16 de septiembre de 2006

El último trago



Lo que quise hacer en este cuento es salir de la primera persona en masculino y probar en primera femenino. La consigna era alternar descripción y acción.
Espero que les guste.
Saludos
Estanis


El último trago
Por Estanislao Zaborowski

El avión giró sobre la pista principal del aeropuerto de Ezeiza y apuntó su frente en posición de despegue. Sentada allí, junto a la ventanilla, podía vislumbrar el comienzo de un nostálgico atardecer. El sol se acostaba en el horizonte, a medida que las luces de la ciudad comenzaban a iluminar el cielo.
Las azafatas terminaron su show de mímica deseándonos un feliz vuelo e inmediatamente nos repartieron un refrigerio con unas cálidas frazadas de lana sintética. Mientras percibía el movimiento ascendente de la moderna máquina, los recuerdos me transportaban al living de mi casa, cuando por estas horas mi madre llegaba de trabajar y se disponía a pasar conmigo el resto de la tarde. Aquellos cómplices secretos de merienda, quedarán postergados por algunos meses.
Al rato de haber despegado, me dormí inquieta, pensando en los acontecimientos que me aguardaban a mi llegada. Cuando abrí los ojos, la imponente Londres se vestía para mí. Su gris aterciopelado cubría las calles de melancólica e impaciente necesidad. Sus edificios mas altos iban apareciendo a medida que nuestro viaje llegaba a su fin. Partiendo la ciudad en dos, el Támesis se distinguía como un hilo brillante similar al llanto de una pequeña criatura.
Ni bien aterricé, busqué un taxi y me dirigí a la dirección que me había enviado por correo electrónico el tutor de mi beca de estudios. Según sus indicaciones, la residencia se hallaba en la parte más bonita de la capital británica. A medida que el sedán se alejaba del centro, pude notar como las calles modificaban su apariencia; del color rojizo otoñal típico de esta época del año, a un matiz mas claro, como si el verde tardío del verano se negara a dejar tan rápido su paso por esta parte de la ciudad.
Por fin estacionamos en la puerta de una pequeña pero coqueta casa de dos pisos, los altos árboles que se erigían en la entrada, aún no habían perdido sus hojas.
Un señor, que aparentaba ser el mayordomo de la casa, abrió la puerta del auto y me dirigió una sonrisa amplia. Con su dedo índice, me señalaba el pequeño camino de baldosas verdes, que desembocaban en la entrada principal.
Antes de llegar a la puerta, el mayordomo se encontraba a mi lado con el bolso de mano y la valija de cuero raído que me había prestado mi madre para la ocasión.
- Buenas tardes Stefanía, la estábamos esperando – su postura inglesa era impecable.
- ¡Hola! Gracias, muy amable – dije introduciendo mi camisa dentro de la pollera de corderoy que estaba estrenando.
- Mi nombre es Henry, soy el encargado de la residencia y por los meses que usted disponga, este será su hogar.
- Le agrades... – mis palabras revelaron un silencio en el instante que la puerta se abrió de par en par.
Apenas crucé el umbral, una enorme sala de estar tibiamente iluminada, le arrojó a mis sentidos un sinfín de mensajes sobre el nuevo mundo que estaba descubriendo.
Es cierto que parte de mi asombro, se basaba en que jamás había salido de Buenos Aires, a excepción de algunos viajes al sur del país.
Pero nada de lo visto allí se podía comparar con la delicadeza y el buen gusto que decoraba cada rincón del lugar. Henry me indicó que pasara al living que se encontraba a mi derecha. El salón era amplio y suntuoso. De sus paredes colgaban gigantescos cuadros con pinturas muy bellas de distinta clase. Si bien mis conocimientos en el arte no eran tan prolíficos como en el campo de la psicología, pude distinguir una réplica de un cuadro de Van Gogh, como así también una pequeña colección de tres o cuatro bocetos de Rembrandt.
Coloqué mi cartera sobre la mesa de roble que ocupaba gran parte del recinto, justo en el momento que escuché una voz a mis espaldas.
- ¡Bienvenida Stefi! – con un forzado acento español, ingresaba al salón un hombre de edad avanzada apenas canoso pero de rasgos finos y excelente porte.
- ¡Hola! Usted debe ser... – otra vez no pude terminar mis palabras.
- Así es soy Arthur, tu tutor – el hombre me abrazó calurosamente y me besó en ambas mejillas - Debes estar cansada, así que dejaremos la visita al resto de la casa y la charla para la hora de la cena, ¿te parece?
- Si, me encantaría descansar un poco, el viaje fue largo y no pude dormir cómoda.
- Por supuesto. Henry te indicará tu habitación. Te espero a las ocho en punto para cenar.
- Gracias – mis palabras parecían tener un eco extraño dentro de la casa.
Subimos la escalera de madera de apliques y bordes tallados, dirigiéndonos hacia la habitación mas alejada al final del pasillo. Apenas entré, dejé la valija y el bolso de mano junto a la puerta y me zambullí en la cama. Por suerte, era amplia y flexible.
Cuando desperté, mi reloj marcaba las siete y media. Al incorporarme, me dirigí al baño, prendí la ducha y me desvestí. El agua caliente y la siesta habían resultado reconfortantes. Tardé un par de minutos en vestirme, elegí un jean azul marino, una musculosa blanca y una polera negra que combinaban con las botas de cuero del mismo color. Ultimando detalles, recogí mi pelo con un clásico rodete, me perfumé y salí de la habitación rumbo al encuentro de mis nuevos compañeros.
- ¿Cómo nueva? – Arthur me esperaba al final de la escalera extendiéndome una copa de lo que aparentaba ser vino tinto.
- Asi es – respondí bajando los últimos peldaños y agradeciendo con un gesto la bebida.
- Ven por aquí, te presentaré a los otros estudiantes.
Nos trasladamos al living y a medida que me acercaba a el, comencé a escuchar distintas voces, todas ellas en un perfecto inglés.
Arthur me presentó a Sarah, Paul y Robert los tres, según me explicó, estaban hospedándose hace diez días y provenían de Australia. En ese momento Camile, una mujer cuarentona de origen francés y modales nerviosos, se acercó estrechándome la mano y presentándose como la consejera educativa de la residencia. Por último, apenas distanciado de los demás, se encontraba Gustav. Un joven apuesto de origen ruso, que calculé debería tener mi edad. Al parecer era muy introvertido porque durante la charla que antecedió a la degustación del plato principal, no mencionó palabra alguna.
La cena transcurrió agradable y distendida, con excepción de algunas ocasiones en donde la pasión por la psicología nos dejaba arrebatar.
Al concluir el postre, Gustav parecía absorto en sus pensamientos sin emitir opinión, en tanto que Camile permanecía muda en una punta de la mesa observando su reloj pulsera cada un par de minutos. Con Sarah conversábamos muy animadas, acerca de la moda que predominaba hoy en día en las calles de Europa, mientras que Arthur, Paul y Robert discutían sobre las estrellas de fútbol que estaban emergiendo de los países sudamericanos.
Lo extraño, sucedió cuando nos sentamos en los sillones que rodeaban el hogar a leña y nos dispusimos a tomar una copa de brandy, que con curiosa amabilidad, nos sirvió Camile a cada uno de nosotros.
Nos encontrábamos inmersos en una tensa conversación, donde las teorías psicológicas acerca del aprendizaje eran las protagonistas, justo en el momento en que Arthur se puso de pie. Ninguno de nosotros reparó en sus movimientos hasta que tambaleó y cayó al suelo agarrandose la garganta y murmurando algunas palabras inaudibles.
Gustav se levantó del susto y dio varios pasos hacia atrás, hasta toparse con la pared de la cual colgaba un cuadro de Botero. Desde allí, una de las gordas parecía guiñarle un ojo. Camile salió corriendo y desapareció por varios minutos. Paul y Robert se miraban mudos sin entender lo que sucedía, lo cual me hizo deducir, que como todos los hombres, carecían de valentía. Sarah se acercó al cuerpo indicándome que la ayudara a incorporarlo, lo cual fue inútil. El tamaño considerable de sus extensiones y la nula respuesta de sus músculos, evitó que lo pudiéramos mover. Al corroborar que su pulso no emitía ninguna señal, concluimos que había fallecido.
- Llamé a la policía, viene para acá – gritó Camile, mientras ingresaba y se arrodillaba compungida al lado del cuerpo inmutable de mi tutor.
A los pocos minutos dos patrulleros y una ambulancia estacionaban frente a la casa. Nos juntaron a todos en el salón, incluso a Henry, que luego de haber levantado los platos de la cena, se había ido a descansar a su habitación. El inspector nos interrogó por separado, y a las pocas horas, dio la orden de que nos vayamos a descansar. El veredicto del médico forense, indicaba que Arthur había fallecido a causa de un paro cardíaco, lo cual generó una serie de comentarios por lo bajo. Al cabo de dos días y tediosos trámites de por medio, se terminaba mi aventura europea.
Una mañana, seis meses después de aquel periplo, Frida mi perra labradora, me acercaba el diario que recién habían dejado en la puerta de casa.
Mientras desayunaba en el jardín, me atraganté con una tostada, al leer en un aviso clasificado que una residencia para estudiantes de psicología, invitaban a visitar Londres. Su dueña Camile y su esposo Henry prometían módicos precios.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que lindo leerlo otra vez! Frida, psicologia,son palabras mas que familiares para mi! Tips pendientes: Londres y toda la aventura jajaj..quien sabe..algun dia...El personaje del cuento no este tan lejos de realidad!
Muy lindo! felicitaciones una vez mas

Besos
Andre