31 de marzo de 2012

Un método peligroso / John Kerr

Creación que amenaza
Que Sabina se convierta en un peligro para Jung e incluso Freud refuerza una idea presente en la obra de Cronenberg: la creación como algo que cobra vida más allá de los deseos de su creador.

En una de las primeras escenas de Un método peligroso, el doctor Carl Jung está desayunando junto a su esposa, embarazada, y comentan acerca de la criatura que está por nacer. Lo que Jung todavía no sabe, pero el montaje y la puesta en escena del director David Cronenberg lo anticipan, es que Jung también está “preñado”: en el seno de su clínica en las afueras de Zurich, está incubando su propia criatura, Sabina S., la primera paciente que se someterá a su “cura por medio del habla”. Que esta criatura luego se convierta en un peligro para Jung e incluso también para su mentor, Sigmund Freud, no hace sino reforzar la idea que está presente en buena parte de la obra de Cronenberg: la creación como una amenaza, como un cuerpo extraño que cobra vida propia más allá de los deseos de su creador.

Ya en su lejana versión de La mosca (1986), el propio Cronenberg se permitía un cameo en una escena tan breve como significativa: allí interpretaba a un obstetra que, para su propio horror, extraía del útero de su paciente a un ser monstruoso. Desde entonces –y desde antes incluso: ver Shivers (1975) o Rabid (1976)–, Cronenberg ha sido el partero encargado de dar a luz los temores más profundos del inconsciente. Y no hace otra cosa Jung (Michael Fassbender) con Sabina Spielrein (Keira Knightley), desde la primera sesión de “la cura del habla”: el atildado doctor apenas si puede reprimir su sorpresa ante las extremas manifestaciones físicas de su paciente, cuyo cuerpo se retuerce convulsivamente mientras su quijada, intentando decir lo indecible, parece proyectarse hacia afuera como si se tratara de un alien en su puja por emerger a la superficie.

A diferencia de otros films del autor de Scanners, sin embargo, no hay aquí otros signos de un horror gráfico, explícito. Por el contrario: si en Festín desnudo, por ejemplo, la máquina de escribir del novelista se convertía, a la manera de las pesadillas de William Burroughs, en una gigantesca cucaracha, aquí en cambio Sabina S. se irá volviendo, gracias a la terapia, en Frau Spielrein, una mujer cada vez más bella y socialmente presentable, al punto que por incentivo del propio Jung decide seguir sus pasos como psicoterapeuta. Pero más allá de la elegante y serena superficie del lago de Zurich que los rodea, una tormenta se desata en el interior de la alcoba de Sabina, donde ella ha convertido al doctor Jung –casi contra su débil voluntad– en su amante y a quien le pide que la azote en las nalgas tal como lo hacía su padre.

La criatura va tomando el poder sobre su creador, de la misma manera que el discípulo desafía al mentor: desde el momento en que Jung atraviesa la puerta de la célebre Bergstrasse 19, en Viena, no puede sino enfrentar a la autoridad que significa la figura paterna de Freud (Viggo Mortensen, en una composición sorprendentemente natural y lograda para representar una figura de ese calibre). El es el único en la mesa familiar del creador del psicoanálisis que se lanza a comer sin pedir el permiso del dueño de casa.

En la obra teatral de Christopher Hampton en la que se basa el film, inspirada a su vez en un controvertido libro biográfico de John Kerr, se plantean también antagonismos de clase entre uno y otro: Jung como el despreocupado heredero de la fortuna de su esposa, Freud inquieto en cambio por la necesidad de sostener con su trabajo a una familia numerosa. Pero a medida en que las diferencias teóricas comienzan a acentuarse entre ellos (la película hace un estupendo uso dramático de la correspondencia entre ambos), también parecen pesar –sobre todo en Freud– cuestiones de origen. “Nunca deposite toda su confianza en un ario”, le recomienda a Sabina con relación a Jung.

Esa rivalidad de las dos figuras masculinas alrededor de una mujer recuerda a su vez a la de los hermanos mellizos de Pacto de amor, que también eran médicos, de la misma manera que los extraños instrumentos ginecológicos de esa película parecen encontrar aquí un eco en la manera inquietante en que Cronenberg filma el primitivo “psicogalvanómetro” de Jung o las correas y chalecos de fuerza que pueblan la clínica de Burghölzli.

Aun partiendo de un material ajeno, Cronenberg es capaz de hacerlo suyo y de convertirlo a su mundo como ningún otro autor cinematográfico logra hacerlo en la actualidad

Por Luciano Monteagudo para Página 12

28 de marzo de 2012

Desajuste / Philip K. Dick

Desajuste
Philip K. Dick

Cuando Richards llegaba a casa después de trabajar, se enfrascaba en una rutina secreta, una serie agradable de actos que le proporcionaban más satisfacción que su jornada laboral de diez horas en el Instituto de Comercio. Tiraba el maletín en una silla, se remangaba, tomaba una regadera llena de líquido fertilizante y abría de una patada la puerta trasera.
El frío sol del atardecer le bañó cuando avanzó por la mojada tierra negra hasta el centro del jardín. Su corazón latía con violencia. ¿Cómo estaría?
Estupendo. Cada día crecía más.
Lo regó, arrancó algunas hojas secas, removió la tierra, mató la mala hierba que había surgido, derramó fertilizante con generosidad y retrocedió para examinar el conjunto. No había nada más satisfactorio que la actividad creativa. En su trabajo, era un ejecutivo muy bien pagado del sistema económico niplan. Trabajaba con símbolos verbales y los símbolos de otras personas. Aquí, trataba directamente con la realidad.
Richards se puso en cuclillas y examinó sus adelantos. Era una bonita visión; casi preparada, casi madura. Se inclinó hacia delante y palpó los firmes costados.
A la luz del crepúsculo, el transporte de alta velocidad brillaba. Las ventanas casi se habían formado, cuatro cuadrados pálidos en el casco metálico ahusado. La burbuja de control empezaba a surgir del centro del chasis. Las pestañas de los motores habían adquirido su plena forma. La escotilla de entrada y las esclusas de emergencia aún no habían nacido, pero faltaba poco.
La satisfacción de Richards alcanzó un punto álgido. No quedaba duda: el transporte estaba casi maduro. Cualquier día lo tomaría..., y empezaría a volar.

A las nueve, la sala de espera estaba llena de gente y humo de cigarrillos; ahora, a las tres y media, se encontraba casi vacía. Uno a uno, los visitantes se habían rendido y marchado. Cintas esparcidas, ceniceros rebosantes y sillas vacías rodeaban al escritorio robot, enfrascado en sus asuntos. Pero en una esquina, sentada muy erguida, sus pequeñas manos enlazadas sobre el bolso, continuaba la joven que el escritorio no había logrado desanimar.
El escritorio lo intentó una vez más. Eran cerca de las cuatro. Eggerton no tardaría en irse. La grosera irracionalidad de esperar a un hombre que estaba a punto de ponerse el sombrero y el abrigo para marcharse a casa crispaba los nervios sensibles del escritorio. Y la chica llevaba sentada en el mismo sitio desde las nueve, los ojos abiertos de par en par, mirando al vacío, sin fumar ni mirar cintas, sólo sentada y esperando.
—Oiga, señora —dijo el escritorio en voz alta—, el señor Eggerton no recibirá a nadie hoy.
La chica dibujó una leve sonrisa.
—Sólo será un momento.
El escritorio suspiró.
—Es usted tozuda. ¿Qué desea? Los negocios de su empresa deben ir viento en popa con una trabajadora como usted, pero como ya le he dicho, el señor Eggerton nunca compra nada. Ha llegado donde está gracias a librarse de gente como usted. Estará pensando que va a conseguir un gran encargo con esa silueta —la amonestó el robot—. Debería avergonzarse de llevar un vestido como ése, una chica tan guapa como usted.
—Me recibirá —contestó la joven sin alzar la voz.
El escritorio buscó algún doble sentido de la palabra «recibir».
—Sí, supongo que con un vestido como ése... —empezó, pero en aquel momento se abrió la puerta interior y John Eggerton apareció.
—Desconéctate —ordenó al escritorio—. Me voy a casa. Prográmate para las diez. Mañana llegaré tarde. El bloque id celebrará una conferencia en Pittsburgh, y quiero decirles unas cuantas cosas.
La muchacha se levantó. John Eggerton era un hombre grande, ancho de hombros, sucio y desastrado, con la chaqueta sin abrochar y manchada de comida, las mangas subidas, ojos hundidos y astutos. Le dirigió una mirada de preocupación cuando se acercó.
—Señor Eggerton, ¿me concede un momento? Quiero hablar con usted.
—No pienso comprar ni alquilar. —La voz de Eggerton estaba ronca de cansancio—. Jovencita, vuelva donde su jefe y dígale que, si quiere enseñarme algo, envíe a un representante con experiencia, y no a una cría que acaba de salir del...
Eggerton era miope y no vio la tarjeta que la joven sostenía entre los dedos hasta que casi la tuvo encima. Se movió con sorprendente agilidad para un hombre de su tamaño. Empujó a la chica, rodeó el escritorio robot y se deslizó por una salida lateral. El bolso de la muchacha cayó al suelo y su contenido se desparramó.
Dudó un momento, lanzó un siseo de exasperación, salió corriendo de la oficina y se precipitó hacia el ascensor. Estaba en rojo; ya se dirigía hacia el aeródromo privado del edificio, a cincuenta pisos de altura.
—Mierda —masculló la joven.
Volvió a entrar en la oficina, disgustada.
El escritorio había empezado a recobrarse.
—¿Por qué no me dijo que era una inmune? —preguntó, ofendido e indignado como un burócrata—. Le entregué el formulario s045 para que lo llenara y en la línea seis se solicita información especifica sobre la ocupación. Usted..., ¡me ha engañado!
La chica hizo caso omiso del escritorio y se arrodilló para recoger sus cosas. Pistola, brazalete magnético, micrófono de cuello, lápiz de labios, llaves, espejo, calderilla, pañuelo, el aviso de veinticuatro horas para John Eggerton... Se llevaría una buena reprimenda cuando volviera a la Agencia. Eggerton había logrado incluso soslayar la advertencia oral: el rollo de cinta grabada que había caído del bolso estaba inutilizado.
—Tienes un jefe muy listo —dijo al escritorio, en un estallido de cólera—. Todo el día sentada en esta asquerosa oficina con todos aquellos vendedores para nada.
—Me preguntaba por qué era usted tan insistente. Nunca había visto a una vendedora tan insistente. Tendría que haberlo adivinado. Casi le atrapa.
—Le atraparemos —afirmó la joven, mientras salía de la oficina—. Díselo mañana, cuando venga.
—No vendrá —respondió el escritorio para sí, pues la joven se había ido—. Mientras haya inmunes al acecho, no vendrá. La vida de un hombre vale más que su negocio, incluso que un negocio de esta envergadura.
La muchacha entró en una cabina pública y videofonó a la Agencia.
—Se ha escapado —dijo a la mujer de aspecto taciturno que era su inmediata superior—. Ni tan sólo tocó la tarjeta de requerimiento. Creo que no he sido de gran utilidad.
—¿Vio la tarjeta?
—Claro. Por eso salió disparado como un rayo.
La mujer escribió unas líneas en un cuaderno.
—Técnicamente, es nuestro. Dejaré que nuestros abogados se peleen con los suyos. Seguiré adelante con el aviso de veinticuatro horas, como si lo hubiera aceptado. Si antes era escurridizo, a partir de ahora será imposible; nunca nos acercaremos tanto como en esta ocasión. Es una pena que fallara... —La mujer tomó una decisión—. Llame a su casa y comunique a sus criados el aviso de culpabilidad. Mañana por la mañana lo distribuiremos a las principales máquinas de noticias.
Doris cortó la comunicación, tapó la pantalla con una mano y marcó el número privado de Eggerton. Comunicó al criado el aviso formal que Eggerton, según lo previsto por la ley, podía ser capturado por cualquier ciudadano. El criado (mecánico) recibió la información como si se tratara de un pedido de tela. La serenidad de la máquina desalentó a la joven todavía más. Salió de la cabina y bajó por la rampa hacia la coctelería para esperar a su marido.

John Eggerton no parecía un paraquinético. La mente de Doris imaginaba jóvenes de rostros macilentos, atormentados e introvertidos, ocultos en ciudades y granjas aisladas, lejos de las zonas urbanas. Eggerton era importante..., lo cual no disminuía sus posibilidades de ser detectado gracias a la red de control aleatoria. Mientras bebía el Tom Collins, se preguntó qué otros motivos tendría John Eggerton para no hacer caso del aviso inicial, la advertencia posterior (multa y posible encarcelamiento) y ahora el último aviso.
¿Sería Eggerton un auténtico P-Q?
En el espejo situado detrás de la barra su rostro osciló, anillos de semisombras, súcubos nebulosos, una neblina oscura como la que flotaba sobre el sistema niplan. Su reflejo podría haber sido el de una joven paraquinética: círculos negros a modo de ojos, pestañas húmedas, cabello mojado caído sobre los hombros, dedos demasiado largos y ahusados. Pero sólo era el espejo: no había mujeres paraquinéticas. Al menos, aún no las habían descubierto.
Su marido apareció de improviso junto a ella, dejó la chaqueta sobre un taburete y se sentó.
—¿Cómo te ha ido? —preguntó Harvey.
Doris se sobresaltó.
—¡Me has asustado!
Harvey encendió un cigarrillo y atrajo la atención del camarero.
—Burbon con agua. —Se volvió hacia su mujer—. Ánimo. Hay más mutantes sueltos. —Le tendió el periódico de la tarde—. Es posible que ya lo sepas, pero nuestra delegación de San Francisco ha atrapado cuatro a la vez; todos únicos en su género. Uno de ellos poseía el maravilloso talento de acelerar los procesos metabólicos de los tipos que le caían mal.
Doris asintió con aire ausente.
—Nos enteramos por los comunicados de la Agencia. Y uno podía atravesar las paredes. Otro animaba piedras.
—¿Eggerton huyó?
—Como un rayo. Jamás imaginé que un hombre tan grande pudiera moverse con aquella rapidez..., aunque tal vez no sea un hombre. —Dio vueltas al vaso entre los dedos—. La Agencia va a dar publicidad al aviso de veinticuatro horas. Ya he llamado a su casa, lo cual proporciona ventaja a sus criados.
—Deberían aprovecharla. Al fin y al cabo, han trabajado para él. Tendrían que sacar partido. —Harvey intentaba ser gracioso, pero su mujer no reaccionaba—. ¿Crees que un hombre tan grande puede esconderse?
Doris se encogió de hombros. Los que se escondían simplificaban el problema; se delataban al apartarse cada vez más de la norma de comportamiento. El problema residía en los que ignoraban su diferencia innata, en los que seguían funcionando hasta que se les descubría por accidente... Los llamados P-Qs inconscientes habían provocado que se creara el sistema de control aleatorio y su agencia de mujeres inmunes. En la mente de Doris se insinuó la siniestra idea que un hombre podía pensar que era un P-Q, sin serlo; el eterno temor neurótico a ser diferente, raro, cuando en realidad era de lo más normal. Eggerton, a pesar de su poder e influencia en el mundo de los negocios, quizá fuera un hombre normal dominado por la fobia de ser un P-Q. Se habían dado casos semejantes..., mientras auténticos P-Qs iban por el mundo ajenos por completo a su peculiaridad.
—Necesitamos una prueba segura —dijo Doris en voz alta— que un hombre pueda aplicarse a sí mismo, para estar seguro.
—¿No la tienen cuando atrapan a uno en vuestra red?
—Si le atrapamos. Uno entre diez mil. Un número muy reducido. —De pronto, apartó la bebida y se levantó—. Vamos a casa. Tengo hambre y estoy cansada. Quiero irme a la cama.
Harvey tomó el abrigo y pagó la cuenta.
—Lo siento, cariño, pero esta noche cenaremos fuera. A la hora de comer me encontré con un compañero del Instituto de Comercio, un tipo llamado Jay Richards. Nos invitó a los dos para celebrar algo.
—¿Qué vamos a celebrar? —preguntó Doris, irritada.
—Es un secreto —contestó Harvey, mientras abría la puerta del local—. Lo revelará después de la cena. Anímate. Seguro que lo pasaremos bien.

Eggerton no voló directamente a casa. Circuló sin rumbo a gran velocidad en las inmediaciones del primer anillo de barrios residenciales que bordeaban Nueva York. El terror de los primeros momentos había dado paso a la cólera. Su impulso instintivo fue dirigirse hacia sus propiedades, pero el temor a tropezarse con más miembros de la Agencia paralizó su voluntad. Mientras intentaba tomar una decisión, su micrófono de cuello le repitió la llamada de la Agencia a su casa.
Tenía suerte. La chica había comunicado el aviso de veinticuatro horas a uno de los robots, y a los robots no les interesaban las recompensas.
Aterrizó en un tejado, seleccionado al azar, situado dentro de la zona industrial de Pittsburgh. Nadie le vio; la suerte seguía acompañándole. Temblaba cuando entró en el ascensor y descendió hasta la planta baja. Con él bajaron un funcionario de rostro inexpresivo, dos mujeres de edad avanzada, un joven serio y la hermosa hija de un ejecutivo menor. Un grupo inofensivo de gente, pero a él no le engañaban: cuando finalizara el plazo de veinticuatro horas, cualquiera de ellos se lanzaría en su búsqueda. Y no podía culparles: diez millones de dólares era mucho dinero.
En teoría, tenía un día de gracia, pero los avisos finales eran secretos a gritos. Mucha gente de buena posición estaría en conocimiento. Iría a ver a un viejo amigo, que le recibiría con grandes parabienes, le invitaría a cenar, le proporcionaría un refugio en Ganímedes y cantidad de provisiones..., y recibiría un tiro entre los ojos en cuanto el día terminara.
Poseía unidades alejadas que pertenecían a su imperio industrial, desde luego, pero serían registradas sistemáticamente. Poseía una variedad de compañías matrices y empresas menores, pero la Agencia las investigaría si creía que valía la pena desperdiciar su tiempo. La comprensión intuitiva de poder convertirse fácilmente en una lección para el sistema niplan, manipulado y explotado por la Agencia, le enloqueció. Las inmunes siempre habían desenterrado complejos encerrados en su mente desde su más tierna infancia. La idea de una civilización matriarcal se le antojaba aborrecible. Atrapar a Eggerton equivalía a privar al bloque de un puntal básico. Se le ocurrió que en su elección tal vez no había concurrido para nada el azar.
Muy listos: reunir los números de identificación de los líderes del bloque id, introducirlos de vez en cuando en las redes de control, para irlos eliminando de uno en uno.
Llegó al nivel de la calle y se quedó indeciso, mientras el tráfico urbano fluía a su alrededor con gran estrépito. ¿Y si los líderes del bloque id colaboraban con las redes de control? Aceptar el aviso inicial sólo significaba someterse a un sondeo mental de rutina, llevado a cabo por el cuerpo protegido de mutantes que la sociedad permitía, los castrati tolerados por su utilidad contra los demás mutantes. La víctima, elegida al azar o adrede, permitía el sondeo, entregaba su mente desnuda a la Agencia, dejaba que removieran y manosearan el contenido de su psique, y después volvía a la oficina, sano y salvo. Esto significaba que el líder industrial podía pasar la prueba, que no era un P-Q.
La rotunda frente de Eggerton se perló de sudor. ¿Se estaba diciendo, de una manera retorcida, que era un P-Q? No, en absoluto. Era una cuestión de principios: la Agencia carecía de derecho moral para sondear a la media docena de hombres cuyo bloque industrial sustentaba el sistema niplan. Todos los líderes del bloque id estaban de acuerdo con él en este punto. Un ataque contra Eggerton era un ataque contra todo el bloque.
Rezó con todas sus fuerzas para que lo vieran de esa forma. Detuvo un taxi robot y ordenó:
—Llévame a la sede del bloque id. Si alguien intenta pararte, cincuenta dólares recompensarán tu negativa.
La inmensa sala estaba a oscuras cuando llegó. La asamblea tardaría varios días en empezar. Eggerton vagó sin rumbo por los pasillos, entre las filas de asientos donde se acomodaría el personal tecnológico y administrativo de las diversas unidades industriales, pasó frente a los bancos de acero y plástico donde se sentarían los líderes y, por fin, se dirigió hacia la tribuna del presidente. Se encendieron luces suaves cuando se detuvo ante la tribuna de mármol. De pronto, comprendió la inutilidad de su acción. Al acudir a este recinto solitario se comportaba como un paria. Podía chillar y gritar, pero nadie aparecería. No podía apelar a nada ni a nadie; la Agencia era el gobierno legal del sistema niplan. Si arremetía contra ella, se ponía en contra de toda la sociedad organizada. Por más poderoso que fuera, no podía derrotar a la sociedad.
Abandonó el edificio a toda prisa, localizó un restaurante caro y disfrutó de una cena opípara. Engulló inmensas cantidades de exquisiteces importadas, casi febrilmente. Al menos, paladearía cada minuto de las veinticuatro horas. Mientras comía, lanzaba miradas furtivas a los camareros y a los demás clientes. Rostros insulsos, indiferentes..., pero muy pronto verían su número e imagen en cada máquina de noticias. La gran caza comenzaría; millones de cazadores en pos de una sola pieza. Terminó su cena, consultó el reloj y abandonó el restaurante. Eran las seis de la tarde.
Asoló durante una hora un lujoso burdel, pasando de un reservado a otro sin casi ver a sus ocupantes. Dejó a sus espaldas un caos, después de pagar y huir de aquel torbellino frenético en busca del aire fresco de las calles. Vagó hasta las once por los parques, sólo iluminados por las estrellas, que rodeaban la zona residencial de la ciudad, entre otras sombras mortecinas, las manos hundidas en los bolsillos, encorvado y deprimido. A lo lejos, el reloj de una torre emitió una señal horaria sonora. Las veinticuatro horas iban transcurriendo y nadie podía detenerlas.
A las once y media finalizó su vagabundeo y se controló lo suficiente para analizar la situación. Tenía que enfrentarse a la verdad: su única posibilidad residía en la sede del bloque id. El personal técnico y administrativo aún no habría hecho acto de presencia, pero la mayoría de los líderes se habrían trasladado ya a sus aposentos privados. Su plano de muñeca le informó que se había alejado ocho kilómetros del edificio. Aterrorizado, tomó la decisión.
Voló al edificio, se posó sobre el tejado desierto y descendió a la planta habilitada como vivienda. No había engaño posible: era ahora o nunca.

—Adelante, John —le saludó Townsand, pero su expresión cambió cuando Eggerton le resumió lo sucedido en su oficina.
—¿Dices que ya han enviado el aviso final a tu domicilio? —preguntó en seguida Laura Townsand. Se había levantado del sofá donde estaba sentada para acercarse de inmediato a la puerta—. Entonces, es demasiado tarde.
Eggerton tiró el abrigo al ropero y se desplomó sobre una butaca.
—¿Demasiado tarde? Tal vez... Demasiado tarde para ignorar el aviso, pero no pienso rendirme.
Townsand y los demás líderes del bloque id rodearon a Eggerton. Sus rostros revelaban curiosidad, simpatía y síntomas de una fría diversión.
—Te has metido en un buen lío —dijo uno—. Si nos hubieras informado antes que enviaran el aviso final, quizá podríamos haber hecho algo, pero a estas alturas...
Eggerton experimentó un sofoco al oír aquellas palabras.
—Un momento —dijo con voz ronca—. Vamos a dejarlo claro: a todos nos afecta. Hoy por ti, mañana por mí. Si me adhiero a...
—Tranquilo —murmuraron algunas voces—. Seamos racionales.
Eggerton se reclinó en la butaca, mientras intentaba calmar su cuerpo fatigado. Sí, había que ser racional.
—Tal como yo lo veo —dijo Townsand en voz baja, inclinándose hacia adelante con los dedos juntos—, la cuestión no reside en neutralizar a la Agencia. Nosotros somos el motor económico del sistema niplan; si dejamos de apoyar a la Agencia, se derrumbará. La verdadera cuestión es: ¿queremos borrar del mapa a la Agencia?
—¡Santo Dios, son ellos o nosotros! —graznó Eggerton—. ¿No ves que están utilizando la red de control y el sistema de sondeo para socavarnos?
Townsand le dirigió una mirada y continuó hablando a los demás líderes.
—Quizá estemos olvidando algo. Nosotros fundamos la Agencia. Es decir, el bloque id que nos precedió diseñó las bases de la inspección aleatoria, el uso de telépatas domesticados, el aviso final y la caza; todo el sistema. La Agencia existe para protegernos; de lo contrario, los paraquinéticos se propagarían como malas hierbas y acabarían con nosotros. Debemos ejercer el control de la Agencia, por supuesto. Es un instrumento a nuestro servicio.
—Sí —admitió otro líder—. No podemos permitir que se monten encima de nosotros. Eggerton tiene razón en ese punto.
—Podemos asumir —continuó Townsand— que debe existir siempre un mecanismo que detecte a los P-Qs. Si la Agencia desaparece, algo debe sustituirla. Voy a decirte algo, John. —Contempló a Eggerton con aire pensativo—. Si se te ocurre una alternativa, tal vez despiertes nuestro interés. De lo contrario, la Agencia continuará. Desde el primer P-Q de 2045, sólo las mujeres han demostrado inmunidad. Cualquier organización que fundemos será dirigida por una junta femenina..., y eso nos lleva de nuevo a la Agencia.
Se hizo un silencio.
El fantasma de una esperanza se agitó en la mente de Eggerton.
—¿Están de acuerdo en que la Agencia se nos ha montado encima? —preguntó con voz hueca—. Muy bien, debemos afirmar nuestra autoridad.
Hizo un ademán que abarcaba la habitación. Los líderes le observaban con expresión impenetrable y Laura Townsand llenaba tazas de café vacías. Le dirigió una mirada de muda simpatía y volvió a la cocina. Un frío silencio cayó sobre Eggerton. Se reclinó en su butaca, decepcionado, y escuchó a Townsand.
—Lamento que no nos informaras que tu número había salido —dijo Townsand—. Al recibir el primer aviso habríamos podido intervenir, pero ahora no. A menos que queramos un enfrentamiento decisivo en este momento..., y creo que no estamos preparados. —Apuntó con un dedo autoritario a Eggerton—. John, creo que en realidad no entiendes qué son esos P-Qs. Tal vez pienses que son lunáticos, gente que sufre delirios.
—Sé lo que son —protestó Eggerton, pero no pudo reprimir la siguiente frase—. ¿Acaso no es gente que sufre delirios?
—Son lunáticos con la capacidad de reproducir sus sistemas delirantes en el espaciotiempo. Deforman una zona limitada de su entorno para conformarla a sus conceptos excéntricos, ¿entiendes? El P-Q lleva a la práctica sus delirios. Por lo tanto, en cierto sentido, no son delirios..., a menos que puedas distanciarte y comparar su zona deformada con el mundo real. ¿Cómo puede hacer eso un P-Q? Carece de patrón objetivo. No puede distanciarse de sí mismo y la deformación le sigue adonde va. Los P-Qs auténticamente peligrosos son los que piensan que todo el mundo puede animar piedras, convertirse en animales o transmutar minerales básicos. Si permitimos que un P-Q escape, si le permitimos madurar, procrear, formar una familia, tener mujer e hijos, si dejamos que esta facultad paranormal se esparza..., si se convierte en un culto, llegará a ser una práctica institucionalizada socialmente.
»Cualquier P-Q es capaz de dar lugar a una sociedad de P-Qs, construida alrededor de su peculiar capacidad. El gran peligro es que los no P-Q se transformen en minoría. Nuestro punto de vista racional sobre el mundo podría considerarse excéntrico.
Eggerton se humedeció los labios. La voz seca y monótona del hombre le ponía enfermo. Mientras Townsand hablaba, el ominoso aliento de la muerte se posó sobre él.
—En otras palabras —murmuró—, no van a ayudarme.
—Exacto —respondió Townsand—, pero no porque no queramos ayudarte. Creemos que el peligro representado por la Agencia es menor que el que tú crees; consideramos que la auténtica amenaza son los P-Qs. Encuentra una forma de detectarlos sin necesidad de la Agencia, y te apoyaremos. Pero hasta este momento, no. —Se inclinó sobre Eggerton y dio unos golpecitos sobre su hombro con un dedo largo y huesudo—. Si las mujeres no se vieran libres de esta lacra, estaríamos perdidos. Tenemos suerte... La situación podría ser peor.
Eggerton se puso en pie poco a poco.
—Buenas noches.
Townsand también se levantó. Se produjo un momento de tenso silencio.
—De todos modos —dijo Townsand—, aún es posible detener la cacería declarada contra ti. Todavía hay tiempo. La noticia aún no se ha publicado.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó Eggerton, desesperado.
—¿Guardas la copia escrita del aviso de veinticuatro horas?
—¡No! —La voz de Eggerton se quebró—. ¡Salí corriendo de la oficina antes que la chica me la entregara!
Townsand reflexionó.
—¿Sabes quién es? ¿Sabes dónde puedes localizarla?
—No.
—Haz averiguaciones. Encuéntrala, acepta el aviso y ponte a merced de la Agencia.
Eggerton extendió las manos en un gesto de súplica.
—Pero eso significa que pasaré el resto de mi vida bajo su custodia.
—Conservarás la vida —dijo Townsand en tono melifluo, sin expresar la menor emoción.
Laura Townsand acercó una taza de café humeante a Eggerton.
—¿Crema o azúcar? —preguntó con gentileza, cuando logró atraer su atención—. ¿O ambas cosas? John, debes tomar algo caliente antes de irte. Te espera un largo viaje.

La chica se llamaba Doris Sorrel. Su apartamento estaba a nombre de su marido, Harvey Sorrel. No había nadie. Eggerton carbonizó la cerradura, entró y registró las cuatro pequeñas habitaciones. Investigó los cajones del tocador, tiró al suelo las prendas de vestir y artículos personales, exploró sistemáticamente los armarios y alacenas. Junto a la mesa de trabajo, en el incinerador de basura, encontró lo que buscaba: una nota todavía sin quemar, arrugada y rota, y una breve anotación con el nombre de Jay Richards, el día y la hora, la dirección y las palabras «si Doris no está demasiado cansada». Eggerton guardó la nota en el bolsillo de la chaqueta y se fue.
Eran las tres y media de la madrugada cuando les encontró. Aterrizó en el tejado del Instituto de Comercio y descendió por la rampa hacia los niveles habitados. Del ala norte llegaban luces y ruidos: la fiesta continuaba. Eggerton rezó una oración en silencio, levantó la mano y apretó el analizador.
El hombre que abrió la puerta era apuesto, canoso y robusto, próximo a la cuarentena. Miró a Eggerton sin comprender, sujetando un vaso en la mano, los ojos abrumados de cansancio y alcohol.
—No recuerdo haberle invitado... —empezó, pero Eggerton le apartó y entró en el apartamento.
Había mucha gente. Sentada, de pie, hablando y riendo en voz baja. Licores, sofás mullidos, delicados perfumes y telas, paredes cubiertas de colores que fluctuaban, robots que servían canapés, la apagada cacofonía de risas femeninas, procedentes de habitaciones laterales... Eggerton se quitó el abrigo y paseó sin rumbo. Ella se encontraba en algún sitio. Escrutó todos los rostros, vio sólo ojos vidriosos de mirada vacía y bocas laxas. Salió de la sala de estar y entró en un dormitorio.
Doris Sorrel estaba de pie junto a una ventana y miraba las luces de la ciudad, de espaldas a él, con una mano apoyada sobre el alféizar.
—Oh —murmuró, volviéndose apenas—. ¿Ya?
Y entonces vio quien era.
—Quiero el aviso de las veinticuatro horas —dijo Eggerton—. Y lo quiero ahora.
—Me ha asustado. —La mujer, temblorosa, se apartó de la amplia ventana—. ¿Desde cuándo..., desde cuándo está aquí?
—Acabo de llegar.
—Pero..., ¿por qué? Es usted una persona muy extraña, señor Eggerton. Se comporta de una manera absurda. —Lanzó una risita nerviosa—. No le entiendo.
La silueta de un hombre surgió de la oscuridad y se recortó un momento en el umbral.
—Aquí tienes el martini, querida. —El hombre vio a Eggerton y una desagradable expresión se pintó en su rostro atónito—. Largo de aquí, amigo. Esto no es para ti.
Doris le tomó del brazo, temblorosa.
—Harvey, éste es el hombre al que hoy he intentado entregar el aviso. Señor Eggerton, le presento a mi marido.
Se estrecharon las manos con frialdad.
—¿Dónde está? —preguntó Eggerton—. ¿Lo lleva encima?
—Sí... Está en mi bolso. —Empezaba a recobrar la compostura—. Creo que lo he dejado por ahí. Harvey, ¿dónde demonios está mi bolso? —Buscó en la oscuridad algo pequeño y brillante—. Aquí está. Sobre la cama.
Encendió un cigarrillo y contempló a Eggerton mientras éste examinaba la notificación.
—¿Por qué ha vuelto? —preguntó.
Se había puesto para la fiesta una falda de seda larga hasta la rodilla, brazaletes de cobre, sandalias y una flor luminosa en el pelo. La flor se había marchitado; la falda se veía arrugada y desabotonada, y la joven parecía muy cansada. Se apoyó contra la pared de la habitación, el cigarrillo prendido entre sus labios manchados, y dijo:
—Cualquier cosa que haga no servirá de nada. La noticia saldrá a la luz pública dentro de media hora. Su servidumbre ya ha sido notificada. Dios, estoy hecha polvo. —Buscó con la vista a su marido, impaciente—. Larguémonos de aquí —dijo, cuando Harvey apareció—. Mañana debo ir a trabajar.
—Aún no lo hemos visto —replicó Harvey Sorrel, malhumorado.
—¡Al infierno! —Doris tomó el abrigo del ropero—. ¿Para qué tanto misterio? Santo Dios, llevamos aquí cinco horas y aún no lo ha enseñado. No me interesa en absoluto, aunque haya perfeccionado los viajes en el tiempo o la cuadratura del círculo. Sobre todo a estas horas.
Mientras se abría paso por la abarrotada sala de estar, Eggerton la siguió.
—Escúcheme —dijo con voz ahogada, tomándola del hombro—. Townsand dijo que si volvía podía ponerme a merced de la Agencia. Dijo...
La muchacha se soltó.
—Sí, claro; es la ley. —Se volvió irritada hacia su marido, que corría tras ellos—. ¿Vienes?
—Ya voy —contestó Harvey, con los ojos inyectados en sangre—, pero voy a despedirme de Richards. Y tú le dirás que la idea de marcharnos ha sido tuya. No voy a fingir que es por mi culpa. Si no tienes la educación de despedirte de tu anfitrión...
El hombre canoso que había dejado entrar a Eggerton se desgajó de un círculo de invitados y se acercó, sonriente.
—¡Harvey! ¡Doris! ¿Se van? Si aún no lo han visto. —Su rostro expresaba decepción—. No pueden marcharse.
Doris abrió la boca para decir que ella sí podía.
—Escucha —la interrumpió Harvey, desesperado—, ¿no nos lo puedes enseñar ahora? Vamos, Jay; ya hemos esperado bastante.
Richards vaciló. Más gente se estaba levantando para marcharse.
—Vamos —pidió un coro de voces—, acabemos de una vez.
Richards se rindió, tras un momento de indecisión.
—Muy bien.
Sabía que ya había alargado la intriga lo suficiente. Los fatigados invitados, ahítos de experiencias, expresaron una tímida impaciencia. Richards levantó las manos en un gesto melodramático. Extraería hasta la última gota del momento.
—¡El momento ha llegado, amigos! Acompáñenme; está fuera.
—Me preguntaba dónde lo tenía —dijo Harvey, siguiendo a su anfitrión—. Vamos, Doris.
La tomó por el brazo y la arrastró. Los demás desfilaron por el comedor y la cocina, hasta llegar a la puerta trasera.
Hacía un frío glacial. Un viento helado les azotó cuando bajaron los peldaños y se internaron en la hiperbórea oscuridad. John Eggerton notó que una menuda forma le empujaba, cuando Doris se soltó con violencia de su marido. Eggerton hizo lo posible por seguirla. La joven se abrió paso entre la masa de invitados y se deslizó junto a la pared de hormigón, hasta llegar a la valla que rodeaba el patio.
—Espere —jadeó Eggerton—. Escúcheme. ¿La Agencia me aceptará? —No pudo reprimir la nota suplicante de su voz—. ¿Puedo contar con ello? ¿Retendrán el aviso?
Doris suspiró, cansada.
—De acuerdo. Muy bien, si usted quiere le acompañaré a la Agencia y pondré en marcha su documentación. De lo contrario, se retrasará un mes. Ya sabe lo que eso significa, imagino. Quedará bajo custodia de la Agencia durante el resto de su vida. Lo sabe, ¿verdad?
—Lo sé.
—¿Es eso lo que desea? —La joven manifestaba una vaga curiosidad—. Un hombre como usted... Me imaginaba otra cosa.
Eggerton se retorció, humillado.
—Townsand dijo... —baló.
—Lo que quiero saber es por qué no respondió al primer aviso. Si hubiera aparecido..., esto nunca habría ocurrido.
Eggerton abrió la boca para responder. Iba a decir algo sobre los principios implicados, el concepto de una sociedad libre, los derechos humanos, la intromisión del Estado en la intimidad. Fue en aquel momento cuando Richards conectó los poderosos focos que había montado para la ocasión. Por primera vez, revelaba a los invitados su gran logro. Se produjo un momento de estupefacto silencio. Después, todos los presentes, como un solo hombre, se pusieron a chillar y a correr por el patio. Saltaron la valla, enloquecidos de terror, atravesaron el muro de plástico que rodeaba el patio, saltaron al patio vecino y salieron a la calle.
Richards se quedó atónito junto a su obra maestra, perplejo, sin comprender nada. A la brillante luz de los faros, el transporte de alta velocidad desplegaba toda su belleza. Estaba completamente maduro. Media hora antes, Richards había salido con una linterna, lo había examinado, y después, tembloroso de emoción, había cortado el tallo del que había nacido la nave. Ahora, estaba separada de la planta madre. Lo había transportado hasta el borde del patio, llenando el depósito de combustible, abierto la escotilla y dispuesto los controles para emprender el vuelo.
En la planta se veían los embriones de otros transportes, en diversas fases de crecimiento. Los había regado y fertilizado con afecto. De la planta brotaría otra docena de naves a reacción antes que terminara el verano.
Sobre las cansadas mejillas de Doris resbalaron lágrimas.
—¿Lo ve? —susurró a Eggerton—. Es... maravilloso. ¿Se ha fijado bien? —Apartó la vista, abrumada de dolor—. Pobre Jay. Cuando lo comprenda...
Richards se levantó y contempló los restos desiertos y pisoteados de su patio. Distinguió las formas de Doris y Eggerton. Al cabo de un momento se dirigió hacia ellos con paso vacilante.
—Doris —cloqueó—, ¿qué ocurre? ¿Qué he hecho?
De pronto, su expresión cambió. La perplejidad se desvaneció. Primero, expresó un terror absoluto cuando comprendió lo que era, y por qué sus invitados habían huido. Después, una astucia demencial se transparentó en sus facciones. Richards dio media vuelta y se dirigió con movimientos torpes hacia la nave.
Eggerton le mató de un solo disparo en la base del cráneo. Mientras Doris lanzaba chillidos estremecedores, apagó a tiros los focos.
Una helada oscuridad invadió el patio, el cuerpo de Richards, el reluciente transporte metálico. Empujó a la muchacha y ella apretó su rostro contra las húmedas enredaderas que trepaban por el muro del jardín.
Al cabo de un rato, Doris consiguió reponerse. Permaneció apoyada contra la masa entremezclada de hierba y plantas, temblorosa, los brazos cruzados sobre la cintura, meciéndose atrás y adelante, hasta que perdió las fuerzas.
Eggerton la ayudó a incorporarse.
—Tantos años y nadie lo sospechó. Conservaba a salvo... el gran secreto.
—No le pasará nada —dijo Doris, en voz tan débil y baja que apenas pudo oírla—. La Agencia se sentirá complacida de borrar su nombre. Usted le detuvo. —Tanteó en la oscuridad en busca del bolso y los cigarrillos, extenuada—. Habría huido. Y esa planta. ¿Qué vamos a hacer con ella? —Encontró los cigarrillos y encendió uno—. ¿Qué haremos?
Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad. La planta se recortaba a la luz difusa de las estrellas.
—No vivirá —dijo Eggerton—. Formaba parte de sus delirios. Ahora, ha muerto.
Los demás invitados, asustados, estaban regresando al patio. Harvey Sorrel surgió de la oscuridad con movimientos ebrios y se aproximó a su esposa. A lo lejos, se escuchó el aullido de una sirena. Habían llamado a la policía automática.
—¿Quiere venir con nosotros? —preguntó Doris a Eggerton. Indicó a su marido—. Le acompañaremos a la Agencia y solucionaremos el problema. Le retendrán bajo custodia unos cuantos años, pero nada más.
Eggerton se alejó de la muchacha.
—No, gracias. Tengo algo que hacer. Quizá más adelante.
—Pero...
—Creo que ya tengo lo que quería. —Eggerton forcejeó con la puerta trasera y entró en los dominios abandonados de Richards—. Esto es lo que estaba buscando.
Realizó su llamada de emergencia al instante. El timbre sonó en el apartamento de Townsand a los treinta segundos. Laura, medio dormida, despertó a su marido. Eggerton empezó a hablar en cuanto los dos hombres contemplaron su mutua imagen.
—Ya tenemos nuestro patrón —dijo—. No necesitamos a la Agencia. Podemos enviarla al infierno, porque ya no es necesario que nos proteja.
—¿Cómo? —preguntó Townsand irritado, su mente abotargada por el sueño—. ¿De qué estás hablando?
Eggerton repitió lo que había dicho con la mayor calma posible.
—Entonces, ¿quién velará por nosotros? —rugió Townsand—. ¿De qué cosa estás hablando?
—Nos vigilaremos mutuamente —continuó con paciencia Eggerton—. Nadie estará exento. Cada uno de nosotros será el ejemplo del vecino. Richards no podía verse de una manera objetiva, pero yo sí..., aunque no soy inmune. No necesitamos a nadie para que nos controle, porque ese trabajo lo podemos realizar nosotros.
Townsand reflexionó de mala gana. Bostezó, se puso la bata y consultó el reloj.
—Señor, qué tarde es. Tal vez estés en lo cierto, tal vez no. Háblame más de ese tal Richards... ¿Qué clase de talento P-Q tenía?
Eggerton le refirió lo que sabía.
—¿Lo ves? Tantos años..., y no lo sabía; pero nosotros lo averiguamos al instante. —La voz de Eggerton adquirió un tono entusiasta—. ¡Podemos volver a dirigir nuestra sociedad! Consensus gentium. Teníamos nuestro patrón de comparación y no lo sabíamos. Por separado, cada uno de nosotros es falible, pero como grupo no podemos equivocarnos. Basta con procurar que las redes de control aleatorio lleguen a todo el mundo. Tendremos que reforzar el procedimiento, de forma que analice a más gente y con mayor frecuencia. Hay que acelerarlo para que todo el mundo, tarde o temprano, caiga en la red.
—Entiendo.
—Conservaremos los telépatas adiestrados, por supuesto, con el fin de examinar todos los pensamientos y material subliminal, pero nosotros nos encargaremos de la evaluación.
Townsand cabeceó.
—Puede salir bien, John.
—Se me ocurrió en cuanto vi la planta de Richards. Fue algo instantáneo, una certidumbre absoluta. ¿Cómo podía equivocarme? Un sistema delirante como el suyo no encajaba en nuestro mundo, así de sencillo. —Eggerton descargó un puñetazo sobre la mesa que tenía delante. Un libro que había pertenecido a Richards cayó sin el menor ruido sobre la gruesa alfombra del apartamento—. ¿Lo entiendes? No existe equivalencia entre el mundo P-Q y el nuestro. Será suficiente con analizar el material P-Q cuando lo veamos, para compararlo con nuestra propia realidad.
Townsand guardó silencio unos momentos.
—Muy bien —dijo por fin—. Ven hacia aquí. Si convences al resto del bloque id, entraremos en acción. —Había tomado una decisión—. Les sacaré de la cama y les diré que vengan a mi apartamento.
—Estupendo. No tardaré; ¡y gracias!
Eggerton cortó la comunicación.
Salió del apartamento sembrado de botellas, ahora silencioso y desierto sin los ruidosos invitados. La policía había llegado al patio trasero y estaba examinando la planta agonizante que el talento delirante de Jay Richards había conducido a una momentánea existencia.
El aire nocturno era aún más frío cuando Eggerton surgió de la rampa ascendente y desembocó en el tejado del Instituto de Comercio. Captó algunas voces procedentes de la calle, pero el tejado estaba desierto. Se abrochó el grueso abrigo, extendió los brazos y se elevó del tejado. Ganó altitud y velocidad. Unos momentos después, iba camino de Pittsburgh.
Mientras volaba en silencio a través de la noche, engullía inmensas bocanadas de aire fresco y puro. Se sentía satisfecho y entusiasmado. Había descubierto a Richards en el acto. ¿Por qué no? Cómo podía equivocarse? Un hombre que cultivaba naves a reacción en una planta de su patio trasero era un lunático, sin duda alguna.
Era mucho más sencillo batir los brazos.

Fin

13 de marzo de 2012

Los seis cisnes / Los hermanos Grimm


Los seis cisnes
Los hermanos Grimm

Hallándose un rey de cacería en un gran bosque, salió en persecución de una pieza con tal ardor, que ninguno de sus acompañantes pudo seguirlo. Al anochecer detuvo su caballo y dirigiendo una mirada a su alrededor, se dio cuenta de que se había extraviado y, aunque trató de buscar una salida no logró encontrar ninguna. Vio entonces a una vieja, que se le acercaba cabeceando. Era una bruja.
- Buena mujer -le dijo el Rey-, ¿no podrías indicarme un camino para salir del bosque?.
- Oh, si, Señor rey -respondió la vieja-. Si puedo, pero con una condición. Si no la aceptáis, jamás saldréis de esta selva. Y moriréis de hambre.
¿Y qué condición es ésa? -preguntó el Rey.
- Tengo una hija -declaró la vieja-, hermosa como no encontraríais otra igual en el mundo entero, y muy digna de ser vuestra esposa. Si os comprometéis a hacerla Reina, os mostraré el camino para salir del bosque.
El Rey, aunque angustiado en su corazón, aceptó el trato, y la vieja lo condujo a su casita, donde su hija estaba sentada junto al fuego. Recibió al Rey como si lo hubiese estado esperando, y aunque el soberano pudo comprobar que era realmente muy hermosa, no le gustó, y no podía mirarla sin un secreto terror. Cuando la doncella hubo montado en la grupa del caballo, la vieja indicó el camino al Rey, y la pareja llegó, sin contratiempo, al palacio, donde poco después se celebró la boda.El Rey estuvo ya casado una vez, y de su primera esposa le habían quedado siete hijos: seis varones y una niña, a los que amaba más que todo en el mundo.
Temiendo que la madrastra los tratara mal o llegara tal vez a causarles algún daño, los llevó a un castillo solitario, que se alzaba en medio de un bosque. Tan oculto estaba y tan difícil era el camino que conducía allá, que ni él mismo habría sido capaz de seguirlo a no ser por un ovillo maravilloso que un hada le había regalado. Cuando lo arrojaba delante de sí, se desenrollaba él solo y le mostraba el camino. Pero el rey salía con tanta frecuencia a visitar a sus hijos, que, al cabo, aquellas ausencias chocaron a la Reina, la cual sintió curiosidad por saber qué iba a hacer solo al bosque. Sobornó a los criados, y éstos le revelaron el secreto, descubriéndole también lo referente al ovillo, único capaz de indicar el camino.
Desde entonces la mujer no tuvo un momento de reposo hasta que hubo averiguado el lugar donde su marido guardaba la milagrosa madeja. Luego confeccionó unas camisetas de seda blanca y, poniendo en práctica las artes de brujería aprendidas de su madre, hechizó las ropas. Un día en que el Rey salió de caza, cogió ella las camisetas y se dirigió al bosque. El ovillo le señaló el camino. Los niños, al ver desde lejos que alguien se acercaba, pensando que sería su padre, corrieron a recibirlo, llenos de gozo. Entonces ella les echó a cada uno una de las camisetas y, al tocar sus cuerpos, los transformó en cisnes, que huyeron volando por encima del bosque. Ya satisfecha regresó a casa creyéndose libre de sus hijastros. Pero resultó que la niña no había salido con sus hermanos, y la Reina ignoraba su existencia.
Al día siguiente, el Rey fue a visitar a sus hijos y sólo encontró a la niña.
- ¿Dónde están tus hermanos? -le preguntó el Rey-
- ¡Ay, padre mío! -respondió la pequeña-. Se marcharon y me dejaron sola - y le contó lo que viera desde la ventana: cómo los hermanitos transformados en cisnes, habían salido volando por encima de los árboles; y le mostró las plumas que habían dejado caer y ella había recogido.
Se entristeció el Rey, sin pensar que la Reina fuese la artista de aquella maldad. Temiendo que también le fuese robada la niña, quiso llevársela consigo. Mas la pequeña tenía miedo a su madrastra, y rogó al padre le permitiera pasar aquella noche en el castillo solitario.
Pensaba la pobre muchachita: "No puedo ya quedarme aquí; debo salir en busca de mis hermanos". Y, al llegar la noche, huyó a través del bosque. Anduvo toda la noche y todo el día siguiente sin descansar, hasta que la rindió la fatiga. Viendo una cabaña solitaria, entró en ella y halló un aposento con seis diminutas camas; pero no se atrevió a meterse en ninguna, sino que se deslizó debajo de una de ellas, dispuesta a pasar la noche sobre el duro suelo.
Más a la puesta del sol oyó un rumor y, al mismo tiempo, vio seis cisnes que entraban por la ventana. Se posaron en el suelo y se soplaron mutuamente las plumas, y éstas les cayeron, y su piel de cisne quedo alisada como una camisa. Entonces reconoció la niña a sus hermanitos y, contentísima, salió a rastras de debajo de la cama. No se alegraron menos ellos al ver a su hermana; pero el gozo fue de breve duración.
- No puedes quedarte aquí -le dijeron-, pues esto es una guarida de bandidos. Si te encuentran cuando lleguen, te matarán.
- ¿Y no podríais protegerme? -preguntó la niña.
- No -replicaron ellos-, pues sólo nos está permitido despojarnos, cada noche, que nuestro plumaje de cisne durante un cuarto de hora, tiempo durante el cual podemos vivir en nuestra figura humana, pero luego volvemos a transformarnos en cisnes.
Preguntó la hermanita, llorando:- ¿Y no hay modo de desencantaros?
- No -dijeron ellos-, las condiciones son demasiado terribles. Deberías permanecer durante seis años sin hablar ni reír, y en este tiempo tendrías que confeccionarnos seis camisas de velloritas. Una sola palabra que saliera de tu boca, lo echaría todo a rodar.
Y cuando los hermanos hubieron dicho esto, transcurrido ya el cuarto de hora, volvieron a remontar el vuelo, saliendo por la ventana.
Pero la muchacha había adoptado la firme resolución de redimir a sus hermanos, aunque le costase la vida. Salió de la cabaña y se fue al bosque, donde pasó la noche, oculta entre el ramaje de un árbol. A la mañana siguiente empezó a recoger velloritas para hacer las camisas. No podía hablar con nadie, y, en cuanto a reír, bien pocos motivos tenía.
Llevaba ya mucho tiempo en aquella situación, cuando el Rey de aquel país, yendo de cacería por el bosque, pasó cerca del árbol que servía de morada a la muchacha.
Unos monteros la vieron y la llamaron:- ¿Quién eres? -pero ella no respondió.
- Baja -insistieron los hombres-. No te haremos ningún daño -.
Más la doncella se limitó a sacudir la cabeza. Los cazadores siguieron acosándola a preguntas, y ella les echó la cadena de oro que llevaba al cuello, creyendo que así se darían por satisfechos. Pero como los hombres insistieran, les echó el cinturón y luego las ligas y, poco a poco, todas las prendas de que pudo desprenderse, quedando, al fin, sólo con la camiseta.
Más los tercos cazadores treparon a la copa del árbol y, bajando a la muchacha, la condujeron ante el Rey, el cual le pregunto:
- ¿Quién eres? ¿Qué haces en el árbol? -pero ella no respondió. El Rey insistió, formulando de nuevo las mismas preguntas en todas las lenguas que conocía. Pero en vano; ella permaneció siempre muda. No obstante, viéndola tan hermosa, el Rey se sintió enternecido, y en su alma nació un gran amor por la muchacha. La envolvió en su manto y, subiéndola a su caballo, la llevó a palacio. Una vez allí mandó vestirla con ricas prendas, viéndose entonces la doncella más hermosa que la luz del día. Más no hubo modo de arrancarle una sola palabra. Sentóla a su lado en la mesa y su modestia y recato le gustaron tanto, que dijo: - La quiero por esposa, y no querré a ninguna otra del mundo. Y al cabo de algunos días se celebró la boda.Pero la madre del Rey era una mujer malvada, a quien disgustó aquel casamiento, y no cesaba de hablar mal de su nuera. - ¡Quién sabe de dónde ha salido esta chica que no habla! -Murmuraba-. Es indigna de un Rey.
Transcurrido algo más de un año, cuando la Reina tuvo su primer hijo, la vieja se lo quitó mientras dormía, y manchó de sangre la boca de la madre. Luego se dirigió al Rey y la acusó de haber devorado al niño. El Rey se negó a darle crédito, y mandó que nadie molestara a su esposa. Ella, empero, seguía ocupada constantemente en la confección de las camisas, sin atender otra cosa. Y con el próximo hijo que tuvo, la suegra repitió la maldad, sin que tampoco el Rey prestara oídos a sus palabras. Dijo:- Es demasiado piadosa y buena, para ser capaz de actos semejantes. Si no fuese muda y pudiese defenderse, su inocencia quedaría bien patente.
Pero cuando, por tercera vez, la vieja robó al niño recién nacido y volvió a acusar a la madre sin que ésta pronunciase una palabra en su defensa, el Rey no tuvo más remedio que entregarla un tribunal, y la infeliz reina fue condenada a morir en la hoguera. El día señalado para la ejecución de la sentencia resultó ser el que marcaba el término de los seis años durante los cuales le había estado prohibido hablar y reír. Así había liberado a sus queridos hermanos del hechizo que pesaba sobre ellos. Además, había terminado las seis camisas, y sólo a la última le faltaba la manga izquierda. Cuando fue conducida la hoguera, se puso las camisas sobre el brazo y cuando, ya atada al poste del tormento, dirigió una mirada a su alrededor, vio seis cisnes, que se acercaban en raudo vuelo. Comprendiendo que se aproximaba el momento de su liberación, sintió una gran alegría. Los cisnes llegaron a la pira y se posaron en ella, a fin de que su hermana les echara las camisas; y no bien éstas hubieron tocado sus cuerpos, se les cayó el plumaje de ave y surgieron los seis hermanos en su figura natural, sanos y hermosos. Sólo al menor le faltaba el brazo izquierdo, sustituido por un ala de cisne.
Se abrazaron y se besaron, y la Reina, dirigiéndose al Rey, que asistía, consternado, a la escena, rompiendo, por fin, a hablar, le dijo: - Esposo mío amadísimo, ahora ya puedo hablar y declarar que sido calumniada y acusada falsamente -y relató los engaños de que había sido víctima por la maldad de la vieja, que le había robado los tres niños, ocultándolos.
Los niños fueron recuperados, con gran alegría del Rey, y la perversa suegra, en castigo, hubo de subir a la hoguera y morir abrasada. El Rey y la Reina, con sus seis hermanos, vivieron largos años en paz y felicidad.

Fin

8 de marzo de 2012

Robert Louis Stevenson / El diablo en la botella

El diablo en la botella
Robert Louis Stevenson

Había un hombre en la isla de Hawaii al que llamaré Keawe; porque la verdad es que aún vive y que su nombre debe permanecer secreto, pero su lugar de nacimiento no estaba lejos de Honaunau, donde los huesos de Keawe el Grande yacen escondidos en una cueva. Este hombre era pobre, valiente y activo; leía y escribía tan bien como un maestro de escuela, además era un marinero de primera clase, que había trabajado durante algún tiempo en los vapores de la isla y pilotado un ballenero en la costa de Hamakua. Finalmente, a Keawe se le ocurrió que le gustaría ver el gran mundo y las ciudades extranjeras y se embarcó con rumbo a San Francisco.

San Francisco es una hermosa ciudad, con un excelente puerto y muchas personas adineradas; y, más en concreto, existe en esa ciudad una colina que está cubierta de palacios. Un día, Keawe se paseaba por esta colina con mucho dinero en el bolsillo, contemplando con evidente placer las elegantes casas que se alzaban a ambos lados de la calle. «¡Qué casas tan buenas!» iba pensando, «y ¡qué felices deben de ser las personas que viven en ellas, que no necesitan preocuparse del mañana!». Seguía aún reflexionando sobre esto cuando llegó a la altura de una casa más pequeña que algunas de las otras, pero muy bien acabada y tan bonita como un juguete, los escalones de la entrada brillaban como plata, los bordes del jardín florecían como guirnaldas y las ventanas resplandecían como diamantes. Keawe se detuvo maravillándose de la excelencia de todo. Al pararse se dio cuenta de que un hombre le estaba mirando a través de una ventana tan transparente que Keawe lo veía como se ve a un pez en una cala junto a los arrecifes. Era un hombre maduro, calvo y de barba negra; su rostro tenía una expresión pesarosa y suspiraba amargamente. Lo cierto es que mientras Keawe contemplaba al hombre y el hombre observaba a Keawe, cada uno de ellos envidiaba al otro.

De repente, el hombre sonrió moviendo la cabeza, hizo un gesto a Keawe para que entrara y se reunió con él en la puerta de la casa.

—Es muy hermosa esta casa mía—dijo el hombre, suspirando amargamente—. ¿No le gustaría ver las habitaciones?

Y así fue como Keawe recorrió con él la casa, desde el sótano hasta el tejado; todo lo que había en ella era perfecto en su estilo y Keawe manifestó gran admiración.

—Esta casa—dijo Keawe—es en verdad muy hermosa; si yo viviera en otra parecida, me pasaría el día riendo. ¿Cómo es posible, entonces, que no haga usted más que suspirar?

—No hay ninguna razón—dijo el hombre—para que no tenga una casa en todo semejante a ésta, y aun más hermosa, si así lo desea. Posee usted algún dinero, ¿no es cierto?

—Tengo cincuenta dólares—dijo Keawe—, pero una casa como ésta costará más de cincuenta dólares.

El hombre hizo un cálculo.

—Siento que no tenga más —dijo—, porque eso podría causarle problemas en el futuro, pero será suya por cincuenta dólares.

—¿La casa?—preguntó Keawe.

—No, la casa no—replicó el hombre—, la botella. Porque debo decirle que aunque le parezca una persona muy rica y afortunada, todo lo que poseo, y esta casa misma y el jardín, proceden de una botella en la que no cabe mucho más de una pinta. Aquí la tiene usted.

Y abriendo un mueble cerrado con llave, sacó una botella de panza redonda con un cuello muy largo, el cristal era de un color blanco como el de la leche, con cambiantes destellos irisados en su textura. En el interior había algo que se movía confusamente, algo así como una sombra y un fuego.

—Esta es la botella—dijo el hombre, y, cuando Keawe se echó a reír, añadió—: ¿No me cree? Pruebe usted mismo. Trate de romperla.

De manera que Keawe cogió la botella y la estuvo tirando contra el suelo hasta que se cansó; porque rebotaba como una pelota y nada le sucedía.

—Es una cosa bien extraña—dijo Keawe—, porque tanto por su aspecto como al tacto se diría que es de cristal.

—Es de cristal—replicó el hombre, suspirando más hondamente que nunca—, pero de un cristal templado en las llamas del infierno. Un diablo vive en ella y la sombra que vemos moverse es la suya; al menos eso creo yo. Cuando un hombre compra esta botella el diablo se pone a su servicio; todo lo que esa persona desee, amor, fama, dinero, casas como ésta o una ciudad como San Francisco, será suyo con sólo pedirlo. Napoleón tuvo esta botella, y gracias a su virtud llegó a ser el rey del mundo; pero la vendió al final y fracasó. El capitán Cook también la tuvo, y por ella descubrió tantas islas; pero también él la vendió, y por eso lo asesinaron en Hawaii. Porque al vender la botella desaparecen el poder y la protección; y a no ser que un hombre esté contento con lo que tiene, acaba por sucederle algo.

—Y sin embargo, ¿habla usted de venderla?—dijo Keawe.

—Tengo todo lo que quiero y me estoy haciendo viejo —respondió el hombre—. Hay una cosa que el diablo de la botella no puede hacer... y es prolongar la vida; y, no sería justo ocultárselo a usted, la botella tiene un inconveniente; porque si un hombre muere antes de venderla, arderá para siempre en el infierno.

—Sí que es un inconveniente, no cabe duda—exclamó Keawe—. Y no quisiera verme mezclado en ese asunto. No me importa demasiado tener una casa, gracias a Dios; pero hay una cosa que sí me importa muchísimo, y es condenarme.

—No vaya usted tan deprisa, amigo mío—contestó el hombre—. Todo lo que tiene que hacer es usar el poder de la botella con moderación, venderla después a alguna otra persona como estoy haciendo yo ahora y terminar su vida cómodamente.

—Pues yo observo dos cosas—dijo Keawe—. Una es que se pasa usted todo el tiempo suspirando como una doncella enamorada; y la otra que vende usted la botella demasiado barata.

—Ya le he explicado por qué suspiro —dijo el hombre—. Temo que mi salud está empeorando; y, como ha dicho usted mismo, morir e irse al infierno es una desgracia para cualquiera. En cuanto a venderla tan barata, tengo que explicarle una peculiaridad que tiene esta botella. Hace mucho tiempo, cuando Satanás la trajo a la tierra, era extraordinariamente cara, y fue el Preste Juan el primero que la compró por muchos millones de dólares; pero sólo puede venderse si se pierde dinero en la transacción. Si se vende por lo mismo que se ha pagado por ella, vuelve al anterior propietario como si se tratara de una paloma mensajera. De ahí se sigue que el precio haya ido disminuyendo con el paso de los siglos y que ahora la botella resulte francamente barata. Yo se la compré a uno de los ricos propietarios que viven en esta colina y sólo pagué noventa dólares. Podría venderla hasta por ochenta y nueve dólares y noventa centavos, pero ni un céntimo más; de lo contrario la botella volvería a mí. Ahora bien, esto trae consigo dos problemas. Primero, que cuando se ofrece una botella tan singular por ochenta dólares y pico, la gente supone que uno está bromeando. Y segundo..., pero como eso no corre prisa que lo sepa, no hace falta que se lo explique ahora. Recuerde tan sólo que tiene que venderla por moneda acuñada.

—¿Cómo sé que todo eso es verdad? —preguntó Keawe.

—Hay algo que puede usted comprobar inmediata mente—replicó el otro—. Deme sus cincuenta dólares, coja la botella y pida que los cincuenta dólares vuelvan a su bolsillo. Si no sucede así, le doy mi palabra de honor de que consideraré inválido el trato y le devolveré el dinero.

—¿No me está engañando?—dijo Keawe.

El hombre confirmó sus palabras con un solemne juramento.

—Bueno; me arriesgaré a eso—dijo Keawe—, porque no me puede pasar nada malo.

Acto seguido le dio su dinero al hombre y el hombre le pasó la botella.

—Diablo de la botella—dijo Keawe—, quiero recobrar mis cincuenta dólares.

Y, efectivamente, apenas había terminado la frase cuando su bolsillo pesaba ya lo mismo que antes.

—No hay duda de que es una botella maravillosa —dijo Keawe.

—Y ahora muy buenos días, mi querido amigo, ¡que el diablo le acompañe!—dijo el hombre.

—Un momento—dijo Keawe—, yo ya me he divertido bastante. Tenga su botella.

—La ha comprado usted por menos de lo que yo pagué —replicó el hombre, frotándose las manos—. La botella es completamente suya; y, por mi parte, lo único que deseo es perderlo de vista cuanto antes.

Con lo que llamó a su criado chino e hizo que acompañará a Keawe hasta la puerta.

Cuando Keawe se encontró en la calle con la botella bajo el brazo, empezó a pensar. «Si es verdad todo lo que me han dicho de esta botella, puede que haya hecho un pésimo negocio», se dijo a sí mismo. «Pero quizá ese hombre me haya engañado.» Lo primero que hizo fue contar el dinero, la suma era exacta: cuarenta y nueve dólares en moneda americana y una pieza de Chile. «Parece que eso es verdad», se dijo Keawe. «Veamos otro punto.»

Las calles de aquella parte de la ciudad estaban tan limpias como las cubiertas de un barco, y aunque era mediodía, tampoco se veía ningún pasajero. Keawe puso la botella en una alcantarilla y se alejó. Dos veces miró para atrás, y allí estaba la botella de color lechoso y panza redonda, en el sitio donde la había dejado. Miró por tercera vez y después dobló una esquina; pero apenas lo había hecho cuando algo le golpeó el codo, y ¡no era otra cosa que el largo cuello de la botella! En cuanto a la redonda panza, estaba bien encajada en el bolsillo de su chaqueta de piloto.

—Parece que también esto es verdad—dijo Keawe.

La siguiente cosa que hizo fue comprar un sacacorchos en una tienda y retirarse a un sitio oculto en medio del campo. Una vez allí intentó sacar el corcho, pero cada vez que lo intentaba la espiral salía otra vez y el corcho seguía tan entero como al empezar.

—Este corcho es distinto de todos los demás—dijo Keawe, e inmediatamente empezó a temblar y a sudar, porque la botella le daba miedo.

Camino del puerto vio una tienda donde un hombre vendía conchas y mazas de islas salvajes, viejas imágenes de dioses paganos, monedas antiguas, pinturas de China y Japón y todas esas cosas que los marineros llevan en sus baúles. En seguida se le ocurrió una idea. Entró y le ofreció la botella al dueño por cien dólares. El otro se rió de él al principio, y le ofreció cinco; pero, en realidad, la botella era muy curiosa: ninguna boca humana había soplado nunca un vidrio como aquél, ni cabía imaginar unos colores más bonitos que los que brillaban bajo su blanco lechoso, ni una sombra más extraña que la que daba vueltas en su centro; de manera que, después de regatear durante un rato a la manera de los de su profesión, el dueño de la tienda le compró la botella a Keawe por sesenta dólares y la colocó en un estante en el centro del escaparate.

—Ahora—dijo Keawe—he vendido por sesenta dólares lo que compré por cincuenta o, para ser más exactos, por un poco menos, porque uno de mis dólares venía de Chile. En seguida averiguaré la verdad sobre otro punto.

Así que volvió a su barco y, cuando abrió su baúl, allí estaba la botella, que había llegado antes que él.

En aquel barco Keawe tenía un compañero que se llamaba Lopaka.

—¿Qué te sucede—le preguntó Lopaka—que miras el baúl tan fijamente?

Estaban solos en el castillo de proa. Keawe le hizo prometer que guardaría el secreto y se lo contó todo.

—Es un asunto muy extraño—dijo Lopaka—, y me temo que vas a tener dificultades con esa botella. Pero una cosa está muy clara: puesto que tienes asegurados los problemas, será mejor que obtengas también los beneficios. Decide qué es lo que deseas; da la orden y si resulta tal como quieres, yo mismo te compraré la botella porque a mí me gustaría tener un velero y dedicarme a comerciar entre las islas.

—No es eso lo que me interesa—dijo Keawe—. Quiero una hermosa casa y un jardín en la costa de Kona donde nací; y quiero que brille el sol sobre la puerta, y que haya flores en el jardín, cristales en las ventanas, cuadros en las paredes, y adornos y tapetes de telas muy finas sobre las mesas, exactamente igual que la casa donde estuve hoy; sólo que un piso más alta y con balcones alrededor, como en el palacio del rey; y que pueda vivir allí sin preocupaciones de ninguna clase y divertirme con mis amigos y parientes.

—Bien—dijo Lopaka—, volvamos con la botella a Hawaii; y si todo resulta verdad, como tú supones, te compraré la botella, como ya he dicho, y pediré una goleta.

Quedaron de acuerdo en esto y antes de que pasara mucho tiempo el barco regresó a Honolulu, llevando consigo a Keawe, a Lopaka y a la botella. Apenas habían desembarcado cuando encontraron en la playa a un amigo que inmediatamente empezó a dar el pésame a Keawe.

—No sé por qué me estás dando el pésame—dijo Keawe.

—¿Es posible que no te hayas enterado—dijo el amigo—de que tu tío, aquel hombre tan bueno, ha muerto; y de que tu primo, aquel muchacho tan bien parecido, se ha ahogado en el mar?

Keawe lo sintió mucho y al ponerse a llorar y a lamentarse, se olvidó de la botella. Pero Lopaka estuvo reflexionando y cuando su amigo se calmó un poco, le habló así:

—¿No es cierto que tu tío tenía tierras en Hawaii, en el distrito de Kaü?

—No—dijo Keawe—; en Kaü no: están en la zona de las montañas, un poco al sur de Hookena.

—Esas tierras, ¿pasarán a ser tuyas?—preguntó Lopaka.

—Así es—dijo Keawe, y empezó otra vez a llorar la muerte de sus familiares.

—No—dijo Lopaka—; no te lamentes ahora. Se me ocurre una cosa. ¿Y si todo esto fuera obra de la botella? Porque ya tienes preparado el sitio para hacer la casa.

—Si es así—exclamó Keawe—, la botella me hace un flaco servicio matando a mis parientes. Pero puede que sea cierto, porque fue en un sitio así donde vi la casa con la imaginación.

—La casa, sin embargo, todavía no está construida —dijo Lopaka.

—¡Y probablemente no lo estará nunca!—dijo Keawe—, porque si bien mi tío tenía algo de café, ava y plátanos, no será más que lo justo para que yo viva cómodamente; y el resto de esa tierra es de lava negra.

—Vayamos al abogado—dijo Lopaka—. Porque yo sigo pensando lo mismo.

Al hablar con el abogado se enteraron de que el tío de Keawe se había hecho enormemente rico en los últimos días y que le dejaba dinero en abundancia.

—¡Ya tienes el dinero para la casa!—exclamó Lopaka.

—Si está usted pensando en construir una casa—dijo el abogado—, aquí está la tarjeta de un arquitecto nuevo del que me cuentan grandes cosas.

—¡Cada vez mejor! —exclamó Lopaka—. Está todo muy claro. Sigamos obedeciendo órdenes.

De manera que fueron a ver al arquitecto, que tenía diferentes proyectos de casas sobre la mesa.

—Usted desea algo fuera de lo corriente—dijo el arquitecto—. ¿Qué le parece esto?

Y le pasó a Keawe uno de los dibujos.

Cuando Keawe lo vio, dejó escapar una exclamación, porque representaba exactamente lo que él había visto con la imaginación.

«Esta es la casa que quiero», pensó Keawe. «A pesar de lo poco que me gusta cómo viene a parar a mis manos, ésta es la casa, y más vale que acepte lo bueno junto con lo malo.»

De manera que le dijo al arquitecto todo lo que quería, y cómo deseaba amueblar la casa, y los cuadros que había que poner en las paredes y las figuritas para las mesas; y luego le preguntó sin rodeos cuánto le llevaría por hacerlo todo.

El arquitecto le hizo muchas preguntas, cogió la pluma e hizo un cálculo; y al terminar pidió exactamente la suma que Keawe había heredado.

Lopaka y Keawe se miraron el uno al otro y asintieron con la cabeza.

«Está bien claro», pensó Keawe, «que voy a tener esta casa, tanto si quiero como si no. Viene del diablo y temo que nada bueno salga de ello; y si de algo estoy seguro es de que no voy a formular más deseos mientras siga teniendo esta botella. Pero de la casa ya no me puedo librar y más valdrá que acepte lo bueno junto con lo malo.»

De manera que llegó a un acuerdo con el arquitecto y firmaron un documento. Keawe y Lopaka se embarcaron otra vez camino de Australia; porque habían decidido entre ellos que no intervendrían en absoluto, y dejarían que el arquitecto y el diablo de la botella construyeran y decoraran aquella casa como mejor les pareciese.

El viaje fue bueno, aunque Keawe estuvo todo el tiempo conteniendo la respiración, porque había jurado que no formularía más deseos, ni recibiría más favores del diablo. Se había cumplido ya el plazo cuando regresaron. El arquitecto les dijo que la casa estaba lista y Keawe y Lopaka tomaron pasaje en el Hall camino de Kona para ver la casa y comprobar si todo se había hecho exactamente de acuerdo con la idea que Keawe tenía en la cabeza.

La casa se alzaba en la falda del monte y era visible desde el mar. Por encima, el bosque seguía subiendo hasta las nubes que traían la lluvia; por debajo, la lava negra descendía en riscos donde estaban enterrados los reyes de antaño. Un jardín florecía alrededor de la casa con flores de todos los colores; había un huerto de papayas a un lado y otro de árboles del pan en el lado opuesto; por delante, mirando al mar, habían plantado el mástil de un barco con una bandera. En cuanto a la casa, era de tres pisos, con amplias habitaciones y balcones muy anchos en los tres. Las ventanas eran de excelente cristal, tan claro como el agua y tan brillante como un día soleado. Muebles de todas clases adornaban las habitaciones. De las paredes colgaban cuadros con marcos dorados: pinturas de barcos, de hombres luchando, de las mujeres más hermosas y de los sitios más singulares; no hay en ningún lugar del mundo pinturas con colores tan brillantes como las que Keawe encontró colgadas de las paredes de su casa. En cuanto a los otros objetos de adorno, eran de extraordinaria calidad, relojes con carillón y cajas de música, hombrecillos que movían la cabeza, libros llenos de ilustraciones, armas muy valiosas de todos los rincones del mundo, y los rompecabezas más elegantes para entretener los ocios de un hombre solitario. Y como nadie querría vivir en semejantes habitaciones, tan sólo pasar por ellas y contemplarlas, los balcones eran tan amplios que un pueblo entero hubiera podido vivir en ellos sin el menor agobio; y Keawe no sabía qué era lo que más le gustaba: si el porche de atrás, a donde llegaba la brisa procedente de la tierra y se podían ver los huertos y las flores, o el balcón delantero, donde se podía beber el viento del mar, contemplar la empinada ladera de la montaña y ver al Hall yendo una vez por semana aproximadamente entre Hookena y las colinas de Pele, o a las goletas siguiendo la costa para recoger cargamentos de madera, de ava y de plátanos.

Después de verlo todo, Keawe y Lopaka se sentaron en el porche.

—Bien —preguntó Lopaka—, ¿está todo tal como lo habías planeado?

—No hay palabras para expresarlo—contestó Keawe—. Es mejor de lo que había soñado y estoy que reviento de satisfacción.

—Sólo queda una cosa por considerar—dijo Lopaka—; todo esto puede haber sucedido de manera perfectamente natural, sin que el diablo de la botella haya tenido nada que ver. Si comprara la botella y me quedara sin la goleta, habría puesto la mano en el fuego para nada. Te di mi palabra, lo sé; pero creo que no deberías negarme una prueba más.

—He jurado que no aceptaré más favores—dijo Keawe—. Creo que ya estoy suficientemente comprometido.

—No pensaba en un favor—replicó Lopaka—. Quisiera ver yo mismo al diablo de la botella. No hay ninguna ventaja en ello y por tanto tampoco hay nada de qué avergonzarse; sin embargo, si llego a verlo una vez, quedaré convencido del todo. Así que accede a mi deseo y déjame ver al diablo; el dinero lo tengo aquí mismo y después de eso te compraré la botella.

—Sólo hay una cosa que me da miedo—dijo Keawe—. El diablo puede ser una cosa horrible de ver; y si le pones ojo encima quizá no tengas ya ninguna gana de quedarte con la botella.

—Soy una persona de palabra—dijo Lopaka—. Y aquí dejo el dinero, entre los dos.

—Muy bien —replicó Keawe—. Yo también siento curiosidad. De manera que, vamos a ver: déjenos mirarlo, señor Diablo.

Tan pronto como lo dijo, el diablo salió de la botella y volvió a meterse, tan rápido como un lagarto; Keawe y Lopaka quedaron petrificados. Se hizo completamente de noche antes de que a cualquiera de los dos se le ocurriera algo que decir o hallaran la voz para decirlo; luego Lopaka empujó el dinero hacia Keawe y recogió la botella.

—Soy hombre de palabra —dijo—, y bien puedes creerlo, porque de lo contrario no tocaría esta botella ni con el pie. Bien, conseguiré mi goleta y unos dólares para el bolsillo; luego me desharé de este demonio tan pronto como pueda. Porque, si tengo que decirte la verdad, verlo me ha dejado muy abatido.

—Lopaka—dijo Keawe—, procura no pensar demasiado mal de mí; sé que es de noche, que los caminos están mal y que el desfiladero junto a las tumbas no es un buen sitio para cruzarlo tan tarde, pero confieso que desde que he visto el rostro de ese diablo, no podré comer ni dormir ni rezar hasta que te lo hayas llevado. Voy a darte una linterna, una cesta para poner la botella y cualquier cuadro o adorno de casa que te guste; después quiero que marches inmediatamente y vayas a dormir a Hookena con Nahinu.

—Keawe—dijo Lopaka—, muchos hombres se enfadarían por una cosa así; sobre todo después de hacerte un favor tan grande como es mantener la palabra y comprar la botella, y en cuanto a ser de noche, a la oscuridad y al camino junto a las tumbas, todas esas circunstancias tienen que ser diez veces más peligrosas para un hombre con semejante pecado sobre su conciencia y una botella como ésta bajo el brazo. Pero como yo también estoy muy asustado, no me siento capaz de acusarte. Me iré ahora mismo; y le pido a Dios que seas feliz en tu casa y yo afortunado con mi goleta, y que los dos vayamos al cielo al final a pesar del demonio y de su botella.

De manera que Lopaka bajó de la montaña; Keawe, por su parte, salió al balcón delantero; estuvo escuchando el ruido de las herraduras y vio la luz de la linterna cuando Lopaka pasaba junto al risco donde están las tumbas de otras épocas; durante todo el tiempo Keawe temblaba, se retorcía las manos y rezaba por su amigo, dando gracias a Dios por haber escapado él mismo de aquel peligro.

Pero al día siguiente hizo un tiempo muy hermoso y la casa nueva era tan agradable que Keawe se olvidó de sus terrores. Fueron pasando los días y Keawe vivía allí en perpetua alegría. Le gustaba sentarse en el porche de atrás; allí comía, reposaba y leía las historias que contaban los periódicos de Honolulu; pero cuando llegaba alguien a verle, entraba en la casa para enseñarle las habitaciones y los cuadros. Y la fama de la casa se extendió por todas partes; la llamaban Ka-Hale Nui— la Casa Grande—en todo Kona; y a veces la Casa Resplandeciente, porque Keawe tenía a su servicio a un chino que se pasaba todo el día limpiando el polvo y bruñendo los metales; y el cristal, y los dorados, y las telas finas y los cuadros brillaban tanto como una mañana soleada. En cuanto a Keawe mismo, se le ensanchaba tanto el corazón con la casa que no podía pasear por las habitaciones sin ponerse a cantar; y cuando aparecía algún barco en el mar, izaba su estandarte en el mástil.

Así iba pasando el tiempo, hasta que un día Keawe fue a Kailua para visitar a uno de sus amigos. Le hicieron un gran agasajo, pero él se marchó lo antes que pudo a la mañana siguiente y cabalgó muy deprisa, porque estaba impaciente por ver de nuevo su hermosa casa; y, además, la noche de aquel día era la noche en que los muertos de antaño salen por los alrededores de Kona; y el haber tenido ya tratos con el demonio hacía que Keawe tuviera muy pocos deseos de tropezarse con los muertos. Un poco más allá de Honaunau, al mirar a lo lejos, advirtió la presencia de una mujer que se bañaba a la orilla del mar; parecía una muchacha bien desarrollada, pero Keawe no pensó mucho en ello. Luego vio ondear su camisa blanca mientras se la ponía, y después su holoku rojo; cuando Keawe llegó a su altura la joven había terminado de arreglarse y, alejándose del mar, se había colocado junto al camino con su holoku rojo; el baño la había revigorizado y los ojos le brillaban, llenos de amabilidad. Nada más verla Keawe tiró de las riendas a su caballo.

—Creía conocer a todo el mundo en esta zona—dijo él. ¿Cómo es que a ti no te conozco?

—Soy Kokua, hija de Kiano—respondió la muchacha—, y acabo de regresar de Oahu. ¿Quién es usted?

—Te lo diré dentro de un poco—dijo Keawe, desmontando del caballo—, pero no ahora mismo. Porque tengo una idea y si te dijera quién soy, como es posible que hayas oído hablar de mí, quizá al preguntarte no me dieras una respuesta sincera. Pero antes de nada dime una cosa: ¿estás casada?

Al oír esto Kokua se echó a reír.

—Parece que es usted quien hace todas las preguntas—dijo ella—. Y usted, ¿está casado?

—No, Kokua, desde luego que no—replicó Keawe—, y nunca he pensado en casarme hasta este momento. Pero voy a decirte la verdad. Te he encontrado aquí junto al camino y al ver tus ojos que son como estrellas mi corazón se ha ido tras de ti tan veloz como un pájaro. De manera que si ahora no quieres saber nada de mí, dilo, y me iré a mi casa; pero si no te parezco peor que cualquier otro joven, dilo también, y me desviaré para pasar la noche en casa de tu padre y mañana hablaré con el.

Kokua no dijo una palabra, pero miró hacia el mar y se echó a reír.

—Kokua—dijo Keawe—, si no dices nada, consideraré que tu silencio es una respuesta favorable; así que pongámonos en camino hacia la casa de tu padre.

Ella fue delante de él sin decir nada; sólo de vez en cuando miraba para atrás y luego volvía a apartar la vista; y todo el tiempo llevaba en la boca las cintas del sombrero.

Cuando llegaron a la puerta, Kiano salió a la veranda y dio la bienvenida a Keawe llamándolo por su nombre. Al oírlo la muchacha se lo quedó mirando, porque la fama de la gran casa había llegado a sus oídos; y no hace falta decir que era una gran tentación. Pasaron todos juntos la velada muy alegremente; y la muchacha se mostró muy descarada en presencia de sus padres y estuvo burlándose de Keawe porque tenía un ingenio muy vivo. Al día siguiente Keawe habló con Kiano y después tuvo ocasión de quedarse a solas con la muchacha.

—Kokua —dijo él—, ayer estuviste burlándote de mí durante toda la velada; y todavía estás a tiempo de despedirme. No quise decirte quién era porque tengo una casa muy hermosa y temía que pensaras demasiado en la casa y muy poco en el hombre que te ama. Ahora ya lo sabes todo, y si no quieres volver a verme, dilo cuanto antes.

—No—dijo Kokua; pero esta vez no se echó a reír ni Keawe le preguntó nada más.

Así fue el noviazgo de Keawe; las cosas sucedieron deprisa; pero aunque una flecha vaya muy veloz y la bala de un rifle todavía más rápida, las dos pueden dar en el blanco. Las cosas habían ido deprisa pero también habían ido lejos y el recuerdo de Keawe llenaba la imaginación de la muchacha; Kokua escuchaba su voz al romperse las olas contra la lava de la playa, y por aquel joven que sólo había visto dos veces hubiera dejado padre y madre y sus islas nativas. En cuanto a Keawe, su caballo voló por el camino de la montaña bajo el risco donde estaban las tumbas, y el sonido de los cascos y la voz de Keawe cantando, lleno de alegría, despertaban al eco en las cavernas de los muertos. Cuando llegó a la Casa Resplandeciente todavía seguía cantando. Se sentó y comió en el amplio balcón y el chino se admiró de que su amo continuara cantando entre bocado y bocado. El sol se ocultó tras el mar y llegó la noche; y Keawe estuvo paseándose por los balcones a la luz de las lámparas en lo alto de la montaña y sus cantos sobresaltaban a las tripulaciones de los barcos que cruzaban por el mar.

«Aquí estoy ahora, en este sitio mío tan elevado», se dijo a sí mismo. «La vida no puede irme mejor; me hallo en lo alto de la montaña; a mi alrededor, todo lo demás desciende. Por primera vez iluminaré todas las habitaciones, usaré mi bañera con agua caliente y fría y dormiré solo en el lecho de la cámara nupcial.»

De manera que el criado chino tuvo que levantarse y encender las calderas; y mientras trabajaba en el sótano oía a su amo cantando alegremente en las habitaciones iluminadas. Cuando el agua empezó a estar caliente el criado chino se lo advirtió a Keawe con un grito; Keawe entró en el cuarto de baño; y el criado chino le oyó cantar mientras la bañera de mármol se llenaba de agua; y le oyó cantar también mientras se desnudaba; hasta que, de repente, el canto cesó. El criado chino estuvo escuchando largo rato, luego alzó la voz para preguntarle a Keawe si toda iba bien, y Keawe le respondió «Sí», y le mandó que se fuera a la cama, pero ya no se oyó cantar más en la Casa Resplandeciente; y durante toda la noche, el criado chino estuvo oyendo a su amo pasear sin descanso por los balcones.

Lo que había ocurrido era esto: mientras Keawe se desnudaba para bañarse, descubrió en su cuerpo una mancha semejante a la sombra del líquen sobre una roca, y fue entonces cuando dejó de cantar. Porque había visto otras manchas parecidas y supo que estaba atacado del Mal Chino: la lepra.

Es bien triste para cualquiera padecer esa enfermedad. Y también sería muy triste para cualquiera abandonar una casa tan hermosa y tan cómoda y separarse de todos sus amigos para ir a la costa norte de Molokai, entre enormes farallones y rompientes. Pero ¿qué es eso comparado con la situación de Keawe, que había encontrado su amor un día antes y lo había conquistado aquella misma mañana, y que veía ahora quebrantarse todas sus esperanzas en un momento, como se quiebra un trozo de cristal?

Estuvo un rato sentado en el borde de la bañera, luego se levantó de un salto dejando escapar un grito y corrió afuera; y empezó a andar por el balcón, de un lado a otro, como alguien que está desesperado.

«No me importaría dejar Hawaii, el hogar de mis antepasados», se decía Keawe. «Sin gran pesar abandonaría mi casa, la de las muchas ventanas, situada tan en lo alto, aquí en las montañas. No me faltaría valor para ir a Molokai, a Kalaupapa junto a los farallones, para vivir con los leprosos y dormir allí, lejos de mis antepasados. Pero ¿qué agravio he cometido, qué pecado pesa sobre mi alma, para que haya tenido que encontrar a Kokua cuando salía del mar a la caída de la tarde? ¡Kokua, la que me ha robado el alma! ¡Kokua, la luz de mi vida! Quizá nunca llegue a casarme con ella, quizá nunca más vuelva a verla ni a acariciarla con mano amorosa, esa es la razón, Kokua, ¡por ti me lamento!»

Tienen ustedes que fijarse en la clase de hombre que era Keawe, ya que podría haber vivido durante años en la Casa Resplandeciente sin que nadie llegara a sospechar que estaba enfermo; pero a eso no le daba importancia si tenía que perder a Kokua. Hubiera podido incluso casarse con Kokua y muchos lo hubieran hecho, porque tienen alma de cerdo; pero Keawe amaba a la doncella con amor varonil, y no estaba dispuesto a causarle ningún daño ni a exponerla a ningún peligro.

Algo después de la media noche se acordó de la botella. Salió al porche y recordó el día en que el diablo se había mostrado ante sus ojos; y aquel pensamiento hizo que se le helara la sangre en las venas.

«Esa botella es una cosa horrible», pensó Keawe, «el diablo también es una cosa horrible y aún más horrible es la posibilidad de arder para siempre en las llamas del infierno. Pero ¿qué otra posibilidad tengo de llegar a curarme o de casarme con Kokua? ¡Cómo! ¿Fui capaz de desafiar al demonio para conseguir una casa y no voy a enfrentarme con él para recobrar a Kokua?».

Entonces recordó que al día siguiente el Hall iniciaba su viaje de regreso a Honolulu. «Primero tengo que ir allí», pensó, «y ver a Lopaka. Porque lo mejor que me puede suceder ahora es que encuentre la botella que tantas ganas tenía de perder de vista.»

No pudo dormir ni un solo momento; también la comida se le atragantaba; pero mandó una carta a Kiano, y cuando se acercaba la hora de la llegada del vapor, se puso en camino y cruzó por delante del risco donde estaban las tumbas. Llovía; su caballo avanzaba con dificultad; Keawe contempló las negras bocas de las cuevas y envidió a los muertos que dormían en su interior, libres ya de dificultades; y recordó cómo había pasado por allí al galope el día anterior y se sintió lleno de asombro. Finalmente llego a Hookena y, como de costumbre, todo el mundo se había reunido para esperar la llegada del vapor. En el cobertizo delante del almacén estaban todos sentados, bromeando y contándose las novedades; pero Keawe no sentía el menor deseo de hablar y permaneció en medio de ellos contemplando la lluvia que caía sobre las casas, y las olas que estallaban entre las rocas, mientras los suspiros se acumulaban en su garganta.

—Keawe, el de la Casa Resplandeciente, está muy abatido—se decían unos a otros. Así era, en efecto, y no tenía nada de extraordinario.

Luego llegó el Hall y la gasolinera lo llevó a bordo. La parte posterior del barco estaba llena de haoles (blancos) que habían ido a visitar el volcán como tienen por costumbre; en el centro se amontonaban los kanakas, y en la parte delantera viajaban toros de Hilo y caballos de Kaü; pero Keawe se sentó lejos de todos, hundido en su dolor, con la esperanza de ver desde el barco la casa de Kiano. Finalmente la divisó, junto a la orilla, sobre las rocas negras, a la sombra de las palmeras; cerca de la puerta se veía un holoku rojo no mayor que una mosca y que revoloteaba tan atareado como una mosca. «¡Ah, reina de mi corazón», exclamó Keawe para sí, «arriesgaré mi alma para recobrarte!»

Poco después, al caer la noche, se encendieron las luces de las cabinas y los haoles se reunieron para jugar a las cartas y beber whisky como tienen por costumbre; pero Keawe estuvo paseando por cubierta toda la noche. Y todo el día siguiente, mientras navegaban a sotavento de Maui y de Molokai, Keawe seguía dando vueltas de un lado para otro como un animal salvaje dentro de una jaula.

Al caer la tarde pasaron Diamond Head y llegaron al muelle de Honolulu. Keawe bajó en seguida a tierra y empezó a preguntar por Lopaka. Al parecer se había convertido en propietario de una goleta—no había otra mejor en las islas—y se había marchado muy lejos en busca de aventuras, quizá hasta Pola-Pola, de manera que no cabía esperar ayuda por ese lado. Keawe se acordó de un amigo de Lopaka, un abogado que vivía en la ciudad (no debo decir su nombre), y preguntó por él. Le dijeron que se había hecho rico de repente y que tenía una casa nueva y muy hermosa en la orilla de Waikiki; esto dio que pensar a Keawe, e inmediatamente alquiló un coche y se dirigió a casa del abogado.

La casa era muy nueva y los árboles del jardín apenas mayores que bastones; el abogado, cuando salió a recibirle, parecía un hombre satisfecho de la vida.

—¿Qué puedo hacer por usted?—dijo el abogado.

—Usted es amigo de Lopaka—replicó Keawe—, y Lopaka me compró un objeto que quizá usted pueda ayudarme a localizar.

El rostro del abogado se ensombreció.

—No voy a fingir que ignoro de qué me habla, míster Keawe—dijo—, aunque se trata de un asunto muy desagradable que no conviene remover. No puedo darle ninguna seguridad, pero me imagino que si va usted a cierto barrio quizá consiga averiguar algo.

A continuación le dio el nombre de una persona que también en este caso será mejor no repetirlo. Esto sucedió durante varios días, y Keawe fue conociendo a diferentes personas y encontrando en todas partes ropas y coches recién estrenados, y casas nuevas muy hermosas y hombres muy satisfechos aunque, claro está, cuando alguien aludía al motivo de su visita, sus rostros se ensombrecían.

«No hay duda de que estoy en el buen camino», pensaba Keawe. «Esos trajes nuevos y esos coches son otros tantos regalos del demonio de la botella, y esos rostros satisfechos son los rostros de personas que han conseguido lo que deseaban y han podido librarse después de ese maldito recipiente. Cuando vea mejillas sin color y oiga suspiros, sabré que estoy cerca de la botella.»

Sucedió que finalmente le recomendaron que fuera a ver a un haole en Beritania Street. Cuando llegó a la puerta, alrededor de la hora de la cena, Keawe se encontró con los típicos indicios: nueva casa, jardín recién plantado y luz eléctrica tras las ventanas; y cuando apareció el dueño un escalofrío de esperanza y de miedo recorrió el cuerpo de Keawe, porque tenía delante de él a un hombre joven tan pálido como un cadáver, con marcadísimas ojeras, prematuramente calvo y con la expresión de un hombre en capilla.

«Tiene que estar aquí, no hay duda», pensó Keawe, y a aquel hombre no le ocultó en absoluto cuál era su verdadero propósito.

—He venido a comprar la botella—dijo.

Al oír aquellas palabras el joven haole de Beritania Street tuvo que apoyarse contra la pared.

—¡La botella!—susurró—. ¡Comprar la botella!

Dio la impresión de que estaba a punto de desmayarse y, cogiendo a Keawe por el brazo, lo llevó a una habitación y escanció dos vasos de vino.

—A su salud—dijo Keawe, que había pasado mucho tiempo con haoles en su época de marinero—. Sí—añadió—, he venido a comprar la botella. ¿Cuál es el precio que tiene ahora?

Al oír esto al joven se le escapó el vaso de entre los dedos y miró a Keawe como si fuera un fantasma.

—El precio—dijo—. ¡El precio! ¿No sabe usted cuál es el precio?

—Por eso se lo pregunto—replicó Keawe—. Pero ¿qué es lo que tanto le preocupa? ¿Qué sucede con el precio?

—La botella ha disminuido mucho de valor desde que usted la compró, Mr. Keawe—dijo el joven tartamudeando.

—Bien, bien; así tendré que pagar menos por ella —dijo Keawe—. ¿Cuánto le costó a usted?

El joven estaba tan blanco como el papel.

—Dos centavos—dijo.

—¿Cómo? —exclamó Keawe—, ¿dos centavos? Entonces, usted sólo puede venderla por uno. Y el que la compre... —Keawe no pudo terminar la frase; el que comprara la botella no podría venderla nunca y la botella y el diablo de la botella se quedarían con él hasta su muerte, y cuando muriera se encargarían de llevarlo a las llamas del infierno

El joven de Beritania Street se puso de rodillas.

—¡Cómprela, por el amor de Dios!—exclamó—. Puede quedarse también con toda mi fortuna. Estaba loco cuando la compré a ese precio. Había malversado fondos en el almacén donde trabajaba; si no lo hacía estaba perdido; hubiera acabado en la cárcel.

—Pobre criatura—dijo Keawe—; fue usted capaz de arriesgar su alma en una aventura tan desesperada, para evitar el castigo por su deshonra, ¿y cree que yo voy a dudar cuando es el amor lo que tengo delante de mí? Tráigame la botella y el cambio que sin duda tiene ya preparado. Es preciso que me dé la vuelta de estos cinco centavos.

Keawe no se había equivocado; el joven tenía las cuatro monedas en un cajón; la botella cambió de manos y tan pronto como los dedos de Keawe rodearon su cuello le susurró que deseaba quedar limpio de la enfermedad Y, efectivamente, cuando se desnudó delante de un espejo en la habitación del hotel, su piel estaba tan sonrosada como la de un niño. Pero lo más extraño fue que inmediatamente se operó una transformación dentro de él y el Mal Chino le importaba muy poco y tampoco sentía interés por Kokua; no pensaba más que en una cosa: que estaba ligado al diablo de la botella para toda la eternidad y no le quedaba otra esperanza que la de ser para siempre una pavesa en las llamas del infierno. En cualquier caso, las veía ya brillar delante de él con los ojos de la imaginación; su alma se encogió y la luz se convirtió en tinieblas.

Cuando Keawe se recuperó un poco, se dio cuenta de que era la noche en que tocaba una orquesta en el hotel. Bajó a oírla porque temía quedarse solo; y allí, entre caras alegres, paseó de un lado para otro, escuchó las melodías y vio a Berger llevando el compás; pero todo el tiempo oía crepitar las llamas y veía un fuego muy vivo ardiendo en el pozo sin fondo del infierno. De repente la orquesta tocó Hiki-ao-ao, una canción que él había cantado con Kokua, y aquellos acordes le devolvieron el valor.

«Ya está hecho», pensó, «y una vez más tendré que aceptar lo bueno junto con lo malo.»

Keawe regresó a Hawaii en el primer vapor y tan pronto como fue posible se casó con Kokua y la llevó a la Casa Resplandeciente en la ladera de la montaña.

Cuando los dos estaban juntos, el corazón de Keawe se tranquilizaba; pero tan pronto como se quedaba solo empezaba a cavilar sobre su horrible situación, y oía crepitar las llamas y veía el fuego abrasador en el pozo sin fondo. Era cierto que la muchacha se había entregado a él por completo; su corazón latía más deprisa al verlo, y su mano buscaba siempre la de Keawe, y estaba hecha de tal manera de la cabeza a los pies que nadie podía verla sin alegrarse. Kokua era afable por naturaleza. De sus labios salían siempre palabras cariñosas. Le gustaba mucho cantar y cuando recorría la Casa Resplandeciente gorjeando como los pájaros era ella el objeto más hermoso que había en los tres pisos. Keawe la contemplaba y la oía embelesado y luego iba a esconderse en un rincón y lloraba y gemía pensando en el precio que había pagado por ella; después tenía que secarse los ojos y lavarse la cara e ir a sentarse con ella en uno de los balcones, acompañándola en sus canciones y correspondiendo a sus sonrisas con el alma llena de angustia.

Pero llegó un día en que Kokua empezó a arrastrar los pies y sus canciones se hicieron menos frecuentes y ya no era sólo Keawe el que lloraba a solas, sino que los dos se retiraban a dos balcones situados en lados opuestos, con toda la anchura de la Casa Resplandeciente entre ellos. Keawe estaba tan hundido en la desesperación que apenas notó el cambio, alegrándose tan sólo de tener más horas de soledad durante las que cavilar sobre su destino y de no verse condenado con tanta frecuencia a ocultar un corazón enfermo bajo una cara sonriente Pero un día, andando por la casa sin hacer ruido, escuchó sollozos como de un niño y vio a Kokua moviendo la cabeza y llorando como los que están perdidos.

—Haces bien lamentándote en esta casa, Kokua—dijo Keawe—. Y, sin embargo, daría media vida para que pudieras ser feliz.

—¡Feliz!—exclamó ella—. Keawe, cuando vivías solo en la Casa Resplandeciente, toda la gente de la isla se hacía lenguas de tu felicidad; tu boca estaba siempre llena de risas y de canciones y tu rostro resplandecía como la aurora. Después te casaste con la pobre Kokua y el buen Dios sabrá qué es lo que le falta, pero desde aquel día no has vuelto a sonreír. ¿Qué es lo que me pasa? Creía ser bonita y sabía que amaba a mi marido. ¿Qué es lo que me pasa que arrojo esta nube sobre él?

—Pobre Kokua—dijo Keawe. Se sentó a su lado y trató de cogerle la mano; pero ella la apartó—. Pobre Kokua —dijo de nuevo—. ¡Pobre niñita mía! ¡Y yo que creía ahorrarte sufrimientos durante todo este tiempo! Pero lo sabrás todo. Así, al menos, te compadecerás del pobre Keawe; comprenderás lo mucho que te amaba cuando sepas que prefirió el infierno a perderte; y lo mucho que aún te ama, puesto que todavía es capaz de sonreír al contemplarte.

Y a continuación, le contó toda su historia desde el principio.

—¿Has hecho eso por mí?—exclamó Kokua—. Entonces, ¡qué me importa nada!—y, abrazándole, se echó a llorar.

—¡Querida mía!—dijo Keawe—, sin embargo, cuando pienso en el fuego del infierno, ¡a mí sí que me importa!

—No digas eso—respondió ella—; ningún hombre puede condenarse por amar a Kokua si no ha cometido ninguna otra falta. Desde ahora te digo, Keawe, que te salvaré con estas manos o pereceré contigo. ¿Has dado tu alma por mi amor y crees que yo no moriría por salvarte?

—¡Querida mía! Aunque murieras cien veces, ¿cuál sería la diferencia?—exclamó él—. Serviría únicamente para que tuviera que esperar a solas el día de mi condenación.

—Tú no sabes nada—dijo ella—. Yo me eduqué en un colegio de Honolulu; no soy una chica corriente. Y desde ahora te digo que salvaré a mi amante. ¿No me has hablado de un centavo? ¿Ignoras que no todos los países tienen dinero americano? En Inglaterra existe una moneda que vale alrededor de medio centavo. ¡Qué lástima! —exclamó en seguida—; eso no lo hace mucho mejor, porque el que comprara la botella se condenaría y ¡no vamos a encontrar a nadie tan valiente como mi Keawe! Pero también está Francia; allí tienen una moneda a la que llaman céntimo y de ésos se necesitan aproximadamente cinco para poder cambiarlos por un centavo. No encontraremos nada mejor. Vámonos a las islas del Viento; salgamos para Tahití en el primer barco que zarpe. Allí tendremos cuatro céntimos, tres céntimos, dos céntimos y un céntimo: cuatro posibles ventas y nosotros dos para convencer a los compradores. ¡Vamos, Keawe mío! Bésame y no te preocupes más. Kokua te defenderá.

—¡Regalo de Dios! —exclamó Keawe—. ¡No creo que el Señor me castigue por desear algo tan bueno!

Sea como tú dices; llévame donde quieras: pongo mi vida y mi salvación en tus manos.

Muy de mañana al día siguiente Kokua estaba ya haciendo sus preparativos. Buscó el baúl de marinero de Keawe; primero puso la botella en una esquina; luego colocó sus mejores ropas y los adornos más bonitos que había en la casa.

—Porque—dijo—si no parecemos gente rica, ¿quién va a creer en la botella?

Durante todo el tiempo de los preparativos estuvo tan alegre como un pájaro; sólo cuando miraba en dirección a Keawe los ojos se le llenaban de lágrimas y tenía que ir a besarlo. En cuanto a Keawe, se le había quitado un gran peso de encima; ahora que alguien compartía su secreto y había vislumbrado una esperanza, parecía un hombre distinto: caminaba otra vez con paso ligero y respirar ya no era una obligación penosa. El terror sin embargo no andaba muy lejos; y de vez en cuando, de la misma manera que el viento apaga un cirio, la esperanza moría dentro de él y veía otra vez agitarse las llamas y el fuego abrasador del infierno.

Anunciaron que iban a hacer un viaje de placer por los Estados Unidos: a todo el mundo le pareció una cosa extraña, pero más extraña les hubiera parecido la verdad si hubieran podido adivinarla. De manera que se trasladaron a Honolulu en el Hall y de allí a San Francisco en el Umatilla con muchos haoles; y en San Francisco se embarcaron en el bergantín correo, el Tropic Bird, camino de Papeete, la ciudad francesa más importante de las islas del sur. Llegaron allí, después de un agradable viaje, cuando los vientos alisios soplaban suavemente, y vieron los arrecifes en los que van a estrellarse las olas, y Motuiti con sus palmeras, y cómo el bergantín se adentraba en el puerto, y las casas blancas de la ciudad a lo largo de la orilla entre árboles verdes, y, por encima, las montañas y las nubes de Tahití, la isla prudente.

Consideraron que lo más conveniente era alquilar una casa, y eligieron una situada frente a la del cónsul británico; se trataba de hacer gran ostentación de dinero y de que se les viera por todas partes bien provistos de coches y caballos. Todo esto resultaba fácil mientras tuvieran la botella en su poder, porque Kokua era más atrevida que Keawe y siempre que se le ocurría, llamaba al diablo para que le proporcionase veinte o cien dólares De esta forma pronto se hicieron notar en la ciudad; y los extranjeros procedentes de Hawaii, y sus paseos a caballo y en coche, y los elegantes holokus y los delicados encajes de Kokua fueron tema de muchas conversaciones.

Se acostumbraron a la lengua de Tahití, que es en realidad semejante a la de Hawaii, aunque con cambios en ciertas letras; y en cuanto estuvieron en condiciones de comunicarse, trataron de vender la botella. Hay que tener en cuenta que no era un tema fácil de abordar; no era fácil convencer a la gente de que hablaban en serio cuando les ofrecían por cuatro céntimos una fuente de salud y de inagotables riquezas. Era necesario además explicar los peligros de la botella; y, o bien los posibles compradores no creían nada en absoluto y se echaban a reír, o se percataban sobre todo de los aspectos más sombríos y, adoptando un aire muy solemne, se alejaban de Keawe y de Kokua, considerándolos personas en trato con el demonio. De manera que en lugar de hacer progresos, los esposos descubrieron al cabo de poco tiempo que todo el mundo les evitaba; los niños se alejaban de ellos corriendo y chillando, cosa que a Kokua le resultaba insoportable; los católicos hacían la señal de la cruz al pasar a su lado y todos los habitantes de la isla parecían estar de acuerdo en rechazar sus proposiciones.

Con el paso de los días se fueron sintiendo cada vez más deprimidos. Por la noche, cuando se sentaban en su nueva casa después del día agotador, no intercambiaban una sola palabra y si se rompía el silencio era porque Kokua no podía reprimir más sus sollozos. Algunas veces rezaban juntos; otras colocaban la botella en el suelo y se pasaban la velada contemplando los movimientos de la sombra en su interior. En tales ocasiones tenían miedo de irse a descansar. Tardaba mucho en llegarles el sueño y si uno de ellos se adormilaba, al despertarse hallaba al otro llorando silenciosamente en la oscuridad o descubría que estaba solo, porque el otro había huído de la casa y de la proximidad de la botella para pasear bajo los bananos en el jardín o para vagar por la playa a la luz de la luna.

Así fue como Kokua se despertó una noche y encontró que Keawe se había marchado. Tocó la cama y el otro lado del lecho estaba frío. Entonces se asustó, incorporándose. Un poco de luz de luna se filtraba entre las persianas. Había suficiente claridad en la habitación para distinguir la botella sobre el suelo. Afuera soplaba el viento y hacía gemir los grandes árboles de la avenida mientras las hojas secas batían en la veranda. En medio de todo esto Kokua tomó conciencia de otro sonido; difícilmente hubiera podido decir si se trataba de un animal o de un hombre, pero sí que era tan triste como la muerte y que le desgarraba el alma. Kokua se levantó sin hacer ruido, entreabrió la puerta y contempló el jardín iluminado por la luna. Allí, bajo los bananos, yacía Keawe con la boca pegada a la tierra y eran sus labios los que dejaban escapar aquellos gemidos.

La primera idea de Kokua fue ir corriendo a consolarlo; pero en seguida comprendió que no debía hacerlo. Keawe se había comportado ante su esposa como un hombre valiente; no estaba bien que ella se inmiscuyera en aquel momento de debilidad. Ante este pensamiento Kokua retrocedió, volviendo otra vez al interior de la casa.

«¡Qué negligente he sido, Dios mío!», pensó. «¡Qué débil! Es él, y no yo, quien se enfrenta con la condenación eterna; la maldición recayó sobre su alma y no sobre la mía. Su preocupación por mi bien y su amor por una criatura tan poco digna y tan incapaz de ayudarle son las causas de que ahora vea tan cerca de sí las llamas del infierno y hasta huela el humo mientras yace ahí fuera, iluminado por la luna y azotado por el viento. ¿Soy tan torpe que hasta ahora nunca se me ha ocurrido considerar cuál es mi deber, o quizá viéndolo he preferido ignorarlo? Pero ahora, por fin, alzo mi alma en manos de mi afecto; ahora digo adiós a la blanca escalinata del paraíso y a los rostros de mis amigos que están allí esperando. ¡Amor por amor y que el mío sea capaz de igualar al de Keawe! ¡Alma por alma y que la mía perezca! »

Kokua era una mujer con gran destreza manual y en seguida estuvo preparada. Cogió el cambio, los preciosos céntimos que siempre tenían al alcance de la mano, porque es una moneda muy poco usada, y habían ido a aprovisionarse a una oficina del Gobierno. Cuando Kokua avanzaba ya por la avenida, el viento trajo unas nubes que ocultaron la luna. La ciudad dormía y la muchacha no sabía hacia dónde dirigirse hasta que oyó una tos que salía de debajo de un árbol.

—Buen hombre —dijo Kokua—, ¿qué hace usted aquí solo en una noche tan fría?

El anciano apenas podía expresarse a causa de la tos, pero Kokua logró enterarse de que era viejo y pobre y un extranjero en la isla.

—¿Me haría usted un favor?—dijo Kokua—. De extranjero a extranjera y de anciano a muchacha, ¿no querrá usted ayudar a una hija de Hawaii?

—Ah—dijo el anciano—. Ya veo que eres la bruja de las Ocho Islas y que también quieres perder mi alma. Pero he oído hablar de ti y te aseguro que tu perversidad nada conseguirá contra mí.

—Siéntese aquí—le dijo Kokua—, y déjeme que le cuente una historia.

Y le contó la historia de Keawe desde el principio hasta el fin.

—Y yo soy su esposa—dijo Kokua al terminar—; la esposa que Keawe compró a cambio de su alma. ¿Qué debo hacer? Si fuera yo misma a comprar la botella, no aceptaría. Pero si va usted, se la dará gustosísimo; me quedaré aquí esperándole: usted la comprará por cuatro céntimos y yo se la volveré a comprar por tres. ¡Y que el Señor dé fortaleza a una pobre muchacha!

—Si trataras de engañarme —dijo el anciano—, creo que Dios te mataría.

—¡Sí que lo haría!—exclamó Kokua—. No le quepa duda. No podría ser tan malvada. Dios no lo consentiría.

—Dame los cuatro céntimos y espérame aquí—dijo el anciano.

Ahora bien, cuando Kokua se quedó sola en la calle todo su valor desapareció. El viento rugía entre los árboles y a ella le parecía que las llamas del infierno estaban ya a punto de acometerla; las sombras se agitaban a la luz del farol, y le parecían las manos engarfiadas de los mensajeros del maligno. Si hubiera tenido fuerzas, habría echado a correr y de no faltarle el aliento habría gritado; pero fue incapaz de hacer nada y se quedó temblando en la avenida como una niñita muy asustada.

Luego vio al anciano que regresaba trayendo la botella.

—He hecho lo que me pediste—dijo al llegar junto a ella—. Tu marido se ha quedado llorando como un niño; dormirá en paz el resto de la noche.

Y extendió la mano ofreciéndole la botella a Kokua.

—Antes de dármela —jadeó Kokua— aprovéchese también de lo bueno: pida verse libre de su tos.

—Soy muy viejo—replicó el otro—, y estoy demasiado cerca de la tumba para aceptar favores del demonio. Pero ¿qué sucede? ¿Por qué no coges la botella? ¿Acaso dudas?

—¡No, no dudo!—exclamó Kokua—. Pero me faltan las fuerzas. Espere un momento. Es mi mano la que se resiste y mi carne la que se encoge en presencia de ese objeto maldito. ¡Un momento tan sólo!

El anciano miró a Kokua afectuosamente.

—¡Pobre niña! —dijo—; tienes miedo; tu alma te hace dudar. Bueno, me quedaré yo con ella. Soy viejo y nunca más conoceré la felicidad en este mundo, y, en cuanto al otro...

—¡Démela! —jadeó Kokua—. Aquí tiene su dinero. ¿Cree que soy tan vil como para eso? Deme la botella.

—Que Dios te bendiga, hija mía—dijo el anciano.

Kokua ocultó la botella bajo su holoku, se despidió del anciano y echó a andar por la avenida sin preocuparse de saber en qué dirección. Porque ahora todos los caminos le daban lo mismo; todos la llevaban igualmente al infierno. Unas veces iba andando y otras corría; unas veces gritaba y otras se tumbaba en el polvo junto al camino y lloraba. Todo lo que había oído sobre el infierno le volvía ahora a la imaginación, contemplaba el brillo de las llamas, se asfixiaba con el acre olor del humo y sentía deshacerse su carne sobre los carbones encendidos.

Poco antes del amanecer consiguió serenarse y volver a casa. Keawe dormía igual que un niño, tal como el anciano le había asegurado. Kokua se detuvo a contemplar su rostro.

—Ahora, esposo mío—dijo—, te toca a ti dormir. Cuando despiertes podrás cantar y reír. Pero la pobre Kokua, que nunca quiso hacer mal a nadie, no volverá a dormir tranquila, ni a cantar ni a divertirse.

Después Kokua se tumbó en la cama al lado de Keawe y su dolor era tan grande que cayó al instante en un sopor profundísimo.

Su esposo se despertó ya avanzada la mañana y le dio la buena noticia. Era como si la alegría lo hubiera trastornado, porque no se dio cuenta de la aflicción de Kokua, a pesar de lo mal que ella la disimulaba. Aunque las palabras se le atragantaran, no tenía importancia; Keawe se encargaba de decirlo todo. A la hora de comer no probó bocado, pero ¿quién iba a darse cuenta?, porque Keawe no dejó nada en su plato. Kokua lo veía y le oía como si se tratara de un mal sueño; había veces en que se olvidaba o dudaba y se llevaba las manos a la frente; porque saberse condenada y escuchar a su marido hablando sin parar de aquella manera le resultaba demasiado monstruoso.

Mientras tanto Keawe comía y charlaba, hacía planes para su regreso a Hawaii, le daba las gracias a Kokua por haberlo salvado, la acariciaba y le decía que en realidad el milagro era obra suya. Luego Keawe empezó a reírse del viejo que había sido lo suficientemente estúpido como para comprar la botella.

—Parecía un anciano respetable—dijo Keawe—. Pero no se puede juzgar por las apariencias, porque ¿para qué necesitaría la botella ese viejo réprobo?

—Esposo mío—dijo Kokua humildemente—, su intención puede haber sido buena.

Keawe se echó a reír muy enfadado.

—¡Tonterías! —exclamó acto seguido—. Un viejo pícaro, te lo digo yo; y estúpido por añadidura. Ya era bien difícil vender la botella por cuatro céntimos, pero por tres será completamente imposible. Apenas queda margen y todo el asunto empieza a oler a chamusquina... —dijo Keawe, estremeciéndose—. Es cierto que yo la compré por un centavo cuando no sabía que hubiera monedas de menos valor. Pero es absurdo hacer una cosa así; nunca aparecerá otro que haga lo mismo, y la persona que tenga ahora esa botella se la llevará consigo a la tumba.

—¿No es una cosa terrible, esposo mío dijo Kokua—, que la salvación propia signifique la condenación eterna de otra persona? Creo que yo no podría tomarlo a broma. Creo que me sentiría abatido y lleno de melancolía. Rezaría por el nuevo dueño de la botella.

Keawe se enfadó aún más al darse cuenta de la verdad que encerraban las palabras de Kokua.

—¡Tonterías! —exclamó—. Puedes sentirte llena de melancolía si así lo deseas. Pero no me parece que sea ésa la actitud lógica de una buena esposa. Si pensaras un poco en mí, tendría que darte vergüenza.

Luego salió y Kokua se quedó sola.

¿Qué posibilidades tenía ella de vender la botella por dos céntimos? Kokua se daba cuenta de que no tenía ninguna. Y en el caso de que tuviera alguna, ahí estaba su marido empeñado en devolverla a toda prisa a un país donde no había ninguna moneda inferior al centavo. Y ahí estaba su marido abandonándola y recriminándola a la mañana siguiente después de su sacrificio.

Ni siquiera trató de aprovechar el tiempo que pudiera quedarle: se limitó a quedarse en casa, y unas veces sacaba la botella y la contemplaba con indecible horror y otras volvía a esconderla llena de aborrecimiento.

A la larga Keawe terminó por volver y la invitó a dar un paseo en coche.

—Estoy enferma, esposo mío—dijo ella—. No tengo ganas de nada. Perdóname, pero no me divertiría.

Esto hizo que Keawe se enfadara todavía más con ella, porque creía que le entristecía el destino del anciano, y consigo mismo, porque pensaba que Kokua tenía razón y se avergonzaba de ser tan feliz.

—¡Eso es lo que piensas de verdad—exclamó—, y ése es el afecto que me tienes! Tu marido acaba de verse a salvo de la condenación eterna a la que se arriesgó por tu amor y ¡tú no tienes ganas de nada! Kokua, tu corazón es un corazón desleal.

Keawe volvió a marcharse muy furioso y estuvo vagabundeando todo el día por la ciudad. Se encontró con unos amigos y estuvieron bebiendo juntos; luego alquilaron un coche para ir al campo y allí siguieron bebiendo.

Uno de los que bebían con Keawe era un brutal haole ya viejo que había sido contramaestre de un ballenero y también prófugo, buscador de oro y presidiario en varias cárceles. Era un hombre rastrero; le gustaba beber y ver borrachos a los demás; y se empeñaba en que Keawe tomara una copa tras otra. Muy pronto, a ninguno de ellos le quedaba más dinero.

—¡Eh, tú! —dijo el contramaestre—, siempre estás diciendo que eres rico. Que tienes una botella o alguna tontería parecida.

—Si—dijo Keawe—, soy rico; volveré a la ciudad y le pediré algo de dinero a mi mujer, que es la que lo guarda.

—Ese no es un buen sistema, compañero—dijo el contramaestre—. Nunca confíes tu dinero a una mujer. Son todas tan falsas como Judas; no la pierdas de vista.

Aquellas palabras impresionaron mucho a Keawe porque la bebida le había enturbiado el cerebro.

«No me extrañaría que fuera falsa», pensó. «¿Por qué tendría que entristecerle tanto mi liberación? Pero voy a demostrarle que a mí no se me engaña tan fácilmente. La pillaré in fraganti.



De manera que cuando regresaron a la ciudad, Keawe le pidió al contramaestre que le esperara en la esquina junto a la cárcel vieja, y él siguió solo por la avenida hasta la puerta de su casa. Era otra vez de noche; dentro había una luz, pero no se oía ningún ruido. Keawe dio la vuelta a la casa, abrió con mucho cuidado la puerta de atrás y miró dentro.

Kokua estaba sentada en el suelo con la lámpara a su lado; delante había una botella de color lechoso, con una panza muy redonda y un cuello muy largo; y mientras la contemplaba, Kokua se retorcía las manos.

Keawe se quedó mucho tiempo en la puerta, mirando. Al principio fue incapaz de reaccionar; luego tuvo miedo de que la venta no hubiera sido válida y de que la botella hubiera vuelto a sus manos como le sucediera en San Francisco; y al pensar en esto notó que se le doblaban las rodillas y los vapores del vino se esfumaron de su cabeza como la neblina desaparece de un río con los primeros rayos del sol. Después se le ocurrió otra idea. Era una idea muy extraña e hizo que le ardieran las mejillas

«Tengo que asegurarme de esto», pensó.

De manera que cerró la puerta, dio la vuelta a la casa y entró de nuevo haciendo mucho ruido, como si acabara de llegar. Pero cuando abrió la puerta principal ya no se veía la botella por ninguna parte; y Kokua estaba sentada en una silla y se sobresaltó como alguien que se despierta.

—He estado bebiendo y divirtiéndome todo el día —dijo Keawe—. He encontrado unos camaradas muy simpáticos y vengo sólo a por más dinero para seguir bebiendo y corriéndonos la gran juerga.

Tanto su rostro como su voz eran tan severos como los de un juez, pero Kokua estaba demasiado preocupada para darse cuenta.

—Haces muy bien en usar de tu dinero, esposo mío —dijo ella con voz temblorosa.

—Ya sé que hago bien en todo—dijo Keawe, yendo directamente hacia el baúl y cogiendo el dinero. Pero también miró detrás, en el rincón donde guardaba la botella, pero la botella no estaba allí.

Entonces el baúl empezó a moverse como un alga marina y la casa a dilatarse como una espiral de humo, porque Keawe comprendió que estaba perdido, y que no le quedaba ninguna escapatoria. «Es lo que me temía», pensó; «es ella la que ha comprado la botella.»

Luego se recobró un poco, alzándose de nuevo; pero el sudor le corría por la cara tan abundante como si se tratara de gotas de lluvia y tan frío como si fuera agua de pozo.

—Kokua—dijo Keawe—, esta mañana me he enfadado contigo sin razón alguna. Ahora voy otra vez a divertirme con mis compañeros—añadió, riendo sin mucho entusiasmo—. Pero sé que lo pasaré mejor si me perdonas antes de marcharme.

Un momento después Kokua estaba agarrada a sus rodillas y se las besaba mientras ríos de lágrimas corrían por sus mejillas.

—¡Sólo quería que me dijeras una palabra amable! exclamó ella.

—Ojalá que nunca volvamos a pensar mal el uno del otro—dijo Keawe; acto seguido volvió a marcharse.

Keawe no había cogido más dinero que parte de la provisión de monedas de un céntimo que consiguieran nada más llegar. Sabía muy bien que no tenía ningún deseo de seguir bebiendo. Puesto que su mujer había dado su alma por él, Keawe tenía ahora que dar la suya por Kokua; no era posible pensar en otra cosa.

En la esquina, junto a la cárcel vieja, le esperaba el contramaestre.

—Mi mujer tiene la botella—dijo Keawe—, y si no me ayudas a recuperarla, se habrán acabado el dinero y la bebida por esta noche.

—¿No querrás decirme que esa historia de la botella va en serio?—exclamó el contramaestre.

—Pongámonos bajo el farol—dijo Keawe—. ¿Tengo aspecto de estar bromeando?

—Debe de ser cierto—dijo el contramaestre—, porque estás tan serio como si vinieras de un entierro.

—Escúchame, entonces—dijo Keawe—; aquí tienes dos céntimos; entra en la casa y ofréceselos a mi mujer por la botella, y (si no estoy equivocado) te la entregará inmediatamente. Tráemela aquí y yo te la volveré a comprar por un céntimo; porque tal es la ley con esa botella: es preciso venderla por una suma inferior a la de la compra. Pero en cualquier caso no le digas una palabra de que soy yo quien te envía.

—Compañero, ¿no te estarás burlando de mí?—quiso saber el contramaestre.

—Nada malo te sucedería aunque fuera así—respondió Keawe.

—Tienes razón, compañero—dijo el contramaestre.

—Y si dudas de mí—añadió Keawe—puedes hacer la prueba. Tan pronto como salgas de la casa, no tienes más que desear que se te llene el bolsillo de dinero, o una botella del mejor ron o cualquier otra cosa que se te ocurra y comprobarás en seguida el poder de la botella.

—Muy bien, kanaka—dijo el contramaestre—. Haré la prueba; pero si te estás divirtiendo a costa mía, te aseguro que yo me divertiré después a la tuya con una barra de hierro.

De manera que el ballenero se alejó por la avenida; y Keawe se quedó esperándolo. Era muy cerca del sitio donde Kokua había esperado la noche anterior; pero Keawe estaba más decidido y no tuvo un solo momento de vacilación; sólo su alma estaba llena del amargor de la desesperación.

Le pareció que llevaba ya mucho rato esperando cuando oyó que alguien se acercaba, cantando por la avenida todavía a oscuras. Reconoció en seguida la voz del contramaestre; pero era extraño que repentinamente diera la impresión de estar mucho más borracho que antes.

El contramaestre en persona apareció poco después, tambaleándose, bajo la luz del farol. Llevaba la botella del diablo dentro de la chaqueta y otra botella en la mano; y aún tuvo tiempo de llevársela a la boca y echar un trago mientras cruzaba el círculo iluminado.

—Ya veo que la has conseguido—dijo Keawe.

—¡Quietas las manos! —gritó el contramaestre, dando un salto hacia atrás—. Si te acercas un paso más te parto la boca. Creías que ibas a poder utilizarme, ¿no es cierto?

—¿Qué significa esto?—exclamó Keawe.

—¿Qué significa? —repitió el contramaestre—. Que esta botella es una cosa extraordinaria, ya lo creo que sí; eso es lo que significa. Cómo la he conseguido por dos céntimos es algo que no sabría explicar; pero sí estoy seguro de que no te la voy a dar por uno.

—¿Quieres decir que no la vendes?—jadeó Keawe.

—¡Claro que no!—exclamó el contramaestre—. Pero te dejaré echar un trago de ron, si quieres.

—Has de saber—dijo Keawe—que el hombre que tiene esa botella terminará en el infierno.

—Calculo que voy a ir a parar allí de todas formas —replicó el marinero—; y esta botella es la mejor compañía que he encontrado para ese viaje. ¡No, señor! —exclamó de nuevo—; esta botella es mía ahora y ya puedes ir buscándote otra.

—¿Es posible que sea verdad todo esto?—exclamó Keawe—. ¡Por tu propio bien, te lo ruego, véndemela!

—No me importa nada lo que digas—replicó el contramaestre—. Me tomaste por tonto y ya ves que no lo soy; eso es todo. Si no quieres un trago de ron me lo tomaré yo. ¡A tu salud y que pases buena noche!

Y acto seguido continuó andando, camino de la ciudad; y con él también la botella desaparece de esta historia.

Pero Keawe corrió a reunirse con Kokua con la velocidad del viento; y grande fue su alegría aquella noche; y grande, desde entonces, ha sido la paz que colma todos sus días en la Casa Resplandeciente.

Fin