1 de marzo de 2008

El precio de la imitación / Philip K. Dick

Les dejo otro cuento de este autor de ciencia ficción. A mi me gustó mucho. Debajo de este post les dejo la biogrfía para que se enteren un poco mas de su obra.
Saludos! Estanis


EL PRECIO DE LA IMITACIÓN

Una zona negruzca y desolada, cubierta de cenizas, se extendía a los costados del camino. Hasta donde alcanzaba la vista, sólo se distinguía la acumulación irregular de melancólicas ruinas de edificios y ciudades; toda una civilización que antes poblara el planeta, convertida ahora en chatarra, astillas de huesos ennegrecidas, acumuladas por los vientos; trozos de acero y hormigón, mezclados al azar.
Allen Fergesson bostezó, encendió un Lucky Strike y se recostó soñoliento contra el lustroso respaldo de cuero del Buick ‘57.
- ¡Qué vista deprimente! - dijo -. Esta monotonía de ruinas y basura tira abajo a cualquiera.
- No mires - dijo con indiferencia la muchacha sentada a su lado.
El coche poderoso, de líneas elegantes, se deslizaba silenciosamente por el camino de ripio. Posando apenas la mano en el volante automático, Fergesson conducía cómodamente, descansando al ritmo sedante del Quinteto para Piano de Brahms, transmitido por radio desde la colonia de Detroit. Había viajado unos pocos kilómetros, pero el viento incesante acumulaba cenizas contra los cristales; no tenía mucha importancia. En el sótano del departamento de Charlotte había una manguera de jardín de plástico verde, un balde de latón y unas cuantas esponjas.
- Si mal no recuerdo, tienes el frigorífico lleno de botellas de whisky - dijo él -, a menos que tus amigos alocados lo hayan terminado.
Charlotte se revolvió a su lado. El zumbido del motor y el aire caliente la habían adormecido.
- ¿Whisky escocés? - preguntó -. Creo que tengo una botella de Lord Calvert.
Al enderezarse en el asiento sacudió la nube rubia de su pelo.
- Me parece que está abudinado - agregó.
El pasajero del asiento posterior, un hombre alto y delgado que habían recogido por el camino, pareció interesarse. Vestía un rústico pantalón gris de trabajo, y camisa.
- ¿Está muy abudinado? - preguntó.
- Como todo lo demás - repuso ella.
Charlotte no escuchaba; su mirada vacía recorría el paisaje ennegrecido por las cenizas que iban dejando atrás.
Hacia la derecha emergieron los restos irregulares y amarillentos de un pueblo, como los dientes de un gigante, recortados contra el cielo impuro del mediodía. De vez en cuando la silueta de una bañera, un par de postes telefónicos, o fragmentos de huesos secos y carcomidos, rompían la monotonía de las ruinas que se extendían por muchos kilómetros. Era un espectáculo desolador, sin vida. Algunos perros enflaquecidos se refugiaban del frío en los sótanos cubiertos de musgo, que parecían cavernas abandonadas, y la gruesa capa de cenizas flotantes impedía el paso de la luz solar.
- Mire allí - dijo Fergesson al hombre sentado atrás.
Aminoró la marcha para no atropellar a un conejo que se había cruzado en el camino. Ciego y deforme, el conejo se arrojó de cabeza contra una laja rota de cemento, y rebotó aturdido. Pudo arrastrarse débilmente unos pasos, hasta que salió un perro de un sótano, y echándosele encima lo trituró.
- ¡Ajj...! - exclamó Charlotte, asqueada.
Un temblor la hizo estremecer. Extendió la mano para conectar la calefacción del coche. Con las piernas recogidas sobre el asiento tenía una figura atractiva, con el suéter de lana rosada y la falda bordada.
- No veo la hora de volver a mi colonia - dijo ella -. Todo esto es tan feo...
Fergesson tanteó la caja de acero que llevaba en el asiento, entre los dos. La firmeza del metal pareció darle cierta seguridad.
- Si las cosas están tan mal como dices, quedarán muy contentos de recibir esto.
- Por cierto - dijo Charlotte -. La situación es terrible. No sé si esto será de alguna ayuda... Pienso que todo es ya inútil.
Su pequeña boca dibujó un gesto de preocupación.
- Vale la pena intentarlo, me parece. Pero dudo que sirva para algo, no tengo muchas esperanzas.
- Ya trataremos de ayudar a tu colonia - dijo Fergesson para inspirarle confianza.
Lo más importante era dar cierta tranquilidad a la joven. En casos como éste, el pánico podía ser un serio peligro; ya habían tenido ciertos casos, una vez que impera el miedo, resulta difícil controlarlo.
- Pero llevará tiempo - dijo él, mirándola de soslayo -. Tendrían que haberlo dicho antes.
- Al principio creímos que era pereza simplemente, pero me parece que el fin está cerca, Allen; es imposible conseguir que haga nada. Se pasa el día sentado en un mismo lugar, como un bulto sin vida. Parece que estuviera muerto o enfermo.
- Es viejo - dijo Fergesson suavemente -. Si no recuerdo mal, el Biltong que tienen ustedes debe tener más de ciento cincuenta años.
- Pero teóricamente duran varios siglos.
- No olvide el desgaste que tanta actividad significa para ellos - señaló el hombre del asiento posterior.
Se inclinó hacia adelante, tenso, mientras humedecía los labios resecos; las manos cruzadas estaban percudidas por la tierra.
- No olviden que este no es su medio natural. En Próxima trabajaban unidos, en cambio aquí han sido separados en unidades y además, la gravedad es superior.
Charlotte asintió, aunque no muy convencida.
- ¡Dios mío! - dijo la joven, con tono quejoso -. Es horrible... ¡Miren esto! - sacó un objeto pequeño del bolsillo del suéter, del tamaño de una moneda -. Todo lo que reproduce ahora es como esto, o peor quizá...
Fergesson tomó la pieza para inspeccionarla: era un reloj. La correa se deshizo entre sus dedos, convirtiéndose en pequeños fragmentos fibrosos sin fuerza tensil. El cuadrante del reloj estaba bien, pero las agujas no se movían.
- No funciona - explicó Charlote tomando el reloj y abriendo la parte posterior de la caja.
- ¿Ve? - preguntó sosteniendo en alto el reloj para que el otro mirara, mientras sus labios rojos se estiraban en un gesto de disgusto -. Hice una cola de media hora para conseguir esta deformidad.
El mecanismo del pequeño reloj suizo era una masa informe y fundida de acero brillante, no se notaba ninguna ruedecilla ni rubíes ni espirales, sólo una masa abudinada y brillante.
- ¿En qué se guió para hacerlo? - preguntó el hombre de atrás -. ¿Disponía de alguno original?
- No, de una reproducción, pero era buena; pertenecía a mi madre y el mismo Biltong la había hecho hace unos treinta y cinco años. ¿Cómo creen que me sentí cuando lo vi? No puedo usarlo.
Charlotte tomó el reloj abudinado y volvió a guardarlo en el bolsillo del suéter.
- Me enojé tanto que estuve a punto de... - se interrumpió mientras se enderezaba -. ¡Oh, ya llegamos! ¿Ven aquel letrero de luz fluorescente? Allí empieza la colonia.
El letrero anunciaba ESTACIONES MODELO INC. en tres colores: blanco, azul y rojo. Era una construcción inmaculadamente limpia al borde del camino. ¿Inmaculada? Cuando estuvieron a la par de la estación, Fergesson aminoró la velocidad del coche. Los tres miraron fijamente hacia afuera, tensos, preparados para la sorpresa que vendría.
- ¿Ven ustedes? - dijo Charlotte con una vocecita entrecortada.
La estación de servicio se estaba viniendo abajo. Era un pequeño edificio blanco, viejo y carcomido; una estructura tambaleante que se estaba desmoronando, arqueada como una antigua reliquia. La luz fluorescente parpadeaba a intervalos regulares. Las bombas de gasolina estaban torcidas y oxidadas. La estación de servicio parecía a punto de desaparecer, de sumergirse nuevamente entre las negras cenizas movedizas, de volver al polvo del que había salido.
Un frío de muerte paralizó a Fergesson al mirar la estación ruinosa; en su colonia no había todavía tanta destrucción, y en cuanto a las reproducciones, se gastaban. El Biltong de Pittsburgh hacía una nueva para reemplazarlas. Nuevas reproducciones se hacían tomando como modelos originales conservados de la guerra. Pero en este lugar, los grabados que constituían toda la colonia, no podían reemplazarse.
En realidad a nadie podía culparse; como toda otra raza, los Biltong tenían sus limitaciones, ya habían dado todo lo posible y era preciso considerar que estaban trabajando en un medio extraño para ellos.
Probablemente eran originarios del sistema de Centauro. Habían llegado en las postrimerías de la guerra, atraídos quizá por el relampagueo de la Bomba H, y encontraron a los pocos sobrevivientes de la raza humana, arrastrándose miserablemente por las negras cenizas radiactivas, tratando de salvar lo que podían de su destruida cultura.
Hubo un período de análisis; después los Biltong se separaron en unidades y empezaron el proceso de reproducir los objetos que los humanos les llevaban. De esa manera sobrevivían, en su propio planeta habían formado una membrana envolvente que contenía un medio propicio en un mundo que en todo sentido les resultaba hostil.
Junto a una de las bombas un hombre trataba de llenar el tanque de su Ford ‘66. Frustrado, sólo atinó a maldecir, y de un tirón destrozó la manguera podrida. Un fluido ambarino y opaco se vertió sobre el suelo empapando los guijarros manchados de grasa. El líquido escapaba por más de diez agujeros que había en la superficie de la bomba. De pronto una de las bombas tembló y se desmoroné, formando una pila irregular.
Charlotte bajó el cristal de la ventanilla.
- ¡Ben, la estación Shell está en mejores condiciones! - gritó Charlotte -. Queda del otro lado de la colina.
- ¡Maldito sea! - dijo el hombre corpulento -. No puedo conseguir nada aquí. ¿Por qué no me llevan hasta el pueblo para llenar mi bidón de emergencia?
Fergesson, tembloroso, abrió la portezuela.
- ¿Por esta zona todo está así? - preguntó.
- Peor aún - contestó Ben Untermeyer, recostándose junto al otro pasajero - ¡Miren hacia allá! - dijo mientras el Buick ronroneaba al arrancar.
Un negocio de almacén se había desmoronado y convertido en un montículo de cemento y columnas de acero. Las ventanas estaban destrozadas, había pilas de mercadería por todas partes. Alguna gente recorría las ruinas recogiendo paquetes de mercadería que cargaban en sus brazos. Casi todos los rostros tenían una expresión sombría, hosca.
La calle estaba en malas condiciones, llena de baches y grandes rajaduras, los costados desgastados. Una cañería principal rota dejaba escapar borbotones de agua sucia que formaba un charco. Tanto los negocios a ambos lados de la calle, como los coches estacionados, estaban sucios y descuidados. Todo tenía aspecto de decadencia y abandono. Habían cerrado con tablones un puesto de lustrar zapatos, y las ventanas rotas estaban tapadas con trapos mugrientos; el letrero anunciador estaba descascarado y torcido. Vecino a ese local, en un sucio café, había en ese momento dos clientes, hombres de aspecto miserable, con viejos trajes arrugados, que bebían un café fangoso de tazas cascadas; el líquido pardo goteaba de la base de las tazas cuando las levantaban del mostrador carcomido por los gusanos.
- Esto no puede durar mucho más - murmuró Untermeyer, secándose la frente -. A este paso, no tienen salvación. La gente tiene miedo de ir al cine; de todas maneras, las películas se cortan a cada momento y muchas veces pasan lo de abajo para arriba.
Dirigió una mirada curiosa al hombre que estaba a su lado.
- Me llamo Untermeyer - farfulló.
Se dieron la mano.
- John Dawes - respondió el hombre vestido de gris, sin agregar nada más.
Había hablado muy poco desde que Fergesson y Charlotte lo hicieron subir al coche; sólo dijo algunas palabras sueltas.
Untermeyer sacó un diario arrollado del bolsillo de su chaqueta, y lo arrojó al asiento del frente, junto a Fergesson.
- Esta mañana encontré esto en el porche de mi casa.
Las páginas del periódico estaban impresas con una barahúnda de palabras sin sentido, y formaba vagos manchones donde la tinta fresca y acuosa no se había secado bien, y se traslucía además del otro lado, distorsionando el texto.
Fergesson trató de encontrarle sentido a distintos párrafos, pero fue inútil. Eran varias historias confusamente entremezcladas, y titulares que no decían nada.
- En esa caja Allen lleva algunos originales - dijo Charlotte -, son para nosotros.
- No les servirá de nada - afirmó melancólicamente Untermeyer -. En toda la mañana no hizo un sólo movimiento. Esperé en la fila con una tostadora automática que deseaba reproducir, pero tuve mala suerte. Me volví a casa en el coche, y se me estropeó en medio del camino. Levanté el capó para ver qué pasaba pero ¿quién entiende de motores? Ese no es nuestro trabajo. Anduve deambulando un rato hasta que llegué a la Estación Modelo... El metal del coche está tan desgastado, que puede perforarse con el dedo.
Fergesson detuvo el Buick frente al edificio blanco de departamentos donde vivía Charlotte. Tardó un poco en reconocer la casa; desde la última vez que la viera, un mes atrás, mostraba algunos cambios. Habían levantado un andamiaje de madera en torno al edificio, el armazón era improvisado y rústico. Algunos obreros revisaban con temor los cimientos, todo el edificio parecía hundirse hacia un costado. Profundas rajaduras abrían sus fauces a lo largo de las paredes, y había trozos de yeso esparcidos alrededor. Frente al edificio, la sucia vereda habla sido rodeada por un cordón.
- Nada podemos hacer sin ayuda - se quejó amargamente Untermeyer -. No nos queda más que sentamos a mirar cómo todo se viene abajo. Si no vuelve pronto a la vida, no sé qué será de nosotros.
- Todo lo que reprodujo en las primeras épocas se está deteriorando - dijo Charlotte mientras abría la portezuela para descender a la calle -, y ahora todo lo que reproduce es abudinado. ¿Qué podemos hacer?
El fresco del mediodía le provocó escalofrío.
- Me imagino que terminaremos como la colonia de Chicago - concluyó.
La mención del lugar dejó inmóviles a los cuatro. Chicago era la colonia que se había desmoronado. El Biltong que tenían había envejecido y finalmente murió. Completamente agotado, se había convertido en una pirámide de materia sin vida. En torno a él las calles y edificios que había reproducido se desgastaban rápidamente, convirtiéndose en cúmulos de negras cenizas.
- No desovó - susurró Charlotte, temerosa -. Se desgastó grabando y grabando... Finalmente, se fue poniendo triste, y murió.
Tras una pausa, Fergesson habló con la voz enronquecida:
- Pero los otros se dieron cuenta y enviaron un sustituto cuando pudieron.
- Demasiado tarde - grujió Untermeyer -, la colonia ya estaba en decadencia. Todo lo que quedaba era tal vez un par de sobrevivientes tiritando de frío y muertos de hambre, que terminaron devorados por los perros malditos que salen de todas partes y se regalan con verdaderos festines.
Estaban junto a la acera carcomida, dominados por el terror y las dudas. El rostro macilento de John Dawes tenía una expresión de horror, como si el miedo le llegara hasta los huesos. Fergesson pensaba nostálgicamente en su colonia, a sólo unos dieciocho kilómetros hacia el Este. El Biltong de Pittsburgh era joven y viril, estaba en la plenitud de sus fuerzas y poseía todo el don creativo de su raza. ¡Nada tenía que ver con lo que veía aquí!
En la colonia de Pittsburgh los edificios estaban fuertes, bien erectos; las aceras, limpias y firmes. En los escaparates de los negocios, los aparatos de televisión, las tostadoras, los coches, los pianos, la ropa y las botellas de whisky, así como los melocotones congelados, eran perfectas reproducciones del original, auténticas en todos sus detalles que no podían distinguirse muchas veces de los artículos reales conservados en los refugios subterráneos cerrados al vacío.
- Si esta colonia se extingue - dijo Fergesson con cierto embarazo -, quizás algunos de ustedes puedan venir con nosotros.
- ¿Cree que el Biltong de ustedes puede reproducir para más de cien personas? - preguntó tímidamente John Dewes.
- Por ahora sí - contestó Fergesson señalando con orgullo su Buick -. Usted que ha viajado en mi coche, sabe lo bueno que es. Casi como el original. Para poder distinguir uno del otro, habría que ponerlos juntos.
Sonrió débilmente y aprovechó la ocasión para hacer un viejo chiste:
- Y ¿quién dice que no me haya quedado con el Buick original?
- No creo que debamos tomar ninguna decisión en este momento - dijo Charlotte cáusticamente -. Creo que todavía nos queda un margen de tiempo.
Cogió la caja de acero del asiento, y se acercó a los escalones del edificio de departamentos.
- Suba con nosotros, Ben - e indicó con un movimiento de cabeza a Dawes -. Usted también. Podemos tomar un poco de whisky. No tiene muy mal gusto, parece liquido anticongelante... La etiqueta no es muy legible pero aparte de eso, no está abudinado.
Un obrero la detuvo cuando posó el pie en el primer escalón.
- Perdone señorita, no puede subir.
Charlotte, disgustada, se apartó un poco, el rostro pálido de incredulidad.
- Vivo arriba, en uno de los departamentos; tengo todas mis cosas allá, es mi casa.
- El edificio peligra - afirmó el obrero.
En realidad, no se trataba de un simple trabajador sino de uno de los ciudadanos de la colonia que se había presentado como voluntario para cuidar el edificio, que ya se estaba derrumbando.
- Mire esas rajaduras, señorita.
- Hace mucho que están - respondió Charlotte.
Estaba perdiendo la paciencia. Con un gesto llamó a Fergesson.
- Vamos - dijo, y subió ágilmente al vestíbulo, dispuesta a abrir la gran puerta de vidrio.
Al mover la puerta, salió de sus goznes y estalló en mil pedazos. Astillas de cristal saltaron por doquier como un manojo de flechas fatales que sale en todas direcciones. Charlotte se hizo hacia atrás dejando escapar un grito, mientras sentía bajo sus pies que el cemento iba cediendo. Todo el gran vestíbulo se desplomó con gran estruendo, transformándose en una gran pirámide de polvo blanco.
Entre Fergesson y el trabajador ayudaron a la muchacha, que quedó tambaleándose, mientras Untermeyer buscaba desesperadamente la caja de acero entre las nubes de polvo. Al fin, sus dedos dieron con la caja, y la arrastró hasta la acera.
Fergesson y el trabajador se abrieron paso entre los escombros del vestíbulo sosteniendo a Charlotte, que hacía gestos histéricos que le deformaban el rostro, en sus desesperados esfuerzos por hablar.
- ¡Todas mis cosas! - logró murmurar, por fin.
- ¿Te has lastimado? ¿Estás bien? - preguntó Fergesson mientras le sacudía el polvo con gestos inseguros.
- No estoy lastimada - dijo Charlotte mientras se limpiaba un hilo de sangre y restos de polvo blanco que le cubrían la cara.
Tenía un tajo en la mejilla, los cabellos desordenados y sucios. Su suéter de lana rosada estaba sucio y desgarrado; toda la ropa se le había estropeado.
- La caja - dijo -. ¿La has encontrado?
- Sí, está bien - dijo John Dawes, impasible.
No había avanzado ni un paso desde que bajara del coche.
Charlotte se apretó contra Fergesson, temblando de miedo y desesperación.
- ¡Mira! - susurró -. Mira mis manos - levantó las manos sucias de polvo blancuzco -. Se está tornando negra...
El polvo espeso que le manchaba la cara y los brazos se estaba oscureciendo; mientras lo miraban, pasó del gris al negro carbón. Las ropas desgarradas de la muchacha se retorcieron y encogieron en torno a su cuerpo, después se resquebrajaron como un hollejo reseco, cayendo a sus pies.
- Entra al auto - le sugirió Fergesson -, y cúbrete con mi manta. Es de mi colonia.
Junto con Untermeyer la ayudaron a envolverse en la gruesa manta. Charlotte se arrellanó en el asiento, los ojos agrandados por el terror; algunas gotas brillantes de sangre que le caían de la mejilla, eran absorbidas por la trama de rayas azules y amarillas de la manta. Fergesson encendió un cigarrillo y se lo coloco entre los labios temblorosos.
- Gracias - logró murmurar la joven.
Su mano insegura tomó el cigarrillo.
- Allen, ¿qué demonios vamos a hacer?
Con gesto solícito Fergesson sacudió el polvo oscuro que se había depositado en el pelo rubio de la muchacha.
- Iremos con el coche hasta donde está el Biltong, y le mostraremos los originales que hemos traído - dijo Fergesson -. Quizá pueda hacer algo; la presencia de objetos nuevos a veces obra como un estímulo para reproducir. Puede ser que así se reactive.
- No está simplemente dormido, Allen - dijo Charlotte con la voz entrecortada -. Está muerto, te lo aseguro.
- Todavía no - protestó Untermeyer, obstinado.
Pero en la mente de todos rondaba el mismo pensamiento amenazador, la casi certeza de lo irreparable.
- ¿Ha ovulado? - preguntó Dawes.
La expresión de Charlotte le dio la respuesta.
- Hizo lo posible. Algunos incubaron, pero no alcanzaron a vivir. Vi algunos huevos, pero...
Ella permaneció en silencio. Los demás sabían el resto. El esfuerzo por mantener viva a la raza humana había esterilizado a los Biltong. Huevos muertos, prole incubada sin vida...
Fergesson se deslizó dentro del auto y ocupó su lugar al volante. Trató de cerrar la puerta con un golpe seco, pero quedó abierta. Tal vez había algún trozo de metal que sobresalía, o quizás estaba mal formada. También ésta era una reproducción imperfecta; una insignificancia, tal vez algún microscópico elemento había arruinado el conjunto. El lujoso Buick estaba igualmente abudinado, lo que demostraba que el Biltong de su colonia también se estaba desgastando. Tarde o temprano, lo que había sucedido en la colonia de Chicago se repetiría con todas las otras.
Alrededor del parque había varias hileras de coches estacionados, silenciosos. El parque estaba lleno de gente; toda la colonia parecía haberse dado cita en el lugar. Cada uno necesitaba desesperadamente la reproducción de alguna cosa. Fergesson apagó el motor y se guardó la llave en el bolsillo.
- ¿Puedes venir? - preguntó a Charlotte -. Aunque quizá sea mejor que te quedes ahí.
La chica se había vestido con un pantalón y una camisa deportiva que Fergesson había encontrado en un negocio en ruinas. No tuvo ningún reparo en ponerse esas prendas; casi todos, hombres y mujeres, buscaban infatigablemente entre los diversos artículos esparcidos por la acera. Esas ropas al menos, podían durar algunos días más.
Fergesson había elegido con cuidado algunas prendas para Charlotte. En la trastienda encontró pilas de camisas de tela resistente, y algunos pantalones. Parecía que se habían salvado de la temible pulverización negra. Se trataba de reproducciones recientes o, ¿por qué no?, de originales guardados por los dueños, que habían servido de modelos para copiar. En una zapatería que todavía estaba abierta, habla encontrado un par de sandalias de tacón bajo. Además, le había dado un cinturón después que el que sacara de la tienda se había desintegrado mientras trataba de ajustarlo en torno a la cintura de la muchacha.
Mientras los cuatro se iban acercando al centro del parque, Untermeyer llevaba la caja firmemente entre sus manos. La gente caminaba en silencio, con el rostro preocupado, la expresión sombría. Nadie hablaba; todos llevaban algún objeto preciado u originales cuidadosamente conservados a través de los siglos, o buenas reproducciones con pequeños defectos. Los rostros eran máscaras tensas en que la ansiedad se mezclaba con el temor.
- Miren, aquí están - dijo Dawes, que había quedado retrasado -. Los huevos muertos.
Bajo un grupo de árboles, a la orilla del parque, había un cúmulo de esferas color gris parduzco, del tamaño de pelotas de básquet. Algunos estaban rotos, tenían la superficie endurecida, calcinada. Había trozos de cáscara esparcidos por doquier.
Untermeyer dio un puntapié a uno de los huevos; frágil y vacío como estaba, se hizo añicos.
- Algún animal debe haberlos sorbido - dijo -. Nos estamos acercando al fin, Fergesson. Creo que los perros llegan hasta aquí de noche, y se alimentan de ellos. Está demasiado débil para proteger sus huevos.
Un espasmo de indignación sorda sacudió a la multitud que esperaba. Los ojos con los bordes enrojecidos expresaban enojo y miseria mientras aferraban sus objetos. Todos se mantenían unidos en una masa compacta, para darse coraje; era un anillo de humanidad indignada y paciente al mismo tiempo. Empezaban a cansarse de esperar.
- ¿Qué diablos es esto? - preguntó Untermeyer.
Se había puesto en cuclillas ante un objeto de forma vaga arrojado bajo un árbol. Pasó los dedos sobre el montón informe de metal. El objeto parecía fundido como cera, no podían distinguir en él características precisas.
- No puedo identificarlo - dijo.
- Es una cortadora eléctrica de césped - dijo hoscamente un hombre que estaba cerca.
- ¿Cuánto hace que lo reprodujo? - preguntó Allen.
- Cuatro días - contestó el hombre golpeando la máquina con furia -. Ni siquiera se distingue lo que es. Puede ser cualquier cosa. La mía está gastada, traje la original que había en la colonia; pasé un día haciendo la cola... Y miren lo que conseguí - dijo escupiendo con desprecio -. No vale nada. La dejé tirada, ¿para qué llevarla a casa?
- ¿Que vamos a hacer? - preguntó su mujer, con voz chillona y dura -. La cortadora vieja ya no nos sirve; se está cayendo en pedazos, como todo lo que hay por aquí. Si las reproducciones no sirven, entonces...
- Cállate - la reprendió su marido.
El rostro feo tenía las huellas de la ansiedad; entre los dedos largos y huesudos llevaba un trozo de caño pesado.
- Esperaremos un poco más - afirmó -; tal vez salga del estado en que está.
Un murmullo esperanzado formó eco a las palabras del hombre. Charlotte tiritó y siguió en la misma vena.
- No censuro a ese hombre - dijo ella a Fergesson -. Pero, ¿de qué servirá...? - y sacudiendo tristemente la cabeza agregó -: Si no puede hacernos buenas reproducciones.
- No puede, ¿no ve que no puede? - dijo John Dewes -. ¡Mírenlo bien! - se paró deteniendo al resto de la gente -. Mírenlo y díganme si creen que puede hacer algo mejor.
Era indudable que el Biltong se moría. Era grande y viejo, y se había puesto en cuclillas en el centro del parque; parecía una enorme burbuja de protoplasma amarillento, espeso y gomoso, sin brillo. Los pseudópodos resecos se habían encogido hasta parecer serpientes oscuras que yacían inmóviles sobre el césped parduzco. En el centro de la masa había un extraño hundimiento. El pálido sol se encargaba de secar lentamente la humedad de las venas. El Biltong se estaba deshidratando.
- ¡Dios mío! - susurró Charlotte -. ¡Qué horrible aspecto tiene!
La protuberancia central del Biltong se agitó suavemente; algunos suspiros de impaciencia escaparon de la masa indefensa, mientras trataba de luchar por aferrarse al resto de vida que le quedaba. Enjambres de moscas pegajosas negro-azuladas volaban en torno. El Biltong emanaba un denso olor, el olor a materia podrida. Un poco de líquido orgánico formó un charco turbio cerca de él.
Dentro del protoplasma amarillento, la densa masa del sistema nervioso estaba agitada por las rápidas pulsaciones de la agonía, que con movimientos espasmódicos enviaba ondas concéntricas que sacudían la carne indiferente. Los filamentos degeneraban a ojos vistas, transformándose en gránulos calcinados. Vejez, deterioro, sufrimiento...
Frente al Biltong, sobre la plataforma de cemento, un cúmulo de objetos originales esperaba ser reproducido. Junto a ellos había algunos trabajos empezados, pelotas informes de ceniza oscura mezclada con la humedad del cuerpo del Biltong, el jugo que antes empleara para efectuar sus trabajos. Después de suspender la actividad, había recogido sus pseudópodos y descansaba penosamente, tratando de sobrevivir un poco más.
- ¡La pobre cosa! - dijo Fergesson casi sin darse cuenta -. No puede continuar así.
- Hace más de seis horas que permanece sentado de ese modo - dijo una mujer al oído de Fergesson - ¿Qué hace allí, sentado? No sé qué quiere de nosotros; ¿tal vez que nos pongamos de rodillas y le roguemos?
Dawes se volvió furioso hacia ella.
- ¿Acaso no se da cuenta de que se está muriendo? En nombre de Dios, déjenlo tranquilo.
Un murmullo amenazador surgió de entre la multitud. Muchos rostros se volvieron hacia Dawes, que los ignoró completamente. A su lado, el cuerpo de Charlotte se había convertido en un polo rígido de espanto. El miedo le enturbiaba la mirada.
- Ten cuidado - Untermeyer previno a Dawes - Mucha de esta gente está desesperada por cosas que necesitan. Esperan para conseguir comida.
No había tiempo que perder. Fergesson quitó la caja de acero a Untermeyer y la abrió de un tirón. Se inclinó, sacó los originales y los dispuso sobre el césped.
Hubo en torno un murmullo de sorpresa y admiración. Fergesson sintió una punzada de dolorosa satisfacción. En la colonia no había originales como esos, sólo disponían de reproducciones imperfectas, copias de duplicados llenos de defectos. Cogió uno por uno los preciosos objetos, y los trasladó hasta la plataforma, frente al Biltong.
Algunos hombres trataron de impedirle el paso, hasta que vieron los originales que llevaba.
Dejó en el suelo un encendedor Ronson plateado, un microscopio binocular de Bausch & Lomb que conservaba aún la superficie negra y granulosa dentro del estuche de cuero original; una púa de fonógrafo de alta fidelidad, y una reluciente copa de cristal Steuben.
- Esos son originales de primera calidad - declaró un hombre que se hallaba cerca -. ¿De dónde los sacó?
Fergesson no contestó. Estaba mirando al Biltong moribundo que no hizo ningún movimiento, aunque miró a los originales junto a los demás objetos.
Dentro de la masa amarillenta, las fibras duras se agitaron formando un conglomerado. El orificio frontal se estremeció para entreabrirse después; una violenta ondulación agitó la masa del protoplasma. De la apertura manaron algunas burbujas rancias. Un espasmo sacudió brevemente uno de los pseudópodos, y con gran esfuerzo avanzó sobre el césped resbaloso. Se detuvo y pudo ponerse en contacto con el cristal Steuben.
Juntó un cúmulo de cenizas negras, lo humedeció con el fluido del orificio frontal; se formó un globo opaco, grotesca imitación de la copa. El Biltong retrocedió un tanto, tratando de acumular fuerzas. Intentó una vez más formar una burbuja, pero repentinamente, sin ningún aviso, un violento temblor sacudió toda la masa protoplasmática y los pseudópodos cayeron sin fuerzas. Se retorció por algunos segundos, pareció vacilar tristemente, y se retiró hacia el cúmulo central.
- No hay nada que hacer - dijo Untermeyer con voz ronca -. Ya no puede, es demasiado tarde.
Fergesson logró, con la mano entorpecida y dura, reunir los originales. Temblando, volvió a colocarlos en la caja de acero.
- Me equivoqué - murmuró, poniéndose de pie -; pensé que esto lo haría reaccionar, no me había dado cuenta de que ya quedaba tan poco.
Charlotte, conmovida y sin palabras, se alejó a ciegas de la plataforma. Abriéndose paso entre la multitud enojada, Untermeyer la siguió de cerca.
- Esperen un momento - dijo Dawes -. Tengo algo para hacer otra prueba.
Fergesson esperó incrédulo, mientras Dawes palpaba dentro del bolsillo de su rústica camisa gris. Sacó algo envuelto en un viejo periódico. Era una burda taza de madera, mal formada e irregular. Una extraña sonrisa le iluminó la cara al ponerse en cuclillas para depositar la taza frente al Biltong. Charlotte miraba la escena, vagamente sorprendida.
- ¿De qué sirve? Supongamos que hace una reproducción - dijo, tanteando la taza de madera con el tacón de la sandalia -. Es tan simple que tu mismo podrías duplicarla.
Fergesson dio un respingo. Dawes interceptó su mirada; por un momento los dos se miraron fijamente: Dawes, con una leve sonrisa, y Fergesson, alerta ante el descubrimiento que acababa de realizar.
- Eso es - dijo Dawes -. La hice yo.
Fergesson tomó la taza. La volvió de uno y otro lado, tembloroso.
- ¿Con qué la hiciste? No entiendo cómo te las arreglaste. ¿Qué usaste para hacerla?
- Derribamos algunos árboles - dijo Dawes mientras hacía deslizar del cinturón un objeto con un brillo metálico un tanto opaco. Tomen con cuidado, no vayan a cortarse.
El cortaplumas era tan rústico como la taza. Había sido hecho a martillazos, y la hoja estaba unida al mango por medio de un alambre.
- ¿Tú hiciste este cortaplumas? - preguntó Fergesson, atónito -. Es increíble. ¿Cómo empezaste? Es preciso tener ciertas herramientas para hacer cosas como esas. Es una verdadera paradoja - el tono elevado de su voz revelaba cierta histeria -. ¡No es posible! - concluyó.
Charlotte se volvió, decepcionada.
- No sirve - dijo -. ¿Qué podrías cortar con eso? - con un tono patético y cargado de nostalgias agregó -. En la cocina tenía un juego completo de cuchillos del mejor acero inoxidable de Suecia. Y ahora están convertidos en un montón de ceniza negra.
Un millón de preguntas pasó por la excitada mente de Fergesson.
- Escucha: esta taza, este cortaplumas... ¿Ustedes forman algún grupo? Y la tela de tu ropa, ¿también la has hilado tú?
- ¡Vamos! - dijo Dawes bruscamente, recuperando la taza y el cortaplumas. Se apartó de los demás con rapidez.
- Será mejor que nos alejemos pronto, el fin está muy cerca - dijo.
La gente se iba alejando del parque. Abandonada toda esperanza, caminaban arrastrando los pies, con las cabezas bajas, sintiendo todo el peso de su desgracia y dispuestos a revisar los negocios en ruinas por si encontraban restos de comida. Los motores de algunos coches dieron señales de vida, y se alejaron lentamente del lugar.
Untermeyer se humedeció los labios carnosos. El miedo había dejado manchas rojizas en su piel pálida.
- Están desesperados y son capaces de cualquier cosa - susurró a Fergesson -. Esta colonia se viene abajo; dentro de algunas horas no quedará nada. No habrá comida ni lugar donde estar.
Volvió hacia el coche la mirada ansiosa; un velo de decepción cubrió sus ojos. No era el único que había reparado en el coche.
Un grupo de hombres, con caras hostiles, se agrupaba lentamente en torno al polvoriento Buick. Como niños hambrientos e inquietos, metían los dedos por todas partes, revisaban los parachoques, tocaban las luces, comprobaban la firmeza de los neumáticos. Muchos hombres tenían armas burdamente improvisadas; trozos de caños, piedras, pedazos de acero quitados de edificios desmoronados.
- Saben que no es de esta colonia - dijo Dawes -, y por lo tanto, que volverá al lugar de donde vino.
- Puedo llevarte a la colonia de Pittsburgh - dijo Fergesson a Charlotte dirigiéndose al coche -. Diré que eres mi esposa. Después podrás decidir si te interesan los trámites legales.
- ¿Y qué pasará con Ben...? - preguntó Charlotte débilmente.
- No puedo casarme con él - contestó Fergesson, irritado, apresurando el paso -. Puedo llevarlo, pero no van a permitirle que se quede. Tienen un sistema de cuotas.
- Salgan del camino - previno Untermeyer a un grupo de hombres que había formado un cordón.
Se acercó hacia ellos con deseos de venganza. Después de vacilar un momento, los otros se retiraron y lo dejaron pasar. Untermeyer quedó junto a la puerta, el cuerpo enorme, tenso y alerta.
- Tráela hasta aquí. ¡Con cuidado! - le dijo a Fergesson.
Fergesson y Dawes, y Charlotte entre medio de ambos, se abrieron paso entre la fila de hombres hasta donde estaba Untermeyer. Fergesson entregó la llave al hombre corpulento y Untermeyer abrió la puerta de un tirón. Hizo entrar a Charlotte y con un movimiento de cabeza indicó a Fergesson que entrara por el otro lado.
El grupo de hombres reaccionó.
Mediante un poderoso puñetazo, Untermeyer lanzó al líder contra el resto de los hombres. Se escurrió detrás de Charlotte y logró colocarse al volante. El motor se encendió con un chirrido. Untermeyer lo puso en primera y se apoyó en el acelerador con toda su fuerza. El automóvil avanzó un poco. Los otros daban desesperados manotazos tratando de coger al hombre y a la mujer por la puerta abierta.
Untermeyer cerró la puerta de un golpe y le puso traba. Mientras el coche cobraba velocidad, Fergesson tuvo la última visión del hombre gordo que transpiraba, la cara deformada por el miedo.
Los del grupo trataban en vano de aferrarse a los costados resbaladizos del coche. A medida que aumentaba la velocidad uno a uno fueron quedando atrás. Un pelirrojo corpulento se agarró desesperadamente de la capota y manoteó el cristal tratando de tocar la cara del conductor que estaba detrás. Untermeyer hizo describir una curva cerrada al auto; el pelirrojo quedó colgado por un momento, luego abrió la mano y cayó de cara sobre el pavimento.
El coche zigzagueó y desapareció al fin tras una hilera de edificios caídos. Se apagó el sonido de los neumáticos. Al menos Untermeyer y Charlotte iban camino a la colonia de Pittsburg, a lugar seguro. Fergesson quedó mirando el coche hasta que la presión de la mano de Dawes sobre su hombro lo volvió a la realidad.
- Bueno - dijo -. Adiós coche, al menos Charlotte pudo escapar.
- Vamos - le dijo Dawes al oído -. Espero que tus zapatos estén en buenas condiciones. Tenemos mucho que caminar.
- ¿Caminar? ¿Hacia dónde? - preguntó Fergesson, parpadeando.
- Nuestro campamento más cercano está a cuarenta y cinco kilómetros de aquí. Creo que podemos llegar.
Empezó a caminar. Después de un momento, Fergesson lo siguió.
- Si lo hice antes, puedo hacerlo otra vez - dijo Dawes, animándose.
Detrás de los dos volvía a reunirse la multitud que concentraba su atención en el Biltong moribundo. Se oyeron murmullos de descontento; la frustración e impotencia colectiva ante la pérdida del coche, se elevó en una discordante cacofonía que llegó a una crisis de violencia. Lentamente, como un río desbordado que busca un nuevo nivel, la masa iracunda se acercó a la plataforma de cemento.
Sobre ella, el viejo Biltong agonizante esperaba. Tenía conciencia de la proximidad de la multitud. Sus pseudópodos se habían retorcido en un último esfuerzo de acción, y tuvieron un espasmo final.
En ese momento Fergesson vio algo terrible que lo llené de vergüenza, e hizo que su mano humillada dejara escapar la caja de metal, que chocó contra el suelo con un ruido metálico y reverberante. La recogió aturdido, y quedó inmóvil por un momento, tomándola con fuerza. Tuvo deseos de salir corriendo sin rumbo. Deseaba esconderse entre las sombras, en el silencio que rodeaba a la colonia; habría preferido encontrarse en la negra desolación de las cenizas.
El Biltong hacía esfuerzos por reproducir un escudo protector, cuando la turba se le acerco.

Después de caminar durante un par de horas, Dawes se detuvo y se arrojó sobre la negra ceniza que cubría todo.
- Descansemos un poco - murmuró Fergesson -. Traje algo para comer, usaremos el encendedor Ronson, si es que le queda algo de fluido.
Fergesson abrió la caja de metal y le alcanzó el encendedor a Dawes. Un viento frío y maloliente pareció envolverlos, formando tétricas nubes de ceniza que se cernían sobre la desierta superficie del planeta. A lo lejos, los muros quebrados de algunos edificios apuntaban hacia arriba, como huesos gigantescos astillados. La maleza crecía por todas partes.
- Todo no está tan muerto como parece - comenté Dawes mientras recogía pequeños trozos de madera y restos de papeles entre las cenizas, que los rodeaban -. Ya sabes que hay perros y conejos, así como muchas plantas de semillas. Todo lo que tenemos que hacer es limpiar las cenizas y volverán a crecer.
- ¿Agua? Pero si ya no llueve. Casi no recuerdo el nombre que le dábamos a ese fenómeno.
- Debemos cavar pozos, siempre hay agua en la profundidad; sólo es preciso cavar para encontrarla.
En el encendedor quedaba un poco de fluido. Dawes encendió una pequeña hoguera, y devolvió el Ronson a su compañero. Luego concentró toda su atención en alimentar el fuego.
Fergesson quedó mirando el encendedor.
- ¿Cómo se puede hacer algo igual a esto? - preguntó de pronto.
- No es posible - contestó Dawes mientras buscaba en su chaqueta un paquete de alimentos disecados; un trozo de carne salada y maíz seco -. No se puede empezar fabricando cosas complejas. Hay que empezar por lo más simple.
- Un Biltong fuerte es capaz de reproducir esto. El de Pittsburg puede hacer una copia perfecta.
- Lo sé - admitió Dawes -. Eso es lo que nos ha mantenido atrasados. Ahora debemos esperar hasta que ellos abandonen, y ese día está muy cercano, ya lo sabes. Deberán volver a su propio sistema galáctico. Para ellos, permanecer aquí es genocidio.
- Cuando se vayan morirá nuestra civilización - dijo Fergesson mirando fijamente el encendedor.
- ¿Ese encendedor? - preguntó Dawes con una sonrisa -. Eso desaparecerá por mucho, mucho tiempo. Pero no creo que hayas encontrado el ángulo adecuado para encarar el asunto. Tendremos que sufrir un lento proceso de reeducación. Para mí también es duro, no lo creas.
- ¿De dónde eres tú?
- Soy uno de los sobrevivientes de Chicago - contestó Dawes, tranquilamente -. Después del colapso final, vagué por todas partes; maté animales a pedradas, dormí en sótanos, luché con los perros a brazo partido. Por último, encontré el camino hacia uno de los campamentos; muchos habían llegado antes que yo. Tal vez no lo sepas amigo, pero Chicago no fue la primera en caer.
- ¿Y te encargas de reproducir herramientas, como ese cortaplumas?
Dawes dejó escapar una risa sonora.
- Has empleado la palabra que no corresponde; no es reproducir, sino construir. Estamos fabricando herramientas, hemos construido varias cosas - sacó la taza y la colocó sobre las cenizas.
- Reproducir significa meramente copiar - continuó -. No puedo explicarte lo que en realidad significa construir; tendrás que hacerlo, para darte cuenta... Construir y reproducir son dos cosas totalmente distintas.
Dawes dispuso los tres objetos sobre las cenizas; el elegante vaso de cristal de Steuben, su tosca taza para beber, y la ampolla, la fracasada reproducción del Biltong moribundo.
- Así eran las cosas - dijo, señalando el vaso de Steuben -. Algún día volverán a ser así... Pero debemos seguir el camino correcto, el camino difícil, paso a paso, para llegar a lo que deseamos.
Colocó con sumo cuidado la pieza de cristal en la caja de acero.
- La conservaremos, no para copiarla sino como modelo, como objetivo, como fuente de inspiración. Tal vez en este momento no entiendas en qué consiste la diferencia, pero algún día lo harás. En este punto estamos ahora - dijo, señalando la taza de madera -. No te rías, no creas que esto no es civilización. Lo es, aunque de una forma más simple y burda; pero es algo verdadero, tendremos que seguir avanzando a partir de esto.
Recogió la burbuja, la réplica que el Biltong no pudo terminar. Tras un momento de meditación, se volvió hacia atrás y la arrojó por sobre el hombro. La ampolla dio contra algo, rebotó, y después se hizo añicos.
- Eso no es nada - dijo Dawes con intensidad -. Esta taza es mejor. Esta taza de madera está más cerca del cristal de Steuben, que cualquier reproducción.
- Estás muy orgulloso de tu taza - observó Fergesson.
- Puedes estar bien seguro de ello - afirmó Dawes mientras ponía la taza junto al vaso de Steuben -. Un día de estos podrás entender la razón. Tardarás un poco, pero lo entenderás.
Procedió a cerrar la caja de metal. Se detuvo un momento y tocó el encendedor Ronson. Sacudió la cabeza con pesadumbre.
- No será en nuestro tiempo - dijo al cerrar la caja -. Hay demasiados pasos intermedios..., y todos están muy bien guardados en la conciencia humana. Sólo cabe esperar.
El rostro delgado de John Dawes lució una chispa de gozosa anticipación.
-...pero, ¡Dios sea loado! Vamos en esa dirección.

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