puede estar protegiendo a la Hija de la Luna Llena, prima hermana del Sistema Sideral. En todas las esquinas caen pañuelos, hay dedos que nos llaman, ojos que nos acorralan, y las claves de la aventura, perdidas, solitarias, arrebatadas, misteriosas, peligrosamente cambiantes, se deslizan furtivamente entre nuestros dedos. Pero pocos de nosotros estamos dispuestos a retenerlas y a seguirlas. Se nos cría rígidos, con la vara de las convenciones sujeta a la espalda. Pasamos de largo. Y un buen día, al término de una vida muy opaca, llegamos a reflexionar que nuestras aventuras han sido la imagen descolorida de uno o dos matrimonios, una rosa de satén guardada en el cajón de la caja fuerte y una eterna reyerta con el radiador de la calefacción.
Rudolf Steiner era un auténtico aventurero. Pocas eran las tardes en que no salía de su cubículo – dormitorio en busca de lo inesperado y lo egregio. Para él, lo más interesante de la vida parecía ser lo que quizás estuviera a la vuelta de la esquina. A veces, esas ansias de tentar al destino lo llevaban por rumbos extraños. En dos ocasiones había pasado la noche en una comisaría; de tanto en tanto, embusteros ingeniosos y mercenarios lo hacían su víctima, y también su reloj y su dinero habían sido, en una oportunidad, trofeos de un cebo halagador. Pero él, con impertérrito ardor, seguía recogiendo todos los guantes que se le arrojaban, en alegre persecución de la aventura.
Una noche, Rudolf paseaba por una calle lateral, en la parte más antigua del centro. Dos ríos de gente llenaban las aceras: por una parte, los que corrían de regreso al hogar; por otra, ese contingente inquieto que lo abandona por la sabrosa bienvenida de un menú de restaurante profusamente iluminado.
El joven aventurero era de agradable porte y se movía con cautelosa serenidad. A la luz del día trabajaba vendiendo pianos en un local. Llevaba la corbata pasada por un anillo de topacio, en vez de sujetarla con un alfiler. En una oportunidad había escrito al director de una revista, afirmando que La prueba del amor de Junie, obra de la señorita Libbey, había influido sobre su existencia más que ningún otro libro.
Durante su paseo, un violento castañeteo de dientes exhibidos en una vitrina llamó su atención (envuelta en escrúpulos) hacia el restaurante en cuya fachada se lucían. Sin embargo, una segunda mirada le reveló el letrero luminoso de un dentista, muy por encima de la puerta siguiente. Un negro gigantesco, fantásticamente ataviado con una chaqueta roja bordada, pantalones amarillos y gorra militar, distribuía tarjetas con toda discreción entre los transeúntes que consentían en tomarlas.
Esta modalidad de propaganda odontológica era un espectáculo común para Rudolf. Generalmente pasaba junto al repartidor de tarjetas sin disminuir su provisión, pero esa noche el africano le deslizó una en la mano, con tanta destreza que él la retuvo, sonriendo un poco para festejar la triunfal hazaña.
Después de recorrer algunos metros más, echó sobre la tarjeta una mirada indiferente. Sorprendido, la dio vuelta para mirarla con mayor interés. Un lado de la cartulina estaba en blanco; en el otro se leían, escritas en tinta, tres palabras: “La Puerta Verde”. En eso, Rudolf vio que un hombre, algunos pasos más adelante, arrojaba al suelo la tarjeta que el negro le había dado. La recogió; tenía impresos el nombre y la dirección del dentista, con el habitual anuncio de “emplomaduras, puentes y coronas”, más ricas promesas de “operaciones indoloras.”
El aventurado vendedor de pianos se detuvo en la esquina para estudiar la situación. Por fin cruzó la calle, retrocedió una cuadra, volvió a cruzar y se unió nuevamente al río de gente que avanzaba por la calle. Sin demostrar que reparaba en el negro, pasó junto a él por segunda vez y tomó, al descuido, la tarjeta que le ofrecía. Diez pasos más allá la inspeccionó. Mostraba, en la misma escritura de la primera tarjeta, las palabras “La Puerta Verde”. En la acera había tres o cuatro cartulinas, arrojadas por peatones que habían pasado antes o después de él. Estaban caídas con la cara en blanco hacia arriba, pero al invertirlas Rudolf vio que todas tenían impreso el anuncio del “salón” dental.
Rara vez debía el malicioso duende de la Aventura convocar dos veces a Rudolf Steiner, su fiel seguidor. Pero dos veces lo había hecho, y la gesta se iniciaba ya.
Rudolf regresó lentamente al puesto del negro gigantesco, junto a la vitrina de la dentadura castañeteante. En esa oportunidad, al pasar, no recibió ninguna tarjeta. A pesar de su vistoso y ridículo atuendo, el etíope exhibía una dignidad bárbara innata en tanto ofrecía suavemente las tarjetas a algunos, dejando que otros pasaran sin ser molestados. Cada medio minuto entonaba una frase áspera, ininteligible, similar al chapurreo de los cocheros y los cantantes de ópera. Esa vez, no sólo retuvo sus tarjetas, sino que a Rudolf le pareció recibir, de aquella faz reluciente, negra, voluminosa, una mirada de frío desdén, casi despectivo,
Aquella mirada acicateó al aventurero, quien leyó en ella la silenciosa acusación de que se lo había sorprendido en delito de desear. Cualquiera fuese el significado de las misteriosas palabras escritas en la tarjeta, el negro lo había elegido dos veces entre la multitud como digno de recibirlas. Y ahora parecía condenarlo como falto de ingenio y de ánimo para lanzarse en el enigma.
El joven, apartándose de la muchedumbre, efectuó una rápida apreciación del edificio en donde, a su modo de ver, debía esperarlo la aventura. Tenía cinco pisos; un pequeño restaurante ocupaba el subsuelo.
La planta baja, ya cerrada, parecía albergar una peletería. El primer piso, junto al letrero parpadeante, correspondía al dentista. Por encima se veía una políglota babel de letreros que se esforzaban por indicar los paraderos de quirománticos, modistas, músicos y médicos. Aún más arriba, las cortinas fruncidas y las botellas de leche, blancas en el antepecho de las ventanas, proclamaban las regiones de lo doméstico.
Tras concluir su investigación, Rudolf subió animosamente el largo tramo de escalones de piedra que llevaba a la casa. Ascendió otros dos pisos por la escalera alfombrada y en la cima se detuvo. Allí el pasillo estaba apenas iluminado por dos pálidos picos de gas; uno lejos, a la derecha; el otro, más próximo, a su izquierda. Rudolf vio, a la débil luz del más cercano, una puerta verde. Por un momento vaciló, pero de inmediato creyó ver la sonrisa despectiva del africano repartidor de tarjetas, y avanzó rectamente hacia la puerta verde para llamar a ella.
Momentos como los transcurridos antes de que su llamada recibiera respuesta miden el rápido aliento de la auténtica aventura. ¡Qué no habría detrás de esos paneles verdes! Apostadores en pleno juego de cartas; astutos timadores que cebaban sus trampas con sutil habilidad; alguna belleza enamorada del coraje y que, por tanto, planeaba hacerse buscar por él; peligro, muerte, amor, desilusión, ridículo; cualquiera de esas cosas podía responder a sus temerarios golpecitos.
Dentro se oyó un leve susurro y la puerta se abrió con lentitud. Una muchacha, que aún no llegaba a los veinte años, asomó por ella, pálida y estremecida. Soltó el picaporte y se tambaleó débilmente, moviendo un brazo como en busca de algo a qué sujetarse. Rudolf la sostuvo, levantándola en vilo, y la depositó en un sofá descolorido que se veía contra la pared. Luego cerró la puerta y echó un rápido vistazo a su alrededor, a la luz de un parpadeante pico de gas. La historia que allí leyó era la de una limpia, pero extremada pobreza.
La muchacha seguía inmóvil, como desvanecida. Rudolf, excitado, buscó algún barril en la habitación. Hay que hacer rodar sobre un barril a la gente que... no, eso es para los que se ahogan. Entonces optó por abanicarla con su sombrero. Eso resultó bien, pues le golpeó la nariz con el ala de su galera y ella abrió los ojos. El joven pudo ver que su rostro era, por cierto, el que faltaba en la galería de retratos íntimos que guardaba en su corazón. Los francos ojos grises, la naricita, que se curvaba pícaramente hacia arriba, el pelo castaño y enrulado como los zarcillos de las arvejillas: todo eso parecía el final debido, la recompensa de todas sus maravillosas aventuras. Pero ese rostro lucía penosamente enflaquecido y pálido.
La muchacha le clavó una mirada tranquila. Luego sonrió.
- Me desmayé, ¿no es cierto?- preguntó, débilmente-. Bueno, vaya a no... trate de pasarse tres días sin comer y vea lo que le ocurre.
- ¡Recórcholis! – exclamó Rudolf, levantándose de un salto-. Espéreme; ya vuelvo.
Y salió a la carrera por la puerta verde, escaleras abajo. Veinte minutos después estaba de regreso. Tuvo que golpear la puerta con la punta del pie pata que ella abriera, pues traía los dos brazos ocupados con un cúmulo de paquetes del almacén y el restaurante. Los dejó sobre la mesa: pan, manteca, carnes frías, tortas, pasteles, encurtidos, ostras, un pollo asado, una botella de leche y otra de té bien caliente.
- Es absurdo- le recriminó- pasar por alto las comidas. Tiene que olvidarse de ese tipo de apuestas. La cena está lista.
Mientras le acercaba la silla a la mesa, le preguntó:
- ¿Hay alguna taza para el té?
- en el estante, junto a la ventana- respondió ella.
Al volver con la taza, Rudolf la vio atacar, con los ojos arrebatados y brillantes, un enorme encurtido de apio que acababa de pescar de alguna bolsa, con el infalible instinto femenino. El se lo quitó, riendo, y le llenó la taza de leche.
- Primero beba esto – ordenó -. Después tomará un poco de té y un ala de pollo. Mañana, si se porta muy bien, podrá comer encurtidos. Y ahora, si me permite invitarme a cenar, comamos.
Rudolf ocupó la otra silla. El té dio brillo a los ojos de la muchacha y le devolvió un poco de color. Empezó a comer con una especie de elegante ferocidad, como los animales salvajes muertos de hambre. Parecía que la presencia de aquel joven y su ayuda le resultaban naturales. No porque restara valor a las convenciones, sino como si sus terribles aprietos le dieran el derecho de hacer a un lado todo lo artificial para quedarse con lo humano. Gradualmente, empero, al recobrar la fuerza y el bienestar, tomó alguna conciencia de las pequeñas convenciones correspondientes. Entonces empezó a contarle su pequeña historia. Era una entre los miles que hacían bostezar diariamente a la gran ciudad: la historia de la vendedora que gana un sueldo insuficiente, más reducido aún por “multas” que van a engrosar las ganancias del comerciante; de tiempo perdido por enfermedad y, por fin, de empleos perdidos, perdidas esperanzas y... Y el llamado de la aventura a la puerta verde.
Para Rudolf, sin embargo, aquél relato sonaba tan grandioso como la Ilíada o la crisis en La prueba del amor de Junie.
- Y pensar que usted pasó por todo eso.- exclamó.
- Fue algo duro – reconoció la chica, solemne.
- ¿No tiene parientes ni amigos en la ciudad?
- A nadie, en absoluto.
- Yo también estoy sólo en el mundo – dijo Rudolf, después de una pausa.
- Me alegro- se apresuró a decir la muchacha.
Y al joven, de algún modo, le alegró saber que ella aprobaba su desamparada condición. Muy de pronto, ella dejó caer los párpados con un profundo suspiro.
- Tengo un sueño tremendo – reconoció-. Y me siento tan bien...
Rudolf se levantó, recogiendo su sombrero.
- En ese caso, me despido. Una buena noche de descanso le caerá bien.
Le tendió la mano y ella se la tomó, diciendo “Buenas noches”. Pero sus ojos formularon una pregunta, con tanta elocuencia, con tanta franqueza y patetismo que él la contestó de viva voz:
- Oh, volveré mañana para ver cómo está. No se va a deshacer de mí tan fácilmente.
Ya en la puerta, como si no importara tanto el porqué de su aparición como el hecho mismo de que allí estuviera, ella preguntó:
- ¿Qué lo trajo hasta mi puerta?
Él la miró por un momento, recordando las tarjetas con una súbita punzada de celos. ¿Y si hubieran caído en otras manos, tan aventureras como las suyas? Rápidamente, decidió que ella debía ignorar la verdad. Jamás le permitiría saber que conocía el extraño recurso al cual se había visto obligada por su gran aprieto.
- Uno de nuestros afinadores de pianos vive en esta casa – respondió. -Llamé a su puerta por equivocación.
Lo último que vio dentro del cuarto, antes de que la puerta verde se cerrara, fue la sonrisa de la muchacha.
Cuando estaba por bajar la escalera se detuvo a echar una mirada curiosa a su alrededor. Luego recorrió el pasillo hasta el extremo, subió a los pisos más altos y continuó sus desconcertadas exploraciones. Todas las puertas de la casa estaban pintadas de verde.
Intrigado, descendió hasta la acera. El fantástico africano seguía allí; Rudolf lo enfrentó con las dos tarjetas en la mano.
- ¿Quiere decirme porqué me dio estas tarjetas y qué significan?- le preguntó.
El negro exhibió, un una amplia y afable sonrisa, una espléndida propaganda de la profesión de su amo.
- Ahí está, jefe- dijo señalando calle abajo - . Pero creo que va a llegar tarde para el primer acto.
Rudolf, al seguir la dirección de su dedo, vio la entrada de un teatro que anunciaba, en deslumbrantes letras eléctricas, su nueva obra: “La puerta verde”.
- Dicen que la obra es de primera, don –afirmó el negro.- El agente me dio un dólar, ¿sabe? Para que distribuyera algunas tarjetas junto con las del doctor. ¿Quiere una del doctor, don?
En la esquina de la cuadra donde vivía, Rudolf se detuvo para tomar un vaso de cerveza y comprar un cigarro. Cuando salió, con su habano encendido, se abotonó el abrigo, echó hacia atrás el ala del sombrero y dijo, severamente, al poste de la esquina:
- De cualquier modo, estoy seguro de que fue el Destino el que me proporcionó el modo de encontrarla.
Conclusión que, dadas las circunstancias, anota a Rudolf Steiner, sin lugar a dudas, en las filas de los auténticos seguidores del Romance y la Aventura

Fin