3 de junio de 2008

La respuesta

Hace mucho que no les dejaba un cuento nuevo de mi autoría. Asi que acá va. Espero les guste y prometo que pronto vendrán otros.
Saludos!
Estanis

La respuesta
Por Estanislao Zaborowski

Su pregunta, despejó mil imágenes y recuerdos, que se escondían bajo el denso polvo del rincón de mi memoria.
Nuestra idílica relación comenzó como una rayuela quinceañera, donde dos adolescentes saltaban baldosas entre risas y bromas inocentes. Aquél invierno, disfrutado en el campo que mis padres tenían en Olavarría, fue el prólogo que se escribió en el libro púrpura de nuestra unión. El período vacacional a mitad de año, sirvió como excusa, para mudarnos por quince días al viejo casco que habíamos heredado de mi bisabuelo. En esa ocasión, se me permitió invitar a mi amigo Martin, y mi hermana hizo lo mismo con su compañera de inglés, Paula. Yo me ubicaba en edad, apenas dos años por delante que las chicas. Martin, solo uno más que ellas.
Cierta noche de luna llena, decidimos realizar un campamento en el bosque ubicado a quinientos metros de la casa principal. Dispusimos de todo lo necesario para disfrutar, la madrugada en vela. Las mochilas iban cargadas de golosinas, revistas y juegos de mesa. Martin, llevaba sobre sus hombros, la carpa que había comprado mi padre el día anterior en una tienda del pueblo. Mi hermana junto a Paula, se distribuían la canasta de mimbre, sosteniendo una manija cada una. Su peso era considerable ya que contenía los alimentos que habían sido preparados por mi madre. Sándwiches, alfajores, dulces y dos termos con jugo de frutas. Mi espalda cargaba las bolsas de dormir, y tres frazadas gruesas de trama escocesa. Al cabo de dos horas, nos encontrábamos instalados en la carpa y dispuestos a pasar una noche de aventura.
Con el haz de la linterna jugando figuras sobre el césped, salí a recorrer el bosque con Paula. Sus ojos color miel, parecían endulzar el aire que respiraba con un aroma suave e hipnótico. Ella ignoraba, que desde el primer día en que la vi, mis pensamientos trastabillaban sobre la cornisa de la cordura.
A medida que nos alejábamos de la carpa, la conversación se tornaba más cálida y entretenida. No quería volver, recuerdo que pensé. Comprendí que no necesitaba más que su compañía para ser feliz. Y aunque sabía que aquellos sentimientos idealizan el amor en un corazón joven y fértil, gocé de los mismos con una sonrisa tal que las comisuras de mi boca parecían quebrarse. En cierto momento, cuando mis oídos escuchaban palabras que mi cerebro no procesaba, me acerqué a sus labios y los besé con timidez. Su boca, me envolvía con cálida humedad y me invitaba a levantar la bandera blanca de mis cinco sentidos. Acariciando sus mejillas con la palma de mis manos, y evitando que mi semblanza terminara por rendirse, le susurré al oído las palabras de amor que horas antes a escondidas me había enseñado un viejo libro de Neruda. Esas palabras nos acompañaron por el resto de nuestras vacaciones. Fueron las mismas que anoté en cada ramo de rosas que le enviaría luego. Esas que estuvieron cuando diez años después de aquél invierno, dije si frente al altar.
Quince meses después de la luna de miel, nació nuestro hijo Ignacio. Su cabello revuelto, su aire despreocupado y su peculiar manera de interactuar con la vida, sería nuestro desvelo hasta que llegó su hermana. La llamamos Camila, en honor a la abuela de Paula. Era digna hija de su madre. Tenían iguales facciones y los mismos ojos color miel. Hasta los gestos eran similares, ya que cuando la madre se enojaba fruncía el ceño con tal profundidad que su nariz se arrugaba como una pasa de uva. Su hija la acompañaba con la misma mueca, con la salvedad que no se ofuscaba, sino que la imitaba para hacerla sonreír.
Volví al presente y la miré fijo a los ojos con la intención de responder su pregunta. Sin embargo, no pude hacerlo sin antes acallar los susurros que provenían del terreno baldío de mi tristeza.
Esas voces me llevaron tiempo atrás, al año en que Camila enfermó. Tres navidades y algunos meses caminaba con gracia mi hija, cuando un fin de semana cayó con fiebre y convulsiones. La llevamos al médico clínico que la atendía regularmente y no supo orientarnos sobre el origen de su mal. Le hicimos estudios en diversos hospitales y tampoco pudieron darnos ayuda. Finalmente, decidimos viajar al exterior del país en busca de expertos en pediatría y enfermedades poco o nada conocidas.
Recuerdo la noche de tormenta que arribamos a La Habana. En el aeropuerto nos esperaba una ambulancia para trasladarnos a la clínica central del país cubano. Las instalaciones eran modernas y tecnológicamente superior a muchas de las que conocíamos en Buenos Aires. La amabilidad con que nos atendieron y la dedicación que demostraron hacia Camila, nos hacía crecer en esperanza y mantener la ilusión intacta en que encontrarían la causa y cura de su enfermedad. Sin embargo, las tardes pasaban en el calendario y los exámenes practicados sobre mi pequeña se sumaban como si fueran piedras en el ábaco de la desilusión. Su cuerpo flácido, pálido y entubado a ambos costados, provocaban las lágrimas de Paula apenas ingresábamos cada mañana en la habitación. Mi fuerza por contenerla cada día, iba decayendo en forma abrupta, hasta que un día ya no pude sostenerla. Esa noche cuando regresamos al hotel, le hablé con el sonido de su llanto haciendo eco en mis palabras. Los esfuerzos habían sido inútiles y debíamos volver a la Argentina con la esperanza de que un nuevo estudio diera resultados positivos.
De vuelta en la ciudad y pasados los exámenes, supimos que las chances de encontrar el remedio a su mal se terminaban con el epílogo de nuestras fuerzas. Esa primavera, cuando las primeras rosas blancas florecían en nuestro jardín, Camila falleció. Atrás quedarían todas sus sonrisas, muecas y travesuras. Atrás quedarían sus cachetes sonrojados, su mirada dulce e inquieta y aquél pelo rubio intenso apenas enrulado. Atrás quedarían sus corridas para aferrarse a mis piernas y tirar de ellas pretendiendo la exclusividad en mis pasos.
El dolor que nos acompañó en los meses posteriores al deceso, nos sumió en ausencia e incomunicación. Los días pasaban ajenos de gestos y palabras. Eran grises y monótonos. Todos bajo la sombra del llanto, con el creciente vacío en nuestro interior y capaz de mantenernos en insomnio durante largas e incontables noches. Solo Ignacio pudo con su inocencia, ayudarnos a superar lo vivido. Sin saberlo, con cada palabra que pronunciaba, nos alejaba de aquella pesadilla y nos traía al presente.
Ya pasaron tres años de aquél sufrimiento, y ahora bajo la mirada de mi esposa, quedé pensativo y sin fuerzas para contestar su pregunta. Me acerqué a la ventana y observé perdido la tenue lluvia que caía sobre la vereda. Las copas de los arboles se agitaban con un vaivén simétrico, y la brisa que empujaba las ramas, derrotaba las hojas que se aferraban para no caerse. Di media vuelta y caminé hacia la puerta de la habitación. Llegué a ella y retorné hacia la ventana. Pero antes de llegar, me animé a sentarme a un costado de la cama. Tomé las manos de Paula entre las mías y la miré con los ojos cargados de lágrimas.
- Si – le dije entre sollozos. Y las últimas palabras que escuchó antes de cerrar sus ojos para siempre, fueron las mismas que un invierno me enseñó un viejo libro de Neruda.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

es muy triste... me pregunto si vos seras así, como esos personajes que describís en los cuentos...

Anónimo dijo...

Hermoso...

Anónimo dijo...

"Te imagino Estanis,
pensativo, Al Margen,
cual estatua de Rodin..."

VE.-