13 de julio de 2012

"Pulso", el nuevo libro de Julian Barnes


El inglés Julian Barnes, conocido principalmente por su tarea como novelista, despliega en los relatos de Pulso un fresco de entreveros sentimentales, con toques de nostalgia.

Cuando la célebre -y a estas alturas clásica- revista Granta publicó en 1983 una edición especial dedicada a los mejores novelistas jóvenes británicos del momento, pocos podían esperar que el alcance de sus predicciones llegase tan lejos. Mitad causa y mitad consecuencia, en parte trepándose a la ola de un fenómeno en germinación y en parte multiplicándolo, el impacto de las antologías de Granta ha sido siempre el de una tormenta, pero pasajera; poco más que un estado de situación. Y aunque el buen ojo de sus editores en ese tipo de selecciones resulte a través del tiempo innegable -Tibor Fischer, Will Self, Robert McLiam Wilson, Zadie Smith, parte del reciente sub-40 hispanoamericano-, lo cierto es que aquel número emblemático marcó un punto de inflexión cuyas resonancias difícilmente puedan repetirse. Casi podría decirse que creó un movimiento: la Nueva Narrativa Inglesa. Ese corpus heterogéneo y en buen modo casual incluía nada menos que a Martin Amis, Salman Rushdie, Ian McEwan, Kazuo Ishiguro y, claro está, Julian Barnes (1946). Este último publicó un año más tarde la novela que, a sus treinta y ocho años, terminaría por consagrarlo (ganadora del premio Médicis en su amada Francia, entre otros): El loro de Flaubert . De allí en más, y a pesar de su falta de inventiva para los golpes de efecto en comparación con sus compañeros de viaje -las bravuconadas de Amis, el ímpetu desmoralizante de Mc Ewan, para no hablar de la fatalidad que inmortalizó en vida a Rushdie-, Barnes edificó sin descanso una obra poderosa y sutil a la vez, que lo convertiría en el mejor escritor de todos.

En rigor, y más allá de la escasa importancia que se le pueda dar a las etiquetas en sí, en el caso de Barnes quizá deba hacerse uso de aquella definición de casi tres décadas atrás y tildarlo efectivamente de novelista, porque es en ese terreno donde se encuentra más cómodo, donde mejor desarrolla su escritura. No se trata de preferir un género u otro, sino de una concepción de la literatura: escriba cuentos o novelas o lo que sea, para Barnes contar una historia significa enredarse en sus pliegues, redescubrir una y otra vez sus pequeños movimientos, buscar la precisión cuidándose de no apuntarle nunca al centro. El relato es, entonces, el arte de la digresión. Y cuando no, un trabajo de miniaturista, alejado de esa taquicardia muy de estos tiempos en que los escritores parecen tan preocupados porque sus lectores no se distraigan que a menudo no son capaces de ofrecerles más que una concatenación de verbos. Lo de Barnes es otra cosa: un trabajo de aproximación, en ocasiones más concentrado y en otras más expansivo, pero que siempre construye sentido en puntas de pie, como si fuera un susurro, una plegaria o un recuerdo.

El volumen de relatos que nos ocupa, Pulso , publicado en Inglaterra el año pasado (un año que para Barnes tiene un significado especial, dado que obtuvo el hasta ahora esquivo Booker Prize por su novela The Sense of an Ending , inédita aún en castellano), encuentra al autor en su mejor forma. La excepción resulta, notoriamente, esa suerte de saga en cuatro capítulos titulada En casa de Phil y Joanna , en la que Barnes demuestra entre otras cosas lo difícil que es escribir una secuencia creíble hecha casi exclusivamente de diálogos, y por otro lado que la ironía y la autocrítica -aquí en clave generacional- a veces no hacen más que poner en evidencia nuestras limitaciones, o mejor dicho: nos salvan de muy poco. Pero el resto del libro contiene una maravilla tras otra, y es admirable la manera en que Barnes hace su trabajo sin que se le note la transpiración, sin que sus trucos pierdan nobleza ni se vuelvan transparentes.

Tal vez a raíz de haber entrado ya en la edad madura, sin duda además influido por la todavía reciente muerte de su esposa (la agente literaria Pat Kavanagh, protagonista de la famosa pelea entre Barnes y Amis cuando éste la cambió por "El Chacal" Andrew Wylie), la mayoría de los textos aquí reunidos posee, si no un tema en común, sí una perspectiva: la de mirar hacia atrás. La incomunicación o la pérdida, es decir aquello que pudo haber sido y aquello que jamás regresará. En el relato que abre el libro ("Viento del Este"), un agente inmobiliario que hace tiempo ha estado al margen del juego amoroso busca una segunda oportunidad para descubrir, en el camino, que todo siempre es mucho más frágil de lo que parece. En "Invasión a la propiedad privada", otro de los textos agrupados en la primera parte del volumen, un hombre aficionado al trekking conoce a una mujer con la que repite, de inmediato, los mismos errores. El universo del jardinero es la historia de una pareja que intenta retrasar su inevitable fin volcándose a un hobby supuestamente inofensivo; un fresco bastante patético, por cierto, parte de esa medianía biempensante de pasiones y preocupaciones moderadas que Barnes retrata con suma frecuencia y con brutal honestidad.

Salvo por un par de piezas de carácter "histórico-filosófico" (otra mirada hacia atrás, aunque de caracter diferente), entre las que habría que destacar el minimalismo conmovedor de "El retratista", el rumbo que predomina en todo el libro es el del entrevero sentimental, suerte de punto ciego en las diversas relaciones que Barnes toma como base para este nuevo y agudo ensayo sobre el amor, sobre las visicitudes y los imposibles del amor. El tono de casi todos los relatos es profundamente nostálgico -lejos de los ardores del campo de batalla-, y es ése el rasgo que define sus mayores logros. Así, "En la cama con John Updike" es un cuento que carece de progresión dramática, y sin embargo no es sencillo despegarse de esas dos escritoras veteranas que, en el viaje en tren de regreso de su enésimo evento literario, repasan y se confiesan mezquindades, pequeñas mentiras, transgresiones de sabor agridulce. No ha ocurrido nada demasiado grave entre ellas, en verdad: sólo el tiempo.

"Las líneas del matrimonio" resulta ser otro hallazgo notable, en particular por la extrema sobriedad con que sobrevuela el sufrimiento interno de su protagonista, pero la obra maestra es el relato que cierra y da título al libro. En "Pulso", en esa doble despedida de padre e hijo, Barnes despliega todo su arsenal poético, haciendo de la digresión y la lentitud una cuestión de principios. En definitiva: dándoles a sus personajes la posibilidad de que miren atrás con calma, sin estridencias.

Admirador de Cervantes y Flaubert
No es demasiado frecuente que el paso de una visita notable por la Argentina acarree semejante uniformidad de opiniones. Algo de culpa tendrán los visitantes, pero también la insidiosa mirada de una capital literaria para la que con frecuencia nada es suficiente. La última vez que Barnes estuvo aquí, en febrero de 2008, dejó contentos a todos, entre ellos, a quienes pudieron asistir a la charla que brindó en el Malba y que no podían creer que alguien de su talla estuviese desde el primer momento tan dispuesto a entretener a su auditorio, agradecido por el reconocimiento que le brindaban. En aquella ocasión, un día después de haber conocido la Biblioteca Miguel Cané -donde trabajó Borges-, en la que se colocó una oportunísima y oportunista placa con su nombre, Barnes soltó conceptos interesantes y, como es su costumbre, muy poco estridentes. Luego de manifestar que ignoraba si poseía o no un estilo, dijo que deseaba que su literatura fuese "una mezcla entre la libertad total y el control absoluto", habló de la indispensable "perspectiva del fracaso" que debe tener en cuenta todo escritor y de su admiración por el autor de Ficciones . Cuando le preguntaron por sus elegidos entre los contemporáneos la lista comenzó, provocativamente, con Cervantes y Flaubert. Se refería a que la buena literatura atraviesa el tiempo y se instala siempre, con renovada fuerza, en el presente.

 Por José María Brindisi para La Nación

8 de julio de 2012

Umberto Eco: "Internet es un mundo salvaje y nocivo"



Umberto Eco vive con su mujer en un dúplex de un edificio antiguo, justo enfrente del castillo Sforzesco, el punto turístico más vistoso de Milán. «Me despierto todos los días ante el Renacimiento», dice Eco. Esta enorme fortificación que se alza ante sus ventanas fue inaugurada por el duque Francisco Sforza en el siglo XV y siempre está abarrotada de turistas. Ante ella vive el intelectual y novelista más famoso de Italia. Uno de los pisos de Eco está dedicado al despacho y a la biblioteca. Cuatro salas repletas de libros, divididas por temas y por autores. La sala donde trabaja es pequeña. Abriga lo que él llama «ala de las ciencias prohibidas», como ocultismo, sociedades secretas, esoterismo y brujería. Allí se encuentran las fuentes de las novelas más populares de Eco: El nombre de la rosa (1980), El péndulo de Foucault (1988), La isla del día de antes (1994), Baudolino (2000), La misteriosa llama de la reina Loana (2004) o El cementerio de Praga. Publicada en 2010, esta última desató una gran polémica por abordar de forma humorística un asunto tremendamente serio: la aparición del antisemitismo en Europa. Por motivos diversos protestaron la Iglesia católica y el rabino de Roma. La primera porque Eco ridiculizaba a los jesuitas («son masones con faldas», dice el personaje principal, el odioso escribano Simone Simonini). El segundo porque estimaba que las teorías conspiratorias forjadas durante el siglo XIX podrían generar una ola de odio hacia los judíos. Desde el inicio de su carrera, allá por 1962, con el ensayo estético Obra abierta, Eco siempre ha buscado provocar este tipo de reacciones. Incluso a sus 80 años recién cumplidos, no parece haber perdido el gusto por el ruido.

¿Cómo se siente usted al cumplir los 80 años?
¡Mucho más viejo! [Se ríe]. Nos vamos convirtiendo en gente importante con la edad, pero lo cierto es que no me siento ni importante ni viejo. No puedo quejarme de llevar una vida rutinaria. Mi vida es muy agitada.

Sigue plenamente activo...
Todavía mantengo una cátedra en el departamento de Semiótica y Comunicación de la Universidad de Bolonia y continúo orientando a doctorandos y posdoctorandos. Doy conferencias por todo el mundo. Acabo de regresar de una megaexcursión por Estados Unidos. Casi me costó un brazo. Sufro tendinitis de firmar tanto autógrafo en libros.

Usted ha sido siempre uno de los más acérrimos defensores del libro en papel. Mantiene la tesis de que el libro nunca desaparecerá. Pese a la progresiva popularización de los lectores digitales y las tabletas, ¿mantiene la misma convicción sobre el futuro del papel?
Soy coleccionista de libros. Defendí la supervivencia del libro junto con Jean-Claude Carrière en el volumen Nadie acabará con los libros. Lo escribimos por motivos estéticos y gnoseológicos [relativos al conocimiento]. El libro sigue siendo el medio ideal para aprender. No necesita electricidad y puedes subrayar todo lo que te parezca. Considerábamos imposible leer textos en el monitor de un ordenador. Pero de eso hace ya unos dos años...

¿Es que ha cambiado de opinión?
En mi último viaje por Estados Unidos tenía que llevar conmigo 20 libros y mi brazo no estaba para muchos trotes. Por eso acabé por comprarme un iPad. Fue útil para transportar tantos volúmenes. Empecé a leer con el aparato ese y no me pareció tan malo. De hecho, me encantó. Así que ahora leo mucho con el iPad, ¿se lo puede creer? Pues sí. Incluso así, creo que las tabletas y los e-books sirven más como auxiliares de lectura. Son más prácticos para el entretenimiento que para el estudio. Me gusta subrayar y escribir notas, interferir en las páginas de un libro. Eso todavía no es posible con una tableta.

A pesar de su vertiginosa evolución, ¿ve usted Internet como un peligro para el saber?
Internet no selecciona la información. Hay de todo por ahí. La Wikipedia presta un antiservicio al internauta. El otro día publicaron algunos chismes sobre mí y no me quedó más remedio que intervenir y corregir varios errores y absurdos. Internet todavía es un mundo salvaje y peligroso. Todo surge ahí sin jerarquía. La inmensa cantidad de cosas que circulan por la Red es mucho peor que la falta de información. El exceso de información provoca la amnesia. Demasiada información hace mal. Cuando no recordamos lo que aprendemos, acabamos pareciéndonos a los animales. Conocer es cortar y seleccionar.

Sin embargo, reconocerá que, gracias a Internet, el conocimiento se hace más accesible.
Sí, eso es cierto. Si uno sabe qué sitios y bancos de datos son de confianza, entonces sí, tendrás acceso al conocimiento. Ahora bien: usted y yo, que gozamos de cierta riqueza de conocimientos, podemos aprovechar mejor Internet que aquel pobre señor que está comprando salami en la charcutería de ahí enfrente. En ese sentido, la televisión era útil para el ignorante, porque seleccionaba la información que él podría precisar, aunque fuera información estúpida. Internet es un peligro para el ignorante porque no filtra nada. Solo es buena para quien ya conoce y sabe dónde está el conocimiento. A largo plazo, el resultado pedagógico será dramático. Veremos multitudes de ignorantes usando Internet para las estupideces más diversas: juegos, conversaciones banales y búsqueda de noticias irrelevantes.

¿Existe alguna solución para que no nos aturda el exceso de información?
Sería necesario crear una teoría sobre el filtraje de la información. Una disciplina que fuera práctica, basada en la experimentación cotidiana con Internet. Ahí queda una sugerencia para las universidades: elaborar una teoría y una herramienta del filtro que funcione por el bien del conocimiento. Conocer es filtrar.

¿Ya está pensando en su nueva novela?
Vamos con calma. No tengo mucho tiempo para ficción en este momento. La verdad, quiero ocuparme ahora de mi autobiografía intelectual. La Library of Living Philosophers, una institución norteamericana, me invitó a revisar mi trayecto filosófico. Es una propuesta que me llena de orgullo porque pasaré a formar parte de un proyecto que incluye a John Dewey, Jean-Paul Sartre y Richard Rorty, aunque en realidad yo no soy un filósofo. Desde 1939, el instituto invita a un pensador vivo a relatar su recorrido intelectual en un libro. El volumen incluye ensayos de varios especialistas sobre los diversos aspectos de la obra del invitado. Al final, este responde a las dudas y a las críticas que se han recogido. El desafío es sistematizar de una forma lógica todo lo que he hecho hasta hoy.

Se antoja una tarea ingente. ¿Cómo se las apañará para lidiar con todas las facetas de su trabajo?
He comenzado por mi interés constante, desde los comienzos de mi carrera, por la Edad Media y las novelas de Alessandro Manzoni. Después vinieron la semiótica, la teoría de la comunicación, la filosofía del lenguaje. Y está también el lado prohibido, el de la teoría ocultista, que siempre me ha fascinado. Tanto que poseo una biblioteca dedicada en exclusiva al tema. Adoro todo lo que rodea a lo falso. De hecho fue así, recogiendo montones de teorías extrañas, como llegué a la idea de escribir El cementerio de Praga.

Entre esas teorías destaca Los protocolos de los sabios de Sion, el libelo antisemita que habla de una supuesta conspiración judía para controlar el mundo. ¿Cómo llegó a meterse tan a fondo en un documento tan controvertido para crear ficción?
Yo quería investigar la razón que llevó a los europeos civilizados a esforzarse por construir enemigos invisibles en el siglo XIX. El enemigo siempre figura como una especie de monstruo: tiene que ser repugnante, feo y maloliente. De algún modo, lo que causa repulsa en el enemigo es algo que forma parte de nosotros mismos. Es esa la ambivalencia que perseguí en El cementerio de Praga. Nada más ejemplar que la elaboración de las teorías antisemitas que acabarían por desembocar en el nazismo del siglo XX.Investigando constaté que el antisemitismo tiene una raíz religiosa, luego deriva hacia un discurso de izquierda y, finalmente, da un giro hacia la derecha para convertirse en la prioridad de la ideología nacionalsocialista.

Sin embargo, el origen del antisemitismo es muy anterior...
Arrancó en la Edad Media a partir de una visión cristiana y religiosa. Los judíos eran estigmatizados como los asesinos de Jesús. Esa visión llegó a apogeo con Lutero. Él predicaba a favor de que los judíos fueran prohibidos. Los jesuitas también jugaron su papel en todo esto. En el siglo XIX, los judíos aparentemente integrados en Europa comenzaron a ser satanizados por su riqueza. La familia de banqueros Rothschild, establecida en París, se convirtió en el blanco del rencor social y de los predicadores del socialismo. Descubrí los textos de Leo Taxil, discípulo del socialista utópico Fourier. Él inauguró una serie de teorías sobre la conspiración judaica y capitalista internacional que daría como resultado Los protocolos de los sabios de Sion, texto forjado en el año 1897 por la policía secreta del zar Nicolás II.

El antihéroe de El cementerio de Praga Simone Simonini es antisemita, anticlerical, anticapitalista y anticomunista. ¿Cómo ideó a alguien tan abominable?
Los críticos dijeron que Simonini es el personaje más horroroso de la literatura de todos los tiempos, y no me queda más remedio que darles la razón. También es muy divertido. Sus excesos provocan tanto la risa como la rabia.

Además de falsificador, Simonini es un gourmet. ¿Es un reflejo de sus gustos personales?
¡Yo soy de McDonald's! Nunca me preocupó mucho la comida. Busqué recetas antiguas con el objetivo de causar repugnancia en el lector. La gastronomía es un elemento negativo en la composición del personaje. Cuando Simonini discurre sobre platos exquisitos, la intención es que al lector se le revuelva el estómago.

Philip Roth dice que la literatura ha muerto. ¿Qué opina usted?
Roth es un gran escritor. Si seguimos contando con autores de su talla, seguro que a la literatura le queda mucha vida por delante. Él publica una buena novela casi por año. No me parece que ni la novela ni el propio Roth pretendan interrumpir su carrera [se ríe].

¿Defiende, entonces, la vigencia absoluta de la novela?
Escribir ficción sigue teniendo todo el sentido del mundo. Ha habido un retroceso, eso sí, hacia la narrativa lineal y clásica. Yo comencé a escribir ficción, precisamente, en ese contexto de restauración de la 'narratividad' llamado posmodernismo. Soy considerado un autor posmoderno, y estoy de acuerdo con la consideración. Me muevo entre las formas y los artificios de la novela tradicional. La novela es la realización máxima de la narratividad. Ella abriga el mito, la base de nuestra cultura. Contar una historia que emocione y transforme a quien la absorbe es algo que se transmite entre padres e hijos, del novelista a su lector, del cineasta a su espectador. La fuerza de la narrativa es más eficaz que cualquier tecnología.

Usted creó lo que se podría llamar 'novela negra erudita'. ¿Sigue siendo válido este modelo?
En El nombre de la rosa combiné erudición y novela de suspense. El libro ayudó a crear un tipo de literatura que veo con buenos ojos. Hay muchas cosas interesantes. Me gusta Arturo Pérez-Reverte, con sus fantasías que recuerdan a las aventuras de Dumas y Emilio Salgari que yo leía de niño.

Leyendo a seguidores suyos, como Dan Brown, ¿no se arrepiente a veces de haber creado este género?
¡A veces, sí! [Se ríe]. Dan Brown me irrita profundamente porque parece un personaje inventado por mí. En lugar de asumir que las teorías conspiratorias son falsas, Brown las da por verdaderas, poniéndose del lado del personaje, sin cuestionar nada. Es lo que hizo en El código Da Vinci. Es el mismo contexto de El péndulo de Foucault. Pero él parece que prefirió acercarse a la historia para simplificarla. Eso provoca una oleada de mitificaciones. Hay muchos lectores que se creen todo lo que Dan Brown escribe, aunque, la verdad, no puedo criticarlos por ello.

Fin

Gentileza XL Semanal

2 de julio de 2012

Toni Hill: “Quería hablar sobre la miseria de los poderosos”


Con su primera novela, "El verano de los juguetes muertos", recién publicada en Argentina, el escritor español Toni Hill deslumbró a los fanáticos de la novela negra. Con una trama situada en una Barcelona actual, introduce al inspector Héctor Salgado que tendrá vida en por lo menos dos novelas más.

El español Toni Hill se gana la vida con la literatura desde hace muchos años, pero como traductor. Recién a los 44 años se animó, por fin, a escribir su primera novela. Publicada el año pasado en España, y ahora en la Argentina, El verano de los juguetes muertos, ha sido un éxito popular y de críticas. Sus derechos se han vendido a 11 países. Medio en chiste y medio en serio, Hill afirma que uno de sus objetivos en escribir su novela fue demostrar que también se cometen asesinatos en los países calurosos. La broma se refiere, por supuesto, al interminable Boom del policial nórdico.

Hill estuvo de visita en Buenos Aires como uno de los invitados de la primera edición del festival Buenos Aires Negra (BAN!) que reunió, en el mes de junio, más de 100 participantes de Argentina, Canadá, España, Francia, México, Perú y Uruguay.

El verano de los juguetes muertos transcurre en la Barcelona actual, durante cinco días de agobiante calor. Conjuga dos mundos: el de los niños bien de la clase alta de la ciudad, por un lado, y el de las jóvenes africanas, victimas de trata de personas, por otro. En el medio, obviamente, hay un crimen. Y para resolverlo está el detective Héctor Salgado. Es un argentino cuarentón que llegó a Barcelona a los 19 años. Cuando comienza la novela esta de vuelta de Buenos Aires donde pasó un mes de licencia forzada porque en su última misión, casi mató a golpes a un sospechoso en un caso de prostitución de adolescentes nigerianas. Al regreso su jefe le asigna extra-oficialmente un caso complicado socialmente, pero aparentemente rutinario: la muerte accidental de un joven de la alta burguesía. Nada, se pueden imaginar, resultará rutinario.

En una novela policial los dos elementos clave son el detective y el entorno. Cuando pensó su novela, ¿cuál de los dos le vino antes?
El entorno. Se escribe mucho sobre Barcelona, pero hay muy poco escrito sobre la Barcelona de hoy. Sobre la Barcelona que pisamos todos. Hay una idea gótica de Barcelona o incluso medieval. Pero de la Barcelona del 2010 había muy poca cosa. Por allí empezó la idea.

¿Y cuál es la Barcelona que se retrata en la novela?
Quería huir de lo que es la zona marginal de Barcelona. Huir un poco de los delincuentes comunes y situar la trama principal en la zona alta de la ciudad y hablar sobre las miserias de los poderosos. Que en Barcelona son distintos que en otros sitios. La burguesía catalana es una burguesía real; es una burguesía que trabaja. No son nobles venidos a menos. Al revés, son trabajadores venidos a más. Me apetecía mucho hablar de ellos. Y luego me interesaba mucho hablar de la familia. En el fondo es una novela sobre la familia. Es un thriller sobre la familia.

El policial ahora esta experimentando una revalorización. Es como si ahora los lectores “cultos” se permitieran leer policiales sin culpa…
El policial siempre le ha gustado a todo el mundo. A ver. Si te cuentan bien una historia, si te plantean una intriga es difícil resistirte a querer saber qué pasó. Es básico al ser humano. Eso por un lado. Pero por otro lado, pienso que en épocas de crisis económica —o de crisis en general—la novela negra puede hablar de esto de una manera atractiva para el público. En la novela negra se puede hablar de problemas sociales, pero no directamente.

Aunque en esta novela se habla de muchas problemáticas sociales, lo que más atrapa es la trama…
Para mi el centro es siempre es la trama. Algunas novelas pueden dejar que el tema de la crítica social devore la trama. Eso no me gusta. ¿Cuál es tu novela favorita dentro del género policial? Para mi una novela negra perfecta es Río místico de Dennis Lehane. Esa novela reúne todo. Tienes un hecho que sucedió hace muchos años que ha quedado allí, y que tiene una consecuencia sobre las vidas de tres o cuatro muchachos — y que luego eso se desarrolla en el presente. Pero en el fondo, saber quién fue el asesino no es lo más importante de la trama.

Siempre supiste que ibas a escribir policiales o, de más joven, te imaginabas como un autor de novelas literarias convencionales.
Me gusta mucho el policial, pero eventualmente me gustaría hacer otras cosas. No sé si literarias o no literarias. Lo de los géneros me termina pareciendo una división falsa. Hay buenas novelas y hay malas novelas. Lo que la literatura no debería hacer nunca es aburrir al lector.

Fin

Gentileza Revista Ñ