31 de julio de 2011

Para la Libertad / Joan Manuel Serrat

Y aún tengo la vida gracias a él



Para la libertad, sangro, lucho, pervivo.
Para la libertad, mis ojos y mis manos
como un árbol carnal, generoso y cautivo,
doy a los cirujanos.
Para la libertad siento más corazones
que arenas en mi pecho: dan espumas
mis venas,
y entro en los hospitales, y entro en
los algodones
como en las azucenas.

Porque donde unas cuencas vacías
amanezcan
ella pondrá dos piedras de futura mirada
y hará que nuevos brazos y nuevas
piernas crezcan
en la carne talada.

Retoñarán aladas de savia sin otoño
reliquias de mi cuerpo que pierdo en
cada herida.
Porque soy como el árbol talado,
que retoño:
y aún tengo la vida.

Fin

25 de julio de 2011

El joven Camus

Excelente nota publicada en ADN Cultura. Espero la disfruten, saludos.

A los 29 años, publica El extranjero, su primera novela. Con el éxito del libro, comienza a dejar atrás la pobreza y los sufrimientos de su infancia y adolescencia
Meursault dice que estuvo una vez en París y la sintió muy ruidosa, que cuando vivía con su madre no tenían de qué hablar y después, cuando la visitaba en el asilo, se aburrían en silencio. Muy poco más informa Albert Camus sobre quién era el protagonista de El extranjero antes de recibir el célebre telegrama que abre la novela. Cuando Gallimard la publica, en octubre de 1942, Camus tiene 29 años. Hace tres que va y viene de París. Resulta imposible leer la novela desvinculada del pasado de su autor: transcurre en el mismo Argel donde él nació y se crió. Meursault desciende de europeos, como él, y bien puede tener su edad.
Meursault es y no es Camus. Las voces de ambos se fusionan en la descarnada sinceridad de la primera persona del singular. Imposible no imaginar el propio cuerpo (¡y rostro!) del autor. Si no fuera porque, al aparecer la novela, la madre de Camus todavía vive y porque Meursault termina en la guillotina, todo parece seguir la vida real del escritor. Locaciones, personajes, escenas y en especial la desidia existencial que irradia el personaje. Su condición de pied- noir en el París de principios de los años 40 y el título de la novela contribuyen a ese entrecruzamiento. A pesar de (o a causa de) que en ninguna oración aparece la palabra "absurdo", todas las acciones y razonamientos de Meursault responden al sentido que Camus le da al término.
A partir de su gran debut literario también se olvidan los años previos de Camus: de dónde viene, su familia, su formación y, gran incógnita, cómo logra, entre los 25 y 28 años, escribir desde esa madurez intelectual. Cómo puede ver la vida con tanta profundidad, tener esa prosa tan embriagadora.
La espina recién puede ser retirada en 1997, treinta y siete años después de su muerte, al conocerse El primer hombre . Autoconfesión biográfica en tercera persona, y bajo el álter ego de un joven llamado Jacques Cormery, en ella Camus radiografía sus orígenes, infancia, influencias. Esos borradores que el accidente fatal que sufrió en enero de 1960 le impidió terminar muestran la materia prima que lo convirtió en El extranjero .
Argelia de entreguerras: más de cien años de ocupación francesa, sangre europea en más del 10% de la población, en su mayoría, colonos asentados en la cuenca del Mediterráneo. Al sur de esa franja costera, el bled , extenso desierto sahariano: otro país. En las ciudades del norte, los lazos económicos y culturales con la metrópolis crecen a la par que el encono racial y las desigualdades sociales. Pied- noir no significa doble nacionalidad sino doble identidad: no ser de aquí ni de allí. Camus es hijo de ese abismo.
Y del que marca su familia Lucien Auguste Camus, el padre, de ascendencia alsaciana, compra y vende vinos en la provincia de Annaba. Durante la Primera Guerra Mundial sirve en el Primer Regimiento de zuavos, que pelea por Francia. Muere en la batalla del Marne (1914). Albert tiene dos años: del padre sólo recordará las cenizas que les envía el gobierno francés y que guardan dentro de una lata de galletitas. Su foto y su Cruz de Guerra lo miran desde un cuadrito en el comedor. Algo que le contó su abuela lo perseguirá en sueños toda la vida: su padre levantándose a la madrugada para asistir a la ejecución de un criminal famoso. La pesadilla siempre concluye con que vienen a buscarlo a él.
La rama materna desciende de españoles de las Baleares. Catherine Hélène Sintès, su madre, es una mujer parcialmente sorda y casi muda. Viven en Mondovi (hoy Dréan), un " petit Paris " a 800 km al este de Argel, en la provincia de El-Taref. Durante la guerra trabaja en una fábrica. Al enviudar, ella y sus dos hijos se mudan a Argel y se instalan en la casa de la abuela. Albert comparte el dormitorio con su hermano mayor, Lucien, y un tío soltero, Etienne. No hay baño, electricidad ni agua corriente. El toilette , un agujero en el piso, está en el patio. La cocina no tiene horno. A menudo él o su hermano deben cruzar la calle con la comida cruda para que un carnicero la cocine. El departamento queda en Belcourt, un barrio a metros de la casba.
Catherine limpia departamentos de vecinos. Casi no conoce el centro de Argel. La abuela, implacable, maneja la casa y controla la vida de los cinco, sobre todo la de su hija. En la calle, entre los bocinazos de los ómnibus y los chirridos del tranvía, se escucha hablar en francés, árabe, italiano, español, ladino... El olor a ajo, anís, pescado y frutas fermentadas se funde con el de las madreselvas y los jazmines. Para Albert, lo mejor del departamento es un estrecho balcón sobre la calle Lyon, desde donde se ve el café.
Lo mandan a una escuela cercana que recibe a todos, hijos de pequeñoburgueses, de familias sin recursos, pieds- noirs y musulmanes. Pobre entre los pobres, le toca un maestro de grado a la antigua, Louis Germain, mezcla de padre postizo y guía riguroso, que no tarda en descubrir en él a un "estudiante modelo, serio, reservado, responsable, de una sabiduría ejemplar".
Albert se diferencia del resto de la clase porque observa y recuerda hasta los mínimos detalles. Entiende todo, de todo rescata algo interesante, incluso el aburrimiento le parece un juego. También, como cualquier chico, tiene una barra de amigos, tira piedras, trepa a los árboles, juega a la pelota, come semillas secas de lupines.
El mar es el lado norte del barrio. El sol quema todos los días del año. Nadar en la bahía es una necesidad convertida en placer. En Camus, a romance , escribe Elizabeth Hawes:
Ninguno de sus compañeros de juegos en las calles de Belcourt vincula la felicidad con la seguridad material ni con un presunto estatus social. La felicidad no es otra cosa que esa inocencia infantil asociada al sol. Camus nunca dejará de idealizar ese estado.
Abuela y madre, en ese orden, quieren que al terminar la primaria, Albert siga el camino del hermano mayor y trabaje en la fábrica de barriles de Etienne. Germain va a verlas a la casa y las disuade. A regañadientes, sin entender para qué, Catherine inscribe a su hijo en el liceo. El maestro lo prepara para el ingreso. El liceo está en el centro de Argel, es un secundario exclusivo, sólo para alumnos destinados a entrar en la universidad. Lo espera otra clase de compañeros. En un formulario que debe llenar para la beca, Albert escribe que la profesión de su madre es ama de casa. Corrige: "mujer de limpieza". Un compañero le susurra: "Poné criada". Siente vergüenza y, en seguida, vergüenza de tener vergüenza. "[Jacques Cormery] nunca se recuperó de esa infancia feliz, del secreto de la luz, de esa cálida pobreza que le permitió sobrevivir y sobreponerse a todo", apunta Camus en El primer hombre .

Cada día puede ser el último
Hasta entonces pensaba que todo el mundo era como él. En el liceo descubre su singularidad. Aprende a hacer comparaciones. Es uno de esos alumnos denominados " de la Nation ", categoría reservada a hijos de colonos ricos, los que visten mejores ropas y viven en casas más grandes, sobre las colinas.
Al entrar en el liceo, Camus abandona a sus amigos y deja el lenguaje de la calle. El destino le pone por delante a otro ser generoso, Jean Grenier, un profesor de 31 años nacido en el mismo pueblo de Francia en el que había muerto su padre. Bajo su ala, descubre a Dostoievski, Tolstoi, los filósofos griegos, André Malraux? y al mismo Grenier, autor de Las islas , una exaltación de las bellezas y fuerzas feéricas del Mediterráneo.
Grenier le presta libros recién llegados de París, le cuenta anécdotas de la Primera Guerra Mundial y lo introduce en los temas filosóficos y literarios del momento: soledad, muerte, desesperación. Las lecturas lo ponen en contacto con la gravedad de la vida y reafirman en él, por sobre todo, una naciente determinación de escribir. El cuerpo se lo pide, como antes le pedía nadar.
Sólo otra pasión se equipara a la que tiene por los libros: el fútbol. En su diario, admite que cuanto sabe de moral se lo debe a ese deporte: "En la cancha nadie te pregunta si tu madre trabaja o si tienes hambre, si juegas bien o juegas mal". Moustique (Mosquito), como lo llaman los compañeros, juega en el Racing local. Atiende el juego desde el arco, solo y al mismo tiempo solidario con el equipo, una actitud que mantendrá en otros campos el resto de su vida.
En verdad, Albert encuentra su lugar en cualquier lugar. Se siente separado, no inferior. Para sobrevivir, camufla su vulnerabilidad con ironía, charme y cierta arrogancia que lo hace más simpático.
Encuentra un parecido entre la embriaguez que le produce bañarse en el mar y el anhelo de cultura que le despiertan las clases de filosofía de Jean Grenier. En Camus, una vida , Oliver Todd recoge una frase de Camus para su mentor: "Sin la mano afectuosa que le tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto".
Empieza a ver su sufrimiento como si fuera el de otro. Se considera bendecido por los dioses cuando, a los 17 años, el cuerpo le pasa un aviso. Durante un partido de fútbol pierde el aire y debe abandonar la cancha. Tose y escupe sangre. Le diagnostican tuberculosis pulmonar, ulcerocancerosa, hemotisis. "Cuatro meses de sobrevida si no te tratas." Ningún antibiótico puede curarlo, sólo el neumotórax. O sale bien o sale mal. Camus asume que puede morir. "¿Por qué me ataca esta enfermedad, a mí, que he nacido para el placer y la felicidad?", se pregunta. Por ser hijo de soldado muerto en guerra, consigue que lo atiendan gratis en el Hospital Mustapha, que posee los mejores equipos. Todos los días recibe inyecciones de aire en la pleura. Su rabia por vivir se impone sobre el pánico a morir. "Lo absurdo -escribirá- no es más que este enfrentamiento."
Se recupera en la casa, más confortable, de su tío Gustave Acault, un próspero carnicero anarcovolteriano que le suministra abundante carne roja. Acault es una figura popular en el Argel cultural, muy conocido por su amor a la política, los libros y la buena ropa. No tiene hijos e imagina a su sobrino al frente de su negocio. "Te ocupará poco tiempo y podrás escribir", le dice. En su biblioteca, Albert descubre a Anatole France, Emile Zola, Paul Valéry, James Joyce, André Gide. "Ahí comence a leer realmente", admitió muchas veces. Grenier le regala El dolor , de André de Richard. Lo devora en una noche. Al día siguiente se da cuenta de que conoce ese territorio que, además, puede ser contado.
Por culpa de la tuberculosis, no puede presentarse a la prueba de oposición para ser profesor. Además, los médicos le recomiendan estar al aire libre lo menos posible. Es el primer velo de lo trágico que se interpone entre el joven y el sol. Sus diarios registran esa etapa como "la escuela de la enfermedad". En los primeros ensayos, que escribe a los 19 años y publica a los 25 bajo el título El revés y el derecho , recoge este tipo de pensamientos: "El mal llega rápido y demora en irse", "Hay situaciones que empujan a ver la vida con ojos de un adulto", "No hay amor de vivir sin desesperación de vivir". También cuenta que su madre responde con indiferencia a su enfermedad. Forma de cubrir el sufrimiento o estrategia para seguir adelante con la vida, lo cierto es que Meursault hereda esa idiosincrasia familiar basada en "aclarar toda situación no hablando sobre ella".
Albert empieza a cuidar su aspecto, se peina como en los films negros de la época, anda por los cafés de la rue Michelet con su sombrero Borsalino, traje y medias blancas. Sus amigos son intelectuales, poetas, editores, arquitectos, escultores. Bebe anisette . Los fines de semana va a la playa y a los bailes de sábado por la noche. No muchas petites amies resisten su mirada oscura, introspectiva; él tampoco a ellas. A los 21 se casa con la hija de un medico oftalmólogo de clase alta y se van a vivir a una casa en las colinas. Simone Hié tiene 19 años y una belleza diabólica. Es adicta a la heroína. Al segundo año, Camus descubre que Simone mantiene relaciones sexuales con su médico a cambio de drogas y se separa.
Como reacción al mundo de Simone, se afilia al Partido Comunista. Los postulados de Marx y Engels lo tienen sin cuidado: pide coordinar la liga de militantes árabes. Dos años después, cuando el PC rompe con el Partido Popular Argelino, del líder independentista Messali Hadj, renuncia. Algunos dicen que "lo purgan".
Camus termina la Facultad de Filosofía, pasa una breve temporada de recuperación en una clínica del sur de Francia y, al volver, ingresa en el Argel Républicain, un diario de Pascal Pia, parisino, 10 años mayor que él, también huérfano de guerra. Hace periodismo como trabajo y como militante político. Sus columnas defienden a los proletarios, a los republicanos españoles y, sobre todo, a los musulmanes. Denuncian el abandono, los salarios de entre 6 y 10 francos por doce horas de trabajo. La geografía de esa esclavitud. Niños y perros peleándose por la misma basura. La miseria que hay en el interior de la miseria. "El sol no proporciona a todos la misma luz", escribe. Es el primero en hablar de justicia y dignidad para los kabylians (argelinos berberiscos).
Su serie de notas sobre un trabajador encarcelado por robar trigo se vuelve una causa célebre. La primera es una carta abierta al gobernador general escrita en primera persona. En las siguientes usa el nous para desenmascarar la mala conciencia de los ocupantes. Algunas de sus notas aparecen firmadas como Jean Meursault.
Pasa muchas horas en blanco en los tribunales. Las aprovecha para escribir en sus anotadores. Una entrada significativa, registrada ahí un día de 1938, dice: "Hoy murió mamá. O quizás fue ayer. No sé". Otra, días después: "Hay un solo caso en que la desesperación es pura, la de un hombre sentenciado a muerte".
En la segunda parte de El extranjero , durante el juicio, Meursault ve que uno de los periodistas presentes deja la lapicera y lo observa: "No veía más que los dos ojos, muy claros, que me examinaban atentamente, sin expresar nada definible. Y tuve la singular sensación de ser mirado por mí mismo". Un cameo del propio Camus. Del humanista que pedirá a todos los hombres ser abogados del hombre, no sus fiscales.
Con amigos, funda el Théâtre du Travail en unas barracas de Bab-El-Oued. El objetivo es concientizar y reunir fondos para los desocupados. Dirige El tiempo del desprecio , de André Malraux, uno de los primeros testimonios contra el nazismo. En el teatro, Camus descubre un espacio donde la vida reencuentra una dimensión encubierta. "El periodismo me sirve para decir en voz alta y sonora lo que mi obra, embrionaria, cuenta en profundidad para unos pocos."

De una ocupación a otra
La escalada de los hechos radicaliza lo que Camus escribe sobre ellos. Cuando las autoridades clausuran el Argel Républicain, pasa a escribir para el Soir Républicain. Al poco tiempo el gobernador francés también cierra ese diario y le prohíbe trabajar en cualquier otro medio. El Teatro del Trabajo ha sido disuelto por su puesta de una obra incendiaria, La revuelta de los mineros asturianos .
Trabaja de meteorólogo, entra como personal civil de la Prefectura de Argel, viaja por el interior como actor de radio, vende repuestos de automóviles, considera la posibilidad de suicidarse. En 1938 conoce a una muchacha de andar felino, oriunda de Orán, que enseña matemáticas y toca el piano: Francine Faure. Va a París y ahí se da cuenta de que quiere "amarla sin mesura". Regresa a Orán y se instala en casa de los padres de Francine. Da clases particulares, sobrevive, pero añora las calles de Argel, las playas de Sidi-Ferruch (donde Masson, el amigo de Meursault, pelea con los árabes), las ruinas romanas del litoral argelino, Tipassa y Djemila (donde el cielo, el mar, el silencio, manifiestan "lucidez e indiferencia, los auténticos signos de la desesperación y la belleza"), el cine continuado de la calle Lyon al que Meursault lleva a María Cardona a ver una de película de Fernandel?
Francia entra en guerra en septiembre de 1939. Intenta alistarse pero lo declaran inepto: otra vez la tuberculosis. De todos modos, siente que ha llegado la hora de decirle adiós a su madre, al sabor salitre de su piel, a su juventud. En marzo, cuando llega a París, el ejército alemán ya está ahí y el desmoralizado ejército francés no sabe qué hacer. Apunta en su cuaderno:
París está muerta. El peligro ronda por todas partes. Uno corre hacia su casa a laespera de la señal de alerta o algo así. Me detienen constantemente en la calle para pedirme mis documentos: ¡qué atmósfera encantadora!
Duerme en un hotelucho de Montmartre, entre chulos y prostitutas. No le importa comer mal, pasar frío, vivir sans un sou (sin un centavo). Lo sostiene un instinto de felicidad mediterránea, mezcla de luz, calor y sensualidad: "Siempre podré volver a tocar la felicidad [en Argel]. Quizás viaje por el mundo, pero lejos de mi ciudad refugio siempre estaré exiliado". Y un secreto: en 1937, al separarse de Simone, se casó de por vida con una decisión: trabajar en ciclos de tres proyectos literarios simultáneos. Tiene muy avanzados una novela, un ensayo y una obra de teatro.
Sentado en el café Les Deux Magots, cigarrillo entre los dedos, ojos casi cerrados, dientes apretados, recorta algunos tramos de un borrador que nació llamándose La muerte feliz , en el que un árabe suicida le pide a un tal Meursault ayuda para morir y éste se convierte en su asesino. Reescribe escenas dentro de una nueva estructura, que gira en torno a un hombre que mata por azar. Busca expresar un estilo de neutralidad y distanciamiento, más allá del bien y del mal, sin dejar en claro qué es justo, qué es falso. Lo obsesiona despojar el relato de toda hipocresía, especialmente la desarrollada para sobrevivir en la civilización burguesa.
¿Cuántos ejemplares pueden haber llegado a París de El revés y el derecho , un librito del que Les Vrai Richesses, una librería de Argel, tiró 350 en 1937? ¿O de las 120 brochures que imprimió de Bodas ? Quienes lo observan desde otras mesas no lo reconocen. Su piel morena y su acento lo delatan como pied -noir. Los nazis lo creen otro parisino: otro sospechoso. París, de todos modos, le permite escribir con continuidad.
Es lo único por encima de mí por lo cual le perdono todo a París, por haberme permitido vivir totalmente enclaustrado en lo que estoy escribiendo.
Antes de terminar el año ya se ha casado con Francine, reencontrado con Pascual Pia, que lo lleva consigo al vespertino Paris-Soir y lo introduce en la Resistencia. En marzo de 1941, los alemanes identifican numerosas células en las cuales operan intelectuales y periodistas. Pia traslada la redacción a Bordeaux. Camus sólo lleva una valija con camisas blancas, corbatas, el cepillo de dientes y varios manuscritos y cuadernos. Por milagro, el automóvil en el que viaja se salva de una bomba alemana. El folio con la novela va en su portafolios. Francine le envía dinero desde Orán. En un departamento desde donde ve el puerto, pule, reescribe, agrega párrafos en los márgenes. Días antes de darla por terminada, reaparece su tuberculosis.
Se recupera en Saint-Etienne, en el centro de Francia, cuando el original de El extranjero que ha hecho llegar a Pia, y éste a André Malraux, y éste a Michel Gallimard, se publica en París. Dos mil ejemplares se agotan en cinco meses. En octubre de 1942, cuando Gallimard reimprime otros 4000, también lanza El mito de Sísifo

Por Juan Carlos Kreimer
Para LA NACION

20 de julio de 2011

El caballero sobre el hielo / Hermann Hesse


El caballero sobre el hielo
Hermann Hesse

Era un invierno largo y riguroso, y nuestro hermoso río, que discurría por la Selva Negra, permaneció durante semanas completamente helado. No puedo olvidar aquel sentimiento peculiar, de repulsión y hechizo a la vez, con el que al inicio de un día gélido me adentré en el río, ya que éste era tan profundo y el hielo tan claro que dejaba ver, como a través de un fino cristal, el agua verde, el lecho arenoso con piedras, las fantásticas y emarañadas plantas acuáticas y, de cuando en cuando, el dorso oscuro de un pez.
Pasaba la mitad del día sobre el hielo con mis compañeros, las mejillas ardientes y las manos amoratadas, el corazón palpitando enérgicamente por el fuerte y rítmico movimiento del patinaje, pletórico de la maravillosa y despreocupada capacidad de fruición de la adolescencia. Nos entrenábamos haciendo carreras, saltos de longitud, saltos de altura, y jugábamos a pillarnos. Los que todavía llevábamos los anticuados patines de bota, que se anudaban fuertemente con cordones, no éramos los que corríamos peor. Pero un chico, hijo de un fabricante, poseía un par de «Halifax», que no se sujetaban con cordones ni correas y que se ponían y quitaban en un abrir y cerrar de ojos. La palabra Halifax se mantuvo desde entonces durante muchos años en mi lista de regalos deseados por Navidad, pero sin ningún éxito; y cuando doce años más tarde, al querer comprar lo mejor en patines, pedí unos Halifax en una tienda, tuve que desprenderme, con gran consternación, de un ideal y de una parcela de mi fe infantil cuando me aseguraron sonriendo que los Halifax eran un modelo viejo, superado ya desde hacía tiempo. Prefería correr solo, a menudo hasta la caída de la noche. Iba a toda velocidad, y mientras patinaba, aprendía a detenerme o a dar la vuelta en el punto deseado; me balanceaba con el deleite de un aviador que mantiene el equilibrio mientras describe hermosas piruetas. Muchos de mis compañeros aprovechaban aquellos momentos sobre el hielo para ir detrás de las chicas y cortejarlas. Para mí, las chicas no existían. Mientras algunos se recreaban en el galanteo, ya fuera para rodearlas ansiosos y tímidos o para seguirlas en parejas con atrevimiento y desparpajo, yo disfrutaba del libre placer de deslizarme. A los «perseguidores de chicas» los observaba sólo con compasión o sorna. Porque gracias a las confesiones de varios de mis amigos, creía yo saber cuán dudosos eran en el fondo sus regodeos galantes.
Un día, hacia finales de invierno, de la escuela llegó a mis oídos la noticia de que «Cafre del Norte» había vuelto a besar a Emma Meier al quitarse los patines. ¡Besado! Se me agolpó la sangre en las mejillas. Sin duda, eso nada tenía que ver con las vagas conversaciones y los tímidos apretujones de manos que, de ordinario, bastaban para hacer las delicias de los perseguidores de chicas. ¡Besado! Aquéllo provenía de un mundo extraño, cerrado, vagamente intuido, que desprendía el aroma exquisito de las frutas prohibidas. Tenía algo de misterioso, de poético, de innombrable; pertenecía a aquel terrible y agridulce territorio, oculto a todos, pero lleno de presentimientos y someramente esclarecido con las lejanas y míticas aventuras amorosas de los héroes galanes expulsados de la escuela. «Cafre del Norte» era un escolar hamburgués de catorce años, fanfarrón hasta la médula, a quien yo veneraba profundamente y cuya fama, que trascendía los límites de la escuela, a menudo me impedía dormir. Y Emma Meier era indiscutiblemente la chica más guapa de Gebersau, rubia, despierta, orgullosa y de mi misma edad.
A partir de aquel día discurrí planes y preocupaciones de índole parecida. Besar a una chica: aquéllo sí superaba todos los ideales que me había forjado hasta entonces. Era un ideal tanto por lo que representaba en sí mismo como también porque, sin duda alguna, estaba prohibido y sancionado por el reglamento escolar. Pronto se me hizo evidente que nada mejor que la pista de hielo para dar pie a mi cortejo solemne. Acto seguido, procuré mejorar mi aspecto para hacerlo más presentable. Dedicaba tiempo y atención a mi peinado; cuidaba con esmero la limpieza de mi ropa; como seña de hombría, me ponía ladeada la gorra de piel, y tras implorárselo a mis hermanas, conseguí un pañuelo de seda rosa. Al mismo tiempo, empecé a saludar cortésmente a las chicas que me interesaban y constaté que ese desacostumbrado homenaje, aunque sorprendía, no era acogido con desagrado.
Me resultaba mucho más dificil, en cambio, llegar a entablar una primera conversación, porque jamás en mi vida me había «comprometido» con chica alguna. Intenté espiar a mis amigos en esta ceremonia de aproximación. Algunos se limitaban a hacer una reverencia y ofrecían la mano; otros tartamudeaban algo incomprensible; pero la gran mayoría se servía de la elegante fórmula: ¿Me concede el honor? La frase me impresionó y la practiqué en casa, en mi habitación, inclinándome delante de la estufa mientras pronunciaba las caballerosas palabras.
Llegó el momento de dar ese dificil primer paso. El día anterior había tenido veleidades de seductor, pero, acobardado, había vuelto a casa sin haberme atrevido a emprender nada. Por fin me había propuesto llevar a cabo, sin falta, lo que tanto temía y anhelaba. Con palpitaciones, acongojado como si fuera un criminal, fui a la pista de hielo y, al ponerme los patines, creí notar que me temblaban las manos. Me metí entre la multitud y tomé carrera con amplias piruetas procurando asimismo conservar algún residuo de mi seguridad y aplomo habituales. Crucé dos veces la pista entera a gran velocidad; el aire cortante y el movimiento intenso me sentaban bien. De pronto, justo debajo del puente, choque violentamente contra alguien y, aturdido, me fui tambaleante hacia un lado. Pero sobre el hielo estaba sentada la hermosa muchacha, Emma, que reprimiendo a ojos vista su dolor, me lanzo una mirada llena de reproches. La cabeza me daba vueltas. «!Ayudadme!», dijo a sus amigas. Entonces, ruborizado, me quite la gorra, me arrodille y la ayude a levantarse. Estabamos el uno delante del otro, asustados y desconcertados; no dijimos palabra. La pelliza, la cara y los cabellos de la hermosa chica me azoraban por su novedosa proximidad. Busque sin éxito una forma de disculparme, a la vez que sujetaba la gorra con la mano. Y, de repente, mientras me parecía tener los ojos nublados, hice mecánicamente una profunda reverencia y balbucí: ¿Me concede el honor? No me contesto, pero tomo mis manos con sus delicados dedos, cuya calidez percibí a través de los guantes, y me siguió. Me sentía como en un extraño sueño. El sentimiento de felicidad, vergüenza, calidez, deseo y turbación me dejaba casi sin aliento. Corrimos juntos un cuarto de hora largo. De pronto, en un descanso, sus pequeñas manos se desasieron delicadamente de las mías, dijo un «muchas gracias» y siguió adelante, mientras yo, con cierta demora, me quite la gorra y permanecí todavía un buen rato en el mismo sitio. Sólo mucho Después caí en la cuenta de que durante todo aquel tiempo ella no había pronunciado ni una palabra.
El hielo se derritió y no pude repetir mi intento. Fue mi primera aventura amorosa. Pero habían de pasar años antes de que mi sueño se cumpliera y mi boca se posara en los rojos labios de una chica.

Fin

15 de julio de 2011

El final / Samuel Beckett

El final
Samuel Beckett

Me vistieron y me dieron dinero. Yo sabía para qué iba a servir el dinero, iba a servir para ponerme de patitas en la calle. Cuando lo hubiera gastado debería procurarme más, si quería continuar. Lo mismo los zapatos, cuando estuvieran usados debería ocuparme de que los arreglaran, o continuar descalzo, si quería continuar. Lo mismo la chaqueta y el pantalón, no necesitaban decírmelo, salvo que yo podría continuar en mangas de camisa, si quería. Las prendas—zapatos, calcetines, pantalón, camisa, chaqueta y sombrero—no eran nuevas, pero el muerto debía ser poco más o menos de mi talla. Es decir que él debió ser un poco menos alto que yo, un poco menos grueso, porque las prendas no me venían tan bien al principio como al final. Sobre todo la camisa, durante mucho tiempo no podía cerrarme el cuello, ni por consiguiente alzar el cuello postizo, ni recoger los faldones, con un imperdible, entre las piernas, como mi madre me había enseñado.
Debió endomingarse para ir a la consulta, por primera vez quizá, no pudiendo más. Sea como fuere, el sombrero era hongo, en buen estado. Dije, Tengan su sombrero y devuélvanme el mío. Añadí, Devuélvanme mi abrigo. Respondieron que lo habían quemado, con mis demás prendas. Comprendí entonces que acabaría pronto, bueno, bastante pronto. Intenté a continuación cambiar el sombrero por una gorra, o un fieltro que pudiera doblarse sobre la cara, pero sin mucho éxito.
Pero yo no podía pasearme con la cabeza al aire, en vista del estado de mi cráneo. El sombrero era en principio demasiado pequeño, pero luego se acostumbró. Me dieron una corbata, después de largas discusiones. Me parecía bonita, pero no me gustaba. Cuando llegó por fin estaba demasiado fatigado para devolverla. Pero acabó por serme útil. Era azul, como con estrillas. Yo no me sentía bien, pero me dijeron que estaba bastante bien. No dijeron expresamente que nunca estaría mejor que ahora, pero se sobreentendía. Yacía inerte sobre la cama e hicieron falta tres mujeres para quitarme los pantalones. No parecían interesarse mucho por mis partes que a decir verdad nada tenían de particular.
Tampoco yo me interesaba mucho. Pero hubieran podido decir cualquier cosita.
Cuando acabaron me levanté y acabé de vestirme solo. Me dijeron que me sentara en la cama y esperara. Toda la ropa de cama había desaparecido. Me indignaba el hecho de que no hubieran permitido esperar en el lecho familiar y no así de pie, en el frío, en estas ropas que olían a azufre. Dije, Me podían, haber dejado en mi cama hasta el último momento.
Entraron hombres con batas, con mazos en la mano. Desmontaron la cama y se llevaron las piezas. Una de las mujeres les siguió y volvió con una silla que colocó ante mí. Había hecho bien en mostrarme indignado. Pero para demostrarles hasta qué punto estaba indignado por no haberme dejado en mi cama mandé la silla a hacer puñetas de una patada. Un hombre entró y me hizo una seña para que le siguiera. En el vestíbulo me dio un papel para firmar. ¿Qué es esto, dije, un salvoconducto? Es un recibo, dijo, por la ropa y el dinero que ha recibido usted. ¿Qué dinero? Dije. Fue entonces cuando recibí el dinero. Pensar que había estado a punto de marcharme sin un céntimo en el bolsillo. La cantidad no era grande, comparada con otras cantidades, pero a mí me parecía grande. Veía los objetos familiares, compañeros de tantas horas soportables. El taburete, por ejemplo, íntimo como el que más. Las largas tardes juntos, esperando la hora de irme a la cama. Por un momento sentí que me invadía su vida de madera hasta no ser yo mismo más que un viejo pedazo de madera. Había incluso un agujero para mi quiste. Después en el cristal el sitio en donde se había raspado el esmalte y por donde en las horas de congoja yo deslizara la vista, y rara vez en vano. Se lo agradezco mucho, dije, ¿hay una ley que le impide echarme a la calle, desnudo y sin recursos? Eso nos perjudicada, a la larga, respondió él. No hay medio de que me admitan todavía un poco, dije, yo podía ser útil. Útil, dijo, ¿de verdad estaría dispuesto a ser útil? Después de un momento continuó, Si le creyeran a usted realmente dispuesto a ser útil, le admitirían, estoy seguro. Cuántas veces había dicho que iba a ser útil, no iba a empezar otra vez. ¡Qué débil me sentía!
Este dinero, dije, quizá quieran recuperarlo y cobijarme todavía un poco. Somos una institución de caridad, dijo, y el dinero es un regalo que le hacemos cuando se va. Cuando lo haya gastado debe procurarse más, si quiere continuar. No vuelva nunca aquí pase lo que pase, porque ya no le admitiríamos. Nuestras sucursales le rechazarían igualmente. ¡Exelmans! exclamé. Vamos, vamos, dijo, además no se le entiende ni la décima parte de lo que dice. Soy tan viejo, dije.
No tanto, dijo. ¿Me permite que me quede aquí un momentito, dije, hasta que cese la lluvia? Puede usted esperar en el claustro, dijo, la lluvia no cesará en todo el día. Puede usted esperar en el claustro hasta las seis, ya oirá la campana.
Si le preguntan no tiene más que decir que tiene usted permiso para guarecerse en el claustro. ¿Qué nombre debo decir?, dije. Weir, dijo.
No llevaba mucho tiempo en el claustro cuando la lluvia cesó y el sol apareció.
Estaba bajo y deduje que serían cerca de las seis, teniendo en cuenta la época del año. Me quedé allí mirando bajo la bóveda el sol que se ponía tras el claustro. Apareció un hombre y me preguntó qué hacía. ¿Qué desea? eso dijo. Muy amable. Respondí que tenía permiso del señor Weir para quedarme en el claustro hasta las seis. Se fue, pero volvió en seguida. Debió hablar con el señor Weir en el intervalo, porque dijo, No debe usted quedarse en el claustro ahora que ya no llueve.
Ahora avanzaba a través del jardín. Había esa luz extraña que cierra una jornada de lluvia persistente, cuando el sol aparece y el cielo se ilumina demasiado tarde para que sirva ya para algo. La tierra hace un ruido como de suspiros y las últimas gotas caen del cielo vaciado y sin nubes. Un niño, tendiendo las manos y levantando la cabeza hacia el cielo azul, preguntó a su madre cómo era eso posible. Vete a la mierda, dijo ella. Me acordé de pronto que había olvidado pedir al señor Weir un pedazo de pan. Seguramente me lo hubiera dado. Lo pensé, durante nuestra conversación, en el vestíbulo. Me decía, Acabemos primero lo que nos estamos diciendo, luego se lo preguntaré. Yo sabía perfectamente que no me readmitirían. A gusto hubiera desandado el camino, pero temía que uno de los guardianes me detuviera diciéndome que nunca volvería a ver al señor Weir. Lo que hubiera aumentado mi pesar. Por otra parte no me volvía nunca en esos casos.

En la calle me encontraba perdido. Hacía mucho tiempo que no había puesto los pies en esta parte de la ciudad y la encontré muy cambiada. Edificios enteros habían desaparecido, las empalizadas habían cambiado de sitio y por todas partes veía en grandes letras nombres de comerciantes que no había visto en ninguna parte y que incluso me hubiera costado pronunciar. Había calles que no recordaba haber visto en su actual emplazamiento, entre las que recordaba varias habían desaparecido y por último otras habían cambiado completamente de nombre. La impresión general era la misma de antaño. Es verdad que conocía muy mal la ciudad. Era quizás una ciudad completamente distinta. No sabía dónde se suponía que debía ir lógicamente. Tuve la enorme suerte, varias veces, de evitar que me aplastaran. Estaba siempre dispuesto a reír, con esa risa sólida y sin malicia que tan buena es para la salud. A fuerza de conservar el lado rojo del cielo lo más posible a mi derecha llegué por fin al río. Allí todo parecía, a primera vista, más o menos tal y como lo había dejado. Pero mirando con más atención hubiera descubierto muchos cambios sin duda. Eso hice más tarde. Pero el aspecto general del río, fluyendo entre sus muelles y bajo sus puentes, no había cambiado. El río en particular me daba la impresión, como siempre, de correr en el mal sentido. Todo esto son mentiras, me doy perfecta cuenta. Mi banco estaba aún en su sitio. Se le había excavado según la forma del cuerpo sentado. Se encontraba junto a un abrevadero, regalo de una tal señora Maxwell a los caballos de la ciudad, conforme la inscripción. Durante el tiempo que me quedé allí varios caballos sacaron provecho del regalo. Oía los hierros y el clic clac del arnés. Después el silencio. Era el caballo quien me miraba. Después el ruido de guijarros arrastrados en el barro que hacen los caballos al beber. Después otra vez el silencio. Era el caballo quien me miraba otra vez. Después otra vez los guijarros. Después otra vez el silencio. Hasta que el caballo hubo acabado de beber o el carretero consideró que había bebido suficiente. Los caballos no estaban tranquilos. Una vez, cuando cesó el ruido, me volví y vi el caballo que me miraba. El carretero también me miraba. La señora Maxwell se hubiera puesto muy contenta si hubiera podido ver a su abrevadero prestar tales servicios a los caballos de la ciudad. Llegada la noche, después de un crepúsculo muy largo, me quité el sombrero que me hacía daño. Deseaba estar otra vez encerrado, en un sitio hermético, vacío y caliente, con luz artificial una lámpara de petróleo a ser posible, cubierta con una pantalla rosa preferentemente. Vendría alguien de vez en cuando a asegurarse que me encontraba bien y no necesitaba nada. Hacía mucho tiempo que no había tenido verdaderas ganas de algo y el efecto sobre mí fue horrible.
En los días siguientes visité varios inmuebles, sin mucho éxito. Normalmente me cerraban la puerta en las narices, incluso cuando enseñaba mi dinero, diciendo que pagaría una semana por adelantado, o incluso dos. Ya podía yo exhibir mis mejores maneras, sonreír y hablar con toda precisión, no había acabado aún con mis cumplidos cuando me cerraban la puerta en las narices. Perfeccioné en esta época una forma de descubrirme a la vez digna y cortés, sin bajeza ni insolencia. Hacía deslizar ágilmente mi sombrero hacia delante, lo mantenía un momento colocado de tal forma que no se podía ver mi cráneo, después con el mismo deslizamiento lo volvía a poner en su sitio. Hacer esto con naturalidad, sin provocar una impresión desagradable, no es fácil. Cuando consideraba que bastaría con tocarme el sombrero, naturalmente me limitaba a tocarme el sombrero. Pero tocarse el sombrero no es fácil tampoco. Más tarde resolví el problema, de capital importancia en las épocas difíciles, llevando un viejo kepí británico y saludando a lo militar, no, falso, en fin, no lo sé, conservaba mi sombrero después de todo. Jamás cometí la falta de lleva medallas. Ciertas mujeres tenían tanta necesidad de dinero que me dejaban pasar en seguida y me enseñaban la habitación. Pero no pude entenderme con ninguna. Finalmente conseguí alojarme en un sótano. Con aquella me entendí rápidamente. Mis fantasías, ese término empleó, no le daban miedo. Insistió si embargo en hacer la cama y limpiar la habitación un vez por semana, en lugar de una vez al mes, como yo le había pedido. Me dijo que durante la limpieza, que sería rápida, podría esperar en el patinillo de al lado. Añadió, con mucha comprensión, que nunca me echaría con mal tiempo. Aquella mujer era griega, creo, o turca. Nunca hablaba de sí misma. Yo tenía en la cabeza que era viuda o al menos abandonada.
Tenía un acento extraño. Y yo también, a fuerza de asimilar las vocales y suprimir las consonantes.
Ahora ya no sabía dónde estaba, tenía una vaga imagen, ni siquiera, no veía nada, de una enorme casa de cinco o seis pisos. Me parecía que formaba cuerpo con otras casas. Llegué al crepúsculo y no presté a los alrededores la atención que quizá les hubiera dedicado de sospechar que iban a cerrarse sobre mí. No debía por decirlo así esperar más. Es cierto que cuando salí de esta casa hacía un tiempo radiante, pero yo no miraba nunca hacia atrás al irme. Debí leerlo en alguna parte, cuando era pequeño y todavía leía, que valía más no volver la cabeza al marcharse. Y sin embargo me sorprendía haciéndolo. Pero incluso sin contar con esto me parece que debí ver algo al irme. ¿Pero el qué? Recuerdo solamente mis pies que salían de mi sombra uno tras otro. Los zapatos se habían resquebrajado y el sol acusaba las grietas del cuero.
Estaba bien en esta casa, debo decirlo. Aparte algunas ratas estaba solo en el sótano. La mujer observaba nuestra convivencia lo mejor posible. Traía hacia mediodía una bandeja llena de comida y se llevaba el de la víspera. Traía al mismo tiempo una palangana limpia. Tenía un asa enorme por donde metía el brazo, conservando así las dos manos libres para llevar la bandeja. Después ya no la veía sino por azar cuando asomaba la cabeza para asegurarse de que no había ocurrido nada. No necesitaba afecto afortunadamente. Desde mi cama veía los pies que iban y venían por la acera. Ciertas tardes, cuando hacía buen tiempo y me sentía con ánimos, me iba con la silla al patinillo y miraba entre las faldas de las que pasaban. Más de una pierna se me hizo así familiar. Una vez mandé a buscar una cebolla azafranada y la planté en el patinillo sombrío, en un bote viejo. Debía ser por primavera, no eran las condiciones óptimas probablemente.
Dejé el bote fuera, atado a un cordel que pasaba por la ventana. Por la tarde, cuando hacía buen tiempo, un hilo de luz trepaba a lo largo del muro. Me instalaba entonces frente a la ventana y tiraba del cordel, para mantener el bote a la luz, y al calor. No debía ser muy cómodo, no acabo de entender cómo me las arreglaba. No eran las condiciones óptimas probablemente. Reverdeció, pero nunca tuvo flores, apenas un tallo macilento provisto de hojas cloróticas. Me hubiera alegrado tener un azafrán amarillo o un jacinto, pero la cosa es que no iba a cumplirse. Ella quería llevárselo, pero yo le dije que lo dejara. Quería comprarme otro, pero le dije que no quería otro. Lo que más me crispaba eran los gritos de los vendedores de periódicos. Pasaban corriendo todos los dias, gritando el nombre de los periódicos e incluso las noticias sensacionales. Los ruidos que venían de la casa me crispaban menos. Una niña, ¿o era un niño? cantaba todas las tardes a la misma hora en algún lugar encima de mí. Durante mucho tiempo no consegui coger las palabras. Extrañas palabras para una niña, o un niño. ¿Era una canción de mi espiritu, o venía sencillamente de fuera? Era una especie de nana, me parece. A mí me dormía a menudo. Era a veces una niña la que venía. Tenía largos cabellos rojos que colgaban en dos trenzas. No sabía quién era. Correteaba un poco por la habitación, después se iba sin haberme dirigido la palabra. Un día recibi la visita de una agente de policia. Dijo que estaba bajo vigilancia, sin explicarme por qué. Equívoco, eso es, me dijo que yo era equívoco. Le dejé hablar. No se atrevía a detenerme. O quizá fuera buena persona. Un cura también, un día recibí la visita de un cura. Le informé que pertenecía a una rama de la iglesia reformada. Me preguntó qué clase de pastor me gustaría ver. Se condena uno, en la iglesia reformada, sin remedio. Era quizá buena persona. Me dijo que le avisara si alguna vez necesitaba un servicio. ¡Un servicio! Se presentó y me explicó dónde podría encontrarle. Debería haberlo apuntado.
Un día la mujer me hizo una proposición. Dijo que tenía necesidad urgente de dinero en metálico y que si yo podía proporcionarle un adelanto de seis meses me reduciría el alquiler del cuarto durante este período. No creo que me equivoque mucho. Esto tenía la ventaja de hacerme ganar seis semanas (?) de estancia y el inconveniente de agotar casi todo mi pequeño capital. Pero ¿se podía llamar a esto un inconveniente? ¿No me iba a quedar de todas formas hasta el último céntimo, y más allá aún, hasta que ella me echara? Le di el dinero y me hizo un recibo.
Una mañana, poco después de la transacción, me despertó un hombre que me sacudía por el hombro. No podían ser más de las once. Me rogó que me levantara y abandonara su casa inmediatamente. Era muy pulcro, debo decirlo. Me dijo que su extrañeza sólo encontraba parangón con la mía. Era su casa. Su patrimonio. La turca se había marchado la víspera. Pero si la he visto anoche, dije. Debe estar usted en un error, dijo, porque me llevó las llaves, a mi oficina, ayer por la mañana lo más tarde. Pero si acabo de entregarle un anticipo de seis meses de alquiler, dije. Que se lo devuelva, dijo. Pero si ignoro su nombre, dije, por no hablar de sus señas. ¿Ignora usted su nombre? dijo. Debió creer que mentía.
Estoy enfermo, dije, no puedo marcharme así sin previo aviso. No es para tanto, dijo. Propuso ir a buscar un taxi, o una ambulancia, si prefería. Dijo que necesitaba la habitación, inmediatamente, para su cerdo, cogiendo frío en una carretilla, ante la puerta, y vigilado únicamente por un chaval que ni siquiera conocía y que estaría probablemente haciéndole picias. Pregunté si no me podría ceder otro sitio, apenas un rincón donde poder tumbarme, el tiempo de sobreponerme y de tomar mis disposiciones. Dijo que no podía. No es que sea mala persona, añadió. Podría vivir aquí con el cerdo, dije, me ocuparía de él.
¡Largos meses de calma, deshechos en un instante! Calma, calma, dijo, no se abandone, ale, hop, de pie, basta. Después de todo aquello no le importaba.
Había sido realmente paciente. Debió visitar el sótano mientras yo dormía.
Me sentía débil. Debía estarlo. La luz resplandeciente me aturdía. Un autobús me transportó, al campo. Me senté en un prado, al sol. Pero me parece que esto era mucho más tarde. Dispuse hojas bajo mi sombrero en círculo, para procurarme sombra. Acabé por encontrar un montón de estiércol. Al día siguiente reemprendí el camino de la ciudad. Me obligaron a bajarme de tres autobuses. Me senté al borde de la carretera, al sol, y me sequé la ropa. Me gustaba. Me decía, Nada, nada que hacer ahora hasta que esté seca. Cuando estuvo seca la cepillé con un cepillo, una especie de almohaza me parece, que encontré en un establo. Los establos me han resultado siempre acogedores. Después me llegué hasta la casa en donde mendigué un vaso de leche y pan con mantequilla. ¿Puedo descansar en el establo? dije. No, dijeron. Yo apestaba aún, pero con una fetidez que me agradaba. La prefería con mucho a la mía, que se ocultaba ahora bajo la nueva hediondez, sintiéndola sólo a vaharadas. En los días siguientes traté de recuperar mi dinero. No sé exactamente cómo sucedió, si es que no pude encontrar la dirección, o si la dirección no existía, o si la griega ya no estaba allí.
Busqué el recibo en mis bolsillos, para intentar descifrar el nombre. No estaba.
Ella lo había recuperado quizá mientras yo dormía. No sé durante cuánto tiempo circulé así, descansando unas veces en un sitio, otras en otro, en la ciudad y en el campo. La ciudad había sufrido cambios. El campo tampoco era ya como lo recordaba. El efecto general era el mismo. Un día vi a mi hijo. Con una cartera bajo el brazo apresuraba el paso. Se quitó el sombrero y se inclinó y vi que era calvo como un huevo. Estaba casi seguro de que era él. Me volví para seguirle con la mirada. Avanzaba a toda marcha, con sus andares de pato, ofreciendo a derecha y a izquierda saludos con el sombrero y otras muestras de servilismo. El insoportable hijo de puta.
Un día encontré a un hombre que conociera en época anterior. Vivía en una caverna al borde del mar. Tenía un burro que trotaba por el acantilado, o en los minúsculos senderos agrietados que descienden hacia el mar. Cuando hacía muy mal tiempo el burro entraba con su amo en la caverna y allí se abrigaba, mientras duraba la tempestad. Habían pasado muchas noches juntos, apretados el uno contra el otro, mientras el viento bramaba y el mar azotaba la playa. Gracias al burro podía abastecer de arena, de algas y de conchas a los habitantes de la ciudad, para sus jardincillos. No podía transportar mucha cantidad de una vez, porque el burro era viejo, pequeño también, y la ciudad estaba lejos. Pero ganaba así un poco de dinero, lo suficiente para comprar tabaco y cerillas y de vez en cuando una libra de pan. Fue en una de sus salidas cuando me encontró, en los suburbios. Estaba encantado de volver a verme, el pobre. Me suplicó que le acompañara a su casa y pasara allí la noche. Quédate todo el tiempo que quieras, dijo. ¿Qué le pasa a tu burro? dije. No le hagas caso, dijo, es que no te conoce. Le recordé que no tenía costumbre de quedarme con nadie más de dos o tres minutos seguidos y que me horrorizaba el mar. Parecía abrumado. Entonces no vienes, dijo. Pero ante mi propia extrañeza me monté en el burro y arre, a la sombra de los castaños que brotaban con furia de la acera. Me agarré a las vértebras de la cerviz, una mano luego otra. Los niños nos abucheaban y nos tiraban piedras, pero apuntaban mal porque sólo me alcanzaron una vez, en el sombrero. Un guardia nos detuvo, y nos acusó de turbar el orden público. Mi amigo le recordó que éramos tal y como la naturaleza había acabado por hacernos
y que los niños estaban en el mismo caso. Era inevitable, en esas condiciones, que el orden público resultara turbado de vez en cuando. Déjenos continuar nuestro camino, dijo, y el orden se reestablecerá automáticamente, en su sector.
Atajamos por los caminos apacibles de la antiplanicie, blancos de polvo, con los matojos de espino y de fucsia y los linderos franjeados de hierba silvestre y de margaritas. Cayó la noche. El burro me llevó hasta la boca de la caverna, porque yo no hubiera podido seguir, en la oscuridad, el sendero que bajaba hacia el mar. Después volvió a subir a sus pastizales.
No sé cuánto tiempo me quedé allí. Se estaba bien en la caverna, debo decirlo.
Me traté mis ladillas con agua de mar y algas, pero un buen número de larvas debieron sobrevivir. Me curé el cráneo con compresas de alga, lo que me hizo un bien enorme, pero pasajero. Me tumbaba en la caverna y a veces miraba hacia el horizonte. Veía por encima una gran extensión palpitante, sin islas ni promontorios. Por la noche una luz iluminaba la caverna, a intervalos regulares.
Fue allí donde encontré mi frasquito, en el bolsillo. No se había roto, el cristal no era auténtico cristal. Creía que el señor Weir me lo había quitado todo. El otro estaba fuera la mayor parte del tiempo. Me daba pescado. Es fácil para un hombre, cuando lo es de verdad, vivir en una caverna, lejos de todos. Me invitó a quedarme todo el tiempo que me apeteciera. Si prefiriera estar solo me acondicionaría encantado otra caverna, un poco más lejos. Me traería comida todos los días y vendría de vez en cuando a asegurarse que marchaba bien y no necesitaba nada. Era buena persona. Yo no necesitaba bondad. ¿No conocerás por casualidad una caverna lacustre? dije. Soportaba mal el mar, sus chapoteos, temblores, mareas y convulsividad general. El viento al menos se calma a veces.
Las manos y los pies me hormigueaban. El mar me impedía dormir, durante horas.
Aquí pronto me voy a poner enfermo, dije, y ¿qué habré conseguido entonces? Te vas a ahogar, dijo. Sí, dije, o me arrojaré al acantilado. Y yo que no podría vivir en otra parte, dijo, en mi cabaña de la montaña era muy desgraciado. ¿Tu cabaña en la montaña? dije. Repitió la historia de su cabaña en la montaña, la había olvidado, era como si la oyera por primera vez. Le pregunté si la conservaba todavía. Respondió que no la había vuelto a ver desde el día en que salió huyendo, pero que la creía aún en el mismo sitio, un poco deteriorada sin duda. Pero cuando insistió para que cogiera la llave, me negué, diciéndole que tenía otros proyectos. Siempre me encontrarás aquí, dijo, si alguna vez me necesitas. Ah la gente. Me dio su cuchillo.
Lo que él llamaba su cabaña era una especie de barraca de madera. Había arrancado la puerta, para hacer fuego, o con cualquier otro fin. La ventana ya no tenía cristales. El techo se había hundido por varios sitios. El interior estaba dividido, por los restos de un tabique, en dos partes desiguales. Si había tenido muebles nada quedaba ya. Se habían entregado a los actos más viles, en el suelo y sobre las paredes. Excrementos poblaban el suelo, de hombre, de vaca, de perro, así como preservativos y vomitonas. En una boñiga habían trazado un corazón, atravesado por una flecha. No ofrecía sin embargo una perspectiva armónica. Descubrí vestigios de ramos abandonados. Vorazmente arrancados, arrastrados durante largas horas, acabaron por tirarlos, pesados, o ya marchitos. Esta era la habitación de la que me habían ofrecido la llave.
En su conjunto la escena era la ya familiar de grandeza y desolación.
Era a pesar de todo un techo. Descansaba sobre un jergón de helechos que yo mismo recogí con mil trabajos. Un día no pude levantarme. La vaca me salvó.
Aguijoneada por la niebla glacial venía a cobijarse. No era sin duda la primera vez. No debía verme. Traté de mamarla, sin mucho éxito. Sus tetas estaban cubiertas de excrementos. Me quité el sombrero y me puse a ordeñarla dentro, acudiendo a mis últimas fuerzas. La leche se derramaba por el suelo, pero me dije, No importa, es gratis. La vaca me arrastró por la tierra, deteniéndose tan sólo de vez en cuando para propinarme una coz. No sabía que nuestras vacas podían también portarse mal. Debieron ordeñarla recientemente. Agarrándome con una mano a la teta, con la otra mantenía el sombrero en su sitio. Pero acabó por hartarse. Porque me arrastró atravesando el umbral hasta los helechos gigantes y chorreantes, donde me vi obligado a soltar la presa.
Bebiendo la leche me reproché lo que acababa de hacer. Ya no podría contar con la vaca y ella pondría a las demás al corriente. Con más control sobre mí mismo hubiera podido hacerme amigo de ella. Hubiera venido todos los días seguida quizás de otras vacas. Hubiera aprendido a hacer mantequilla, queso. Pero me dije, No, todo se andará.
Una vez en la carretera no tenía más que seguir la pendiente. Carretas pronto, pero todas me rechazaron. Si hubiera tenido otras ropas, otra cara, se me hubiera admitido quizá. Debí cambiar desde mi expulsión del sótano. La cara en especial había debido alcanzar un aspecto decididamente climatérico. La sonrisa humilde e ingenua ya no me aparecía, ni la expresión de miseria cándida, penetrada de estrellas y cohetes. Las llamaba, pero ya no venían. Máscara de viejo cuero sucio y peludo, no quería ya decir por favor y gracias y perdón. Era una lástima. ¿Con qué iba yo a bandearme, en el futuro? Tumbado al borde de la carretera me dedicaba a contorsionarme cada vez que oía venir una carreta. Para que no imaginaran que dormía, o descansaba. Trataba de gemir, ¡Socorro! Pero el tono que brotaba era el de la conversación corriente. Ya no podía gemir. La última vez que había necesitado gemir lo había hecho, bien, como siempre, y eso en la ausencia de cualquier corazón susceptible de ser partido. ¿En qué iba a convertirme? Me dije. Volveré a aprender. Me tumbé de un lado a otro del camino, en un sitio donde se estrechaba, de forma que las carretas no podían pasar sin pasarme por encima, con una rueda al menos, o con dos si tenía cuatro. Al urbanista de la barba roja, le habían quitado la vesícula biliar, una falta grave, y tres días después moría, en la flor de la edad. Pero llegó el día en que, mirando a mi alrededor, me encontré en los suburbios, y de aquí a los viejos ámbitos no había más que un paso, más allá de la estúpida esperanza de calma o de dolor más tenue.
Me tapé pues la parte baja de la cara con un trapo y fui a pedir limosna en un rincón soleado. Porque me parecía que mis ojos no se habían apagado del todo, gracias quizás a las gafas negras que mi preceptor me diera. Me había dado la
Ética de Geulincz. Eran gafas de hombre, yo era un niño. Le encontraron muerto, desplomado en el W. C., con las ropas en un desorden terrible, fulminado por un infarto. Ah qué calma. La Ética llevaba su nombre (Ward) en primera página, las gafas le habían pertenecido. El puente, en aquella época, era de hilo de latón, de la clase que se emplea para sujetar los cuadros y los grandes espejos, y dos largas cintas negras servían de baranda. Las enroscaba alrededor de las orejas y las abatía bajo la barbilla, donde las ataba. Los cristales habían sufrido, a fuerza de frotarse en el bolsillo uno contra otro y contra los demás objetos que allí se encontraran. Yo creía que el señor Weir me lo había cogido todo. Pero yo ya no necesitaba esas gafas y no me las ponía más que para suavizar el resplandor del sol. No debería haber hablado de ello. El trapo me hizo mucho daño. Acabé cortándolo del forro de mi abrigo, no, ya no tenía abrigo, de mi chaqueta entonces. Era un trapo más bien gris, o incluso escocés, pero me daba por satisfecho. Hasta la tarde mantenía la cara levantada hacia el cielo del mediodía, después hacia el de poniente hasta la noche. El platillo de madera me hizo mucho daño. No podía utilizar el sombrero, por mi cráneo. En cuanto a tender la mano, ni pensarlo. Me procuré pues una lata de hierro blanco y la sujeté a un botón de mi abrigo, pero qué me pasa, de mi chaqueta, al nivel del pubis. No se mantenía derecha, se inclinaba respetuosamente hacia el transeúnte, no había más que dejar caer la moneda. Pero esto le obligaba a aproximarse mucho, se arriesgaba a tocarme. Acabé procurándome una lata más grande, una especie de gran lata, y la coloqué sobre la acera, a mis pies. Pero las gentes que dan una limosna no les agrada tirarla, ese gesto tiene algo de desprecio que repugna a los sensibles. Sin contar con que deben apuntar. Quieren dar, pero no les gusta que la moneda se escape dando vueltas bajo los pies de los transeúntes, o bajo las ruedas de los vehículos, donde cualquiera puede cogerla.
En resumen: no dan. Los hay evidentemente que se agachan, pero en general a la gente que da una limosna no le agrada que ello le obligue a agacharse. Lo que realmente prefieren es ver al mendigo de lejos, preparar el penique, soltarlo en plena marcha y oír el Dios se lo pague debilitado por el alejamiento. Yo no decía eso, yo no he sido nunca muy creyente, ni nada que se le parezca, pero lanzaba de todos modos un ruido, con la boca. Acabé procurándome una especie de tablilla que me sujetaba con cordel al cuello y a la cintura. Sobresalía precisamente a la altura justa, la del bolsillo, y su borde estaba lo suficientemente apartado de mi persona para poder depositar el óbolo sin peligro. Podía verse a veces en ella flores, pétalos, espigas, y briznas de esa hierba que se aplica a las hemorroides, en fin lo que encontraba. No las buscaba, pero todas las cosas bonitas de este tipo que me caían a la mano, las guardaba para la tablilla. Se podía creer que yo amaba la naturaleza. Miraba al cielo, la mayor parte del tiempo, pero sin fijarlo. Era una mezcla normalmente de blanco, azul y gris, y por la tarde venían a añadirse otros colores. Lo sentía pesando con suavidad sobre mi cara, frotaba la cara balanceándola de un lado a otro. Pero a menudo dejaba caer la cabeza sobre el pecho. Entonces entreveía la tablilla a lo lejos, borrosa y abigarrada. Me apoyaba en la pared, pero sin el menor relajo, equilibraba mi peso de un pie al otro y me agarraba con las manos las solapas de la chaqueta. Mendigar con las manos en los bolsillos, da mal efecto, indispone a los trabajadores, sobre todo en invierno.
No hay nunca tampoco que llevar guantes. Había chicos que, simulando darme una perra, arramplaban con todo lo que había ganado. Para comprarse caramelos. Me desabrochaba, discretamente, para rascarme. Me rascaba de abajo arriba, con cuatro uñas: Me hurgaba en los pelos, para calmarme. Ayudaba a pasar el tiempo, el tiempo pasaba cuando me rascaba. El verdadero rascado es superior al meneo, en mi opinión, y puede durar mucho, hasta los cincuenta, e incluso mucho después, pero acaba por convertirse en una simple costumbre. Para rascarme no tenía bastante con las dos manos. Tenía en todas partes, en mis partes, en los pelos hasta el ombligo, bajo los brazos, en el culo, placas de eczema y de psoriasis que podía poner al rojo con sólo pensar en ellas. Era en el culo donde más satisfacción obtenía. Introducía el índice, hasta el metacarpo. Si después debía defecar, me hacía un daño de perros. Pero apenas defecaba ya. De vez en cuando pasaba un avión, poco rápidamente me parecía. Me sucedía a menudo, al acabar la jornada, encontrar los bajos del pantalón mojados. Debían ser los perros. Yo ya apenas meaba. Si por azar me entraban ganas, las calmaba introduciendo un trapito en la bragueta. Una vez en mi puesto, no lo abandonaba hasta la noche. Yo ya apenas comía, Dios cuidaba de mi sustento. Después del trabajo compraba una botella de leche que bebía por la noche en la cochera. En realidad le encargaba a un chico que la comprara, siempre el mismo, a mí no querían servirme, no sé por qué. Le daba un penique por el servicio. Un día asistí a una escena extraña. Normalmente no veía gran cosa. No oía gran cosa tampoco. No me fijaba. En el fondo no estaba allí. En el fondo creo que no he estado nunca en ninguna parte. Pero ese día debí volver. Desde hacía ya algún tiempo me incordiaba un ruido. No buscaba la causa, porque me decía, Va a cesar.
Pero como no cesaba no tuve más remedio que buscar la causa. Era un hombre subido al techo de un automóbil, arengando a los transeúntes. Al menos fue así como entendí la cosa. Berreaba tan fuerte que retazos de su discurso llegaban hasta mí. Unión... hermanos... Marx... capital... bifteck... amor. No entendía nada. El coche se había detenido junto a la acera, ante mí, yo veía al orador de espaldas. De repente se volvió y me cuestionó. Mirad ese pingajo, ese desecho.
Si no se pone a cuatro patas es porque teme el vergajo. Viejo, piojoso, podrido, al cubo de la basura. Y hay miles como él, peores que él, diez mil, veinte mil—.
Una voz, Treinta mil. El orador continuó, Todos los días pasan delante de vosotros y cuando habéis ganado a las carreras soltáis una perra gorda. ¿Os dais cuenta? La voz, No. Claro que no, continuó el orador, eso forma parte del decorado. Un penique, dos peniques—. La voz, Tres peniques. No se os ocurre nunca pensar, continuó el orador, que tenéis enfrente la esclavitud, el embrutecimiento, el asesinato organizado, que consagráis con vuestros dividendos criminales. Mirad este torturado, este pellejo. Me diréis que es culpa suya.
Preguntadle a ver si es culpa suya. La voz, Pregúntaselo tú. Entonces se inclinó hacia mí y me apostrofó. Yo había perfeccionado mi tablilla. Consistía ahora en dos trozos unidos por bisagras, lo que me permitía, una vez acabado el trabajo, plegarla y llevarla bajo el brazo, me gustaba hacer chapucillas. Me quité el trapo, me metía en el bolsillo las escasas monedas que había ganado, desaté los cordones de mi tablilla, la plegué y me la puse bajo el brazo. ¡Pero habla, pedazo de inmolado! vociferó el orador. Después me fui, aunque fuera aún de día.
Pero en general el rincón era tranquilo, animado sin ser bullicioso, próspero y conveniente. Aquél debía ser un fanático religioso, no encontraba otra explicación. Se había quizá escapado de la jaula. Tenía una cara simpática, un poco coloradota.
No trabajaba todos los días. Apenas tenía gastos. Conseguía incluso ahorrar un poco, para los ultimísimos días. Los días en que no trabajaba me quedaba tumbado en la cochera. Situada al borde del río, en una propiedad particular, o que lo había sido. Esta propiedad, cuya entrada principal daba sobre una calle sombría, estrecha y silenciosa, estaba rodeada por un muro, menos naturalmente por el lado del río, que marcaba su límite septentrional, sobre una longitud de treinta pasos más o menos. De frente, sobre la otra orilla, se extendían aún los muelles, después un apelmazamiento de casas bajas, terrenos baldíos, empalizadas, chimeneas, flechas y torres. Se veía también una especie de campo de maniobras donde soldados jugaban al fútbol, todo el año. Sólo las ventanas
—no. La propiedad parecía abandonada. La verja estaba cerrada. La hierba invadía los senderos. Sólo las ventanas del piso bajo tenían persianas. Las demás se iluminaban a veces por la noche, débilmente, unas veces una, otras la otra, tenía esa impresión. Podía ser cualquier reflejo. El día en que adopté la cochera encontré un bote, la quilla al aire. Le di la vuelta, lo rellené con piedras y pedazos de madera, quité los bancos y me hice la cama. Las ratas se las veían negras para llegar hasta mí, por la inclinación de la quilla. Muchas ganas tenían sin embargo. Fíjate, carne viviente, porque yo era a pesar de todo carne viviente, hacía demasiado tiempo que vivía entre las ratas, en mis alojamientos improvisados, para que tuviera una vulgar fobia. Tenía incluso una especie de simpatía por ellas. Venían con tanta confianza hacia mí, se diría que sin la menor repugnancia. Se hacían la tualet, con gestos de gato. Los sapos, sí, por la tarde, inmóviles durante horas, engullen moscas. Se colocan en sitios en donde lo cubierto pasa al descubierto, les gustan los umbrales. Pero se trataba de ratas de aguas, de una delgadez y de una ferocidad excepcionales.
Construí pues, con tablas sueltas, una tapadera. Es formidable la de tablas que he podido encontrar en mi vida, cada vez que tenía necesidad de una tabla allí estaba, no había más que agacharse. Me gustaba hacer chapuzas, no, no mucho, así así. Recubrí el bote completamente, hablo ahora otra vez de la tapadera. Lo empujé un poco hacia atrás, entraba en el bote por delante, gateaba hasta la parte de atrás, levantaba los pies y empujaba la tapa hacia delante hasta que me cubría del todo. El empuje se ejercía sobre un travesaño en saliente fijado tras la tapa a este efecto, me gustaban las chapucillas. Pero era preferible entrar en el bote por detrás, sacar la tapa sirviéndome de las dos manos hasta que me cubriera del todo y empujarlo en el mismo sentido cuando quisiera salir. Como apoyo para mis manos coloqué dos grandes clavos, allí donde hacía falta. Estos pequeños trabajos de carpintería, si es posible llamarlos así, ejecutados con instrumentos y materiales improvisados, no me disgustaban. Sabía que acabaría pronto, y representaba la comedia, verdad, la de—cómo llamarla, no lo sé. Me encontraba bien en el bote, debo decirlo. Mi tapadera se ajustaba tan bien que tuve que hacerle un agujero. No hay que cerrar los ojos, dejarlos abiertos en la oscuridad, esa es mi opinión. No hablo del sueño, hablo de lo que se llama me parece estado de vigilia. Por otra parte yo dormía muy poco en aquella época, no tenía ganas, o tenía muchísimas ganas, no lo sé, o tenía miedo, no lo sé.
Tumbado de espaldas no veía nada, apenas vagamente, justo por encima de mi cabeza, a través de los minúsculos agujeritos, la claridad gris de la cochera.
No ver nada en absoluto, no, es demasiado. Oía solamente los gritos de las gaviotas que revoloteaban muy cerca, alrededor de la boca de los sumideros. En un hervor amarillento, si tengo buena memoria, las inmundicias se vertían al río, los pájaros revoloteaban por encima, chillando de hambre y de cólera. Oía el chapoteo del agua contra el embarcadero, contra la orilla, y el otro ruido, tan diferente, de la ondulación libre, lo oía también. Yo, cuando me desplazaba, era menos barco que onda, por lo que me parecía, y mis parones eran los de los remolinos. Esto puede parecer imposible. La lluvia también, la oía a menudo. A veces una gota, atravesando el techo de la cochera, venía a explotar sobre mí.
Todo abocaba a un ambiente más bien líquido. El viento añadía su voz, no hay que decirlo, o quizá más bien las tan variadas de sus juguetes. ¿Pero qué es todo esto? Zumbidos, alaridos, gemidos y suspiros. Yo hubiera preferido otra cosa, martillazos, pan, pan, pan, asestados en el desierto. Me tiraba pedos, es cosa sabida, pero difícilmente seco, salían con un ruido de bomba, se fundían en el gran jamás. No sé cuánto tiempo me quedé allí. Estaba bien en mi caja, debo decirlo. Me parecía haber adquirido independencia en los últimos años. Que nadie viniera ya, que nadie pudiera ya venir, a preguntarme si marchaba bien y si no necesitaba nada, apenas ya me dolía. Me encontraba bien, claro que sí, perfectamente, y el miedo de encontrarme peor se dejaba apenas sentir. En cuanto a mis necesidades, se habían en alguna medida reducido a mis dimensiones y, bajo el punto de vista cualitativo, tan super-refinadas que toda ayuda resultaba excluida, desde ese ángulo. Saberme existir, por muy débil y falsamente que fuera, por fuera de mí, tenía en otra época la virtud de conmoverme. Se convierte uno en un salvaje, forzosamente. A veces se pregunta uno si estamos en el buen planeta. Incluso las palabras te dejan, con eso está dicho todo. Es el momento quizá en que los vasos dejan de comunicar, ya sabes, los vasos. Se está aquí siempre entre los dos rumores, sin duda es siempre el mismo pedazo, pero cáspita nadie lo diría. Me ocurría a menudo querer correr la tapadera y salir del bote, sin conseguirlo, tan perezoso y débil estaba, y muy en el fondo donde me encontraba. Lo sentía todo cerca, las calles glaciales y tumultuosas, las caras aterradoras, los ruidos que cortan, penetran, desgarran, contusionan.
Esperaba entonces que las ganas de cagar, o de mear al menos, me dieran fuerzas.
¡No quería ensuciar mi nido! Lo que me sucedía sin embargo, e incluso cada vez más a menudo. Me bajaba los pantalones arqueándome, me volvía un poco de lado, lo justo para despejar el agujero. Labrarse un reino, en medio de la mierda universal, para después cagarse encima, era muy mío. Eran yo, mis inmundicias, es cosa sabida, pero aún así. Basta, basta, las imágenes, aquí estoy abocado a ver imágenes, yo que nunca las vi, salvo a veces cuando dormía. Creo que no las había visto nunca, en puridad. De pequeñín quizá. Mi mito lo quiere así. Sabía que eran imágenes, puesto que era de noche y estaba solo en mi bote. ¿Qué podía ser aquello si no? Estaba pues en mi bote y me deslizaba sobre las aguas. No tenía que remar, el reflujo me llevaba. Además no veía remos, habían debido llevárselos. Yo tenía una tabla, un trozo de banco quizá, que utilizaba cuando me acercaba demasiado a la orilla o cuando veía acercarse un montón de detritus o una chalupa. Había estrellas en el cielo, grato. No veía el tiempo que hacía, no tenía frío ni calor y todo parecía tranquilo. Las orillas se alejaban cada vez más, lógico, ya no las veía. Raras y débiles luces marcaban la separación creciente. Los hombres dormían, los cuerpos recuperaban fuerzas para los trabajos y alegrías del día siguiente. El bote no se deslizaba ya, saltitos, zarandeado por las olitas del alta mar incipiente. Todo parecía tranquilo y sin embargo la espuma se colaba por la borda. El aire libre me rodeaba ahora por todas partes, no tenía más que el abrigo de la tierra, y poca cosa es, el abrigo de la tierra, en esas condiciones. Veía los faros, hasta un total de cuatro, pertenecientes a un barco-faro. Los conocía bien, de pequeñín ya los conocía.
Por la tarde, estaba con mi padre sobre un promontorio, me cogía de la mano.
Hubiera deseado que me atrajese hacia sí, en un gesto de amor protector, pero en eso estaba pensando. Me enseñaba igualmente los nombres de las montañas. Pero para acabar con las imágenes, veía también las luces de las boyas, parecían llenarlo todo, rojas y verdes, incluso ante mi extrañeza amarillas. Y en el flanco de la montaña, que ahora desgajada se alzaba tras la ciudad, los incendios pasaban del oro al rojo, del rojo al oro. Yo sabía muy bien lo que era, era la retama que ardía. Yo mismo cuántas veces habría encendido el fuego, con una cerilla, siendo pequeño. Y mucho más tarde, de vuelta a casa, antes de acostarme, miraba desde mi alta ventana el incendio que había prendido. En esta noche pues, plagada de débiles parpadeos, en el mar, en tierra y en el cielo, bogaba a merced de la marea y las corrientes. Noté que mi sombrero estaba atado, por un cordoncillo sin duda, a mi botonadura. Me levanté del banco, en la parte de atrás del bote, y un enérgico campanilleo se hizo oír. Era la cadena que, fijada a la parte de alante, acababa de enrollarse alrededor de mis caderas.
Debí desde el principio practicar un agujero en las tablas del fondo, porque aquí me tenéis de rodillas intentando soltarlo, con la ayuda del cuchillo. El agujero era pequeño y el agua subiría lentamente. Todavía una media hora, en total, salvo imprevistos. Sentado de nuevo en la popa, con las piernas estiradas
y la espalda bien apoyada contra el saco relleno de hierba que me servía de cojín, me tragué el calmante. El mar, el cielo, la montaña, las islas, vinieron a aplastarme en un sístole inmenso, después se apartaron hasta los límites del espacio. Pensé débilmente y sin tristeza en el relato que había intentado articular, relato a imagen de mi vida, quiero decir sin el valor de acabar ni la fuerza de continuar.

Fin

10 de julio de 2011

Vivir para contarla / Ernest Hemingway

Muy buena nota publicada en la sección cultura del diario Perfil.
Saludos!

Nació el mismo año que Borges y Nabokov, y se suicidó el 2 de julio de 1961. Entre una cosa y otra, ganó el Pulitzer y el Nobel y se convirtió en uno de los más grandes escritores del siglo XX.
Los grandes mitos generan apóstatas furiosos. El de Hemingway se realimenta a sí mismo año tras año, como si no hubiese transcurrido ya medio siglo desde aquel tiro de escopeta que los más compasivos intentan justificar como sea –disfrazándolo de accidente– pero que fue, simplemente, el último eslabón de una larga cadena que sólo podía, tarde o temprano, romperse. Dependiendo de en qué orilla del río nos situemos, el enorme mito de Hemingway se iluminará a sí mismo a cada paso o dejará ver las grietas que lo arrastraron hacia ese final aciago, pero en alguna medida deseable: para hacerle justicia o serle fiel, alejándolo de las desdichas de la vejez última, o para acabar con el sufrimiento de un hombre atormentado por su propia grandeza, por los fantasmas del pasado, por la violencia íntima de sus recuerdos.

Así, Hemingway es el héroe que estuvo varias veces al borde de la muerte (a causa del fuego enemigo, durante la Primera Guerra Mundial; luego el bombardeo al hotel en que se hospedaba como corresponsal, en la Guerra Civil Española; un accidente durante los apagones post-bombardeos en tiempos del nazismo; un avión que se estrella en alguna parte de Africa); también es, para quien quiera verlo de ese modo, ese que se cargó estando herido un cuerpo agonizante en la espalda, que se desmayó unos metros más allá y que por esa insignificancia recibió una medalla. El tipo con la mejor vista y el mejor oído de toda la literatura norteamericana, pero asimismo para algunos el que estuvo siempre, apenas, del otro lado: el que boxeaba aunque sólo fuera en el gimnasio, el que adoraba el vértigo de las corridas y sin embargo jamás se atrevió a pisar la arena, el que estuvo en todas las guerras pero como corresponsal o conductor de ambulancia.

Hemingway es, en ocasiones, el amigo severo y noble, el que mide las palabras porque sólo conoce la sinceridad, y a la vez –especialmente en sus últimos años– se convierte con facilidad en el traidor que despluma sin contemplaciones a quienes alguna vez estuvieron demasiado cerca y hasta le dieron de comer (Gertrude Stein o Ford Madox Ford). Es el bebedor experto que disfruta de la vida como pocos, capaz de vérselas con un par de botellas él solo durante el almuerzo, y el alcohólico empedernido que foguea el camino a la locura; es aquel que se identifica y compromete a fondo con los republicanos, que escribe en contra de la guerra y sus horrores, y quien se nos revela mucho tiempo más tarde en su crueldad al enorgullecerse de haber fusilado a un prisionero alemán “particularmente descarado”.

Todos esos hombres –y acaso muchos más– fue, de a ratos, Ernest Hemingway, sin duda uno de los mayores símbolos, no sólo dentro de los límites de la literatura, de todo el siglo XX. Alguien que convirtió en un dogma aquello de “vivir para contar”, y que desde muy temprano tomó sus propias decisiones, como cuando a los 18 años contradijo el mandato paterno y los solapados deseos de su madre –la universidad en el primer caso, el estudio del violoncello en el segundo– y se fue a Kansas a trabajar como cronista.

Cuando menos es más. Aquel 2 de julio de 1961, el día en que todo terminó, debe leerse desde esa perspectiva: nadie iba a decidir por él, ni se iba a convertir en una víctima. Lo cierto es que Hemingway se negaba a envejecer, como si a cada momento tuviese la necesidad de chequear sus propias fuerzas. Es indudable que la celebridad –ya no la fama ni el reconocimiento literario– le jugaba cada vez más en contra, y el Hemingway de los últimos años se sentía anquilosado, cercano a la momificación. El Premio Nobel, que le había sido concedido en 1954, le sirvió en ese sentido de muy poco, o mejor dicho no le hizo ningún favor. Ni siquiera en lo económico: las finanzas del autor de El viejo y el mar eran holgadísimas, y bastará decir que a fines de la década del 50 recibió, por el largo artículo que escribiera para la revista Life a propósito del duelo de toda una temporada entre dos magníficos toreros –se trataba de Antonio Ordóñez y Luis Miguel Dominguín, y el relato se titularía El verano peligroso– nada menos que la escalofriante cifra de 100 mil dólares.

Y Hemingway fue, además y por sobre todas las cosas, un narrador extraordinario. Dado que podríamos encolumnar una interminable serie de calificativos que jamás alcanzarían para definirlo, cortemos camino: fue un escritor único. El término, que así solo suena de lo más estúpido, excluye no obstante –momentáneamente– lo valorativo: pocas veces es posible enfrentarse con un autor que despierte en nosotros semejante sensación de ruptura. Hemingway inventó un modo de narrar, cuya síntesis brutal podría ser: contar menos. Es el ejemplo más acabado, el más formidable de ese modus operandi que tan bien define a la literatura norteamericana moderna –la que empieza con él– y que consiste en “dejarnos espiar por la cerradura”, es decir, observar a los personajes durante un breve lapso de tiempo; el relato es una interrupción, de algún modo es como si no tuviese comienzo. Que Hemingway sea único se debe, entre otras cosas –pero muy particularmente–, a que muchas veces sus historias tampoco están acabadas, o, aunque lo parezca, lo cierto es que lo más importante suele quedar pendiente. El relato termina, podríamos decir; no así la historia.

Por un lado, la profundidad sentimental y moral del Madox de El buen soldado, acaso el mejor alumno de su compadre Joseph Conrad; por otro la sensibilidad, la melancolía y la compasión de Fitzgerald; más allá, el dinamismo pre y post Depresión de Dos Passos; más acá, aunque en todas partes (como un furioso virus que todo lo contamina), la marea faulkneriana. En medio de toda esa desmesura irrumpe el ascético Hemingway. Como alguna vez sugirió Norman Mailer respecto de la ausencia de color en el joven Picasso como reacción a la luminosidad de la obra de Matisse, cabe pensar hasta qué punto la sequedad, la síncopa estilística y el recorte emocional de los cuentos de Hemingway, escritos en su mayoría durante las décadas del 20 y el 30, funcionan por oposición a la obra de Faulkner. Como mínimo, habría que decir que uno y otro se definen inmejorablemente mirándose en su opuesto. Un opuesto que es también, sin duda, un oponente: el gran rival en el panteón de la literatura norteamericana de la primera mitad del siglo.

Al revés de lo que sucede en Faulkner o en Joyce, en cuyas novelas debemos entrever los hechos entre la maraña de voces y pensamientos, en Hemingway los hechos están, y lo que debemos terminar de descubrir por nosotros mismos son las motivaciones, los sentimientos, la verdad en cada personaje. Los hechos están, sí, pero como señalábamos antes, la narración muchas veces se detiene a mitad de camino, o en el umbral de la tragedia. Si un relato como Los asesinos resulta tan inquietante para el lector no es sólo por el deseo impúdico de éste de que le resuelvan todos los problemas, es decir que todo le llegue digerido y envuelto y con moño, sino porque se nos priva del luto: el sueco, la futura víctima, podría salvarse, seguir huyendo; está demasiado cansado, sin embargo, y sólo le queda esperar en una cama de hotel que vengan a liquidarlo. Hemingway nos lo “muestra”, nos aproxima a él, provoca la empatía: su alter ego Nick Adams se acerca hasta la guarida de aquél para intentar convencerlo, pero no hay caso. Dentro de unos minutos, a lo sumo un par de horas, el sueco pasará a la historia. Hemingway nos priva de casi todo: hasta nos quita la pena.

Muchos años después, en el libro que venía prometiendo y prometiendo a sus editores y que se publicó finalmente de manera póstuma (París era una fiesta, donde narra sus experiencias durante los años 20 junto al resto de la Generación Perdida), recordaría aquella suerte de descubrimiento, estructural y formal a la vez, a propósito de un cuento titulado Fuera de temporada. “Omití el verdadero final, que era que el viejo protagonista se ahorcaba. Lo omití basándome en mi recién estrenada teoría de que uno puede omitir cualquier parte de un relato a condición de saber muy bien lo que uno omite, y de que la parte omitida comunica más fuerza al relato, y le da al lector la sensación de que hay más de lo que se ha dicho”.

Pero Hemingway fue además dueño de un estilo vigoroso y preciso. Quienes lo enarbolan como un ejemplo de que la descripción y la caracterización son recursos anacrónicos –que habría que cederle para siempre a los nostálgicos de la literatura clásica rusa y francesa–, o bien son escritores perezosos, que siempre encuentran justificaciones para trabajar menos, o se trata de lectores utilitarios, que en el fondo –aunque no quieran admitirlo– consideran la lectura una pérdida de tiempo, o a lo sumo una distracción menor, inofensiva. Por el contrario, la escritura de Hemingway es una demostración contundente de que narrar es, sobre todo, subjetivizar. Es decir: siempre está definiendo a sus personajes, observando bajo su órbita, apropiándoselos, arrastrándonos a su terreno. Padres e hijos, una de sus obras mayores, nos muestra a un Nick ya maduro que atraviesa en auto, junto a su hijo dormido, la tierra de su infancia, es decir aquella que compartió con su padre –una figura dominante, opresiva–, es decir aquel tiempo en que él era un hijo. Ahora es, en cierto modo (porque su padre ha muerto), ambas cosas, y esa dualidad –que en el relato resulta conmovedora– lo trastorna, lo desmigaja. Uno de los tantos momentos en que rememora el carácter de su padre: “Al igual que todos los hombres que poseen una facultad que sobrepasa las necesidades humanas, su padre era muy nervioso. Pero también era sentimental, y, como casi todos los hombres sentimentales, era causante y víctima de la crueldad”. Ambas máximas son, desde luego, profundamente arbitrarias, y de eso se trata: construyen una lógica privada que resulta irremplazable. Allí radica su fortaleza.

Una vida de película. Su nombre completo era Ernest Miller Hemingway, y había nacido en Oak Park, Illinois, el 21 de julio de 1899 (un año mítico, no sólo por el número sino porque entonces también nacieron Borges, Nabokov y Kawabata). Fue amante de la caza y de la pesca desde muy joven, y lo mismo del box (más tarde alardearía de haberle enseñado sus rudimentos básicos a Ezra Pound). Participó de ambos conflictos mundiales, en uno al mando de una ambulancia y en otro como corresponsal. La Guerra Civil Española fue el comienzo de una estrecha y sostenida relación con aquel país, que hizo pie en las corridas de toros, pero también lo acercó a su gente y a su carácter. Su otra relación privilegiada fue con Cuba, donde vivió más de 15 años ya como un autor consagrado. Simpatizaba con Fidel; la admiración de éste por el norteamericano, con todo, era mucho mayor, al punto de que solía andar con un libro suyo encima y lo llamaba “el Maestro Hemingway”.

Para el lector general, en parte gracias a la influencia del cine, lo más visible y notorio de la obra del norteamericano son sin duda sus novelas (Adiós a las armas, Por quién doblan las campanas, El viejo y el mar –por la que recibió el Pulitzer–, Fiesta). Entre ellas, la que para muchos es la más inconsistente de todas disparó sin embargo una obra maestra: hablamos de Tener y no tener, la película de Howard Hawks que suele confundirse con Casablanca pero que la supera notablemente, en parte gracias a la pericia del guionista, un tal William Faulkner (también, se sabe, es la película durante cuya filmación se enamoraron Humphrey Bogart y Lauren Bacall). Menos vendedores, los cuentos son pese a ello la columna vertebral del legado de Hemingway, su espacio natural, allí donde su economía logra un grado de tensión extremo, acaso insostenible en un formato más extenso. La conclusión es abrumadora, y por ello tienta utilizar el lugar común de la genialidad: los relatos que él mismo reuniera en Los cuarenta y nueve primeros cuentos son lo mejor de su producción, y fueron escritos todos –los ya mencionados más Campamento indio, Las nieves del Kilimanjaro, La breve vida feliz de Francis Macomber, El fin de algo– antes de los cuarenta años. ¿Vivir para contar?

Vivir para contar, sí. Sólo que en el caso de Hemingway todo sucedió muy rápido, desde muy temprano, y esa intensidad supo pasarle factura al hombre que en sus últimos tramos debió luchar con sus manías persecutorias, con el alcohol, con la añoranza de una juventud en la que había sido pobre pero feliz, quizá porque el futuro no había sido escrito. Contar para vivir, entonces. Para vivir otra vez


Por José María Brindisi
Gentileza Diario Perfil

5 de julio de 2011

Gaudí en Manhattan / Carlos Ruiz Zafón

Gaudí en Manhattan
Carlos Ruiz Zafón

Años más tarde, al contemplar el cortejo fúnebre de mi maestro desfilar por el paseo de Gràcia, recordé el año en que conocí a Gaudí y mi destino cambió para siempre. Aquel otoño, yo había llegado a Barcelona para ingresar en la escuela de arquitectura. Mis sueños de conquistar la ciudad de los arquitectos dependían de una beca que apenas cubría el coste de la matrícula y el alquiler de un cuarto en una pensión de la calle del Carme. A diferencia de mis compañeros de estudios con trazas de señorito, mis galas se reducían a un traje negro heredado de mi padre que me venía cinco tallas más ancho y dos más corto de la cuenta. En marzo de 1908, mi tutor, don Jaume Moscardó, me convocó a su despacho para evaluar mi progreso y, sospeché, mi infausta apariencia.
—Parece usted un pordiosero, Miranda —sentenció—. El hábito no hace al monje, pero al arquitecto ya es otro cantar. Si anda corto de emo-lumentos, quizá yo pueda ayudarlo. Se comenta entre los catedráticos que es usted un joven despierto. Dígame, ¿qué sabe de Gaudí?
«Gaudí.» La sola mención de aquel nombre me producía escalofríos. Había crecido soñando con sus bóvedas imposibles, sus arrecifes neogóticos y su primitivismo futurista. Gaudí era la razón por la que deseaba convertirme en arquitecto, y mi mayor aspiración, amén de no perecer de inanición durante aquel curso, era llegar a absorber una milésima de la matemática diabólica con la que el arquitecto de Reus, mi moderno Prometeo, sostenía el trazo de sus creaciones.
—Soy el mayor de sus admiradores —atiné a contestar.
—Ya me lo temía.
Detecté en su tono aquel deje de condescendencia con el que, ya por entonces, solía hablarse de Gaudí. Por todas partes sonaban campanas de difuntos para lo que algunos llamaban modernismo, y otros, simplemente, afrenta al buen gusto. La nueva guardia urdía una doctrina de brevedades, insinuando que aquellas fachadas barrocas y delirantes que con los años acabarían por conformar el rostro de la ciudad debían ser crucificadas públicamente. La reputación de Gaudí empezaba a ser la de un loco huraño y célibe, un iluminado que despreciaba el dinero (el más imperdonable de sus crímenes) y cuya única obsesión era la construcción de una catedral fantasmagórica en cuya cripta pasaba la mayor parte de su tiempo ataviado
como un mendigo, tramando planos que desafiaban la geometría y convencido de que su único cliente era el Altísimo.
—Gaudí está ido —prosiguió Moscardó—. Ahora pretende colocar una Virgen del tamaño del coloso de Rodas encima de la casa Milà, en pleno paseo de Gràcia. Té collons. Pero, loco o no, y esto que quede entre nosotros, no ha habido ni volverá a haber un arquitecto como él.
—Eso mismo opino yo —aventuré.
—Entonces ya sabe usted que no vale la pena que intente convertirse en su sucesor.
El augusto catedrático debió de leer la desazón en mi mirada.
—Pero a lo mejor puede usted convertirse en su ayudante. Uno de los Llimona me comentó que Gaudí necesita alguien que hable inglés, no me pregunte para qué. Lo que necesita es un intérprete de castellano, porque el muy cabestro se niega a hablar otra cosa que no sea catalán, especialmente cuando le presentan a ministros, infantas y principitos. Yo me ofrecí a buscar un candidato. Du llu ispic inglich, Miranda?
Tragué saliva y conjuré a Maquiavelo, santo patrón de las decisiones rápidas.
—A litel.
—Pues congratuleixons, y que Dios lo pille a usted confesado.
Aquella misma tarde, rondando el ocaso, emprendí la caminata rumbo a la Sagrada Familia, en cuya cripta Gaudí tenía su estudio. En aquellos años, el Ensanche se desmenuzaba a la altura del paseo de Sant Joan. Más allá se desplegaba un espejismo de campos, fábricas y edificios sueltos que se alzaban como centinelas solitarios en la retícula de una Barcelona prometida. Al poco, las agujas del ábside del templo se perfilaron en el crepúsculo, puñales contra un cielo escarlata. Un guarda me esperaba a la puerta de las obras con una lámpara de gas. Lo seguí a través de pórticos y arcos hasta la escalinata que descendía al taller de Gaudí. Me adentré en la cripta con el corazón latiéndome en las sienes. Un jardín de criaturas fabulosas se mecía en la sombra. En el centro del estudio, cuatro esqueletos pendían de la bóveda en un macabro ballet de estudios anatómicos. Bajo esa tramoya espectral encontré a un hombrecillo de cabello cano con los ojos más azules que he visto en mi vida y la mirada de quien ve lo que los demás sólo pueden soñar. Dejó el cuaderno en el que esbozaba algo y me sonrió. Tenía sonrisa de niño, de magia y misterios.
—Moscardó le habrá dicho que estoy como un llum y que nunca hablo español. Hablarlo lo hablo, aunque sólo para llevar la contraria. Lo que no hablo es inglés, y el sábado me embarco para Nueva York. Vostè sí el parla
l’anglès, oi, jove?
Aquella noche me sentí el hombre más afortunado del universo compartiendo con Gaudí conversación y la mitad de su cena: un puñado de nueces y hojas de lechuga con aceite de oliva.
—¿Sabe usted lo que es un rascacielos?
A falta de experiencia personal en la materia, desempolvé las nociones que en la facultad nos habían impartido acerca de la escuela de Chicago, los armazones de aluminio y el invento del momento, el ascensor Otis.
—Bobadas —atajó Gaudí—. Un rascacielos no es más que una catedral para gente que, en vez de creer en Dios, cree en el dinero.
Supe así que Gaudí había recibido una oferta de un magnate para construir un rascacielos en plena isla de Manhattan y que mi función era actuar como intérprete en la entrevista que debía tener lugar al cabo de nueve días en el Waldorf-As-toria entre Gaudí y el enigmático potentado. Pasé los tres días siguientes encerrado en mi pensión repasando gramáticas de inglés como un poseso. El viernes, al alba, tomamos el tren hasta Calais, donde debíamos cruzar el canal hasta Southampton para embarcar en el Lusitania. Tan pronto abordamos el crucero, Gaudí se retiró al camarote envenenado de nostalgia de su tierra. No salió hasta el atardecer del día siguiente, cuando lo encontré sentado en la proa contemplando el sol desangrarse en un horizonte prendido de zafiro y cobre. «Això sí és arquitectura, feta de vapor i de llum. Si vol aprendre, ha d’estudiar la natura.» La travesía se convirtió para mí en un curso acelerado y deslumbrante. Todas las tardes recorríamos la cubierta y hablábamos de planos y ensueños, incluso de la vida. A falta de otra compañía, y quizá intuyendo la adoración religiosa que me inspiraba, Gaudí me brindó su amistad y me mostró los bosquejos que había hecho de su rascacielos, una aguja wagneriana que, de hacerse realidad, podía convertirse en el objeto más prodigioso jamás construido por la mano del hombre. Las ideas de Gaudí cortaban la respiración, y aun así no pude dejar de advertir que no había calor ni interés en su voz al comentar el proyecto. La noche anterior a nuestra llegada me atreví a hacerle la pregunta que me carcomía desde que habíamos zarpado: ¿por qué deseaba embarcarse en un proyecto que podía llevarle meses, o años, lejos de su tierra y sobre todo de la obra que se había convertido en el propósito de su vida? «De vegades, per fer l’obra de Déu cal la mà del dimoni.» Me confesó entonces que si se avenía a erigir aquella torre babilónica en el corazón de Manhattan, su cliente se comprometería a costear la terminación de la Sagrada Familia. Aún recuerdo sus palabras: «Déu no té pressa, però jo no viuré per sempre…»
Llegamos a Nueva York al atardecer. Una niebla malévola reptaba entre las
torres de Manhattan, la metrópoli perdida en fuga bajo un cielo púrpura de tormenta y azufre. Un carruaje negro nos esperaba en los muelles de Chelsea y nos condujo luego por cañones tenebrosos hacia el centro de la isla. Espirales de vapor brotaban entre los adoquines y un enjambre de tranvías, carruajes y estruendosos mecanoides recorrían furiosamente aquella ciudad de colmenas infernales apiladas sobre mansiones de leyenda. Gaudí observaba el espectáculo con mirada sombría. Sables de luz sanguinolenta acuchillaban la ciudad desde las nubes cuando enfilamos la Quinta Avenida y vislumbramos la silueta del Waldorf-Astoria, un mausoleo de mansardas y torreones sobre cuyas cenizas se alzaría veinte años más tarde el Empire State Building. El director del hotel acudió a darnos la bienvenida personalmente y nos informó de que el magnate nos recibiría al anochecer. Yo iba traduciendo al vuelo; Gaudí se limitaba a asentir. Fuimos conducidos hasta una lujosa habitación en la sexta planta desde la que se podía contemplar toda la ciudad sumergiéndose en el crepúsculo. Le di al mozo una buena propina y averigüé así que nuestro cliente vivía en una suite situada en el último piso y nunca salía del hotel. Cuando le pregunté qué clase de persona era y qué aspecto tenía, me respondió que él no lo había visto jamás, y partió a toda prisa. Llegada la hora de nuestra cita, Gaudí se incorporó y me dirigió una mirada angustiada. Un ascensorista ataviado de escarlata nos esperaba al final del corredor. Mientras ascendíamos, observé que Gaudí palidecía, apenas capaz de sostener la carpeta con sus bocetos. Llegamos a un vestíbulo de mármol frente al que se abría una larga galería. El ascensorista cerró las puertas a nuestras espaldas y la luz de la cabina se perdió en las profundidades. Fue entonces cuando advertí la llama de una vela que avanzaba hacia nosotros por el corredor. La sostenía una figura esbelta enfundada en blanco. Una larga cabellera negra enmarcaba el rostro más pálido que recuerdo, y sobre él, dos ojos azules que se clavaban en el alma. Dos ojos idénticos a los de Gaudí.
—Welcome to New York.
Nuestro cliente era una mujer. Una mujer joven, de una belleza turbadora, casi dolorosa de contemplar. Un cronista victoriano la habría descrito como un ángel, pero yo no vi nada angelical en su presencia. Sus movimientos eran felinos; su sonrisa, reptil. La dama nos condujo hasta una sala de penumbras y velos que prendían con el resplandor de la tormenta. Tomamos asiento. Uno a uno, Gaudí fue mostrando sus bosquejos mientras yo traducía sus explicaciones. Una hora,
o una eternidad, más tarde, la dama me clavó la mirada y, relamiéndose de carmín, me insinuó que en ese momento debía dejarla a solas con Gaudí. Miré al maestro de reojo. Gaudí asintió, impenetrable. Combatiendo mis instintos,
lo obedecí y me alejé hacia el corredor, donde la cabina del ascensor ya abría sus puertas. Me detuve un instante para mirar atrás y contemplé cómo la dama se inclinaba sobre Gaudí y, tomando su rostro entre las manos con infinita ternura, lo besaba en los labios. Justo entonces, el aliento de un relámpago prendió en la sombra, y por un instante me pareció que no había una dama junto a Gaudí, sino una figura oscura y cadavérica, con un gran perro negro tendido a sus pies. Lo último que vi antes de que el ascensor cerrase sus puertas fueron las lágrimas sobre el rostro de Gaudí, ardientes como perlas envenenadas. Al regresar a la habitación, me tendí en el lecho con la mente as-fixiada de náusea y sucumbí a un sueño ciego. Cuando las primeras luces me rozaron el rostro, corrí hasta la cámara de Gaudí. El lecho estaba intacto y no había señales del maestro. Bajé a recepción a preguntar si alguien sabía algo de él. Un portero me dijo que una hora antes lo había visto salir y perderse Quinta Avenida arriba, donde un tranvía había estado a punto de arrollarlo. Sin poder explicar muy bien por qué, supe exactamente dónde lo encontraría. Recorrí diez bloques hasta la catedral de St. Patrick, desierta a aquella hora temprana. Desde el umbral de la nave vislumbré la silueta del maestro arrodillado frente al altar. Me aproximé y me senté a su lado. Me pareció que su rostro había envejecido veinte años en una noche, adoptando aquel aire ausente que lo acompañaría hasta el final de sus días. Le pregunté quién era aquella mujer. Gaudí me miró, perplejo. Comprendí entonces que sólo yo había visto a la dama de blanco y, aunque no me atreví a suponer qué fue lo que había visto Gaudí, tuve la certeza de que su mirada había sido la misma. Aquella misma tarde embarcamos de regreso. Contemplábamos Nueva York desvanecerse en el horizonte cuando Gaudí extrajo la carpeta con sus bocetos y la lanzó por la borda. Horrorizado, le pregunté qué pasaría entonces con los fondos necesarios para terminar las obras de la Sagrada Familia. «Déu no té pressa i jo no puc pagar el preu que se’m demana.»
Mil veces le pregunté durante la travesía qué precio era ése y cuál era la identidad del cliente que habíamos visitado. Mil veces me sonrió, cansado, negando en silencio. Al llegar a Barcelona, mi empleo de intérprete ya no tenía razón de ser, pero Gaudí me invitó a visitarlo siempre que lo deseara. Volví a la rutina de la facultad, donde Moscardó esperaba ansioso por sonsacarme.
—Fuimos a Manchester a ver una fábrica de remaches, pero volvimos a los tres días porque Gaudí dice que los ingleses sólo comen buey cocido y le tienen ojeriza a la Virgen.
—Té collons.
Tiempo después, en una de mis visitas al templo, descubrí en uno de los
frontones un rostro idéntico al de la dama de blanco. Su figura, entrelazada en un remolino de serpientes, insinuaba un ángel de alas afiladas, luminoso y cruel. Gaudí y yo nunca volvimos a hablar de lo sucedido en Nueva York. Aquel viaje siempre sería nuestro secreto. Con los años me convertí en un arquitecto aceptable y, merced a la recomendación de mi maestro, obtuve un puesto en el taller de Hector Guimard en París. Fue allí donde, veinte años después de aquella noche en Manhattan, recibí la noticia de la muerte de Gaudí. Tomé el primer tren para Barcelona, justo a tiempo de ver pasar el cor-tejo fúnebre que lo acompañaba hasta su sepultura en la misma cripta donde nos habíamos conocido. Aquel día envié mi renuncia a Guimard. Al atardecer rehíce el camino hasta la Sagrada Familia que había recorrido para mi primer encuentro con Gaudí. La ciudad abrazaba ya el recinto de las obras y la silueta del templo escalaba un cielo sangrado de estrellas. Cerré los ojos y, por un momento, pude verlo terminado tal y como sólo Gaudí lo había visto en su imaginación. Supe entonces que dedicaría mi vida a continuar la obra de mi maestro, consciente de que, tarde o temprano, habría de entregar las riendas a otros, y ellos, a su vez, harían lo propio. Porque, aunque Dios no tiene prisa, Gaudí, dondequiera que esté, sigue esperando.

Fin