30 de enero de 2010

El armario viejo / Charles Dickens

Del autor de Oliver Twist y Un cuento de navidad; les dejo para que se deleiten con un pequeño cuento. Disfruten del relax! Saludos, Estanis.

El armario viejo
Charles Dickens

Eran las diez de la noche. En la hostería de los Tres Pichones, de Abbeylands, un viajero, joven aún, se había retirado a su cuarto, y de pie, cruzados los brazos contra el pecho, contemplaba el contenido de un baúl que acababa de abrir.
-Bueno, todavía debo sacar algún partido de lo que me queda -dijo-. Sí; en este baúl puedo invocar un genio no menos poderoso que el de Las mil y una noches: el genio de la venganza..., y quizá también el de la riqueza... ¿Quién sabe?... Empecemos antes por el primero.

Quien hubiese visto el contenido del baúl, más bien habría pensado que su dueño no debería hacer mejor cosa que llevárselo a un trapero, pues todo eran ropas, en su mayor parte pertenecientes, por su tela y forma, a las modas de otro siglo, excepto uno o dos vestidos de mujer; pero ¿qué podía hacer de un traje de mujer el joven cuya imaginación se exaltaba de ese modo ante aquel guardarropa híbrido? No eran días de Carnaval...

-¡Alto! Dan las diez -repuso de pronto-. Tengo que apresurarme, no vaya a cerrar la tienda ese bribón.

Y hablando consigo mismo se abrochó el frac, se echó encima un capote de caza, bajó, franqueó la puerta, siguió por la calle Mayor hasta recorrerla casi toda, torció por una calleja y se detuvo ante el escaparate de un comercio.

Quizá fuese el único abierto de todo el pueblo. Detrás del escaparate se veían las más variadas mercancías: muebles, libros, gemelos, monedas de plata, alhajas, relojes, hierro viejo y artículos de tocador. La mayoría de estos objetos tenían un rótulo que indicaba su precio. Detrás de un mostrador enrejado se sentaba un hombre con la pluma sobre la oreja, como un contable que acabara de interrumpir una operación matemática para despabilar la luz de la vela. Porque, en medio de todas aquellas riquezas, el hombre del mostrador se alumbraba económicamente con una prosaica vela de sebo colocada en una vieja botella vacía.

También él, lo mismo que el joven de la hostería, animaba su soledad con un monólogo o con uno de esos diálogos cuyas preguntas y respuestas las hace uno mismo.

“Es una gran verdad, sí, señor. En un chelín hay un millón, como en un grano de trigo hay toda una cosecha para llenar un granero; el secreto consiste en colocar bien el chelín y en sembrar el grano de trigo en buena tierra. La inteligencia y el ahorro dan a los ceros valor poniéndolos a continuación de las cifras; la locura y la prodigalidad ponen la cifra a continuación de los ceros. ¡Qué maravillosa semana! Las doscientas libras esterlinas que me prestó hace diez años Tomas Evans han dado excelente fruto. El imbécil perdió mi pagaré; siempre hacía igual por su habitual negligencia. Eso sí, también habría perdido el dinero si se hubiera presentado al vencimiento, en vez de morir nombrando heredero a su hijo Jorge, aún más derrochador que él. Creo firmemente que Tomás Evans tuvo la intención de dejarme ese legado, aunque el joven me escribió reclamándome las doscientas libras esterlinas con el pretexto de que no pagué a su padre”.

-"Señor mío -le contesté-, presénteme el pagaré y haré honor a mi firma. No pido ningún requisito más: soy solvente. Venga usted mismo si no tiene confianza en su agente de negocios”.

"¡Sí, sí! Le pareció mejor correr mundo con una actriz y gastarse las rentas antes de cobrarlas, en Norteamérica, de donde creo que no regresará. Dicen que también él se ha hecho cómico... ¡Cómico!... ¡Cualquier día el teatro le indemnizará de lo que le ha costado! Razón tiene nuestro ministro, el reverendo señor Mac-Holy, cuando llama escuela de Satanás al teatro. Si Tomás Evans hubiera sabido que su hijo acabaría su educación en esa escuela, además del pagaré de las doscientas libras esterlinas me hubiera legado también todo el modesto patrimonio que tan mal invirtió el heredero réprobo. ¡Comerse con una actriz la herencia de Tomás Evans y acabar por dedicarse él mismo a las tablas!... Ese joven está perdido. ¡No seré yo quien vaya a verlo trabajar, ni aunque me regalase la entrada!”

El señor Benson, intérprete de este soliloquio, que ejercía el doble oficio de prendero y prestamista, era acaso igualmente ingrato con el teatro y con su difunto amigo Tomás Evans. Porque muchos de los artículos que había en su tienda procedían de esos pobres comediantes que él convertía en discípulos de Satán, y los había comprado hacía poco por la tercera parte de su valor, a consecuencia de la quiebra del empresario del coliseo de Abbeylands. Su última frase, pronunciada con la elocuencia de un fiel sectario del reverendo Mac-Holy, quizá fuera oída por el joven pupilo de la hostería de los Tres Pichones, quien después de echar una ojeada llena de curiosidad a través de los cristales entraba en aquel momento en la tienda.

-Para servirle, señor Benson -saludó-. Me alegro de que no haya cerrado aún. Deseo tratar con usted un pequeño negocio.
-¿Tiene usted algún reloj de más y algunas guineas de menos? -preguntó Benson abriendo un cajoncito.
-No, señor; no me sobra ninguno. Respecto a las guineas, tengo, por fortuna, bastantes todavía para poder comprarle un mueble que he visto esta mañana al pasar delante de su tienda: un armario pequeño con cajones... Creo que es de encina... ¡Ah! Casualmente está ahí...
-¡Dispénseme! -exclamó Benson al comprender que había juzgado mal al comprador, quien llegaba a la hora intempestiva que suele elegirse para deshacerse de alguna prenda-. Si le interesa el armario está por completo a su disposición... ¡Buen mueble, de veras..., de encina, sí..., y encina de primera calidad, con cajones muy útiles y bonitos! Ese armario me ha costado bastante caro en la almoneda del granjero Merrywood, que murió la semana pasada. Pero me conformo con poca ganancia, aunque se han puesto de moda los muebles antiguos. El granjero Merrywood decía que este armario lo tenía su familia desde hace lo menos dos siglos. Puedo vendérselo por dos libras esterlinas.

-No presumo de ser inteligente en muebles viejos -respondió el joven-; pero tengo una tía a quien creo que le gustaría éste, y es un regalo que quiero hacerle para completar nuestro mobiliario. No regatearé; aquí tiene usted las dos libras esterlinas. Pago al contado, con dos condiciones: primera, que el mueble sea entregado esta noche, sin gastos, y que si por casualidad no agradase a mi tía, me lo cambie usted mañana a primera hora por otra cosa, en cuyo caso los gastos de devolución correrían de mi cuenta.
-Con mucho gusto, con mucho gusto -asintió Benson, que se esperaba el regateo de algunos chelines-. Pero ¿cómo voy a enviarlo esta noche?
-Eso allá usted -respondió el comprador-. Deseo también un recibo del dinero, y en ese recibo tendrá la bondad de especificar que me vende el armario con todo cuanto contiene, porque a lo mejor se encuentra una fortuna en estos armatostes antiguos -añadió sonriendo-. Se habla de butacas que la propietaria había rellenado de billetes de banco.
-¡Oh! Eso no me preocupa -dijo Benson, extendiendo el recibo-. En cuanto al transporte... No pesa mucho el armario... Yo me encargo de él... ¿Adónde hay que llevarlo?
-A la señora de Truman, calle de Salisbury, número 2, en el arrabal... No es un barrio muy recomendable, pero cada uno se aloja donde puede, con los alquileres tan caros.
-Es una calle muy oscura y que no goza de buena fama -objetó el prestamista-. ¿No podría usted aguardar a mañana por la mañana? Estoy solo en casa con una criada, y como a estas horas no encontraré en su puesto al recadero de la esquina, seguro que me veré obligado a llevar yo mismo el armario. Hace unos veinte años, en esa misma calle robaron y asesinaron a un hombre.
-¡Oh! ¡Sí, hace veinte años...! -comentó riendo el joven-. Pero la calle de Salisbury ha mejorado mucho desde esa fecha. Además, ¿a qué ladrón seduciría la idea de robar un armario vacío, que ha estado dos o tres siglos en poder de la familia del granjero Merrywood?

El señor Benson dirigió una mirada de desconfianza al comprador; pero le tranquilizó la fisonomía franca y leal de aquel joven de apenas veinticuatro años. En efecto, ¿qué podía temer? Y, además, “¡qué ocasión tan excelente para ahorrarme el viaje del mozo de cuerda! ¡Verdaderamente -se decía a sí mismo-, yo debiera invitar a este hombre a un refresco! Pero la buena intención se desvaneció como tantas otras buenas que a veces cruzaban rápidas por su imaginación.

-Si llega a casa de mi tía antes que yo, le ruego diga únicamente que es de parte de su sobrino, aunque estaré a tiempo para recibirlo yo mismo. Sólo me detendré un cuarto de hora en la calle Mayor y regresaré a toda prisa.

Y acto seguido se envolvió el joven con el capote y se despidió del señor Benson.

Éste paseó una mirada de satisfacción en tomo suyo.

-¡Ea! -concluyó-. He hecho un magnífico negocio que completa el día con gran beneficio. ¡Qué buen muchacho! ¡Cuánto debe de querer a su tía para no regatear al hacerle un regalo! Me daré prisa en llevarle este armario, que amenazaba con estorbarme aquí mucho tiempo.

Y llamando a la criada para participarle su salida, se echó el armario al hombro, cerró la puerta de la tienda y se encaminó con paso rápido a la calle de Salisbury. Había cesado de llover.

Cuando llegó al número 2, el prestamista llamó una vez con la aldaba sin obtener respuesta.

-¡Vaya! -dedujo para su capote-. Creo que esta es la casa que ha estado desalquilada tanto tiempo. No sabía que la ocuparan ya inquilinos. ¿A quién se habrán dirigido, pues, para los muebles?

Volvió a llamar y entonces dieron señales de vida; se oyeron pisadas en el pasillo y abrió una vieja que parecía extrañada por tan tardía visita.

-Iba a acostarme -dijo la anciana-. No esperaba más que a mi sobrino y creí que sería él...
-Pronto estará aquí -respondió Benson-, y me ha encargado que le traiga de su parte este precioso armario. Todo está pagado..., a menos que quiera usted añadir alguna propina -indicó sin el menor remordimiento de conciencia, porque el avaro prestamista pensaba que no debía impedir a la buena mujer mostrarse tan generosa como su sobrino.
-¡No faltaba más! -accedió la vieja-. Ahí tiene una moneda de seis peniques... ¡Qué amable es para su tía mi querido sobrino!
-¿Hace mucho tiempo que vive usted aquí, señora? -indagó Benson mientras la tía se registraba los bolsillos.
-¡No! Sólo llevo tres días -contestó la anciana.
-Gracias, señora; y si le hace falta algún mueble más, venga usted misma a mi tienda, donde hallará objetos de su agrado y baratísimos.
-Gracias a mi sobrino, no creo que me falte gran cosa, máxime cuando mi antiguo mobiliario ha llegado todo esta mañana por el canal. Buenas noches.

Benson se embolsó la propina y se marchó, sin preocuparse más que la vieja de prolongar la conversación en el pasillo, donde le había mandado dejar el armario, sin invitarle a entrar en las habitaciones.

Al llegar a su casa, el prestamista, como hombre minucioso, encendió de nuevo la bujía, anotó su último ingreso y se permitió el lujo de fumar una pipa antes de acostarse, y de servirse una copa de aguardiente para humedecer de cuando en cuando los labios. No tardó en oír dar las doce en uno de sus relojes; pero como otro dio una hora menos creyó que este último era el que acertaba y cargó de nuevo la pipa para esperar a que tocase un tercero. En aquel momento paró a su puerta un carruaje.

-¿Quién podrá llegar a mi casa a estas horas? -se preguntó al oír que llamaban-. ¡Ya va, ya va!... Probablemente será algún noble arruinado que viene a ofrecerme su vajilla heredada, o alguna condesa que quiere deshacerse de un diamante que le estorba.

Con tan agradable reflexión, salió a abrir. Vio a una señora que se apeaba de una silla de postas, cuyo estribo fue levantado de nuevo por el conductor, quien cerró también la portezuela, en tanto que la viajera disponía:

-Que aguarde el coche. Tengo que tratar con usted de un asunto importante, señor Benson; entremos en su casa, para que nadie nos moleste.

Benson penetró en la tienda, y a la luz de la vela notó que su entrevista a solas se efectuaba con una mujer de distinguidísimo porte, vestida con sencillez y dominada por una gran emoción.

-¿Es usted, realmente, el señor Benson el prestamista? -se informó.
-Sí, señora, y comerciante de objetos de ocasión: muebles, libros, estatuas, relojes de pared y bolsillo, alhajas, escopetas de dos cañones, pistolas y otros diversos artículos.
-¿Estuvo usted en la almoneda1 del granjero Merrywood el miércoles de la semana pasada?
-Sí, señora.
-¿Lo ha comprado usted?
-¿Qué?
-¡Ah, es verdad! Aún no se lo he dicho, ni debo decírselo... ¿Cuánto ha pagado usted por todos los artículos que adquirió allí?
-He hecho algunas buenas adquisiciones, lo confieso, pero me han costado unas treinta guineas
-¿Quiere enseñarme la factura de todos los lotes y dejarme escoger? O mejor aún, ¿quiere usted concedérmelo por cien guineas?

Benson miraba a aquella señora tan emocionada, de labios temblorosos.
Lo que ofrecía era de corazón.

-No -contestó-. Cien guineas es muy poco. Acaso para usted valga eso, pero para mí vale más.
-¡Le daré doscientas, y asunto terminado! ¿Qué ha adquirido usted? ¿Las camas, las butacas, los aparadores?... Enséñeme la lista...

Benson descolgó de un clavo de la tienda la memoria del tasador y se la entregó a la señora, que la examinó y con la misma agitación febril exclamó:

-¿Para qué comprobar artículo por artículo? Sólo hay uno que me interesa, y es éste. Quédese con los demás y véndame ese armarito con sus cuatro cajones. Señale usted mismo el precio y no perdamos un tiempo precioso.
-¡No puede ser, señora! -opuso Benson, a su vez pálido y azorado-. Ese armario no está ya en mi poder. Lo he vendido y lo he llevado yo mismo al comprador.
-¡Infeliz! -exclamó la señora-. ¡Me ha arruinado usted y se ha arruinado también a sí mismo! Ese armario nos hubiera hecho ricos a los dos. ¿Por qué me enteraría tan tarde de la venta? ¿Por qué...? ¿Y no puede usted recobrarlo? ¿Quién lo ha adquirido? ¿Accederá el comprador a vendérmelo? Dígame su nombre y su dirección... Quizás no se haya perdido todo aún...

-No sé el nombre del comprador -replicó Benson-; pero, por fortuna, sé dónde vive, y quizá encontremos medio de volver a verlo... Sin embargo, dígame antes por qué se le antoja tan valioso el armario. Lo he examinado detenidamente, se lo aseguro; es un mueble ordinario, no tiene doble fondo ni muelle alguno secreto... Debe usted de equivocarse, sin duda.
-No hay equivocación. ¿Ha mirado usted bien los cuatro cajones? ¿Se ha fijado en su grueso? ¿No ha reparado en que el de arriba tenía una especie de corredera en un borde?
-No..., nada he visto. Pero si tan segura está usted de lo que afirma, habré mirado mal... Decididamente, soy muy torpe; se han burlado de mí... me han engañado...

Pareció tan abrumado el prestamista por la convicción de su simpleza, que hasta la misma señora se conmovió.

-Escúcheme -le dijo-; si se las agencia usted bien, aún podremos repararlo todo; pero es necesario que actuemos de acuerdo. ¿Quiere que acordemos repartirnos lo que contenga el cajón?
-Pero ¿qué contiene? -inquirió Benson bajando la voz-. ¿Contiene realmente algo?
-¿Le ofrecería yo si no cien o doscientas guineas por tal mueble? En fin, quiero confiárselo todo. ¿Conocía usted al granjero Merrywood?
-No; no puedo asegurar que lo conociera. Hace tiempo le vendí una silla de montar y recuerdo que pocos días después vino a reprocharme haberlo engañado en la calidad de la borra.
-¡Qué suyo es eso! Espíritu desconfiado, inquieto, lúgubre... Pero no siempre fue así el pobre hombre; la desgracia trastorna con frecuencia un buen carácter. Tenía una hija cuya extraordinaria belleza ponderaba todo el mundo hace unos veinte años; hija única... ¡Pobre Carolina! Constituía su ídolo y mostraba con él todas las atenciones del cariño filial. Agradecida a la brillante educación que recibiera, quería consagrar su vida a tan buen padre: le leía, le ejecutaba sonatas al piano; en una palabra, era el ángel de la casa. ¡Tan amable! Todos la queríamos.
-¿También la conocía usted?
-¡Que si la conocía! Fuimos amigas desde la infancia, y éramos primas por parte de madre. Aunque yo era pobre, se portó muy bien conmigo; exigió a su padre que yo viviera con ellos en la granja. Claro que yo por mi parte los ayudaba con multitud de pequeños servicios; pero ¡qué delicadeza en el proceder de tan generosos parientes! Me hubieran tomado por hermana de Carolina siempre vestida igual, compartiendo sus diversiones..., yendo al baile con ella... ¡Al baile!... Ya adivinará usted lo demás.
-¡No, se lo juro! La escucho.
-¿De modo que no ha oído usted hablar del viejo marqués de...? ¡Pero dejemos ese nombre odioso!... Tenía un hijo, el joven conde Rogelio..., muchacho amabilísimo, espléndido, muy alegre, sin la menor arrogancia... Vio a Carolina y le impresionó su belleza; la amó, como todos... ¿Quién no la hubiera amado?... Le declaró su amor y lo compartió con ella... Lo de siempre, señor Benson... el amor y sus penas amargas... Una noche, hará de esto doce años, sí, doce años, transcurría el mes de septiembre, Carolina vino a verme a mi cuarto... “Prima -me dijo-, ¿crees que mi padre es hombre capaz de perdonar?” “Sin duda, Carolina -le respondí-. ¿No es cristiano?” “Lo es; pero ¿perdonaría a una hija que hubiese ambicionado elevarse por encima de su condición? ¿Le perdonaría hacerse lady? ¿Se descubriría de buena gana ante ella, como hace cuando la marquesa pasa por su lado en carroza para ir a la iglesia?” “¡Qué locura!”, contesté a Carolina, temiendo comprenderla. Y en cuanto me hubo confesado todo, le di un consejo amistoso, aunque me sedujera también verla ir y venir por mi cuarto aquella noche dándose aires de condesa, abanicándose con una zapatilla y recogiéndose la cola del traje de corte..., que a la sazón no era sino el camisón...
-¿Y qué sucedió? ¿Cogió una pleuresía y murió?
-No; sucedió que fue raptada. Carolina desapareció una mañana de aquel mes, y desde tan aciago día, el granjero Merrywood no levantó la cabeza de humillación. El infortunado padre pareció olvidar que había tenido una hija. No volvió a hablar de Carolina; nadie se atrevió ya a nombrarla, y cuando al mes siguiente recibió carta de ella, en la que le anunciaba que se iba a casar, que iba a ser una gran señora importante y rica, pero que siempre amaría y respetaría a su padre..., el granjero rompió la carta y arrojó los pedazos al aire, sin pronunciar más que estas palabras: “¡Insensata! ¡Insensata!”
-Loca estaba, en efecto -confirmó Benson-, porque presumo que no se casaría con ella el joven conde.
-¡Ay, no! Y ella no volvió a escribir. Merrywood subió al cuarto que ocupaba Carolina, abrió violentamente el armario de encina en que ella guardaba sus vestidos y ropa blanca, vació en el suelo los cajones y echó al fuego trajes, lencería, cofias, toquillas, etcétera, etcétera. Aquel armario era un antiguo mueble de familia que había pertenecido a su propia abuela, luego a su madre, después a su esposa... El cajón superior tenía un doble fondo, que servía a Carolina de cartera, donde guardaba las cartas que cuando estaba en el colegio recibió de su padre. El granjero abrió asimismo ese doble fondo, las sacó de él todas, intentó releer una y no pudo continuar por las muchas lágrimas que acudieron a sus ojos. Pasó un mes, luego otro, después el año entero, y el pobre padre no se mostraba menos taciturno ni menos triste, cuando recibió otra carta que llevaba en el sello las armas del marqués. La abrió y vio que era del joven conde Rogelio, cuyo padre acababa de morir, legándole todos sus títulos y propiedades, pero a condición de que se casara con la heredera de lord Rockigham. “Carolina -escribía el nuevo marqués- es dichosa; mas yo debo a usted una reparación personal, porque sé que su fortuna se ha resentido de sus penas. Le envío, pues, en nombre de su hija, cuatro billetes de banco de mil libras esterlinas cada uno.”

-¡Alabado sea Dios! -gritó el prestamista-. ¡Qué señor tan noble y dadivoso! ¡Cuatro mil libras esterlinas! ¡Vaya una fortuna para el granjero Merrywood!
-¡Qué mal lo juzga usted! ¡Ah! ¡Si hubiera visto, como yo vi, la cólera reconcentrada con que estrujó en sus manos la carta sin pronunciar una palabra!... Al cabo de un cuarto de hora de triste silencio me dijo: “Sube conmigo, Juana. Deseo que seas testigo de lo que voy a hacer.” Lo seguí toda temblorosa hasta el cuarto de Carolina. “Aquí hay -agregó- cuatro mil libras esterlinas que ese cobarde seductor pretende hacerme aceptar en nombre de mi hija. Líbreme Dios de tocarlas, y no se las devuelvo porque podría emplearlas en seducir a otras; pero... cuando yo muera..., si alguna vez queda en la miseria la hija que él me raptó, no quiero que perezca de hambre. Justo es que recobre el precio de su deshonra; tú sabrás de dónde sacar lo que le pertenece.” Y al decir esto, abrió el doble fondo, metió en él los billetes de banco, empujó el cajón con un postrer acceso de desesperación y me entregó este alfiler de plata, que sirve para activar el muelle secreto. El granjero Merrywood ha muerto; Carolina ha dejado también de existir. ¿Para quién deben ser las cuatro mil libras esterlinas?

-¡Y yo que he vendido el armario por dos libras! -suspiró Benson- ¡Miserable de mí! Lo repito: ¡me han robado! ¿Está usted segura de que es la única que sabía lo que acaba de contarme? ¡Ah! ¡He debido desconfiar del joven de aparente inocencia que venía como por casualidad a escoger ese mueble entre todos los de mi tienda!
-Dígame el nombre del comprador -repitió la dama-; no sólo poseo el secreto, sino que tengo también el alfiler.
-Déjeme el alfiler -prosiguió Benson-. No es demasiado tarde para ir a comprobarlo. Corro allá.
-No, no; quiero conservar la llave. Traiga usted el armario, y una vez que esté aquí lo comprobaremos juntos, y juntos lo abriremos puesto que debemos repartirnos la suma. A no ser que prefiera darme la dirección del comprador para que me arregle con él.
-No, no -porfió, a su vez, Benson-; yo he cometido la falta, yo tengo que repararla. Esté usted aquí mañana por la mañana, a las nueve.
-¡Mañana, a las nueve! -repitió la prima Juana-. Buenas noches.

Y montó de nuevo en el carruaje.

Benson no cerró los ojos en toda la noche por miedo a que el sol y el joven de la calle de Salisbury madrugaran más que él. En cuanto amaneció, corrió a la calle en cuestión, y daban las seis cuando se hallaba delante del número 2.

Antes de echar mano a la aldaba, se cercioró de que llevaba en el bolsillo una bolsa de monedas de oro. “Supongo -pensaba- que la vista del dinero seducirá a mi modesto joven, y, sobre todo, a la tía vieja, a quien tal vez haya que indemnizar. ¡Magnífico! Estoy prevenido. Llamemos.”

-¿Quién es?
-¿Está levantada la señora de Truman? -preguntó Benson por el ojo de la cerradura.
-Aún no.
-¿Y su sobrino?
-Soy yo -respondió una voz desde dentro.

Y al abrirse la puerta. el sobrino, presentándose en persona, expresó su extrañeza por tan temprana visita.

-Caballero -le expuso Benson-, nunca se apresura uno lo bastante, cuando se trata de reparar un error. Lo cometí anoche, al venderle un armario que me descabalaba la pareja. Y vengo a deshacer el trato; pero soy demasiado justo para no resarcirle espléndidamente. Usted mismo escogerá lo que quiera de toda mi tienda.
-De ningún modo, señor. Mi tía está entusiasmada con el regalo y no creo que haya el menor error. Por otra parte, todavía no he abierto los cajones, y recordará usted que lo he previsto todo... ¿Y si encontrase en él mi fortuna? Esos muebles antiguos de familia han enriquecido a más de un heredero, como le decía a usted ayer.

Hubo una pausa. Benson reflexionaba y calculaba. Reanudó la conversación a media voz y apoyó su elocuencia sacando del bolsillo la bolsa. Y debió de hallar, por fin, un argumento contundente, porque media hora más tarde el armario gótico entraba de nuevo en la tienda, después de desandar, a hombros del prestamista, todo el camino recorrido la víspera.

-¡Al fin respiro! -exclamó-. Pero ¿aguardaré a las nueve? ¡Ah! ¡Esa buena prima que cree que no puedo prescindir de su alfiler! Aquí tengo una hachita que ha roto otros muchos muebles!

Monologando así, sacó el primer cajón del armario y vio pegado en una de las paredes interiores un papel.

-¡Vaya, vaya! -murmuró-. ¿Será uno de los billetes?

Y leyó:

“Recibí: Jorge Evans.”

En el mismo instante entraba el joven cómico en su cuarto de la hostería de los Tres Pichones y restituía a su baúl dos vestidos de mujer.

-¡Vaya! -se dijo-. ¡Mucha prisa se ha dado en quebrar el empresario de este pueblo! Yo hubiera podido hacerle recaudar algunos ingresos con mi estreno. He tenido bastante éxito en mis papeles de la tía Truman y de la prima Juana. Deducidos de mis doscientas cincuenta libras esterlinas el alquiler de la casa de la calle de Salisbury, las dos libras del armario, lo que debo por la silla de posta y la propina de seis peniques, tan generosamente dada al ambicioso Benson, aún me quedarán las doscientas libras de mi padre, con los intereses de diez años. ¡Ojalá la conciencia de mi deudor esté tan tranquila como la mía!

Fin

25 de enero de 2010

Ildefonso Falcones / Entrevista

"En el mundo literario todos se creen dioses, mayores o menores"

Despues de vender cuatro millones de La catedral del mar, el abogado barcelonés narra la expulsión de los moriscos en La mano de Fátima. Desde su bufete, Falcones desvela la trastienda de su novela y sus ideas.


Bufete. Nada más en la placa dorada, antesala de la sobria decoración del generoso despacho del Eixample barcelonés. En realidad, todo acorde con el estilo que destila el abogado Ildefonso Falcones (Barcelona, 1959) cuando muda en novelista, sin concesiones a los tropos literarios ni a la psicología: sujeto, verbo y predicado al servicio de una concatenación de acciones. La mesura se extiende, coherente, al personaje, impasible a pesar de los cuatro millones de ejemplares vendidos en 37 países de su primera novela, La catedral del mar (Grijalbo, Círculo de Lectores y Debolsillo). No hay ego literario aparente bajo los revueltos rizos del letrado escritor, única concesión a la desmesura. Y lo ratifica hablando de su segunda obra, La mano de Fátima (Grijalbo, 500.000 ejemplares de salida), de nuevo novela histórica, ahora ambientada en el episodio nacional que va desde el levantamiento de los moriscos en las Alpujarras hasta su expulsión de la Península 40 años después. Un episodio delicado que da pie a confrontar los intolerantes fanatismos católico y musulmán en un caldo de aventuras, pasiones y una sabia y bien distribuida documentación de la época. En cualquier caso, 960 páginas que se leen rápido. "Pero es muy larga, pienso en los lectores y entiendo que es una barrera; yo me veo como lector y casi mil páginas pesan". Autocrítica. Inaudito en el Parnaso.

"No nos separan tantas cosas a cristianos y musulmanes. Llegar a un cierto sincretismo no me parecería mal"

Una excursión escolar a la catedral de Barcelona inspiró su primer libro. ¿Qué le llevó a los moriscos y a la Córdoba de las mezquitas?
La historia de las caballerizas reales y la obsesión en el siglo XVI por buscar la excelencia de los caballos cortesanos, intentando reunir las mil mejores yeguas. Es un episodio que conocía y me apetecía ahondar. Y por ahí se cruzó la Historia.

¿Ni en el tema ni al escribir le condicionaron los cuatro millones de catedrales?
Lo creas o no, te olvidas de eso; entre el despacho y los pleitos por ganar y las zapatillas de los niños por casa
[tiene cuatro varones, entre los 5 y los 13 años] no hay tiempo para pensar en eso. No, no soy de los de obsesionarse con algo; haces lo que sabes hacer y punto.

¿Está más satisfecho en el estilo o en el planteamiento respecto a su novela anterior? ¿Siente que ha evolucionado?
Si gustó la otra, espero no haber cambiado mucho en lo estilístico. En los personajes, quizá: en La catedral... iban más al albur de los acontecimientos; aquí dependen más de su voluntad.

O sea, ¿ha planificado más la novela? ¿Cómo se las plantea?
Me hago un guión con los puntos álgidos que ha de tener, momentos trascendentales que tendrán que ir rompiendo los capítulos y por ahí hay que parar.

¿También se ha leído 40 libros esta vez para documentarse?
No, ahora 200: desde un montón de crónicas de la época a estudios sobre el islam, cinco o seis, pasando por tesis doctorales, como una sobre el asilo eclesiástico.

¿Tanto para hacer ficción?
El lector sabe distinguir la trama ficticia de lo otro; por eso los datos siempre deben ser reales. Y más en una novela histórica; el autor no puede hacer lo que quiera: la trama siempre debe ajustarse a la realidad; tramas, hay infinitas, pero realidad, sólo una. Si no ¿qué ha de hacer el lector? ¿Ponerse a estudiar ese periodo histórico?

Que el original de La catedral pasara por un taller de escritura y muchas manos generó polémica. ¿Ha repetido fórmula?
La catedral la llevé al taller porque no encontraba quien quisiera hacerle un editing. Esta vez ya he trabajado directamente con mi editora y luego está mi mujer, mi primera lectora. Vamos a ver, los profesionales son ellos, hay todo un equipo trabajando para ti ¿no?, entonces, ¿por qué no hacerles caso? Quizá me influye mi profesión: yo no puedo ir a un juez con un pliego así de gordo; los casos y las exposiciones hay que trabajarlos y el juez a veces los tumba... El otro día leía Los novios, de Alessandro Manzoni, la obra maestra italiana, y había un pie de página que decía que Manzoni había cambiado no sé qué por consejo de un amigo porque eso no podía ser. Me alegró saber que un escritor así adoptara esa actitud.

Informar, formar o entretener. Ponga en orden las funciones de la novela.
Entretener. En mi caso, se trata de buscar la acción y la trama para contar aquello que quieres contar. Puede haber luego mensajes, pero han de estar ahí, en la propia historia.

En su Historia, los Reyes Católicos y el cardenal Cisneros quedan como traidores.
Isabel la Católica se movió más por lo económico que por lo religioso; sobre Cisneros, alguien que obliga a convertir a los moros y a los ocho años vuelve a la carga...

Y pensar que todo eso se da en un momento de auge de España...
¿Auge? Toda la riqueza de las Indias se malbarató; se dio un aumento de precios espectacular; los hidalgos no querían trabajar; la cultura del esfuerzo era inexistente; nunca se tuvo una economía estable y potente; para la agricultura, la expulsión de los moriscos fue una hecatombe: en Valencia se hizo una excepción para que de cada cien moriscos seis pudieran quedarse a enseñar a los cristianos a cultivar. Se cargaron el sistema por anteponer lo religioso y lo político.

¿La famosa evangelización fracasó?
Es que la integración no llegó nunca porque, entre otras cosas, los moriscos eran odiados... Es cierto que estaban en perpetuo alzamiento y se les veía como una fuerza interna peligrosa. En cualquier caso, se hicieron esfuerzos para integrarlos muy superiores a los que se podría esperar de una sociedad tan católica como era la española.

El protagonista, Hernando, es amonestado en un momento de la novela por su comunidad por desviarse de su religión y acercarse, por su origen mestizo, a los cristianos y vivir de la picaresca.
Es un episodio clave de la obra. Para tener unos valores hay que tener los referentes muy claros y le recriminan que él los haya perdido.

¿Es lo que pasa ahora, también?
Es evidente que hay unos parámetros, como los del esfuerzo y el trabajo, que se han perdido. Nunca he visto Operación Triunfo, pero sí un casting, y me impactó ver a un chico eliminado de 29 años llorando y diciendo que su vida ya no valía nada. ¿Arruinado la vida? De entrada, si quieres vivir de eso, estudia piano 10 años. ¿Estamos locos? La vida no es así; lo normal es no triunfar y si luchas mucho quizá un día logras algo.

Tanto Hernando como Arnau, protagonista de La catedral..., son dos self-made man. ¿Son referencias personales?
¿Por?

Por lo de la muerte de su padre siendo usted joven, lo que le obligó a trabajar en un bingo mientras estudiaba, dejar una carrera, la de Económicas, y su vocación literaria...
De manera consciente, no lo creo, si bien, el hacerse a uno mismo es una actitud que me atrae. El esfuerzo es un valor que debería ir al alza. Mira: no se puede pagar al estudiante para que estudie. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Pues por exceso de permisividad en estos 30 años de democracia, con políticos con intereses no muy claros... Por ejemplo, ¿qué se pretende con Cataluña? Votamos un estatuto que al día siguiente ya se quería reformar... Pero nos alejamos de la novela.

Hernando es religiosamente ecléctico. ¿Usted también?
No tengo necesidad, pero tampoco nos separan tantas cosas a cristianos y musulmanes. El problema es el fanatismo y el desconocimiento mutuo. Llegar a un cierto sincretismo no me parecería mal. La mezquita de Córdoba es el único ejemplo en el mundo de esta convivencia. Hoy que se ha rehabilitado el mihrab, sientes ahí los dos espíritus diferentes.

Entre las amenazas de Al Qaeda está la de reconquistar Al Andalus...
Eso es la misma estupidez que si los cristianos reclamáramos Jerusalén porque fue nuestra cuando la primera Cruzada.

¿Podrá continuar escribiendo y ejerciendo de abogado?
Ahora, en vez de una hora ya le dedico tres, de ocho a once de la mañana. Y voy a montar a caballo al mediodía. Tampoco voy a cerrar el bufete tras 30 años de trabajo: pero si sigo escribiendo habrá que ver cómo lo hago.

No se le ve por el circuito literario...
No tengo tiempo ni ganas. Continuaré siendo un outsider: ese mundo me parece un coñazo y a mí me gusta hablar con la gente de muchas cosas y del Barça.

¿Le molesta la imagen que ese ámbito tiene de usted?
Lo que me molestó es que se dijera que me escribieron La catedral. Si fuera tan fácil, echo a los abogados y pongo aquí a 11 negros a escribir. No hay campaña de marketing que te haga vender cuatro millones de libros. A lo mejor es que tiene algo de calidad lo que yo escribo... Ironizo. El literario es un mundo donde todos se creen dioses, mayores o menores. No me interesa.

Fin

20 de enero de 2010

Un caso de identidad / Arthur Conan Doyle


Aprovecho que encontré este cuento corto para que disfruten un poco de las aventuras de Sherlock Homes. Saludos!

Un caso de identidad
Arthur Conan Doyle

-Mi querido compañero -dijo Sherlock Holmes estando él y yo sentados a uno y otro lado de la chimenea, en sus habitaciones de Baker Street-, la vida es infinitamente más extraña que todo cuanto la mente del hombre podría inventar. No osaríamos concebir ciertas cosas que resultan verdaderos lugares comunes de la existencia. Si nos fuera posible salir volando por esa ventana agarrados de la mano, revolotear por encima de esta gran ciudad, levantar suavemente los techos, y asomarnos a ver las cosas raras que ocurren, las coincidencias extrañas, los proyectos, los contraproyectos, los asombrosos encadenamientos de circunstancias que laboran a través de las generaciones y desembocando en los resultados más outré, nos resultarían por demás trasnochadas e infructíferas todas las obras de ficción, con sus convencionalismos y con sus conclusiones previstas de antemano.

-Pues yo no estoy convencido de ello -le contesté-. Los casos que salen a la luz en los periódicos son, por regla general, bastante sosos y bastante vulgares. En nuestros informes policíacos nos encontramos con el realismo llevado a sus últimos límites, pero, a pesar de ello, el resultado, preciso es confesarlo, no es ni fascinador ni artístico.

-Se requiere cierta dosis de selección y de discreción al exhibir un efecto realista -comentó Holmes-. Esto se echa de menos en los informes de la Policía, en los que es más probable ver subrayadas las vulgaridades del magistrado que los detalles que encierran para un observador la esencia vital de todo el asunto. Créame, no hay nada tan antinatural como lo vulgar.

Me sonreí, moviendo negativamente la cabeza, y dije:

-Comprendo perfectamente que usted piense de esa manera. Sin duda que, dada su posición de consejero extraoficial, que presta ayuda a todo aquél que se encuentra totalmente desconcertado, en toda la superficie de tres continentes, entra usted en contacto con todos los hechos extraordinarios y sorprendentes que ocurren. Pero aquí -y al decirlo recogí del suelo el periódico de la mañana-... Hagamos una experiencia práctica. Aquí tenemos el primer encabezamiento con que yo tropiezo: «Crueldad de un marido con su mujer.» En total, media columna de letra impresa, que yo sé, sin necesidad de leerla, que no encierra sino hechos completamente familiares para mí. Tenemos, claro está, el caso de la otra mujer, de la bebida, del empujón, del golpe, de las magulladuras, de la hermana simpática o de la patrona. Los escritores más toscos no podrían inventar nada más vulgar.

-Pues bien: el ejemplo que usted pone resulta desafortunado para su argumentación -dijo Holmes, echando mano al periódico y recorriéndolo con la mirada-. Aquí se trata del caso de separación del matrimonio Dundas; precisamente yo me ocupé de poner en claro algunos detalles pequeños que tenían relación con el mismo. El marido era abstemio, no había de por medio otra mujer y la queja que se alegaba era que el marido había contraído la costumbre de terminar todas las comidas despojándose de su dentadura postiza y tirándosela a su mujer, acto que, usted convendrá conmigo, no es probable que surja en la imaginación del escritor corriente de novelas. Tome usted un pellizco de rapé, doctor, y confiese que en el ejemplo que usted puso me he anotado yo un tanto a mi favor.

Me alargó su caja de oro viejo para el rapé, con una gran amatista en el centro de la tapa. Su magnificencia contrastaba de tal manera con las costumbres sencillas y la vida llana de Holmes, que no pude menos de comentar aquel detalle.

-Me había olvidado de que llevo varias semanas sin verlo a usted -me dijo-. Esto es un pequeño recuerdo del rey de Bohemia en pago de mi colaboración en el caso de los documentos de Irene Adler.

-¿Y el anillo? -le pregunté, mirando al precioso brillante que centelleaba en uno de sus dedos.

-Procede de la familia real de Holanda, pero el asunto en que yo le serví es tan extraordinariamente delicado que no puedo confiárselo ni siquiera a usted, que ha tenido la amabilidad de hacer la crónica de uno o dos de mis pequeños problemas.

-¿Y no tiene en este momento a mano ninguno? -le pregunté con interés.

-Tengo diez o doce, pero ninguno de ellos presenta rasgos que lo hagan destacar. Compréndame, son de importancia, sin ser interesantes. Precisamente he descubierto que, de ordinario, suele ser en los asuntos sin importancia donde se presenta un campo mayor de observación, propicio al rápido análisis de causa y efecto, que es lo que da su encanto a las investigaciones. Los grandes crímenes suelen ser los más sencillos, porque, cuanto más grande es el crimen, más evidente resulta, por regla general, el móvil. En estos casos de que le hablo no hay nada que ofrezca rasgo alguno de interés, con excepción de uno bastante intrincado que me ha sido enviado desde Marsella. Sin embargo, bien pudiera ser que tuviera alguna cosa mejor antes que transcurran unos pocos minutos, porque, o mucho me equivoco, o ahí llega uno de mis clientes.

Holmes se había levantado de su sillón, y estaba en pie entre las cortinas separadas, contemplando la calle londinense, tristona y de color indefinido. Mirando por encima de su hombro, pude ver yo en la acera de enfrente a una mujer voluminosa que llevaba alrededor del cuello una boa de piel tupida, y una gran pluma rizada sobre el sombrero de anchas alas, ladeado sobre la oreja según la moda coquetona "Duquesa de Devonshire". Esa mujer miraba por debajo de esta gran panoplia hacia nuestras ventanas con gesto nervioso y vacilante, mientras su cuerpo oscilaba hacia adelante y hacia atrás, y sus dedos manipulaban inquietos con los botones de su guante. Súbitamente, en un arranque parecido al del nadador que se tira desde la orilla al agua, cruzó apresuradamente la calzada, y llegó a nuestros oídos un violento resonar de la campanilla de llamada.

-Antes de ahora he presenciado yo esos síntomas -dijo Holmes, tirando al fuego su cigarrillo-. El oscilar en la acera significa siempre que se trata de un affaire du coeur. Querría que la aconsejase, pero no está segura de que su asunto no sea excesivamente delicado para confiárselo a otra persona. Pues bien: hasta en esto podemos hacer distinciones. La mujer que ha sido gravemente perjudicada por un hombre, ya no vacila, y el síntoma corriente suele ser la ruptura del alambre de la campanilla de llamada. En este caso, podemos dar por supuesto que se trata de un asunto amoroso, pero que la joven no se siente tan irritada como perpleja o dolida. Pero aquí se acerca ella en persona para sacarnos de dudas.

Mientras Holmes hablaba, dieron unos golpes en la puerta, y entró el botones para anunciar a la señorita Mary Sutherland, mientras la interesada dejaba ver su pequeña silueta negra detrás de aquél, a la manera de un barco mercante con todas sus velas desplegadas detrás del minúsculo bote piloto. Sherlock Holmes la acogió con la espontánea amabilidad que lo distinguía. Una vez cerrada la puerta y después de indicarle con una inclinación que se sentase en un sillón, la contempló de la manera minuciosa, y sin embargo discreta, que era peculiar en él.

-¿No le parece -le dijo Holmes- que es un poco molesto para una persona corta de vista como usted el escribir tanto a máquina?

-Lo fue al principio -contestó ella-, pero ahora sé dónde están las letras sin necesidad de mirar.

De pronto, dándose cuenta de todo el alcance de sus palabras, experimentó un violento sobresalto, y alzó su vista para mirar con temor y asombro a la cara ancha y de expresión simpática.

-Usted ha oído hablar de mí, señor Holmes -exclamó-. De otro modo, ¿cómo podía saber eso?

-No le dé importancia -le dijo Holmes, riéndose-, porque la profesión mía consiste en saber cosas. Es posible que yo me haya entrenado en fijarme en lo que otros pasan por alto. Si no fuera así, ¿qué razón tendría usted para venir a consultarme?

-Vine a consultarle, señor, porque me habló de usted la señora Etherege, el paradero de cuyo esposo descubrió usted con tanta facilidad cuando la Policía y todo el mundo lo había dado por muerto. ¡Ay señor Holmes, si usted pudiera hacer eso mismo para mí! No soy rica, pero dispongo de un centenar de libras al año de renta propia, además de lo poco que gano con la máquina de escribir, y daría todo ello por saber qué ha sido del señor Hosmer Angel.

-¿Por qué salió a la calle con tal precipitación para consultarme? -preguntó Sherlock Holmes, juntando unas con otras las yemas de los dedos de sus manos, y con la vista fija en el techo.

También ahora pasó una mirada de sobresalto por el rostro algo inexpresivo de la señorita Mary Sutherland, y dijo ésta:

-En efecto, me lancé fuera de casa, como disparada, porque me irritó el ver la tranquilidad con que lo tomaba todo el señor Windibank, es decir, mi padre. No quiso ir a la Policía, ni venir a usted y, por último, en vista de que él no hacía nada y de que insistía en que nada se había perdido, me salí de mis casillas, me vestí de cualquier manera y vine derecha a visitar a usted.

-¿El padre de usted? -dijo Holmes-. Se referirá, seguramente, a su padrastro, puesto que los apellidos son distintos.

-Sí, es mi padrastro. Le llamo padre, aunque suena a cosa rara; porque sólo me lleva cinco años y dos meses de edad.

-¿Vive la madre de usted?

-Sí; mi madre vive y está bien. No me gustó mucho, señor Holmes, cuando ella contrajo matrimonio, muy poco después de morir papá, y lo contrajo con un hombre casi quince años más joven que ella. Mi padre era fontanero en la Tottenhan Court Road, y dejó al morir un establecimiento próspero, que mi madre llevó adelante con el capataz, señor Hardy; pero, al presentarse el señor Windibank, lo vendió, porque éste se consideraba muy por encima de aquello, pues era viajante en vinos. Les pagaron por el traspaso e intereses cuatro mil setecientas libras, mucho menos de lo que papá habría conseguido, de haber vivido.

Yo creía que Sherlock Holmes daría muestras de impaciencia ante aquel relato inconexo e inconsecuente; pero, por el contrario, lo escuchaba con atención reconcentrada.

-¿Proviene del negocio la pequeña renta que usted disfruta? -preguntó Holmes.

-De ninguna manera, señor; se trata de algo en absoluto independiente, y que me fue legado por mi tío Ned, de Auckland. El dinero está colocado en valores de Nueva Zelanda, al cuatro y medio por ciento. El capital asciende a dos mil quinientas libras; pero sólo puedo cobrar los intereses.

-Lo que usted me dice me resulta en extremo interesante -le dijo Holmes-. Disponiendo de una suma tan importante como son cien libras al año, además de lo que usted misma gana, viajará usted, sin duda, un poco y se concederá toda clase de caprichos. En mi opinión, una mujer soltera puede vivir muy decentemente con un ingreso de sesenta libras.

-Yo podría hacerlo con una cantidad muy inferior a ésa, señor Holmes; pero ya comprenderá que, mientras viva en casa, no deseo ser una carga para ellos, y son ellos quienes invierten el dinero mío. Naturalmente, eso ocurre sólo por ahora. El señor Windibank es quien cobra todos los trimestres mis intereses, él se los entrega a mi madre y yo me las arreglo muy bien con lo que gano escribiendo a máquina. Me pagan dos peniques por hoja, y hay muchos días en que escribo de quince a veinte hojas.

-Me ha expuesto usted su situación con toda claridad -le dijo Holmes-. Este señor es mi amigo el doctor Watson, y usted puede hablar en su presencia con la misma franqueza que delante de mí. Tenga, pues, la bondad de contarnos todo lo que haya referente a sus relaciones con el señor Hosmer Angel.

La cara de la señorita Sutherland se cubrió de rubor, y sus dedos empezaron a pellizcar nerviosamente la orla de su chaqueta.

-Lo conocí en el baile de los gasistas -nos dijo-. Acostumbraban enviar entradas a mi padre en vida de éste y siguieron acordándose de nosotros, enviándoselas a mi madre. El señor Windibank no quiso ir, nunca quería ir con nosotras a ninguna parte. Bastaba para sacarlo de sus casillas el que yo manifestase deseos de ir, aunque sólo fuese a una fiesta de escuela dominical. Sin embargo, en aquella ocasión me empeñé en ir, y dije que iría porque, ¿qué derecho tenía él a impedírmelo? Afirmó que la gente que acudiría no era como para que nosotros alternásemos con ella, siendo así que se hallarían presentes todos los amigos de mi padre. Aseguró también que yo no tenía vestido decente, aunque disponía del de terciopelo color púrpura, que ni siquiera había sacado hasta entonces del cajón. Finalmente, viendo que no se salía con la suya, marchó a Francia para negocios de su firma, y nosotras, mi madre y yo, fuimos al baile, acompañadas del señor Hardy, el que había sido nuestro encargado, y allí me presentaron al señor Hosmer Angel.

-Me imagino -dijo Holmes- que, cuando el señor Windibank regresó de Francia, se molestó muchísimo por que ustedes hubiesen ido al baile.

-Pues, verá usted; lo tomó muy a bien. Recuerdo que se echó a reír, se encogió de hombros, y afirmó que era inútil negarle nada a una mujer, porque ésta se salía siempre con la suya.

-Comprendo. De modo que en el baile de los gasistas conoció usted a un caballero llamado Hosmer Angel.

-Sí, señor. Lo conocí esa noche, y al día siguiente nos visitó para preguntar si habíamos regresado bien a casa. Después de eso nos entrevistamos con él; es decir, señor Holmes, me entrevisté yo con él dos veces, en que salimos de paseo; pero mi padre regresó a casa, y el señor Hosmer Angel ya no pudo venir de visita a ella.

-¿No?

-Verá usted, mi padre no quiso ni oír hablar de semejante cosa. No le gustaba recibir visitas, si podía evitarlas, y acostumbraba decir que la mujer debería ser feliz dentro de su propio círculo familiar. Pero, como yo le decía a mi madre, la mujer necesita empezar por crearse su propio círculo, cosa que yo no había conseguido todavía.

-¿Y qué fue del señor Hosmer Angel? ¿No hizo intento alguno para verse con usted?

-Pues verá, mi padre iba a marchar a Francia otra vez una semana más tarde, y Hosmer me escribió diciendo que sería mejor y más seguro el que no nos viésemos hasta que hubiese emprendido viaje. Mientras tanto, podíamos escribirnos, y él lo hacía diariamente. Yo recibía las cartas por la mañana, de modo que no había necesidad de que mi padre se enterase.

-¿Estaba usted ya entonces comprometida a casarse con ese caballero?

-Claro que sí, señor Holmes. Nos prometimos después del primer paseo que dimos juntos. Hosmer, el señor Angel, era cajero en unas oficinas de Leadenhall Street, y...

-¿En qué oficinas?

-Eso es lo peor del caso, señor Holmes, que lo ignoro.

-¿Dónde residía en aquel entonces?

-Dormía en el mismo local de las oficinas.

-¿Y no tiene usted su dirección?

-No, fuera de que estaban en Leadenhall Street.

-¿Y adónde, pues, le dirigía usted sus cartas?

-A la oficina de Correos de Leadenhall, para ser retiradas personalmente. Me dijo que si se las enviaba a las oficinas, los demás escribientes le embromarían por recibir cartas de una dama; me brindé, pues, a escribírselas a máquina, igual que hacía él con las suyas, pero no quiso aceptarlo, afirmando que cuando eran de mi puño y letra le producían, en efecto, la impresión de que procedían de mí, pero que si se las escribía a máquina le daban la sensación de que ésta se interponía entre él y yo. Por ese detalle podrá usted ver señor Holmes, cuánto me quería, y en qué insignificancias se fijaba.

-Sí, eso fue muy sugestivo -dijo Holmes-. Desde hace mucho tiempo tengo yo por axioma el de que las cosas pequeñas son infinitamente las más importantes. ¿No recuerda usted algunas otras pequeñeces referentes al señor Hosmer Angel?

-Era un hombre muy vergonzoso, señor Holmes. Prefería pasearse conmigo ya oscurecido, y no durante el día, afirmando que le repugnaba que se fijasen en él. Sí; era muy retraído y muy caballeroso. Hasta su voz tenía un timbre muy meloso. Siendo joven sufrió, según me dijo, de anginas e hinchazón de las glándulas, y desde entonces le quedó la garganta débil y una manera de hablar vacilante y como si se expresara cuchicheando. Vestía siempre muy bien, con mucha pulcritud y sencillez, pero padecía, lo mismo que yo, debilidad de la vista, y usaba cristales de color para defenderse de la luz.

-¿Y qué ocurrió cuando regresó a Francia su padrastro el señor Windibank?

-El señor Hosmer Angel volvió de visita a nuestra casa, y propuso que nos casásemos antes del regreso de mi padre. Tenía una prisa terrible, y me hizo jurar, con las manos sobre los Evangelios que, ocurriese lo que ocurriese, le sería siempre fiel. Mi madre dijo que tenía razón en pedirme ese juramento, y que con ello demostraba la pasión que sentía por mí. Mi madre se puso desde el primer momento de su parte, y mostraba por él mayor simpatía aún que yo. Pero cuando empezaron a hablar de celebrar la boda aquella misma semana, empecé yo a preguntar qué le parecería a mi padre; pero los dos me dijeron que no me preocupase de él, que ya se lo diríamos después, y mi madre afirmó que ella lo conformaría. Señor Holmes, eso no me gustó del todo. Me producía un efecto raro el tener que solicitar su autorización, siendo como era muy poco más viejo que yo; pero no quise hacer nada a escondidas, y escribí a mi padre a Burdeos, donde la compañía en que trabaja tiene sus oficinas de Francia, pero la carta me llegó devuelta la misma mañana de la boda.

-¿No coincidió con él, verdad?

-No, porque se había puesto en camino para Inglaterra poco antes que llegase.

-¡Mala suerte! De modo que su boda quedó fijada para el viernes. ¿Iba a celebrarse en la iglesia?

-Sí, señor, pero muy calladamente. Iba a celebrarse en St. Saviour, cerca de King’s Cross, y después de la ceremonia nos íbamos a desayunar en el St. Pancras Hotel. Hosmer vino a buscarnos en un hansom, pero como nosotras éramos sólo dos, nos metió en el mismo coche, y él tomó otro de cuatro ruedas, porque era el único que había en la calle. Nosotros fuimos las primeras en llegar a la iglesia, y cuando lo hizo el coche de cuatro ruedas esperábamos que Hosmer se apearía del mismo; pero no se apeó, y cuando el cochero bajó del pescante y miró al interior, ¡allí no había nadie! El cochero manifestó que no acertaba a imaginarse qué había podido hacerse del viajero, porque lo había visto con sus propios ojos subir al coche. Eso ocurrió el viernes pasado, señor Holmes, y desde entonces no he tenido ninguna noticia que pueda arrojar luz sobre su paradero.

-Me parece que se han portado con usted de una manera vergonzosa -dijo Holmes.

-¡Oh, no señor! Era un hombre demasiado bueno y cariñoso para abandonarme de ese modo. Durante toda la mañana no hizo otra cosa que insistir en que, ocurriese lo que ocurriese, tenía yo que seguir siéndole fiel; que aunque algo imprevisto nos separase al uno del otro, tenía yo que acordarme siempre de que me había comprometido a él, y que más pronto o más tarde se presentaría a exigirme el cumplimiento de mi promesa. Eran palabras que resultaban extrañas para dichas la mañana de una boda, pero adquieren sentido por lo que ha ocurrido después.

-Lo adquieren, con toda evidencia. ¿Según eso, usted está en la creencia de que le ha ocurrido alguna catástrofe imprevista?

-Sí, señor. Creo que él previó algún peligro, pues de lo contrario no habría hablado como habló. Y pienso, además, que ocurrió lo que él había previsto.

-¿Y no tiene usted idea alguna de qué pudo ser?

-Absolutamente ninguna.

-Otra pregunta más: ¿Cuál fue la actitud de su madre en el asunto?

-Se puso furiosa, y me dijo que yo no debía volver a hablar jamás de lo ocurrido.

-¿Y su padre? ¿Se lo contó usted?

-Sí, y pareció pensar, al igual que yo, que algo le había sucedido a Hosmer, y que yo volvería a tener noticias de él. Porque, me decía, ¿qué interés podía tener nadie en llevarme hasta las puertas de la iglesia, y abandonarme allí? Si él me hubiese pedido dinero prestado, o si, después de casarse conmigo, hubiese conseguido poner mi capital a nombre suyo, pudiera haber una razón; pero Hosmer no quería depender de nadie en cuestión de dinero, y nunca quiso aceptar ni un solo chelín mío. ¿Qué podía, pues, haber ocurrido? ¿Y por qué no puede escribir? Sólo de pensarlo me pongo medio loca. Y no puedo pegar ojo en toda la noche.

Sacó de su manguito un pañuelo, y empezó a verter en él sus profundos sollozos. Sherlock Holmes le dijo, levantándose:

-Examinaré el caso en interés de usted, y no dudo de que llegaremos a resultados concretos. Descargue desde ahora sobre mí el peso de este asunto, y desentienda por completo su pensamiento del mismo. Y sobre todo, procure que el señor Hosmer Angel se desvanezca de su memoria, de la misma manera que él se ha desvanecido de su vida.

-¿Cree usted entonces que ya no volveré a verlo más?

-Me temo que no.

-¿Qué le ha ocurrido entonces?

-Deje a mi cargo esa cuestión. Desearía poseer una descripción exacta de esa persona, y cuantas cartas del mismo pueda usted entregarme.

-El sábado pasado puse un anuncio pidiendo noticias suyas en el Chronicle -dijo la joven-. Aquí tiene el texto, y aquí tiene también cuatro cartas suyas.

-Gracias. ¿La dirección de usted?

-Lyon Place, número treinta y uno, Camberwell.

-Por lo que he podido entender, el señor Angel no le dio nunca su dirección. ¿Dónde trabaja el padre de usted?

-Es viajante de Westhouse & Marbank, los grandes importadores de clarete, de Fenchurch Street.

-Gracias. Me ha expuesto usted su problema con gran claridad. Deje aquí los documentos, y acuérdese del consejo que le he dado. Considere todo el incidente como un libro cerrado, y no permita que ejerza influencia sobre su vida.

-Es usted muy amable, señor Holmes, pero yo no puedo hacer eso. Permaneceré fiel al señor Hosmer. Me hallará dispuesta cuando él vuelva.

A pesar de lo absurdo del sombrero y de su cara inexpresiva, tenía algo de noble, que imponía respeto, la fe sencilla de nuestra visitante. Depositó encima de la mesa su pequeño lío de papeles, y siguió su camino con la promesa de presentarse siempre que la llamase el señor Holmes.

Sherlock Holmes permaneció silencioso durante algunos minutos, con las yemas de los dedos juntas, las piernas alargadas hacia adelante y la mirada dirigida hacia el techo. Cogió luego del colgadero la vieja y aceitosa pipa de arcilla, que era para él como su consejera y, una vez encendida, se recostó en la silla, lanzando de sí en espirales las guirnaldas de una nube espesa de humo azul, con una expresión de languidez infinita en su cara.

-Esta moza constituye un estudio muy interesante -comentó-. Ella me ha resultado más interesante que su pequeño problema, el que, dicho sea de paso, es bastante trillado. Si usted consulta mi índice, hallará casos paralelos: en Andover, el año setenta y siete, y algo que se le parece ocurrió también en La Haya el año pasado. Sin embargo, por vieja que sea la idea, contiene uno o dos detalles que me han resultado nuevos. Pero la persona de la moza fue sumamente aleccionadora.

-Me pareció que observaba usted en ella muchas cosas que eran completamente invisibles para mí -le hice notar.

-Invisibles no, Watson, sino inobservadas. Usted no supo dónde mirar, y por eso se le pasó por alto todo lo importante. No consigo convencerle de la importancia de las mangas, de lo sugeridoras que son las uñas de los pulgares, de los problemas cuya solución depende de un cordón de los zapatos. Veamos. ¿Qué dedujo usted del aspecto exterior de esa mujer? Descríbamelo.

-Llevaba un sombrero de paja, de alas anchas y de color pizarra, con una pluma de color rojo ladrillo. Su chaqueta era negra, adornada con abalorios negros y con una orla de pequeñas cuentas de azabache. El vestido era color marrón, algo más oscuro que el café, con una pequeña tira de felpa púrpura en el cuello y en las mangas. Sus guantes tiraban a grises, completamente desgastados en el dedo índice de la mano derecha. No me fijé en sus botas. Ella es pequeña, redonda, con aros de oro en las orejas y un aspecto general de persona que vive bastante bien, pero de una manera vulgar, cómoda y sin preocupaciones.

Sherlock Holmes palmeó suavemente con ambas manos y se rió por lo bajo.

-Por vida mía, Watson, que está usted haciendo progresos. Lo ha hecho usted pero que muy bien. Es cierto que se le ha pasado por alto todo cuanto tenia importancia, pero ha dado usted con el método, y posee una visión rápida del color. Nunca se confíe a impresiones generales, muchacho, concéntrese en los detalles. Lo primero que yo miro son las mangas de una mujer. En el hombre tiene quizá mayor importancia la rodillera del pantalón.

Según ha podido usted advertir, esta mujer lucía felpa en las mangas, y la felpa es un material muy útil para descubrir rastros. La doble línea, un poco más arriba de la muñeca, en el sitio donde la mecanógrafa hace presión contra la mesa, estaba perfectamente marcada. Las máquinas de coser movidas a mano dejan una señal similar, pero sólo sobre el brazo izquierdo y en la parte más alejada del dedo pulgar, en vez de marcarla cruzando la parte más ancha, como la tenía ésta. Luego miré a su cara, y descubrí en ambos lados de su nariz la señal de unas gafas a presión, todo lo cual me permitió aventurar mi observación sobre la cortedad de vista y la escritura, lo que pareció sorprender a la joven.

-También me sorprendió a mi.

-Sin embargo, era cosa que estaba a la vista. Me sorprendió mucho, después de eso, y me interesó, al mirar hacia abajo, el observar que, a pesar de que las botas que llevaba no eran de distinto número, sí que eran desparejas, porque una tenía la puntera con ligeros adornos, mientras que la otra era lisa. La una tenía abrochados únicamente los dos botones de abajo (eran cinco), y la otra los botones primero, tercero y quinto. Pues bien: cuando una señorita joven, correctamente vestida en todo lo demás, ha salido de su casa con las botas desparejas y a medio abrochar, no significa gran cosa el deducir que salió con mucha precipitación.

-¿Y qué más? -le pregunté, vivamente interesado, como siempre me ocurría, con los incisivos razonamientos de mi amigo.

-Advertí, de pasada, que había escrito una carta antes de salir de casa, pero cuando estaba ya completamente vestida. Usted se fijó en que el dedo índice de la mano derecha de su guante estaba roto, pero no se fijó, por lo visto, en que tanto el guante como el dedo estaban manchados de tinta violeta. Había escrito con mucha prisa, y había metido demasiado la pluma en el tintero. Eso debió de ocurrir esta mañana, pues de lo contrario la mancha de tinta no estaría fresca en el dedo. Todo esto resulta divertido, aunque sea elemental, Watson, pero es preciso que vuelva al asunto. ¿Tiene usted inconveniente en leerme la descripción del señor Hosmer Angel que se da en el anuncio?

Puse de manera que le diese la luz el pequeño anuncio impreso, que decía:

«Desaparecido la mañana del día 14 un caballero llamado Hosmer Angel. Estatura, unos cinco pies y siete pulgadas; de fuerte conformación, cutis cetrino, pelo negro, una pequeña calva en el centro, hirsuto, con largas patillas y bigote; usa gafas con cristales de color y habla con alguna dificultad. La última vez que se le vio vestía levita negra con solapas de seda, chaleco negro, albertina de oro y pantalón gris de paño Harris, con polainas oscuras sobre botas de elástico. Sábese que estaba empleado en una oficina de la calle Leadenhall Street. Cualquiera que proporcione, etc., etcétera.»

-Con eso basta -dijo Holmes-. Por lo que hace a las cartas -dijo pasándoles la vista por encima- son de lo más vulgar. No existe en ellas pista alguna que nos conduzca al señor Angel, salvo la de que cita una vez a Balzac. Sin embargo, hay un detalle notable, y que no dudo le sorprenderá a usted.

-Que están escritas a máquina -hice notar yo.

-No sólo eso, sino que incluso lo está la firma. Fíjese en la pequeña y limpia inscripción de Hosmer Angel que hay al pie. Tenemos, como usted ve, una fecha, pero no la dirección completa, fuera de lo de Leadenhall Street, lo cual es bastante vago. Este detalle de la firma es muy sugeridor; a decir verdad, pudiéramos calificarlo de probatorio.

-¿Y qué prueba?

-¿Es posible, querido compañero, que no advierta usted la marcada dirección que da al caso éste?

-Mentiría si dijese que la veo, como no sea la de que lo hacía para poder negar su firma en el caso de que fuera demandado por ruptura de compromiso matrimonial.

-No, no se trataba de eso. Sin embargo, voy a escribir dos cartas que nos sacarán de dudas a ese respecto. La una para cierta firma comercial de la City y la otra al padrastro de esta señorita, el señor Windibank, en la que le pediré que venga a vernos aquí mañana a las seis de la tarde. Es igual que tratemos del caso con los parientes varones. Y ahora, doctor, nada podemos hacer hasta que nos lleguen las contestaciones a estas dos cartas, de modo que podemos dejar el asuntillo en el estante mientras tanto.

Tantas razones tenía yo por entonces de creer en la sutil capacidad de razonamiento de mi amigo, y en su extraordinaria energía para la acción, que experimenté el convencimiento de que debía de tener alguna base sólida para tratar de manera tan segura y desenvuelta el extraño misterio cuyo sondeo le habían encomendado. Tan sólo en una ocasión le había visto fracasar, a saber: en la de la fotografía de Irene Adler y del rey de Bohemia; pero al repasar en mi memoria el tan misterioso asunto del Signo de los Cuatro y las circunstancias extraordinarias que rodearon al Estudio en escarlata, tuve el convencimiento de que tendría que ser muy enrevesada la maraña que él no fuese capaz de desenredar.

Me marché y lo dejé dando bocanadas en su pipa de arcilla, convencido de que, cuando yo volviese por allí al día siguiente por la tarde, me encontraría con que Holmes tenía en sus manos todas las pistas que le conducirían a la identificación del desaparecido novio de la señorita Mary Sutherland.

Ocupaba por aquel entonces toda mi atención un caso profesional de extrema gravedad, y estuve durante todo el día siguiente atareado junto al lecho del enfermo. No quedé libre hasta que ya iban a dar las seis, y entonces salté a un coche hansom y me hice llevar a Baker Street, medio asustado ante la posibilidad de llegar demasiado tarde para asistir al denouément del pequeño misterio. Sin embargo, me encontré a Sherlock Holmes sin compañía, medio dormido y con su cuerpo largo y delgado hecho un ovillo en las profundidades de su sillón. Un formidable despliegue de botellas y tubos de ensayo, y el inconfundible y acre olor del ácido hidroclórico, me dijeron que se había pasado el día dedicado a las manipulaciones químicas a que era tan aficionado.

-Qué, ¿lo resolvió usted? -le pregunté al entrar.

-Sí. Era el bisulfato de barita.

-¡No, no! ¡El misterio! -le grité.

-¡Oh, eso! Creí que se refería a la sal que había estado manipulando. Como le dije ayer, en este asunto no hubo nunca misterio alguno, aunque si algunos detalles de interés. El único inconveniente con que nos encontramos es el de que, según parece, no existe ley alguna que permita castigar al granuja este.

-¿Y quién era el granuja, y qué se propuso con abandonar a la señorita Sutherland?

No había apenas salido de mi boca la pregunta, y aún no había abierto Holmes los labios para contestar, cuando oímos fuertes pisadas en el pasillo y unos golpecitos a la puerta.

-Ahí tenemos al padrastro de la joven, el señor Windibank -dijo Holmes-. Me escribió diciéndome que estaría aquí a las seis... ¡Adelante!

El hombre que entró era corpulento y de estatura mediana, de unos treinta años de edad, completamente rasurado, de cutis cetrino, de maneras melosas e insinuantes y con un par de ojos asombrosamente agudos y penetrantes. Disparó hacia cada uno de nosotros dos una mirada interrogadora, puso su brillante sombrero de copa encima del armario y, después de una leve inclinación de cabeza, se sentó en la silla que tenía más cerca, a su lado mismo.

-Buenas tardes, señor James Windibank -le dijo Holmes-. Creo que es usted quien me ha enviado esta carta escrita a máquina, citándose conmigo a las seis, ¿no es cierto?

-En efecto, señor. Me temo que he llegado con un pequeño retraso, pero tenga en cuenta que no puedo disponer de mi persona libremente. Siento que la señorita Sutherland le haya molestado a usted a propósito de esta minucia, porque creo que es mucho mejor no sacar a pública colada estos trapos sucios. Vino muy contra mi voluntad, pero es una joven muy excitable e impulsiva, como habrá usted podido darse cuenta, y no es fácil frenarla cuando ha tomado una resolución. Claro está que no me importa tanto tratándose de usted, que no tiene nada que ver con la Policía oficial, pero no resulta agradable el que se airee fuera de casa un pequeño contratiempo familiar como éste. Además, se trata de un gasto inútil, porque, ¿cómo va usted a encontrar a este Hosmer Angel?

-Por el contrario -dijo tranquilamente Holmes-, tengo toda clase de razones para creer que lograré encontrar a ese señor.

El señor Windibank experimentó un violento sobresalto, y dejó caer sus guantes, diciendo:

-Me encanta oír decir eso.

-Resulta curioso -comentó Holmes- el que las máquinas de escribir den a la escritura tanta individualidad como cuando se escribe a mano. No hay dos máquinas de escribir iguales, salvo cuando son completamente nuevas. Hay unas letras que se desgastan más que otras, y algunas de ellas golpean sólo con un lado. Pues bien: señor Windibank, fíjese en que se da el caso en esta carta suya de que todas las letras e son algo borrosas, y que en el ganchito de la letra erre hay un ligero defecto. Tiene su carta otras catorce características, pero estas dos son las más evidentes.

-Escribimos toda nuestra correspondencia en la oficina con esta máquina, y por eso sin duda está algo gastada -contestó nuestro visitante, clavando la mirada de sus ojillos brillantes en Holmes.

-Y ahora, señor Windibank, voy a mostrarle algo que constituye verdaderamente un estudio interesantísimo -continuó Holmes-. Estoy pensando en escribir cualquier día de éstos otra pequeña monografía acerca de la máquina de escribir y de sus relaciones con el crimen. Es un tema al que he consagrado alguna atención. Tengo aquí cuatro cartas que según parece proceden del hombre que buscamos. Todas ellas están escritas a máquina, y en todas ellas se observa no solamente que las ees son borrosas y las erres sin ganchito, sino que tienen también, si uno se sirve de los lentes de aumento, las otras catorce características a las que me he referido.

El señor Windibank saltó de su asiento y echó mano a su sombrero, diciendo:

-Señor Holmes, yo no puedo perder el tiempo escuchando esta clase de charlas fantásticas. Si usted puede apoderarse de ese hombre, hágalo, y avíseme después.

-Desde luego -dijo Holmes, cruzando la habitación y haciendo girar la llave de la puerta-. Por eso le notifico ahora que lo he atrapado.

-¡Cómo! ¿Dónde? -gritó el señor Windibank, y hasta sus labios palidecieron mientras miraba a todas partes igual que rata cogida en la trampa.

-Es inútil todo lo que haga, es verdaderamente inútil -le dijo con voz suave Holmes-. Señor Windibank, la cosa no tiene vuelta de hoja. Es demasiado transparente, y no me hizo usted ningún elogio cuando dijo que me sería imposible resolver un problema tan sencillo. Bien, siéntese, y hablemos.

Nuestro visitante se desplomó en una silla con el rostro lívido y un brillo de sudor por toda su frente, balbuciendo:

-No cae dentro de la ley.

-Mucho me lo temo; pero, de mí para usted, Windibank, ha sido una artimaña cruel, egoísta y despiadada, que usted llevó a cabo de un modo tan ruin como yo jamás he conocido. Y ahora, permítame tan sólo repasar el curso de los hechos, y contradígame si en algo me equivoco.

Nuestro hombre estaba encogido en su asiento, con la cabeza caída sobre el pecho, como persona que ha sido totalmente aplastada. Holmes colocó sus pies en alto, apoyándolos en la repisa de la chimenea, y echándose hacia atrás en su sillón, con las manos en los bolsillos, comenzó a hablar, en apariencia para sí mismo más bien que para nosotros, y dijo:

-El hombre en cuestión se casó con una mujer mucho más vieja que él; lo hizo por su dinero y, además, disfrutaba del dinero de la hija mientras ésta vivía con ellos. Esta última cantidad era de importancia para gentes de su posición, y el perderla habría equivalido a una diferencia notable. Valía la pena de realizar un esfuerzo para conservarla. La hija era de carácter bondadoso y amable; cariñosa y sensible en sus maneras; resultaba, pues, evidente que con sus buenas dotes personales y su pequeña renta, no la dejarían permanecer soltera mucho tiempo. Ahora bien y como es natural, su matrimonio equivalía a perder cien libras anuales y, ¿qué hizo entonces para impedirlo el padrastro? Adoptó la norma fácil de mantenerla dentro de casa, prohibiéndole el trato con otras personas de su misma edad. Pero pronto comprendió que semejante sistema no sería eficaz siempre. La joven se sintió desasosegada y reclamó sus derechos, terminando por anunciar su propósito terminante de concurrir a determinado baile. ¿Qué hace entonces su hábil padrastro? Concibe un plan que hace más honor a su cabeza que a su corazón. Se disfrazó, con la complicidad y ayuda de su esposa, se cubrió sus ojos de aguda mirada con cristales de color, enmascaró su rostro con un bigote y un par de hirsutas patillas. Rebajó el timbre claro de su voz hasta convertirlo en cuchicheo insinuante y, doblemente seguro porque la muchacha era corta de vista, se presentó bajo el nombre de señor Hosmer Angel, y alejó a los demás pretendientes, haciéndole el amor él mismo.

-Al principio fue sólo una broma -gimió nuestro visitante-. Jamás pensamos que ella se dejase llevar tan adelante.

-Es muy probable que no. Fuese como fuese, la muchacha se enamoró por completo, y estando como estaba convencida de que su padrastro se hallaba en Francia, ni por un solo momento se le pasó por la imaginación la sospecha de que fuese víctima de una traición. Las atenciones que con ella tenía el caballero la halagaron, y la admiración, ruidosamente manifestada por su madre, contribuyó a que su impresión fuese mayor. Acto continuo, el señor Angel da comienzo a sus visitas, siendo evidente que si había de conseguirse un auténtico efecto, era preciso llevar la cosa todo lo lejos que fuese posible. Hubo entrevistas y un compromiso matrimonial, que evitaría que la joven enderezase sus afectos hacia ninguna otra persona. Sin embargo, no era posible mantener el engaño para siempre. Los supuestos viajes a Francia resultaban bastante embarazosos. Se imponía claramente la necesidad de llevar el negocio a término de una manera tan dramática que dejase una impresión permanente en el alma de la joven, y que la impidiese durante algún tiempo poner los ojos en otro pretendiente. Por eso se le exigieron aquellos juramentos de fidelidad con la mano puesta en los Evangelios, y por eso también las alusiones a la posibilidad de que ocurriese algo la mañana misma de la boda. James Windibank quería que la señorita Sutherland se ligase a Hosmer Angel de tal manera, que permaneciese en una incertidumbre tal acerca de su paradero, que durante los próximos diez años al menos, no prestase oídos a otro hombre. La condujo hasta la puerta de la iglesia, y entonces, como ya no podía llevar las cosas más adelante, desapareció oportunamente, recurriendo al viejo truco de entrar en el coche de cuatro ruedas por una portezuela y salir por la otra. Así es, señor Windibank, como se encadenaron los hechos, según yo creo.

Mientras Holmes estuvo hablando, nuestro visitante había recobrado en parte su aplomo, y al oír esas palabras se levantó de la silla y dijo con frío gesto de burla en su pálido rostro:

-Quizá, señor Holmes, todo haya ocurrido de esa manera, y quizá no; pero si usted es tan agudo, debería serlo lo bastante para saber que es usted quien está faltando ahora a la ley, y no yo. Desde el principio, yo no hice nada punible, pero mientras usted siga teniendo cerrada esa puerta, incurre en una acusación por asalto y coacción ilegal.

-En efecto, dice usted bien; la ley no puede castigar -dijo Holmes, haciendo girar la llave y abriendo la puerta de par en par-. Sin embargo, nadie mereció jamás un castigo más que usted. Si la joven tuviera un hermano o un amigo, él debería cruzarle las espaldas a latigazos. ¡Por Júpiter! -prosiguió, acalorándose al ver la expresión de mofa en la cara de aquel hombre-. Esto no entra en mis obligaciones para con mi cliente, pero tengo a mano un látigo de cazador, y me está pareciendo que voy a darme el gustazo de...

Holmes dio dos pasos rápidos hacia el látigo, pero antes que pudiera echarle mano, resonó en la escalera el ruido de unos pasos desatinados, se cerró con un golpe estrepitoso la pesada puerta del vestíbulo; y nosotros pudimos ver por la ventana al señor James Windibank que corría calle adelante a todo lo que daban sus piernas.

-¡Ahí va un hombre que hace sus canalladas a sangre fría! -exclamó Holmes riéndose, al mismo tiempo que se dejaba caer otra vez en su sillón-. El individuo ese irá subiendo de categoría en sus crímenes, y terminará realizando alguno muy grave, que lo llevará a la horca. Desde algunos puntos de vista, no ha estado el caso actual desprovisto por completo de interés.

-Todavía no veo totalmente las etapas de su razonamiento -le hice notar yo.

-Pues verá usted, era evidente desde el principio que este señor Hosmer Angel tenía que tener alguna finalidad importante para su extraña conducta, y también lo era el que la única persona que de verdad salía ganando con el incidente, hasta donde yo podía ver, era el padrastro. También resultaba elocuente el que nunca coincidiesen los dos hombres, sino que el uno se presentaba siempre cuando el otro se hallaba ausente. También teníamos los detalles de los cristales de color y lo raro de la manera de hablar, cosas ambas que apuntaban hacia un disfraz, lo mismo que las hirsutas patillas. Mis sospechas se vieron confirmadas por el detalle característico de escribir la firma a máquina, porque se deducía de ello que la letra suya le era familiar a la joven, y que ésta la identificaría por poco que él escribiese a mano. Comprenda usted que todos estos hechos aislados, unidos a otros muchos más secundarios, coincidían en apuntar en la misma dirección.

-¿Y cómo se las arregló usted para comprobarlos?

-Una vez localizado mi hombre, resultaba fácil conseguir la confirmación. Yo sabía con qué casa comercial trabajaba este hombre. Examinando la descripción impresa, eliminé todo aquello que podía ser consecuencia de un disfraz: las patillas, los cristales, la voz, y la envié a la casa en cuestión, pidiéndoles que me comunicasen si correspondía a la descripción de alguno de sus viajantes. Me había fijado ya en las características de la máquina de escribir y envié una carta a nuestro hombre, dirigida a su lugar de trabajo, preguntándole si podría presentarse aquí. Su respuesta, tal y como yo había esperado, estaba escrita a máquina, y en ella se advertían los mismos defectos triviales pero característicos de la máquina. Por el mismo correo me llegó una carta de Westhouse and Marbank, de Fenchurch Street, comunicándome que la descripción respondía en todos sus detalles a la de su empleado James Windibank. Voila tout!

-¿Y la señorita Sutherland?

-Si yo se lo cuento a ella, no me creerá. Recuerde usted el viejo proverbio persa: "Es peligroso quitar su cachorro a un tigre, y también es peligroso arrebatar a una mujer una ilusión." Hay en Hafiz tanto buen sentido como en Horacio, e igual conocimiento del mundo.

Fin

15 de enero de 2010

John Carlin / Entrevista

Les dejo a continuación la entrevista que salió públicada en ADN Cultura al periodista inglés John Carlin. Para los que no lo conocen, es el autor del libro "El factor humano". El libro (que dicho sea de paso se los recomiendo 100x100) cuenta los esfuerzos de Nelson Mandela para lograr la paz social en Sudáfrica.
No esperen la pelicula para conocer la historia, disfruten el libro! Espero les guste. Saludos!


Lo que cuenta con mayor entusiasmo no es que Clint Eastwood haya filmado una película basada en un libro suyo ( Invictus , que se estrenará en el verano argentino) ni la entrevista que acaba de hacerle a la presidenta chilena, Michelle Bachelet, sino la historia de la que según él es "la gente más triste del mundo", una sufrida minoría musulmana de Birmania cuyo retrato publicó días atrás en la revista dominical del diario El País . "Si algo me encanta de este trabajo es poder sentarme a hablar con gente muy diversa, como Leo Messi, Ferrán Adrià, Nelson Mandela, el tipo de Ruanda que mató a 150 personas a machetazos, la viuda a la que media hora atrás le asesinaron al marido o esta gente de Birmania -dice el inglés John Carlin, ex corresponsal de la BBC, The Times y The Independent , sin duda uno de los grandes periodistas de la actualidad-; tender un puente entre esos seres humanos y un lector en Buenos Aires, otro en Madrid y otro en Londres, convencer a todos de que esa gente en apariencia tan distante tiene que ver con ellos: eso es lo que me gusta. Demostrar que las historias con nombre y apellido cuentan mejor la historia con mayúscula."

Corresponsal en El Salvador durante los tiempos de sangre y fuego, Carlin pasó seis años en la Sudáfrica de Nelson Mandela (experiencia detrás de El factor humano , el notable libro que inspiró a Eastwood), vivió al menos un año en ocho ciudades del mundo y creció y se inició como periodista en la Buenos Aires dominada por la dictadura militar. "Soy mitad argentino, mitad inglés y mitad español" dice este trotamundos vocacional, quien últimamente encontró algo parecido a un hogar en España y en la redacción de El País , desde donde narra historias de distintos rincones del planeta para El País Semanal . De paso por Buenos Aires, donde llegó vía Chile para visitar a los amigos, el autor de Heroica tierra cruel (compilación de sus crónicas sudafricanas) y Los ángeles blancos (acerca del Real Madrid) reconoce que sólo hay un tema capaz de entusiasmarlo más que las historias de vida que encuentra en sus viajes por el mundo. Ese tema es ni más ni menos que la Argentina, país que no deja de fascinarlo por la, en sus palabras, "enorme brecha entre su potencial y una realidad pobre de la que no puede salir".

-Usted conoce Buenos Aires bastante bien, vivió aquí un tiempo y habitualmente escribe sobre cuestiones argentinas. ¿Por qué cree que existe esa "brecha"?
-Me encantaría saberlo. Si algún día tuviera tiempo y posibilidades, me gustaría escribir un libro sobre el tema, aunque sospecho que ya se han escrito miles. Yo viví en Buenos Aires cuando era niño y luego regresé en 1979, justo después de terminar mis estudios en Oxford. Mis amigos de aquí eran gente cultísima, no tenían nada que envidiarles a mis colegas de Oxford. Y yo veía a esa gente culta, inteligente y trabajadora, y por el otro lado me encontraba ante un gobierno militar brutal. Para mí se trataba de dos realidades paralelas, irreconciliables. En aquel momento era algo aberrante. Hoy nada es comparable con aquello, por suerte los tiempos han cambiado, pero me da la impresión de que aquí aún hay realidades paralelas que no se concilian.

-¿Cuáles serían?
-Es difícil de explicar y más aún para mí, ya que hace tiempo que no vivo en este país. Desde afuera, parece que Argentina está estancada en los años 70 o tal vez, como dicen otros, vive un proceso de subdesarrollo permanente. Hay un feeling de atraso que se ve hasta en la calle... por supuesto, depende mucho de qué calles uno recorra, pero la sensación, superficial pero cierta, es que el mundo fue en una dirección y la Argentina en otra.

-Hace poco escribió un artículo muy crítico sobre Maradona, donde sugiere que las virtudes y defectos de Maradona reflejan cierto espíritu nacional. ¿Cree que él es una metáfora de la Argentina?
-Bueno, los dos países que han dejado una huella muy importante en mi vida han sido Sudáfrica y Argentina. Mandela es el ídolo nacional sudafricano. Y Maradona, el de la Argentina. La comparación me da miedo. Sobre todo, porque la media de la población argentina es mucho más culta que la de Sudáfrica. Lo que yo veo en la fascinación local por Maradona es cierto pensamiento mágico: como él fue un jugador fantástico, se piensa que siempre podría ser fantástico; tal vez haya un paralelo con la idea de que la Argentina fue una potencia y que entonces alguna vez podría volver a serlo. En ese sentido, creo, la metáfora es posible.

-Como metáfora, es de las crueles.
-Sí, porque de alguna manera Maradona es el tipo del bar de la esquina, aquel que toma cervezas, se pasa el día sin trabajar, opina sobre todo (en su caso, Castro, Irak, el Papa, lo humano y lo divino) y siempre resulta muy simpático. El error, creo, es tomarlo en serio, y aquí el grado de endiosamiento es tal, que el tipo se cree capaz de opinar sobre cualquier cosa, y encima la gente le da bola. Yo no sé si en esa compleja relación entre Maradona y los argentinos no está la clave para entender la brecha entre el potencial de la gente y lo que se consigue plasmar en la realidad.

-Escribe una columna de fútbol en El País, pero también ha hecho crónicas sobre los temas más diversos. A la hora de escribir un artículo, ¿qué es lo que lo moviliza especialmente?
-Pues, no el fútbol. Ni la gastronomía, aunque he escrito mucho sobre el tema. Siempre tienen que ser historias de personas, eso es lo que más me exige. Por ejemplo, acabo de estar en Malasia y en Bangladesh para escribir una nota sobre gente que nadie conoce y que para mí es la más triste del mundo. Se trata de una minoría musulmana en Birmania. Birmania es un país muy cerrado, como Corea del Norte, y esta gente es una minoría perseguida y esclavizada, que de ahí huye a Bangladesh, un país terriblemente pobre; luego se suben a unos barcos y recorren 1500 kilómetros por la bahía de Bengala para intentar llegar a Malasia, y unos no llegan, a otros los atrapan los soldados y los meten presos, les pegan o los abandonan en alta mar en barcos sin motor...

-¿Cómo se hace para que el lector se interese por semejante drama?
-Bueno, ahí está la clave, yo soy consciente de la dificultad de persuadir a alguien de que lea eso, un texto sobre una gente de la que nunca ha oído hablar. Además, si uno tiene suficientes problemas en la vida, ¿para qué enterarse de más? El asunto es que cuando estoy allí, siento una gran responsabilidad con respecto a quienes confiaron en mí y me contaron sus historias. Un día yo le pregunté a uno de ellos por qué no luchaban contra el régimen de Birmania, y él me contestó: "Ésta es nuestra lucha, hablar con usted para que el mundo sepa lo que ocurre". Nunca me habían dicho de manera tan explícita cuál es la razón profunda de este trabajo. Publicar una nota como ésa es apenas un granito de arena, pero también creo que cuantos más granitos de arena haya, mejor.

-¿Considera que El factor humano es un granito de arena en el retrato de Nelson Mandela?
-Sí, es mi granito de arena en la consideración de quiénes son los grandes personajes de la Historia. Como aprendí en Sudáfrica, los grandes son los que unen. Los políticos más comunes generan enfrentamientos; los grandes de veras son aquellos que concilian lo que parecía irreconciliable. Mandela es un caso. Lula tal vez sea otro. O Michelle Bachelet.

-¿Qué opina del trabajo periodístico de quien también fue corresponsal en África, el polaco Ryszard Kapuscinski?
-Kapuscinski hizo un trabajo literario, era mucho más talentoso que yo. Su libertad mental es maravillosa, digna de envidia. En él hay una visión muy amplia de los hechos, la sensación de que en el periodismo no hay límites cuando uno sabe traspasarlos. Pero sobre todo, yo diría que la mayor virtud de Kapuscinski es que da gusto leerlo. Y esto es absolutamente fundamental. Uno puede tener una historia muy importante y valiosa entre manos, pero si no la escribe de una manera que permita agarrar al lector y no soltarlo hasta el final, no tiene ningún sentido. En el periodismo, al lector no hay que soltarlo nunca.

-¿Se puede ver una diferencia entre los escritores y los periodistas en el hecho de que el reportero está con un ojo puesto en la realidad que narra y otro en captar la atención del lector, mientras que el escritor de literatura no siente la obligación de atrapar al lector cueste lo que cueste?
-Sí, tal vez. Yo siempre intento que mis textos agraden por igual al especialista y al no iniciado. Lo debo haber logrado muy pocas veces, pero ésa es la idea. Por ejemplo, siento que cumplo con mi trabajo cuando me dicen que mi columna sobre fútbol, "El córner inglés", la leen mucho las mujeres que jamás abren las páginas deportivas del diario. Cuando ocurre eso, siento que cumplí con mi misión.

Por Leonardo Tarifeño
De la Redacción de LA NACION

10 de enero de 2010

La noche de los feos / Mario Benedetti

No encontré mejor manera para comenzar este nuevo año que este cuento excelente del maestro Benedetti. No tiene desperdicio. Disfruten! Saludos !

La noche de los feos
Mario Benedetti

1
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.

"¿Qué está pensando?", pregunté.

Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.

"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".

Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.

"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"
"Sí", dijo, todavía mirándome.
"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."
"Sí."

Por primera vez no pudo sostener mi mirada.

"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo."
"¿Algo cómo qué?"
"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad."

Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
"Prométame no tomarme como un chiflado."
"Prometo."
"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?"
"No."
"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"

Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.

"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."

Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.

"Vamos", dijo.

2
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.

FIN

5 de enero de 2010

La pata del Mono / Narrado por Alberto Laiseca

Ya saben que me gusta mucho la narración oral y uno de los mayores exponentes es Alberto Laiseca. Espero lo disfruten. Saludos!

La pata del Mono
W.W. Jacobs