28 de agosto de 2010

Valerio Massimo Manfredi / Entrevista

Cuando la historia es una gran novela épica
Entrevista en Módena con uno de los reyes de la narración histórica. El autor italiano de la famosa serie Aléxandros habla del fenómeno editorial del género, de sus investigaciones y del lugar que ocupa la imaginación en sus documentados y trepidantes libros.

El taxi llega a su villa , rodeada por un cuidadísimo parque, luego de media hora de viaje desde la estación de Bolonia, a través de una encantadora campiña llena de duraznos en flor. Valerio Massimo Manfredi, barba y melena blanca, 67 años muy bien llevados, nos espera en la entrada.
Apenas lo reconoce, el taxista, un muchacho joven, sale como una saeta del auto y corre a saludarlo. "Me leí todos sus libros y quería felicitarlo", le dice. Manfredi, escritor italiano que saltó a la fama internacional con la serie Aléxandros , no oculta su satisfacción. Está acostumbrado a este tipo de escenas. Según cuenta a adncultura durante una larga entrevista en su enorme y ecléctica casa de Piumazzo -"hecha a mi imagen y semejanza", según dice-, que se hizo construir hace cinco años en un terreno cercano al de su familia, para él es normal que la gente lo pare por la calle para decirle que ha leído todas sus novelas. En la charla, almuerzo y café de por medio, Manfredi reveló cómo llegó a ser tan conocido en Italia -donde condujo varios programas televisivos de historia- y a ser considerado en el mundo (mal que le pese) una suerte de "rey" de la novela histórica.
La serie Aléxandros , que escribió en 1998, vendió seis millones de ejemplares y fue traducida a treinta y seis lenguas en cincuenta y cinco países. "Escribí la trilogía como en apnea, sin parar nunca para mantener la tensión y la excitación. Escribí mil ciento setenta y cinco páginas en once meses: es una exageración y también una blasfemia, porque una opinión difundida entre los escritores es que debe haber una suerte de maceración... Pero el mío es otro modo de escribir, que hace que uno arrastre al lector en un vórtice", explica.
Manfredi, casado con una estadounidense y padre de dos hijos (Giulia, de 25 años y Fabio, de 22), escribió muchos otros libros exitosos. Y acaba de publicar un thriller político, Los idus de marzo , sobre el asesinato de Julio César. Nacido en Piumazzo, pueblito de la provincia de Módena, en la región de Emilia Romaña, en los años 70 se dio cuenta de que tenía talento para escribir. En ese momento, enseñaba en la universidad Arqueología y topografía del mundo antiguo, tras haber estudiado Letras Clásicas en la Universidad de Bolonia y haberse especializado en topografía del mundo antiguo en la Universidad Católica de Milán. Fueron sus estudios, junto a sus apasionantes viajes y aventuras por el mundo (en Oriente, Pakistán, Afganistán, Irán, Irak, Marruecos, Jordania, etcétera), lo que permitió que fuera madurando en su interior el mundo que luego saldría a flote en sus libros.

-¿Escribía de niño?
-No, de chico leía muchísimo, porque al estar cinco años pupilo en un colegio, tampoco había muchas otras distracciones...

-¿Y leía de todo?
-De todo. Pero me gustaban mucho la aventura, los viajes. Julio Verne, Emilio Salgari, pero también otras cosas. A los 16 años había leído todo Edgar Allan Poe, Dickens. Me gustaba escribir, por ejemplo, las redacciones para la escuela. A los 20 años, como todo el mundo, yo también probé escribir. Justo el otro día encontré en el archivo, poniendo un poco de orden, una carpeta que decía "Intentos literarios". Y hay poesías de cuando estaba en la secundaria. Creo que todos hemos escrito poesías en la secundaria...

-¿Cómo fue el paso hacia la novela histórica?
-A la novela en general, porque yo he escrito de todo. La mitad de mis libros está ambientada en el presente: El oráculo (años 70), La torre de la soledad (años 30), Quimaira (ahora), El faraón del desierto (tercer milenio). Es decir, no tengo límites. Por otra parte, creo que todas las novelas son históricas. ¿Quién puede escribir una novela fuera de la historia? ¡Dios! Empecé a escribir por pura casualidad. Yo hacía unas pequeñas colaboraciones para una editorial de Bolonia. Ellos publicaban sólo clásicos, porque no pagaban derechos de autor... Un día la editora me dijo que iban a sacar una serie de narrativa, pero esta vez original y me preguntó: "¿Por qué no probás vos también? Sé que estás en el Instituto de Historia Antigua". Le contesté que nunca lo había hecho, pero que podía probar. Fue así como escribí una novela (en verdad, la mitad de una novela, porque ellos no querían que superara las 150 páginas) que se vendió bastante bien.

-¿Cuál?
-El título era otro, pero esa novela se convirtió luego en la primera parte de uno de mis libros más exitosos, Talos de Esparta .

-¿En qué año lo escribió?
-Años 70... Entonces me di cuenta de que era capaz de escribir. Y unos años más tarde se me ocurrió otra idea. Estaba excavando cerca de Roma con mis estudiantes de la Universidad Católica de Milán, huésped de mis colegas de la Universidad de Roma. Pensé que quería un editor más grande y sin ningún tipo de límites. La idea de escribir un libro, enviarlo y que después me mandaran la tarjeta amarilla "No entra en los programas editoriales" no me cerraba. Gracias a un amigo que trabajaba en Mondadori, logré obtener una cita con el editor y le planteé que quería exponerle un proyecto editorial. "Sabe, si todos vinieran a exponernos proyectos editoriales, nosotros no haríamos nada", me contestó. "Tiene razón, ya no lo molesto más", le respondí. Mientras me estaba yendo, agregué: "Pero si usted me da cinco minutos, se dará cuenta de que si no me los hubiera dado, no se lo habría perdonado jamás". Él se quedó descolocado. "A ver, escuchemos", me dijo. Y yo empecé a contarle la trama, como si fuera una película, todo pá, pá, pá...

-¿Era Aléxandros?
-No, Aléxandros llegó varios años después. Era Paladión , una historia moderna, con un ritmo infernal, un thriller arqueológico impresionante. Terminados los cinco minutos que habíamos convenido, le dije: "No quisiera aprovecharme de usted". Y el editor me detuvo: "No, no, tómese todo el tiempo que quiera, siéntese por favor". Entonces me di cuenta de que la cosa estaba cerrada... Me hizo hablar durante una hora, y yo también inventaba mientras hablaba, porque ni siquiera había hecho un esqueleto de la novela. Al final me dijo: "Es una historia fantástica, pero quién sabe cuándo usted la va a escribir". Le contesté: "Este verano, y si mientras tanto usted también me hace un contrato, voy a estar aún más contento". Fue así como salió esa novela, que fue un éxito.

-La primera novela con Mondadori.
-Sí, y después siempre me quedé en Mondadori.

-¿Por qué se leen las novelas históricas?
-Creo que la gente lee lo que le gusta, lo que considera lindo y apasionante. De qué tema se trate es un problema secundario. Como dije antes, no existe una novela que no sea histórica porque ¿cómo se hace, si no, para ambientarla? Para mí, más que la novela histórica, lo que fascina es la Antigüedad. La Antigüedad fascina porque vivimos en una dimensión cada vez más aleatoria, en una situación en la que prácticamente el ser humano, el individuo, es como una hoja al viento. Ya no hay más ideologías, no hay más creencias. La religión sufre por varios motivos. No hay más un punto de referencia: la globalización ha roto todos los obstáculos, todas las separaciones, pero también todas las formas de contención. Si uno va al pueblo a comprar algo, hay cosas chinas. Ya no existe el mundo al que estábamos acostumbrados y las personas tienen la impresión de no ser importantes. Las sociedades son cada vez más grandes y el individuo está cada vez menos presente o es cada vez menos tenido en consideración. Por ejemplo, Internet y el hecho de que todos quieran ser visibles en la Red, que todos quieran comunicarse, es una señal. No quieren estar en la oscuridad. La Antigüedad aparece como una dimensión en la que todavía había espacio para el individuo, el misterio, la aventura, para expandir la propia personalidad. Hoy la gran mayoría de las personas lleva una vida que no tiene ningún sentido: se levantan a la mañana, van a trabajar, hacen lo mismo todos los días, vuelven a la noche a su casa, encienden el televisor y se van a dormir. Esto, trescientos días al año. Y cuando se toman las vacaciones, van a los mismos lugares a hacer lo mismo que hacen todos. Por eso la Antigüedad es another time , another place , un lugar donde de algún modo todo era posible y todo era imposible. De hecho, podía suceder que un muchacho de 21 años como Alejandro tuviera el mundo de rodillas, frente a él, a la edad de mi hijo, a quien mi mujer todavía persigue diciéndole: "Comé la banana". Y también está la cuestión del exotismo y la curiosidad por dialogar de alguna manera con los propios antepasados. Hay muchos aspectos que ayudan.

-¿Quizás también ayude el hecho de que ya no existe una épica moderna?
-La épica no existe más. La épica fue el cine por un cierto período de tiempo. Pero también ahí estamos en las últimas fronteras. Sí, está Avatar pero después de Avatar, ¿qué se puede hacer?

-¿La vio?
-Sí, el distribuidor para Italia, que es muy amigo mío, quiso que yo estuviera en el estreno.

-¿Le gustó?
-Bueno... Es un film extraordinario desde muchos puntos de vista. Pero su importancia es que uno se da cuenta de que hemos llegado a un punto en que ya no hay nada imposible. La verdad es que ahora ni siquiera recuerdo la trama de Avatar , me acuerdo más de los pitufos. Las películas que me sé de memoria son Blade Runner , de Ridley Scott, 0 The Blues Brothers , o Matrix , el primero, o El Padrino . Es decir, ese tipo de películas que te quedan impresas porque están construidas de manera potente, con densidad sentimental, emotiva, con potencia expresiva. Es ése el tipo de películas que recuerdo. Avatar es una orgía óptica pero no me convence.

-¿Y cuánto de aventura y cine hay en sus novelas?
-En una novela hay de todo. El objetivo principal de la literatura es transmitir emociones y, a través de las emociones, también mensajes. Deriva justamente del hecho de que tenemos una mente que es mucho más grande que nuestra vida. Una mente que tiene capacidades infinitamente superiores a nuestro destino personal. Salgari, por ejemplo, que es uno de los más grandes escritores de aventura italianos, no se movió nunca de Turín. Sin embargo, ambientó sus novelas en todo el mundo porque era capaz de soñar, de inventar, de imaginar. Para que la emoción se transmita, todo debe parecer auténtico, aun si no lo es, aun donde no lo es. Por eso la perfección de los detalles, de los ambientes, de las situaciones es fundamental, si no, se rompe la magia.

-¿Hay reglas en cuanto a la imaginación histórica? ¿Cuál es el equilibrio entre la imaginación histórica y la ficción o la invención?
-La imaginación es ficción. Si nosotros hablamos de una novela, prescindiendo del período en que está ambientada, porque no cambia nada, siempre es imaginación. El otro día presentaba Los idus de marzo en Estados Unidos y en un momento me preguntaron cuánto hay de auténtico y cuánto de imaginación. Y es todo imaginación, si bien todo lo que cuento ha ocurrido en la realidad. Porque cuando habla César y hay un diálogo entre él, y por ejemplo, su mujer, o entre él y Cleopatra, soy yo el que habla. ¡No es él, no es Cleopatra, soy yo el que habla! De lo que realmente dijo César en su vida tendremos poquísimas frases que nos han llegado. Por lo tanto, es todo imaginación. Al mismo tiempo, digamos que mucho de lo que sucede en las páginas de la novela realmente ha sucedido. ¡Es otra dimensión! La historia con H mayúscula es el intento colectivo de la humanidad de construir una memoria común. La memoria después se transforma en identidad, algo de lo que tenemos una necesidad absoluta. Nadie puede vivir sin memoria, nadie puede vivir sin identidad. Pero sustancialmente hay dos dimensiones: la cronológica (esto pasó antes, esto pasó después) y la "política" (esto pasó debido a esto y tuvo estas consecuencias). La literatura tiene una tercera dimensión que es la de la vida, de los sentimientos, de las emociones, del terror, de la ansiedad, del amor. Tiene la capacidad de recrear ambientes. Ninguna página histórica mueve sus personajes en una situación ambiental de la misma forma, de modo unitario. Tenemos, por ejemplo, textos especializados que hablan de la vida cotidiana de Roma en el siglo I. Pero si hablamos de César, es todo un discurso, a nivel histórico, político, ideológico y cronológico. Son dos formas expresivas totalmente distintas.

-¿Como investiga los temas?
-Bueno, en literatura la investigación es bastante esencial pero no es tan radical, profunda y abarcadora como en el campo científico y es muy distinta de la que se hace en el ámbito histórico y científico. Por ejemplo, nada de lo que se cuenta en mi novela La torre de la soledad es verdadero, pero es una de las novelas que más me gustan. Tomemos la Odisea , que es para mí la novela más grande de todos los tiempos: nosotros sabemos bien que los cíclopes no existen, que las sirenas no existen, que los monstruos no existen, pero sin la Odisea seríamos mucho, mucho más pobres. Porque ahí el tema es otro: es contar la historia de un hombre en el que todos nos reconocemos. Cada uno de nosotros se reconoce en el protagonista de la Odisea , en esa ansiedad de ir siempre más allá, de perseguir un horizonte que se aleja cada vez que tratamos de acercarnos. El hecho de querer ir lejos pero también querer volver, las contradicciones del hombre, sus sentimientos, que son contradictorios pero que son el sentido de la vida, la sal de la vida. En suma, la investigación tiene como fin sobre todo dar un ambiente que sea auténtico. Si yo planto una banana en el jardín de Julio César, ya está, no es más algo creíble, no tiene más sentido, se descubre enseguida lo falso.

-Y para Los idus de marzo, ¿cuánto tiempo de investigación necesitó?, ¿qué documentación?
-Son cosas que conozco, por lo que se trata sobre todo de fórmulas de control. Es decir, yo voy a controlar si efectivamente tal día Cicerón estaba presente en Roma, o si Cleopatra estaba tal noche en la villa de César del otro lado del Tíber... Porque todo lo que es posible restituir a su autenticidad tiene que estar. Después, está la libertad del escritor de representar a los personajes de modo creíble, pero desde el punto de vista de la vida. O sea, el lector en ese momento puede asistir a un encuentro de los conjurados en una casa de Roma, de noche, a las dos de la mañana; puede asistir a las discusiones, observar las rivalidades, los distintos puntos de vista, los miedos de los unos, las decisiones de los otros... Y todo esto es imaginación, aun si es plausible. Por otra parte, tampoco en la historia existe un confín neto entre imaginación, literatura y expresión histórica. El discurso de Pericles sobre los caídos, llamado Epitafion , del primer año de la Guerra del Peloponeso, es considerado una de las piezas más altas tanto de la historia como de la literatura porque, por un lado, es el manifiesto de la democracia ateniense, y por otro, su fuerza y su potencia expresiva son extraordinarias. Si leo una obra literaria ambientada en un determinado período histórico, absorbo también una cantidad de elementos que son parte del ambiente de esa época, pero que nunca veo juntos en una página de historia. Por ejemplo, en este momento está ocurriendo una cosa: hay una entrevista, yo estoy vestido de un cierto modo, ésta es una alfombra hecha de tal otro modo, hay un cuadro en la pared, hay un fotógrafo que está sacando fotos, estamos tomando un café, que fue hecho de tal modo, etcétera. Son los elementos que forman la realidad. Nunca están todos juntos en una página de historia, sino que sólo están en una página de literatura, y es ésa la magia, la fascinación... ¡Es la vida! ¿Nosotros qué queremos de la literatura? Queremos esa vida que nuestro destino personal no nos ha concedido. Por eso soñamos de noche y soñamos también de día. La investigación, si uno quiere, se la puede mandar a hacer a un muchacho del tercer año de la universidad. Le da tres mil euros y le dice: "Controlame estas cosas". Si es diligente y no es un estúpido, lo hace. Pero ser un escritor exige una cosa que se llama talento, que no se puede aprender. O se lo tiene o no se lo tiene. En eso reside la capacidad de cautivar a las personas, de transmitir emociones.

-¿Con cuál de todas las novelas que escribió se divirtió más?
-Más que diversión escribir es siempre una fatiga... Una de las novelas que más amo es El oráculo , que está ambientada en la Grecia de los años 70, durante la dictadura de los coroneles. Yo estaba en Atenas durante la noche del asalto al Politécnico... La historia está infiltrada por una profecía del undécimo libro de la Odisea , es decir, una profecía de dos mil setecientos años, que en un momento es lo que da el sentido del misterio y de la imaginación, lo que da el sentido de todos los hechos. Esto sólo puede suceder en una historia imaginada, inventada, construida, donde existe la posibilidad de combinar de todo, de crear todos los elementos posibles, que pueden recrear completamente el mundo. Eso es lo que hace que el lector se encuentre dentro de la novela y no afuera. Como en una página histórica, en la que el lector también está fuera de los sentimientos y de las emociones, porque debe él mismo, como el historiador, intentar acercarse lo más posible a una posible verdad. ¿Qué pasó realmente? Sabemos que la verdad es un concepto abstracto. Cada uno de nosotros tiene su punto de vista sobre la verdad. La historia tiene la carga de la prueba, mientras que la literatura, no. En literatura uno habla como si fuera el único testigo existente de lo que está contando. Después, está en su honestidad intelectual crear un mundo donde existen las emociones, que son protagonistas, y al mismo tiempo, un mundo que él, en su alma, siente que es el más cercano posible, de todos modos, a una verdad. Pero es otro registro, es otra forma expresiva.

-¿En qué sentido?
-Cuando Tucídides escribe la Guerra del Peloponeso , que marca el inicio de la historiografía moderna, dice: "Olvídense de los poetas, ellos escriben por el placer del auditorio, de la gente que los escucha, ellos escriben para entretener; lo que escribo yo es un patrimonio para siempre, porque yo soy testigo de las cosas, yo les digo lo que realmente sucedió". Aunque después esto no sea cierto, porque existe lo que llamamos "crítica de las fuentes", que es un sistema muy sofisticado para analizar cualquier tipo de testimonio y tratar de extraer todo lo que es atendible y lo que, en cambio, es un punto de vista, también quizá muy personal, de la fuente que estamos leyendo. Por eso, al final, se trata de mundos que no se pueden separar con una línea neta. Reitero, no importa el tipo de ambientación. Cualquier ambientación es posible en literatura. También en el futuro. Las cosas no cambian por eso. ¿Por qué nacieron la épica, el teatro, la poesía, la ópera, el cine? Porque nos ofrecen vidas que nosotros nunca hubiéramos podido vivir, pero que queremos vivir. Cuando íbamos al cine de chicos, salíamos y enseguida cada uno quería ser en el juego el héroe que había visto en la pantalla. Imitábamos su modo de comportarse, de hablar, de empuñar la pistola. ¿Por qué? Porque en esas dos horas cada uno de nosotros se había convertido en el héroe que veía en la pantalla, así como cuando uno lee la Odisea , se convierte en Ulises. Ésa es la fuerza de este modo de narrar. Nosotros necesitamos de la memoria y de la identidad, pero también necesitamos de la emoción. Porque una vida sin emociones es una vida sin sentido.

-Usted dirigió una colección en la que eligió a escritores para que novelaran todo Roma...
-Sí, el editor eligió buenos escritores y cada uno tomó un argumento principal de la historia de Roma. Yo participé en el proyecto general y es algo que está funcionando bien. Son cosas que, si están bien hechas, ejercen siempre mucha fascinación.

-¿Ahora en qué está trabajando?
-El año pasado trabajé mucho para el cine, un gran proyecto internacional, una trilogía épica que está en fase de guión... Pero veremos, son proyectos enormes.

-¿De qué se trata?
-Lamentablemente no puedo decir más que eso. La producción en su momento anunciará la cosa, porque son proyectos tan complejos, difíciles y costosos que es mejor no hablar. Para mí fue una experiencia extraordinaria. Lo más extraordinario fue indagar sobre un período, una época y una situación que conocía en la medida en que cualquier persona de cierta cultura conoce esas cosas, pero en las que nunca había ido a fondo. Ahí sí que tuve que estudiar a fondo, porque si uno quiere tener una competencia aceptable en cualquier campo, debe especializarse, si no, es imposible saber todo.

-¿Entonces no está escribiendo ninguna novela ahora?
-No. Mi última novela fue Los idus de marzo, que presenté en Estados Unidos hace unas semanas.

-Una novela que es muy actual...
-Sí, es un thriller político. Yo me quedé fascinado por el componente caótico de la historia. Es una ilusión creer que el ser humano puede forjar su propio destino. Puede hacer mucho, pero al final se le escapa. Puede pasar cualquier cosa. Basta un terremoto, o pensemos en el avión que se cayó con el presidente y medio gobierno de Polonia... Ése es un aspecto caótico de la historia. Nadie podía esperarse algo parecido. En Los idus de marzo yo me di cuenta de que en los últimos veinte minutos, pasó de todo. Yo hice mis cálculos y diez minutos antes de que se diera el primer golpe de puñal, los conjurados estaban listos para matarse. Pero después pasó otra cosa, una estupidez, y eso es muy fascinante. El hecho de que llega cierta noticia, o de que uno interpreta de una cierta manera una mirada, hubiera podido cambiar el curso de los hechos, también de los nuestros, y hubiera podido cambiar nuestra vida de hombres de hoy. Eso es fascinante. Además, hay algo siempre actual, que es cuánto el hombre está dispuesto a pagar en términos de libertad para tener paz, prosperidad, tranquilidad; para olvidar el horror, las venganzas, los asesinatos, las ejecuciones sumarias. ¿Cuánto pesa el miedo en el plato de la balanza? Y el rol de hombres especiales como lo fue César. Un hombre que dice: "Aquí alguien tiene que poner fin a las guerras civiles porque si no, todo este mundo terminará", y tenía razón. Muchos años después Tácito, hablando de la "pax Augustea", dirá tranquillitas non libertas (tranquilidad, no libertad). Pero también es cierto que seguimos viendo cosas tan tremendas como esos padres a quienes les devuelven el cadáver de un hijo de 20 años, uno de esos chicos que caen en Bagdad o en Afganistán... ¿Cuánto estamos dispuestos a pagar para que esto no sea más necesario? Son problemas eternos. César estaba convencido de que era el hombre justo para poner fin a todo eso. Pero para lograrlo era necesario un poder casi absoluto, nadie sabe por cuánto tiempo. Él se metió en un camino sin retorno, dijo "Ahora o nunca más. O lo hago yo o será el fin".

-¿Qué diferencia hay entre su Idus de marzo y lo que hizo Shakeaspeaere?
-Que Shakespeare es un genio y yo no [risas]. Yo soy una persona dotada de alguna capacidad de imaginación, de intensidad de sentimientos y de capacidad emotiva, pero Shakespeare era un gigante, como Dante Alighieri. Dante siempre me impresionó porque escribió una carta a su protector Cangrande della Scala que dice :"Yo vi en serio las cosas que escribí". Lo cual obviamente no es cierto porque Dante no fue al infierno ni al purgatorio ni al paraíso... Esperemos de todos modos que exista el paraíso, porque se lo ha merecido. Su mente, su potencia imaginativa lo hicieron real. Nunca me olvido de una frase del film Matrix , el primero: "Your mind makes it real" (Tu mente lo hace real), no hay nada más cierto... ¿Cuántas veces a la una o la dos de la mañana, mientras escribo en la oscuridad, con la música, se me llenan los ojos de lágrimas, o siento terror y tengo que parar, mirar un poco de televisión e irme a la cama? ¿Por qué? Porque uno se autosugestiona y es el modo con que uno puede comunicar emociones a la gente. Esto queda confirmado por el hecho de que la gente me para en la calle y me dice: "Leí todo lo que usted escribió", y las ediciones económicas de mis novelas son reimpresas cada cuatro o cinco meses en Italia y también en el exterior.

-¿Cómo es su rutina?
-Lo ideal sería sentarse a escribir cuando uno tiene ganas. Pero en la realidad la vida es distinta. Existen empresas con miles de empleados que ponen en pie toda una maquinaria y uno no puede hacerse la estrella de Hollywood. Existe también un aspecto profesional por el cual, si uno se compromete a entregar el libro tal día, hay que tratar de cumplir. Dicho esto, uno logra desarrollar la capacidad de sumergirse repentinamente adentro de una gran aventura como si no hubiera pasado nada. Yo prefiero trabajar de noche.

-Es un pájaro nocturno...
-Sí, todas las mañanas hago una hora de gimnasia, después leo los diarios, los mails, respondo mensajes, llamados. De tarde estudio, me preparo, pero para la narrativa trabajo de noche. Para los ensayos no, escribo de mañana o en la tarde. Como estoy firmemente convencido de que mis lectores esperan de mí una gran historia y emociones fortísimas, no estoy dispuesto a escribir una página que no merezca ser escrita. Por eso, tengo que trabajar en condiciones ideales. Yo no podría nunca trabajar en un hotel o en una estación. Puedo hacer trabajos de corrección o revisión de cosas ya escritas. Pero nunca lograré componer en un avión, en un tren o en un no lugar.

-¿Y escucha música clásica o de qué tipo mientras escribe?
-No, no. La música clásica es tan importante que termina por distraerte. Uno piensa en Beethoven y no piensa en la historia...

-¿Radio?
-No, son músicas ambientales. Tengo una persona que me hace especialmente unas compilaciones de diversas músicas. Me di cuenta de que para mí la música era vital, fundamental y conocí casualmente a una persona que se ocupa de eso y que elige las músicas. Yo ni siquiera sé lo que estoy escuchando, ella me prepara cosas extraordinarias, la alfombra narrativa: música de suspenso, de terror, patética, etcétera. Es la banda musical de mis sueños o de mis pesadillas.

-Si usted llega a un capítulo dramático, ¿ella ya sabe?
-Cuando yo empiezo a escribir, mi historia ya existe. Entonces le digo: "Mirá, voy a necesitar sustancialmente estas atmósferas", y ella me crea eso y me manda los CD.

-¿Fuma?
-Fumo dos cigarrillos por día.

-¿Cuáles son sus escritores preferidos contemporáneos? ¿Autores de novelas históricas?
-No leo novelas históricas, sino que leo de todo. Hace poco leí La elegancia del erizo . Pero también leo a Saviano, a Valerio Evangelisti, a McEwan... Leí mucha literatura del siglo XIX. A menudo releo los clásicos: Tolstoi, Dostoievski, Manzoni, Verga. Lamentablemente, en los últimos tiempos escribo más de lo que leo.

-Para terminar, usted dice que todas las novelas en verdad son históricas, pero ¿es menos artista un escritor de novelas históricas?
-Depende. Hay escritores que tienen un buen conocimiento de una determinada época y piensan que eso es suficiente para ser escritores. Y hacen ese híbrido que yo no amo mucho y que llaman historia novelada. En realidad, son personas que no tienen la capacidad de inventar una historia, por lo cual, como la historia ya está hecha, la cuentan como una ficción. Eso es un tipo de literatura menor, sin duda, porque no hay creatividad. Pero, por ejemplo, la literatura italiana moderna comienza con Los novios , de Alessandro Manzoni, que es una novela histórica y una obra maestra. ¿Por qué? Porque existe una historia que imaginó él, pero también existe la descripción de hechos reales, por ejemplo la peste de Milán, que es algo como para quedarse sin aliento. Ahí está la potencia creativa de un gran genio, que toma un hecho histórico y lo transforma en una visión onírica, de pesadilla, de una potencia devastadora. El dónde y el cuándo son relativos, lo importante es que salga una gran historia, que apasione, que cautive, que encante.

Por Elisabetta Piqué para Adn Cultura
Corresponsal en Italia - Módena, 2010

24 de agosto de 2010

La parálisis de la crítica

Me gustó mucho esta nota publicada en Revista Ñ; de fácil lectura y muy objetiva.
Espero les guste.
Saludos!


Complaciente, perezosa, acomodaticia. Así define Gonzalo Garcés a las reseñas literarias en español y traza una radiografía de los defectos y las virtudes del análisis de libros.

Yo leo crítica literaria para divertirme. Encuentro que la reseña, como género, no está muy por debajo del cuento o el ensayo. Dicho esto, las reseñas que leo por placer están casi siem­pre en inglés. Alguien dirá que soy un esnob. Es una posibilidad. Pe­ro cualquiera que conozca el New York Times Review of Books, o el New Yorker, entiende que la razón es otra. La verdad es que la crítica en español, con excepciones, es aburrida. Con esto quiero decir: complaciente, perezosa, acomo­daticia. En inglés a veces también es estas cosas, pero en conjunto no. ¿Por qué?

Aclaro que la reseña en caste­llano no es, hasta donde llega mi conocimiento, la peor del mundo. Esa palma le toca a Francia, donde la prosa de cotillón, el provincia­nismo y el amiguismo la vuelven derechamente ilegible. En Francia, la reseña suele consistir en una re­capitulación mimosa de la carrera del autor y una descripción lírica del libro. Si el escritor es hombre, el reseñista puede decir cosas como: "Noguez lava sus textos a noventa grados." Si es mujer, que su pluma "acaricia, como las uñas antes de arañar." Los dispositivos preferidos son la clasificación en seudocategorías ("Guyotat pone en juego una teología del deseo"), la banalidad en forma de díptico ("Nothomb impone su propia concepción del mundo, con una desenvoltura que contrasta con la profundidad del tema") y el gui­ñote culto ("Una novela que nos pone cara a cara con el Otro"). Por otro lado, está la crítica en profon­deur ; es peor. Ahí la obra desapare­ce bajo los escombros de la teoría posestructuralista, y de allá abajo no hay rescate posible.

En España, la crítica suele ser igual de descerebrada, pero al menos tiene el encanto de lo rús­tico. Después del amaneramiento francés, reconforta leer al agrama­tical Francisco Solano (quien, en una reseña reciente, elogia a Ju­lian Barnes por escribir "con una completa desconfianza al estilo so­lemne") o al hilarante Ricardo Se­nabre, que termina todas sus rese­ñas con una andanada de correc­ciones escolares. Uno casi puede oír el acento de maestro rural, esti­lo Amanece que no es poco , cuan­do Senabre deplora en una novela "ciertos anglicismos de moda", asevera que no debe decirse "no sufras" sino "no te preocupes", y termina despachando al autor con una palmadita en el hombro: hala, ahora a jugar, chaval, y no hagas trastadas. En la Argentina, la barra está colocada un poco más alto. Al menos suele haber cierta noción de historia literaria, cierta idea de que un libro debería situarse en un contexto. Pero, a la hora de la verdad, la crítica argentina padece las mismas taras que la española. Es chirle; casi nunca transmite la impresión de que hay algo impor­tante en juego.

En este punto, supongo, se podría protestar que en España y Latinoamérica hay críticos admi­rables. Los hay, por supuesto. A los nombres evidentes (Domín­guez Michael, Faverón, Carrión, Gandolfo) podría agregar otros menos conocidos (Walter Cassa­ra, Osvaldo Gallone). Pero no se trata de eso. Es en las constantes donde se manifiesta el estado de la cultura. Y el hecho es que cier­tas nociones, y sobre todo ciertas inhibiciones, hacen de la crítica en castellano algo más débil de lo que podría ser.

¿Quién te creés?

¿Qué autoriza al crítico a decir lo que dice? Robert Musil escribió (y a Ignacio Echevarría le gusta repe­tirlo) que la autoridad del crítico le viene de la capacidad de tener ra­zón. Muy bien. ¿Pero razón sobre qué? Se puede tener razón al decir que un libro es malo, pero eso no basta para hacer interesante una reseña. Ahora bien, los críticos españoles establecidos –cuando no están adulando abyectamente a un autor publicado por el mis­mo grupo editorial del diario que les paga el sueldo–, están intere­sados en una sola cosa: el control de calidad.

A tono con esa suerte de servi­cio de protección al consumidor, usan esos modismos que suelen dar un aire tan cómicamente al­midonado a los suplementos espa­ñoles: "Echase en falta una mayor agilidad..." "No se puede en modo alguno aprobar..." A propósito de esfuerzos ridículos por esconder la propia subjetividad, me acuerdo de un compañero de colegio que una vez, jugando a las escondidas, cuando lo descubrieron gritó: ¡No, yo no estoy acá! Si eso fue motivo de risa durante toda la primaria, no veo por qué merece menos quien intenta ganar autoridad desapareciendo detrás de la figura pétrea del Custodio de la Cultura.

Pero su par argentino no lo hace mucho mejor. Es curioso cómo, partiendo de un tono muy distinto, termina por causar un efecto bastante similar. El crítico argentino típico se reconoce por un rasgo: no critica. Si formula reparos, lo hace sobre el final y co­mo por cumplir, se queja de la fal­ta de agilidad de algún diálogo o la insuficiente definición de un per­sonaje, y nunca como problema a indagar. Por lo demás, procura ex­poner lo que cree la intención de la obra, omitiendo cuanto puede los juicios de valor. Si la autoridad a la que aspira el crítico español es la del árbitro del gusto, la que bus­ca el argentino está más ligada a cierta pretensión positivista, la au­toridad del profesor. Este modelo también tiene sus peligros.

¿Cómo construye sus reseñas el crítico argentino? Típicamen­te, el primer párrafo anuncia la "propuesta". Se hace una des­cripción del estilo, se menciona una tendencia general en la que se inscribe o se parafrasea una de las escenas. Leemos: "La saga familiar parece haberse vuelto una tradición literaria hindú..." (Nina Jäger, Página/12, para in­troducir una novela de Anuradha Roy). "Escenas breves, mínimas iluminaciones y un estilo seco, despojado." (Susana Rosano, Ñ, para introducir un libro de Ja­mes Salter). "Alonso Cueto [...] profundiza en las ramificacio­nes de la culpa y la persistencia del pasado." (Clara Albertengo, ADN cultura). En la revista onli­ne El Interpretador, una reseña de un libro de Alan Pauls, firma­da por Micaela Cuesta y Mariano Zarowsky, se abre con una cita de Rodolfo Walsh: "Un intelectual que no comprende lo que pasa en su tiempo y en su país es una contradicción andante".

Nada que objetar a todo esto. El malestar empieza al compro­bar que el autor de la reseña no procede a examinar en qué medi­da esas propuestas o modelos tu­telares se realizan, o no. Hablo de la falta de una estructura retórica ("Parece que hay esto; ¿es lo que parece?") que, aunque no hiciera otra cosa, ofrecería una ilusión de indagación en acto; pero en rea­lidad ofrece mucho más. Parece mentira que haga falta recordar­lo, pero en política, en arte, en el mercado, en el sexo, las relacio­nes de poder están marcadas por el intento de unos por parecer al­go, y el intento simétrico de otros por discernir la verdad detrás de esa apariencia. Barthes escribió que la función de la escritura no es sólo comunicar o expresar, sino imponer "un más allá del lenguaje que es al mismo tiem­po la Historia y el partido que to­mamos en ella." ¿Y cuál sería la primera función del crítico, si no es discernir ese partido tomado que la escritura delata, pero que el escritor prefiere ocultar, o de­rechamente ignora?

Pero el crítico promedio en este país, por alguna razón, se prohíbe especular sobre las in­tenciones del autor (o la genera­ción, o el género sexual, o la clase social, o el grupo editorial) acti­vas detrás del libro. Hace como si la intención o el anuncio o el programa fuera lo mismo que el resultado. En el desarrollo de las reseñas que cité antes, resulta que el libro de Cueto, en efecto, profundiza en las ramificaciones, que la novela de Roy es en efecto una saga familiar, que los cuen­tos de Salter en efecto son secos y despojados, y que la novela de Pauls, en efecto, responde bas­tante bien a la frase de Walsh. ¿Y cómo iba a ser de otro modo, si todo el esfuerzo del crítico estuvo consagrado a afirmar esas relacio­nes? Es como buscarle formas a las constelaciones y después feli­citarse de haber descubierto que en el cielo hay un centauro.

Como se ve, esto excluye toda posibilidad de hacer crítica real. Si el crítico cree que toda su mi­sión consiste en glosar la forma en que la obra ilustra una consig­na formulada por un prócer lite­rario, o las supuestas intenciones del autor, entonces tiene todo el interés del mundo en ayudar ac­tivamente al libro a rendir, como frutos esperados, esas ilustra­ciones. Esto se llama colusión de intereses. El libro le provee al crítico la ocasión de mostrar su buena formación, y éste, a cam­bio, lo presenta como un arte­facto inobjetable, sin fisuras, un sistema de correspondencias tan perfecto como un crucigrama re­suelto o un dibujo de Pictionary . No digo nada de lo apasionante que resulta, presentada de esta forma, la literatura.

Dos versiones de Ford

Quizá no es necesario que sea así. Tengo a mano dos reseñas de la novela Acción de gracias , de Richard Ford. La primera apare­ció en el diario español El Mundo y la firma José Antonio Gurpegui; la otra la escribió A.O. Scott para el New York Times.

La reseña de Gurpegui es re­presentativa. Desde la primera frase descarta la crítica en favor del cholulaje: "Richard Ford fue uno de los invitados estrella du­rante la última edición de la feria de Francfort." Siguen tres párra­fos de sinopsis; en el cuarto, se afirma que cierta frase del pro­tagonista de Acción de Gracias "podía haberla pronunciado el inefable Conejo Armstrong de Updike, o el singular Nat Zucker­man de Philip Roth". Que Ford se parece a Roth y Updike es una de esas ideas que corren por las redacciones y se repiten a falta de opiniones propias. Gurpegui no intenta someterla a examen. So­bre el final, advierte que hay en la novela personajes "que plantean complejos interrogantes": se re­fiere al tibetano Mike Mahoney. Dicho lo cual, cambia de tema. Por lo visto, los interrogantes son tan complejos que mejor ni tocarlos.
Son 706 palabras. No hay una que no pudiera estar en la solapa del libro.

La reseña de Scott toca casi los mismos puntos que Gurpegui. Pero ahí donde el español repro­duce acríticamente, Scott indaga. En realidad, basta el primer pá­rrafo para establecer –y, de nue­vo, no hay crítica sin esto– que estamos ante un problema. Scott cita del libro: "Ojalá pudiera decir que tengo una fórmula para con­vertir la cualidad de lo grande en pequeño." Esta frase resume una voluntad muy presente en la no­vela: presentar lo cotidiano como lo que vale la pena narrar de la experiencia humana. Frank Bas­combe, el protagonista, insiste en presentarse como un tipo nor­mal. Scott toma nota, pero duda. En la práctica —dice—, el autor amplía hasta lo monumental lo que normalmente sería pequeño. Cada sándwich que se come, cada subida a la autopista, está tratada como un hecho épico. Pese a las protestas de normalidad, el mun­do de Frank tiende al gigantismo. Scott nota que esto puede ser ha­lagador para los lectores, que se encuentran, al mismo tiempo, con un personaje excepcional y con permiso para considerarlo como su igual:
"Aquellos de nosotros que so­mos menos modestos que Frank nos complacemos en proclamar­lo un Hombre Representativo, un Héroe Cotidiano, un reluciente ejemplar del Gran Cualunque Americano."

En menos de una página te­nemos una discusión en marcha acerca de la identidad colectiva, los arquetipos nacionales, la no­ción consensual de "normalidad" y los juegos más o menos dies­tros que un escritor puede inten­tar a partir de esto. Sería absurdo sostener que esto agota lo que una reseña puede hacer; decir que no resulta más estimulante que el ejercicio publicado por el español sería mala fe.

Por otra parte, la reseña de Scott pone de manifiesto, por contraste, las inhibiciones que paralizan al sistema crítico ar­gentino: la repugnancia a pre­guntarse por la recepción, por las teclas que el libro tocará en el lector común, y la renuencia a tomarse a sí mismo como campo de pruebas válido para inferir esa recepción. Ni siquiera aceptamos el concepto de "público"; nos re­sulta demagógico, sospechoso de mercantilismo. Pero el público, sin preocuparse de lo que pense­mos, existe; y en cambio el libro no existe plenamente hasta que entra en contacto con él. Consi­derado esto, que el crítico tome sus propias reacciones como aceptablemente representativas y las incluya como prueba de cargo, sin esconder su necesaria subje­tividad, sin el "nosotros" clerical ni la impostación positivista, no es un acto de soberbia sino de humildad, apropiada y provecho­sa humildad. Cuando el crítico se resigna a decir "yo", se puede empezar a construir algo.

En el caso de Scott, le permite plantear la disparidad entre la co­sa que Acción de gracias pretende ser y lo que resulta en la lectura. Bascombe (concluye Scott) no es un personaje representativo; co­mo a una persona real, sólo pode­mos aceptarlo o rechazarlo como ser humano. Yo no estoy seguro de compartir esa conclusión. Lo cual, si algo prueba, es que una reseña ni siquiera necesita con­vencer para resultar interesante.

Por Gonzalo Garces para Revista Ñ

19 de agosto de 2010

Carta a un joven escritor (I) / Arturo Perez Reverte

Pues sí, joven colega. Chico o chica. Pensaba en ti mientras tecleaba el artículo de la semana pasada. Recordé tus cartas escritas con amistad y respeto, el manuscrito inédito –quizá demasiado torpe o ingenuo, prematuro en todo caso– que me enviaste alguna vez. Recordé tu solicitud de consejo sobre cómo abordar la escritura. Cómo plantearte una novela seria. Tu justificada ambición de conseguir, algún día, que ese mundo complejo que tienes en la cabeza, hecho de libros leídos, de mirada inteligente, de imaginación y ensueños, se convierta en letra impresa y se multiplique en las vidas de otros, los lectores. Tus lectores.

Vaya por delante que no hay palabras mágicas. No hay truco que abra los escaparates de las librerías. Nada garantiza ver el fruto de tu esfuerzo, esa pasión donde te dejas la piel y la sangre, publicado algún día. Este mundo es así, y tales son las reglas. No hay otra receta que leer, escribir, corregir, tirar folios a la papelera y dedicarle horas, días, meses y años de trabajo duro –Oriana Fallacci me dijo en una ocasión que escribir mata más que las bombas–, sin que tampoco eso garantice nada. Escribir, publicar y que tus novelas sean leídas no depende sólo de eso. Cuenta el talento de cada cual. Y no todos lo tienen: no es lo mismo talento que vocación. Y el adiestramiento. Y la suerte. Hay magníficos escritores con mala suerte, y otros mediocres a quienes sonríe la fortuna. Los que publican en el momento adecuado, y los que no. También ésas son las reglas. Si no las asumes, no te metas. Recuerda algo: las prisas destruyeron a muchos escritores brillantes. Una novela prematura, incluso un éxito prematuro, pueden aniquilarte para siempre. Lo que distingue a un novelista es una mirada propia hacia el mundo y algo que contar sobre ello, así que procura vivir antes. No sólo en los libros o en la barra de un bar, sino afuera, en la vida. Espera a que ésta te deje huellas y cicatrices. A conocer las pasiones que mueven a los seres humanos, los salvan o los pierden. Escribe cuando tengas algo que contar. Tu juventud, tus estudios, tus amores tempranos, los conflictos con tus padres, no importan a nadie. Todos pasamos por ello alguna vez. Sabemos de qué va. Practica con eso, pero déjalo ahí. Sólo harás algo notable si eres un genio precoz, mas no corras el riesgo. Seguramente no es tu caso.

No seas ingenuo, pretencioso o imbécil: jamás escribas para otros escritores, ni sobre la imposibilidad de escribir una novela. Tampoco para los críticos de los suplementos literarios, ni para los amigos. Ni siquiera para un hipotético público futuro. Hazlo sólo si crees poder escribir el libro que a ti te gustaría leer y que nadie escribió nunca. Confía en tu talento, si lo tienes. Si dudas, empieza por reescribir los libros que amas; pero no imitando ni plagiando, sino a la luz de tu propia vida. Enriqueciéndolos con tu mirada original y única, si la tienes. En cualquier caso, no te enfades con quienes no aprecien tu trabajo; tal vez tus textos sean mediocres o poco originales. Ésas también son las reglas. Decía Robert Louis Stevenson que hay una plaga de escritores prescindibles, empeñados en publicar cosas que no interesan a nadie, y encima pretenden que la gente los lea y pague por ello.

Otra cosa. No pidas consejos. Unos te dirán exactamente lo que creen que deseas escuchar; y a otros, los sinceros, los apartarás de tu lado. Esta carrera de fondo se hace en solitario. Si a ciertas alturas no eres capaz de juzgar tú mismo, mal camino llevas. A ese punto sólo llegarás de una forma: leyendo mucho, intensamente. No cualquier cosa, sino todo lo que necesitas. Con lápiz para tomar notas, estudiando trucos narrativos –los hay nobles e innobles–, personajes, ambientes, descripciones, estructura, lenguaje. Ve a ello, aunque seas el más arrogante, con rigurosa humildad profesional. Interroga las novelas de los grandes maestros, los clásicos que lo hicieron como nunca podrás hacerlo tú, y saquea en ellos cuanto necesites, sin complejos ni remordimientos. Desde Homero hasta hoy, todos lo hicieron unos con otros. Y los buenos libros están ahí para eso, a disposición del audaz: son legítimo botín de guerra.

Decía Harold Acton que el verdadero escritor se distingue del aficionado en que aquél está siempre dispuesto a aceptar cuanto mejore su obra, sacrificando el ego a su oficio, mientras que el aficionado se considera perfecto. Y la palabra oficio no es casual. Aunque pueda haber arte en ello, escribir es sobre todo una dura artesanía. Territorio hostil, agotador, donde la musa, la inspiración, el momento de gloria o como quieras llamarlo, no sirve de nada cuando llega, si es que lo hace, y no te encuentra trabajando.

Publicado en XL Semanal

14 de agosto de 2010

Accidente ferroviario / Thomas Mann

Excelente cuento del autor de una de mis novelas favoritas; "La montaña mágica"; espero lo disfruten. Saludos!

Accidente ferroviario
Thomas Mann

¿Hay que contar algo? ¿Aunque no sepa nada? Bueno, en este caso, voy a contar algo.
Una vez -de esto hace ya dos años- estuve presente en un accidente ferroviario. Todos sus pormenores parecen estar ante mis ojos.

No fue un accidente de primera categoría, uno de estos clásicos “acordeones” con “docenas de personas desfiguradas” entre los hierros, etc., etc. No. Sin embargo, fue un accidente ferroviario auténtico, con todos sus requisitos circunstanciales, y, por añadidura, durante la noche. No todos han vivido un suceso como éste, y por esto quiero contarlo lo mejor posible.

Me dirigía, en aquella ocasión, a Dresde, invitado por un grupo de amantes de las buenas letras. Era, pues, un viaje artístico y profesional, uno de estos viajes que no me disgusta emprender de vez en cuando. Al parecer, uno representa algo, ha entrado en la fama, la gente aplaude su presencia; no en vano se es súbdito de Guillermo II. Por lo demás, Dresde es una hermosa ciudad (especialmente su fortaleza), y tenía intención de pasar después diez o catorce días en el “ciervo blanco” para cuidarme un poco y quizá, si a fuerza de “aplicación” me venía la inspiración, para trabajar también un poco. Con este propósito había puesto mi manuscrito en el fondo de mi maleta, con mis apuntes, un inmenso legajo de cuartillas envuelto en papel de embalar de color parduzco y atado con un fuerte cordel que ostenta los colores bávaros.

Me gusta viajar con comodidad, especialmente cuando me pagan el viaje. Utilizaba, por consiguiente, los coches-camas; el día antes había encargado un departamento de primera clase, y ahora me encontraba instalado en él. Sin embargo, tenía fiebre, fiebre de viajar, como me ocurre siempre en tales ocasiones, pues salir de casa sigue siendo para mí una aventura y en cuestiones de viaje nunca llegaré a estar completamente curado de espantos. Sé muy bien que el tren de la noche para Dresde sale todas las tardes de la Estación Central de Munich y llega a Dresde por la mañana. Pero, cuando viajo solo en tren y mi suerte está unida a la suya, la cosa se torna grave. Entonces no puedo sacarme de la cabeza la idea de que el tren parte aquel día exclusivamente para mí, y este error irracional tiene naturalmente como consecuencia, una excitación interna, profunda, que no me abandona hasta que no he dejado tras de mí todas las formalidades del viaje, el trabajo de hacer las maletas, el trayecto de casa a la estación en un taxi cargado de bártulos, la llegada a la estación, la facturación del equipaje, y hasta que no me sé definitivamente bien instalado y en seguida. Entonces, indudablemente, me entra una laxitud y bienestar en todo el cuerpo, el espíritu se interesa por otras cosas, la gran atracción de lo lejano se descubre tras la bóveda de vidrio y el corazón goza de la placentera espera.

Así sucedió también aquella vez. Había dado una buena propina al mozo que trajo mi equipaje de mano, y él había cogido satisfecho las monedas y me había deseado un buen viaje. Estaba yo entonces fumando mi cigarrillo de la tarde en el pasillo del coche-cama, recostado en una ventana y mirando el tráfago del andén. Se oían silbidos y chirridos de ruedas, carreras apresuradas, despedidas y el voceo salmodiado de los vendedores de periódicos y refrescos, y sobre todo este ajetreo ardían las grandes lunas eléctricas en medio de la neblina de aquella tarde otoñal. Dos forzudos mozos tiraban de una carretilla cargada de grandes maletas hacia la parte delantera del tren, donde estaba el furgón del equipaje. Reconocí mi maleta por ciertas señales que me eran familiares. Allí iba ella, una entre tantas, y en su fondo reposaba el precioso fardo de papeles. “Bueno, pensé... no hay por qué preocuparse, están en buenas manos”... Miren a ese revisor con bandolera de piel, frondoso mostacho de sargento de policía y mirada enfurruñada y alerta. Miren con qué brusquedad impone su autoridad a aquella anciana de mantilla negra y deshilachada, porque estaba a punto de subirse al vagón de segunda clase. Este hombre es el estado -nuestro padre- la autoridad y seguridad. No da gusto tener tratos con él, es severo, muy severo, muy áspero, pero puedes fiarte de él y tu maleta está tan segura con él como en el seno de Abraham.

Un señor con polainas y gabán de entretiempo se pasea por el andén y lleva un perrito atado con una correa. Nunca vi un perrito tan mono. Es un dogo regordete, brillante, musculoso, con manchas negras, tan bien cuidado y gracioso como esos perritos que se ven a veces en los circos y que divierten al público corriendo alrededor de la pista con todas las fuerzas de su pequeño cuerpo. El perro lleva un collar de plata, y la correa de la que es conducido es de piel trenzada y de color. Pero esto no ha de asombrarnos si observamos a su amo, el señor con polainas, quien sin duda es de la más noble alcurnia. En un ojo lleva un monóculo que hace más severo todavía su semblante, y las puntas de su bigote se le levantan tercamente, dando a la comisura de sus labios y a su barbilla una expresión de despecho y firmeza. Dirige una pregunta al revisor de aire marcial, y aquel hombre simplón, que se da perfecta cuenta de con quién tiene que habérselas, le responde saludándolo con la mano en la gorra. Luego el caballero continúa su paseo, satisfecho de la impresión que causa su persona. Pasea seguro de sí mismo, metido en sus polainas; su rostro es frío, cáustico, y no se amedrenta ante hombres ni cosas. Es evidente que nunca ha experimentado la fiebre de los viajes; es para él una cosa tan normal y corriente que no le constituye ninguna aventura. Se encuentra como en su casa, tranquilo y sin miedo de las instituciones y los poderes, una sola palabra lo explica: es un caballero. Yo no puedo abarcarlo de una sola mirada.

Cuando cree que es hora, sube al tren (el revisor acababa de volverse de espaldas). Pasa por detrás de mí en el pasillo y, aunque choca conmigo, no dice “perdón”. ¡Qué caballero! Pero esto no es nada en comparación con lo que sigue. ¡El caballero, sin pestañear siquiera, se introduce en su departamento con el perro! Indudablemente esto está prohibido. ¿Cómo me atrevería yo, pobre de mí, a introducir un perro en un departamento? Pero él lo hace en virtud de sus derechos de caballero en la vida y cierra la puerta tras de sí.

El jefe de estación tocó su silbato, la locomotora respondió con el suyo, y el tren se puso suavemente en marcha. Yo me quedé todavía un rato en la ventana. Vi a los que se quedaban en tierra hacer señas con la mano, vi los puentes de hierro, vi las luces que oscilaban y pasaban...

Luego me retiré dentro del vagón. El coche-cama no estaba ocupado del todo; había un departamento vacío junto al mío, y, como no estaba arreglado para dormir, decidí acomodarme en él, para leer un rato con tranquilidad. Así pues, fui por mi libro y me dirigí allí. El sofá estaba forrado de seda color salmón, en una mesita plegable había un cenicero y la lámpara de gas producía una luz clara. Yo leía y fumaba cómodamente sentado.

El encargado del coche-cama entra servicial, me pide el billete de coche-cama y yo se lo pongo en su ennegrecida mano. Habla con mucha cortesía -aunque por pura obligación-, omite darme las “buenas noches” -saludo estrictamente personal- y se va para llamar la puerta del departamento contiguo. Pero le hubiera sido mejor pasar de largo, pues allí estaba el caballero de las polainas, y de que el caballero no quería dejar ver a su perro, fuera que ya se había acostado, lo cierto es que se puso terriblemente furioso, porque se atrevían a molestarlo.

Y, a pesar del traqueteo del tren, percibí a través de la delgada pared el estallido irreprimido y elemental de su cólera.

-¿Que pasa ? -gritó-. ¡Déjeme en paz... rabos de mico!

Empleó la expresión “rabos de mico”, una expresión de buena sociedad, de señor y de caballero, que sonaba a cordialidad. Pero el empleado optó por ir a las buenas, pues, por fas o por nefas, tenía que comprobar el billete del caballero. Salí al pasillo para seguir mejor el incidente, y fui testigo de cómo, al final, la puerta del caballero se abrió un poco de empellón y el billete salió disparado a la cara del empleado, sí, le dio de lleno en la cara con fuerza y rabia. El empleado lo cogió al vuelo con ambas manos y, a pesar de que uno de sus bordes se le había metido en el ojo haciéndole saltar las lágrimas, juntó las piernas y saludó militarmente con las manos en la gorra. Algo perturbado, volví con mi libro.

Considero que por unos instantes los inconvenientes y las ventajas de fumarme otro cigarro, y encuentro que no hay nada mejor. Así pues, me fumo otro mientras sigo leyendo entre el traqueteo del tren, y me siento a gusto e inspirado. El tiempo pasa, son las diez o las diez y media o tal vez más. Los pasajeros del coche-cama ya se han ido a descansar, y al final me decido a hacer lo mismo.

Me levanto, pues, y me dirijo a mi departamento. Es una alcoba pequeña, pero perfecta y lujosa, con tapices de piel estampada, perchas y una jofaina niquelada. La cama está arreglada con ropas limpias y blancas, y el cubrecama recogido en forma que convida a echarse.

"Oh, gran era moderna -pienso-. Uno se mete en esta cama como si estuviera en casa, se traquetea un poco durante la noche, y he aquí que por la mañana se encuentra ya en Dresde".

Cojo mi bolsa de mano de la red para sacar mis útiles de aseo. Con los brazos extendidos la levanto por encima de mi cabeza. En ese preciso instante ocurrió el accidente. Lo recuerdo como si fuese ahora. Hubo una sacudida... Pero con “sacudida” se dice muy poco. Fue una sacudida que al instante se caracterizó por una manifiesta malignidad. Una sacudida odiosamente estridente. Y de tal violencia que mi bolsa salió disparada de las manos no sé a dónde, y yo mismo fui despedido contra la pared, resultando con las espaldas adoloridas. No hubo tiempo para reflexionar, pues a continuación siguió un espantoso vaivén del vagón, que, mientras duró, dio motivo suficiente para amedrentar al más pintado. Un vagón del tren se balancea en los cambios de vía, en las curvas cerradas, esto es normal. Pero aquel vaivén no dejaba a uno tenerse en pie, te lanzaba de una pared a otra y hacía prever que de un momento a otro íbamos a volcarnos. Pensé: "Esto no marcha bien, esto no marcha bien, esto no va bien de ninguna manera". Así, literalmente. Pensé además: "¡Alto! ¡Alto! ¡Alto!" Pues sabía que si el tren se paraba se habría conseguido mucho. Y he aquí que a esta ardiente y callada orden mía el tren se paró.

Hasta aquel momento, en el coche-cama había reinado un silencio de muerte. Pero entonces cundió la alarma. Gritos estridentes de mujeres se mezclaron con roncas exclamaciones de sorpresa de hombres. Cerca de mí oí a alguien gritar “socorro”, y no había duda, era la misma voz que antes se había servido de la expresión “rabos de micos”, la voz del caballero de las polainas, sólo que desfigurada por el miedo. “¡Socorro!”, gritó, y en el instante en que yo salí al pasillo, donde se habían agolpado los demás pasajeros, salió bruscamente de su apartamento en pijama de seda y nos miró a todos con ojos extraviados.

-¡Gran Dios! -gritó-. ¡Omnipotente Dios!

Y para anonadarse todavía más -y tal vez para evitar su completa aniquilación- añadió en tono suplicante:

-¡Amantísimo Dios!...

Pero de repente volvió sobre sí y optó por ayudarse a sí mismo. Se precipitó en el armario empotrado en la pared, donde colgaban en previsión un hacha y una sierra, rompió de un puñetazo el cristal del armario, no tocó, sin embargo, los instrumentos -porque no llegó a alcanzarlos en el primer intento-. Se abrió paso a través de los viajeros congregados -con unos empujones tan furiosos que las damas, semivestidas, empezaron a chillar de nuevo- y se arrojó fuera del tren.

Todo esto sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Entonces experimenté los efectos de mi sobresalto: cierta sensación de flaqueza en las espaldas, una imposibilidad pasajera de tragar. Todo el mundo se apiñó alrededor del empleado de manos ennegrecidas, que había acudido también allí con los ojos enrojecidos: las damas, con los brazos y los hombros desnudos, forcejeaban con las manos a su alrededor.

Era un descarrilamiento -explicó el empleado- había descarrilado. Esto no era exacto, según se comprobó mas tarde. Pero he aquí que aquel hombre, bajo el efecto de las circunstancias, se sintió comunicativo, olvidó su calidad de funcionario -aquellos incidentes excepcionales le habían soltado la lengua- y nos habló con toda familiaridad de su mujer.

-Yo había dicho a mi mujer: mujer, le dije, tengo el presentimiento de que hoy va a pasar algo.

¡Toma! ¡Ya lo creo que había pasado! Desde luego, todos le dimos la razón.

Dentro del vagón se desprendía humo, una humeada espesa, no se sabía de dónde, y todos preferimos bajar y quedarnos en medio de la noche.

Para poder bajar, había que dar un gran salto desde el estribo de la plataforma, pues allí no había andén alguno y, además, saltaba a una legua que nuestro coche-cama había quedado atravesado e inclinado hacia el lado opuesto. Pero las damas, que se habían apresurado a cubrir sus carnes, saltaron desesperadas, y pronto estuvimos todos entre las vías.

Estaba todo muy oscuro, pero pudimos ver detrás de nosotros que no faltaba ningún vagón, aunque estaban igualmente atravesados en la vía. Pero delante... ¡quince o veinte pasos más adelante! No en vano la sacudida se había producido tan espeluznante. Allí adelante no había más que ruinas y escombros... Al acercarnos, vimos sólo los márgenes del siniestro, y las pequeñas linternas de los revisores de posaban errantes por encima.

Nos llegaron noticias; personas excitadas, de rostros descompuestos. Nos informaron de la situación. Nos encontrábamos muy cerca de una pequeña estación vecinal, próxima a Regensburg: por culpa de una aguja defectuosa nuestro expreso había entrado a una vía muerta, había chocado, lanzado a toda velocidad, con la parte trasera de un mercancías que estaba detenido allí. Lo había arrojado fuera de la vía, había destrozado sus vagones de cola y el mismo había sufrido graves desperfectos. La gran locomotora de nuestro tren (fabricada en la casa Maffei de Munich) estaba hecha un montón de chatarra. Había costado siete mil marcos. Y en los vagones de la cabeza, casi volcados, los asientos estaban en gran parte empotrados unos en los otros. No, gracias a Dios no había que lamentar desgracias personales. Se hablaba de una anciana que había "salido despedida", pero nadie la había visto. Todo lo más, los viajeros habían quedado sepultados entre maletas y bolsas, y el pánico había sido grande. El furgón del equipaje había quedado reducido a escombros. ¿Qué había pasado con el furgón? Que estaba destrozado.

En éstas estaba yo....

Un empleado sin gorra corría de una a otra del tren: era el jefe de la estación, quien a gritos y entre lágrimas recomendaba a los pasajeros que guardaran disciplinas, despejaran la vía y entraran en los vagones. Pero nadie le hacía caso, porque no llevaba gorra y su actitud no inspiraba respecto. ¡Pobre hombre! En él recaía toda la responsabilidad. Tal vez aquel accidente representase el fin de su carrera y la ruina de su vida. No hubiese sido discreto preguntarle sobre los equipajes.

Se acercó otro empleado cojeando. Lo reconocí por su mostacho de sargento de policía. Era el revisor, aquel revisor de mirada enfurruñada y alerta que había conocido aquella misma tarde, el estado, nuestro padre. Cojeaba encorvado, apoyando una mano en la rodilla, y no hacía más que quejarse de su rodilla.

¡Ay, ay! -decía-. ¡Ay!

-Bueno, bueno, ¿qué pasa? ¡Ay señor! Me quedé cogido en medio de todo aquello. No podía respirar. ¡He tenido que escapar por el techo!

Aquel “escapar por el techo” sonaba a reseña de prensa; desde luego, aquel hombre no empleaba con propiedad la palabra "escapar". No pensaba tanto en su accidente como en la reseña periodística de su accidente. Pero, ¿de que me servía esto? Aquel hombre no estaba en condiciones de informarme sobre mi manuscrito. Y me dirigí a un joven que venía sano y salvo del lugar del accidente, aunque muy serio y excitado para preguntarle sobre el equipaje.

-Pues verá, señor, nadie lo sabe...

-¿Cómo está aquello?

Y por su tono comprendí que debía alegrarme de haber salido con todos los miembros ilesos.

-Todo está revuelto. Zapatos de señora... -dijo con un salvaje acento de destrucción y arrugando la nariz-. Los trabajos de descombros nos lo dirán. Zapatos de señora.

En ésta estaba yo. Como un solitario en la noche, entre las vías, examinaba mi corazón. Trabajos de descombros. Trabajos para buscar mi manuscrito tenían que hacer. Probablemente estaría destruido también, despedazado, triturado. Mi colmena, la materia prima de mi arte, mi providente zorrera, mi orgullo y mi esfuerzo, lo mejor de mí. ¿Qué iba a hacer yo con aquellas condiciones? No tenía copiado aquello que existía, que acababa de ser ensamblado y forjado, que alentaba con vida y sonidos propios... Por no hablar de mis apuntes y estudios, de todo mi atesoramiento de material, recopilado, adquirido, recogido, extraído con penas y dolor durante años y años. ¿Qué iba a hacer? Examiné mi situación a fondo y saqué la conclusión de que tendría que volver a empezar desde el principio. Sí, con la paciencia de una fiera, con la tenacidad de un ser abisal, al que se le ha destruido la obra fantástica y complicada de su pequeña inteligencia, de su propia carne... tendría que volver a empezar desde un principio tras un momento de confusión y perplejidad, y, quizás esta vez resultará un poco más fácil...

Pero, mientras tanto, habían llegado los bomberos con antorchas que arrojaban una luz rojiza sobre los escombros, y cuando yo me dirigí hacia la parte delantera del tren para buscar el furgón de los equipajes, vi que estaba casi intacto y que no faltaba nada en las maletas. Los objetos y mercancías desparramados por el suelo pertenecían al tren de mercancías: había sobre todo una inmensa cantidad de ovillos de cordeles, que cubría una gran extensión de tierra.

Me sentí aliviado y me mezclé con la gente que estacionaba allí charlando, haciendo amistades a propósito de aquel percance sufrido en común, fanfarreando y dándose tono. Parecía ser que nuestro maquinista se había accionado valerosamente y había accionado el freno de alarma en el ultimo instante, evitando así una catástrofe mayor. De no haberlo luchado así -se decía-, todo hubiese quedado irremisiblemente hecho un acordeón y el tren se habría precipitado por la gran pendiente que se abría a la izquierda.

¡Magnífico conductor! No había aparecido por allí, nadie lo había visto; sin embargo, su fama se extendió por todo el tren y a todos lo elogiábamos en su ausencia.

Y todos sentimos.

Pero nuestro tren estaba en una vía que no le correspondía y, en consecuencia, era preciso asegurar las espaldas, para que otro tren no se le echara encima por detrás. Y así algunos bomberos se colocaron en el último vagón con hachones, e incluso aquel excitado joven que tanto me había asustado con sus “zapatos de señora”, había cogido también un hachón y lo blandía de un lado a otro haciendo señales, por más que no se veía ningún tren por los alrededores.

Poco a poco se fue imponiendo orden en medio de aquel desbarajuste y el estado -nuestro padre- logró hacer valer de nuevo su autoridad y prestigio. Se había telegrafiado y se habían dado todos los pasos oportunos: un tren de socorro procedente de Regensburg entró humeando cautelosamente en la estación, y cerca de los vagones siniestrados se colocaron grandes reflectores de luz de gas. Entonces nos hicieron desalojar las vías y nos indicaron que aguardáramos en el edificio de la estación en espera de ser reexpedidos. Cargados con nuestro equipaje de mano, y algunos con maletas, nos trasladamos, a través de una hilera de vecinos curiosos, a la sala de espera, donde nos apriscamos como pudimos. Y una hora después estábamos todos de nuevo distribuidos y colocados a la buena de Dios en un tren especial.

Yo tenía billete de primera clase (me habían pagado el viaje), pero de nada me sirvió pues todo el mundo prefirió acomodarse en vagones de primera, y estos compartimentos estaban todavía más llenos que los otros. Pero, una vez hube encontrado mi rinconcito, ¿ni más ni menos que el caballero de las polainas, aquel que tenía expresiones como la de “rabos de mico”, mi héroe. Pero no llevaba el perro consigo: se lo habían quitado -en contra de todos sus derechos de caballero- y lo habían metido en un oscuro calabozo situado detrás mismo de la locomotora, desde donde llegaban lastimeros aullidos. El caballero en cuestión poseía también un billete amarillo que no le servía de nada, y se quejaba y murmuraba, intentando provocar un levantamiento en contra del comunismo y en contra de la igualdad absoluta que se había instaurado frente a su majestad el accidente. Pero se levantó un señor y con toda lealtad le respondió:

-¡Déjese de levantamientos y tenga la bondad de sentarse!

Y con una amarga sonrisa el caballero no tuvo más remedio que conformarse con aquella extraña situación.

Pero, ¿quién sube en estos momentos ayudada por dos bomberos? Una anciana, una abuelita con una deshilachada mantilla sobre la cabeza, la misma que en Munich estuvo a punto de subirse a un vagón de segunda clase.

-¿Es de primera este vagón? -pregunta sin cesar-. ¿Es cierto que este vagón es también de primera?

Y después que han confirmado su pregunta y se le ha hecho sitio, se deja caer en el acolchonado asiento de terciopelo con un “¡alabado sea Dios!”, como si por fin se sintiera segura. Al llegar a Hof eran las cinco y ya amanecía. Allí desayuné y tomé un expreso que me trasladó con tres horas de retraso.

Bien, pues este fue el accidente ferroviario que yo viví. Y con una vez me basta. Aunque los lógicos me hagan objeciones, espero, sin embargo, que tendré la buena suerte de no volver a encontrarme en un caso parecido.

Fin

9 de agosto de 2010

El idioma de los negocios prontos

Los diez libros más vendidos se sostienen sobre una sofisticada maquinaria que estipula idea, personajes, circunstancia y circulación en busca del interés masivo. "La clave –dicen los editores– es la percepción del gusto del público."

Culos, culos! ¡Quiero culos!", exigía a los gritos un presentador cuando todavía disfrutaba de su omnipotencia en la grilla de la TV de los 90, mucho tiempo antes de este presente sin el favor del público. Ese criterio para captar audiencia parecía indestructible y, de hecho, todavía hoy y maquillado con escándalo, empuja el rating de la pantalla chica. Si existe algo así como una fórmula del éxito para la televisión, alma mater de la industria cultural contemporánea, bien cabe suponer que la industria editorial también apuesta por recetas probas.

Los best-séllers son los encargados de sostener la maquinaria, de sentar el precedente y la jurisprudencia básica para verificar cuál es la medida del éxito. La producción de esa batería constituye ya no un mal (literario) necesario, sino definitivamente una presencia imprescindible, porque no es otra que la prosa cursi de Isabel Allende la que financia la voz críptica y despersonalizada –siempre al borde del Nobel– de António Lobo Antunes, y son las verdades de perogrullo de Bernardo Stamateas las que ayudan a sostener un catálogo como el de Emecé. ¿Existe entonces esa posible fórmula del éxito? ¿Cómo son los culos del mercado literario iberoamericano?

Las recetas

La sonrisa amable de Claudia Piñeiro, que sólo con Las viudas de las jueves vendió más de 120 mil ejemplares, desaparece cada vez que un periodista le pregunta maliciosamente cómo se construye un tanque de ventas. "Yo escribo. No tengo idea de cómo se hace un best-séller, que le pregunten a los editores", respondió durante la última Feria del Libro.

A por ellos, entonces.

"Si supiera cuál es la fórmula del best-séller, estaría en las islas Fidji", se anima, entre risas, Ezequiel Martínez, jefe de prensa del Grupo Santillana en la Argentina. Del otro lado del Atlántico, donde se cocina lo grueso del menú editorial de todos los países latinoamericanos, Juan Cerezo –director editorial de Tusquets– advierte que si existe algo parecido a ese gran secreto del éxito, nadie lo hará público.

Afortunadamente, las mesas de novedades de cualquier librería, y los rankings que todas las revistas culturales (incluida Ñ) publican semana tras semana, echan un poco de luz sobre algunos ingredientes.

Otra vez, la no-ficción, empujada por investigaciones periodísticas de bajo vuelo, divulgación histórica y masiva, panfletos disfrazados de sesudos ensayos políticos, le gana por goleada a la ficción. Hace falta instinto editorial para captar la coyuntura sociopolítica. "No existe una fórmula para el best-séller ideal aunque todos los editores del mundo estemos tras ella. Afortunadamente o no, el olfato y la percepción del gusto del público y las tendencias siguen siendo los elementos principales con los que cuenta un editor a la hora de contratar el libro en cuestión", afirma Pablo Avelluto, director editorial del gigante Random House Mondadori en Argentina.

Para Avelluto, estos tanques representan más un fenómeno social que editorial. "Los best-séllers recuperan para el mercado editorial a un gran número de lectores. Muchas veces, el acto de leer uno de estos libros es un modo de estar en la sociedad en un momento determinado. ¿Cómo vivir en nuestro tiempo sin conocer a Harry Potter? ¿Cómo vivir en la Argentina sin leer el último libro de Aguinis?", se pregunta casi inquisitivo. La mayoría de los argentinos que leen, en promedio y con suerte, un libro al año, según la última Encuesta Nacional de Lectura, seguramente tiene la respuesta, aunque jamás los leyeron.

Sin embargo, la verdad de la afirmación de Avelluto radica en la sinergia entre televisión y literatura, que hace posible que esos dos libros animen charlas y debates encendidos en la televisión o en cualquier café.

Tal como afirma el italiano Alessandro Baricco en su ensayo Los bárbaros, el pensamiento contemporáneo, que permite ordenar en series como una búsqueda más de Google, potencia a los autores televisivos o a aquellos que salen airosos de la pantalla chica, y que –casualmente– son los que suelen adornar la vía pública de cualquier ciudad moderna.

Sabe de lo que habla Baricco que, con su novela Seda, ya lleva vendidos 700 mil ejemplares en todo el mundo. Sabe de lo que habla Baricco, quien también hizo televisión y escribe con periodicidad en algunos de los medios impresos italianos de mayor circulación. Para el éxito, entonces, cabe suponer, el primer paso es entrar en ese radio que curiosamente no es impreso, sino más bien audiovisual, con una onda expansiva que llega a las bocas de venta.

Acaso por eso Guillermo Otero tomó nota y cada uno de los libros que "produjo", como Faceboom y la biografía sobre Guillermo Coppola editada por Planeta llevan consigo la masividad de la televisión y aquella más novedosa de las redes sociales. "Si tengo un tanque, apelo a todos los elementos a mi alcance para comunicarlo. Solemos hacer varias cosas: prensa, que es lo que más influye en la venta de un libro; publicidad en vía publica (calles, subtes, colectivos); publicidad tradicional en medios gráficos y radiales, y también proveemos materiales para las librerías", instruye Ignacio Iraola, director editorial del coloso Planeta, en Argentina.

Un ejemplo del favor que constituye "la prensa" lo enseña el caso irreproductible de Dan Brown. La editorial que publicó El código Da Vinci mandó antes de la salida del libro quince mil pruebas de galeras a críticos y libreros de todo el mundo, y lograron que por primera vez en su historia el New York Times le concediera a un libro una reseña central antes de su publicación. Cuando al fin se publicó, el camino estaba allanado.

Sin embargo, no es menos cierto, como apuntan algunos editores españoles y argentinos, que rara vez los suplementos culturales prestan atención a libros tan masivos y ninguneados por la intelectualidad. "Los mega séllers –mal vistos por la inteligentzia– son los que permiten publicar apuestas editoriales, apuestas que en muchos casos son de algún integrante de la inteligentzia. Muchas veces un best-séller financia la publicación de gustos editoriales. Y está perfecto que así sea", desdramatiza Iraola.

Caso testigo

Y si bien las publicaciones culturales, salvo honrosas (y no tanto) excepciones rara vez ayudan con artículos de fondo, publican militantemente las listas de más vendidos. La lógica consumista que irradia cualquier sociedad moderna se encarga del resto.

Aunque no siempre, porque cuando a Silvia Sesé, editora del sello Destino, le llegó la montaña de más de 2.500 páginas que conforman los tres volúmenes de Millennium, de Stieg Larsson, no estaba segura que el éxito sueco se repetiría necesariamente en España. Un autor desconocido, de prosa veloz pero al mismo tiempo minucioso hasta la prolijidad, de acción, pero plagada de reflexiones políticas y sociales, que se tomaba un tiempo inusitado para presentar a los personajes y el conflicto, una protagonista políticamente incorrectísima, un tono muy alejado de la actitud escéptica e incluso cínica de los grandes referentes de la novela negra. "Teníamos algo que no cumplía exactamente con ningún modelo, así que nos centramos en comunicar cómo había sido la experiencia de lectura y potenciamos desde la imagen de la tapa hasta la sobriedad de la comunicación la naturaleza de 'unicidad' de los libros", asegura Sesé, ahora que la saga lleva vendidas 4 millones de copias en su país y que permite aleccionar sobre un fenómeno que siempre se lee como ajeno a la literatura, con armas teóricas heredadas de los departamentos de marketing, de la sociología, de la psicología de masas o de la numerología capitalista. En Argentina, los libros de Larsson encabezan desde hace meses todos los rankings de ventas, pero –ejemplo cristalino del pequeñísimo mercado local– "sólo" vendieron entre los 3 poco más de 90 mil ejemplares. Para volver a perder la fe, hay que saber que El dueño, de Luis Majul vendió en pocos meses 200 mil copias.

Fe perdía el editor español Enrique Murillo cada vez que llegaba con una propuesta "audaz" a sus superiores en la multinacional con sede en Barcelona donde trabajó durante años. "Otro libro de mierda de los tuyos, Enrique", lo corrían. Sus opciones no incluían vidas de famosos, escándalos políticos, autoayuda o profecías agoreras. A veces funcionaban, a veces, no. A veces, aunque parezca extraño, sucedían ambas cosas. Como cuando editó El paciente inglés, de un hasta entonces ignoto Michael Ondaatje, que no vendió nada en un año, y de repente hubo película, Oscars y superó los 130.000 ejemplares. "También ocurre a veces que publicas un libro porque te gusta mucho, no esperas vender, y te da igual, soportas los insultos de tu jefe de ventas, aunque luego ocurran cosas inesperadas". Le pasó con el primer libro de Ray Loriga, le pasó con el libro de Imre Kertesz. "Aunque cuando le dieron el Nobel algún listo de mi empresa, tras despedirme, decidió destruir los ejemplares que quedaban y perdió los derechos. El mundo editorial es una broma permanente", dispara Murillo, que ha llevado a su modesta editorial, Libros del Lince, a encabezar los rankings de ventas españolas gracias al poco feliz título de El crash de 2010, de Santiago Niño Becerra.

Intereses latentes

Best-séller para todos los gustos, algo así piensan la mayoría de los editores consultados. "Hay best-séllers que aciertan en el tema y la oportunidad, otros que tienen un nombre conocido y un rostro popular, que sale en la televisión. A veces, en narrativa hay escritores cuya potencia y capacidad de contar historias potentes les abren el camino. También hay otros cuya capacidad de jugar con los bajos instintos de la gente les proporciona esas ventas, como ocurre con muchos autores de novela de género y subgénero", resume Murillo. La editora colombiana de Santillana en España, Pilar Reyes, en cambio es más optimista y circunscribe su respuesta a la ficción. "Son libros que han sintetizado intereses latentes de una sociedad", asegura.

Y entonces bien, por última vez cabe preguntarse qué dice de un texto el hecho de que encabece mes a mes el ranking de libros más vendidos. No mucho, queda claro. Demasiada gente opina que ese pelotón de best-séllers, la mayoría de las veces, es pura chatarra que compran precisamente quienes no compran libros habitualmente. De cualquier manera, como los culos de la tele, son muchos más quienes los compran.

Por: Guido Carelli Lynch para Revista Ñ

4 de agosto de 2010

El lado desconocido del mago / Thomas Mann

Un acontecimiento literario mundial: se publican por primera vez en español y en un solo volumen todos los cuentos y nouvelles del autor de La muerte en Venecia. Sus piezas cortas, a diferencia de sus novelas, no son arquitectónicas sino azarosas y sorprendentes. Anticipamos, en forma exclusiva, dos de esos relatos.

La economía también existe en la literatura: ciertas leyes que rigen las transacciones con dinero pueden ser alegorías del funcionamiento interno de un texto. La mayoría de los relatos de Thomas Mann, a diferencia de sus novelas, suelen ser narrativamente deficitarios: salvo excepciones, en ellos se cuenta menos de lo que podría esperarse de un cuento y la manera en que se lo cuenta excede aquello contado. En las novelas, en cambio, hay exceso e inflación; esa sobreabudancia depara otra variedad, opulenta, de déficit: aquello contado permanece disimulado y oculto. El novelista Martin Walser afirmó en una ocasión que la nouvelle de Mann Tonio Kröger era "el peor relato del siglo". Posiblemente sea verdad, desde la perspectiva de Walser. Pero el superlativo negativo encierra también el positivo. Tonio Kröger es en realidad el relato del siglo, como lo definió el crítico Marcel Reich-Ranicki, aquel que condensó la prosa alemana y anticipó y moldeó, entre otros, a Franz Kafka, a quien no le interesaban tanto las partes de la antinomia todavía típicamente finisecular que allí se expone (arte y naturaleza, espíritu y vida) como, de manera más actual, "el hecho peculiar y beneficioso de estar enamorado de la antinomia en sí". Por eso mismo es crepuscular, por lo que tiene de ocaso y de amanecer.

Pero, a menos que se quiera llegar a la bancarrota, el déficit debe ser compensado con préstamos ajenos; en el arte, y específicamente en la literatura, se lo solventa con abusos interpretativos de la universidad y de la crítica indolente, con eso que Umberto Eco llamó sobreinterpretación. Toda la imaginación de Mann se redujo a la escenificación del conflicto entre el artista burgués y su mundo, el burgués. Quien busque y lea en los cuentos de Mann solamente esta anécdota saldrá defraudado y no entenderá quizá por qué es uno de los escritores centrales de la primera mitad del siglo XX. Pero lo que Mann quería "decir" no lo dijo nunca por medio de aquello que efectivamente comunicaba (la decadencia, la imposibilidad del amor, el yugo de la sexualidad, el divorcio entre la aristocracia intelectual y la vida externa) sino en la configuración. Lo que Mann quería decir no fue nunca el contenido, el asunto, de sus textos. Como escribió el filósofo Theodor W. Adorno: "El verdadero despliegue de su obra sólo comienza en cuanto uno atiende a lo que no está en la guía [...] Mejor examinar tres veces lo escrito que una y otra vez lo simbolizado". Al leer a Mann de ese modo se advierte su aguda novedad, la manera en la que prefigura a autores tan diversos, y opuestos en ocasiones a su poética, como Franz Kafka, Thomas Bernhard, Wolfgang Hildesheimer o Andreas Maier

La publicación en español de Cuentos completos (Edhasa) es valiosísima justamente porque permite seguir el desarrollo de ese arco, que se tensa entre dos extremos: la poesía en el inicio y el ensayo en el final. Ordenados cronológicamente, los relatos cubren un período que se extiende de 1893 -cuando el escritor tenía 18 años- hasta 1953 -un par de año antes de su muerte- e incluye "Tristán e Isolda", un proyecto de guión cinematográfico en prosa prácticamente desconocido hasta ahora en nuetro idioma. El volumen comprende también sus famosas novelas breves La muerte en Venecia , Las cabezas trocadas , Mario y el mago , la ya citada Tonio Kröger y La engañada . Cada uno de estos cuentos, relatos y nouvelles pueden leerse asimismo como las versiones reducidas de sus novelas mayores. Así lo entendía el autor cuando estableció un sistema de correspondencias según el cual Tonio Kröger constituía el reverso de Los Buddenbrook , mientras que La muerte en Venecia lo era de La montaña mágica .

Que el relato más temprano incluido en este volumen, "Visión", de 1893, esté dedicado al "genial artista Hermann Bahr" desnuda la matriz poética de Mann. Posiblemente muy pocos se acuerden ya de que Bahr era el representante más eminente de la avanzada estética de la sociedad Joven Viena, emblema del modernismo (se cree que fue él quien acuñó la palabra), un hombre al que Hugo von Hofmannstahl definió como alguien que "no predica nada. No disuelve nada. No reforma nada. No combate. Vive su vida como se goza algo recién descubierto".

Hay en el primer Mann una opción por la estampa, la impresión modernista, lo que en alemán se llama Kurzprosa , la prosa breve, desasida de cualquier función narrativa. Esos relatos escasos -a medias cuentos, a medias viñetas- dialogan secretamente con Contemplación , de Kafka, sobre todo por una especie de coincidencia axiomática que podría enunciarse de la siguiente manera: todo es absurdo, pero en la medida en que se lo pone en palabras, ese absurdo puede recibir algún sentido. Ya en "Visión", dos páginas que transcurren completamente en el interior del narrador, resulta evidente que Mann es más Dichter que Erzähler , más poeta que narrador. No es raro: el escritor había escrito primero poemas, luego ensayos y mucho más tarde narraciones.

Mann aspiró, y logro finalmente, escribir el estilo más refinado intelectualmente del alto modernismo en lengua alemana. Sólo Hermann Broch y Robert Musil podrían rivalizar con él. Resulta así una prosa disfuncional, en el sentido de que las funciones narrativas de la prosa quedan en suspenso. No consiste en una profundización de la poesía sino en una recuperación para la prosa de la inutilidad narrativa del poema combinada con la especulación intelectual del ensayo. Sus novelas y cuentos son entonces la intersección de la poesía y el ensayo; vale decir, el colmo del modernismo. "Encontré en la poesía la máxima del procedimiento objetivo. Soy un plástico", confesó Goethe. En uno de los ensayos recogidos en el libro Adel des Geistes (Nobleza del espíritu, 1945), Mann recupera la frase y observa: "Plástica es la concepción objetiva, creadora y atada a la naturaleza; la crítica, en cambio, representa la conducta analítica y moral respecto de la vida y la naturaleza. En otra palabras, la crítica es el espíritu; lo plástico, lo natural". Queda algo del linaje del propio Mann en esta línea doble: el frío norte de Alemania, Lübeck, de donde provenían sus antepasados paternos, y la tórrida Río de Janeiro, donde había nacido su madre, de origen criollo-portugués. Adorno había visto en los ojos de "el Mago", como se lo llamaba en la intimidad, la concentración de las estirpes: "Sus ojos eran azules o de un azul grisáceo, pero en los momentos en que él tomaba conciencia de sí mismo, se volvían negros y brasileños, como si en el ensimismamiento previo hubiera estado ardiendo sin llama lo que esperaba inflamarse; como si en su gravedad se hubiera estado acumulando algún material con el que ahora aprovechaba para medir sus fuerzas. El ritmo de su sentimiento vital era antiburgués: no de continuidad, sino de oscilación entre extremos, entre el rigor y la iluminación". Esa misma ambigüedad, esa irisación de origen sanguíneo, domina sus cuentos. El propio Mann vacilaba sobre la condición de esas prosas. A propósito de Tonio Kröger , no se decidía por calificarlo de "novela corta", "novela lírica corta", "balada en prosa" o simplemente "relato".

Si se aceptara el símil, podría decirse que en las novelas Mann jugaba al ajedrez y en los relatos, al dominó. Todo parece decidirse en el momento, incluso en una nouvelle extensa como La muerte en Venecia (1912). De hecho, durante la temporada bohemia que, hacia la vuelta de siglo, pasó en Italia con su hermano Heinrich, Thomas solía jugar bastante al dominó mientras bebía ponche. Anota Mann en Relato de mi vida acerca de La muerte en Venecia : "Esta novela corta la había concebido de un modo tan poco ambicioso como ninguna otra de mis obras; la había pensado como una improvisación a la que podría dar fin con rapidez". Pero la resignación de una estrategia no debería confundirse con el simple azar. La supercomplejidad programática de sus relatos tenía mucho de deliberación. Como observa el narrador de La muerte en Venecia : "Aschenbach había anotado sin ambages que casi todo lo grande que existe, existe como un ´a pesar de´, y adquiere forma pese a la aflicción y a los tormentos, pese a la miseria, al abandono y a la debilidad física, pese al vicio, a la pasión y a mil impedimentos más. Pero más que de una simple observación, se trataba de una experiencia, de la fórmula misma de su vida y de su fama, de la clave para abordar su obra". Es posible que pudiera predicarse lo mismo de Mann; es posible que haya una biografía cifrada. Pero todo lo que escribió está mediado por la ironía, entendida no como lejanía cínica, sino como la formuló el romántico Friedrich Schlegel: una perspectiva que se abre en la frase y la niega o la desmiente.

La complejidad de la ironía excava una ventana al infinito. Todo lo que se lee puede ser lo que se lee y también lo contrario. Nada más irónico que el desengaño amoroso de "La caída" (1894), el relato elogiado por Richard Dehmel con el que Mann inauguró públicamente su figura de escritor, ni que "Sangre de Welsungos" (1905), en la que cuenta en clave la saga de su familia, ni que "Venganza" (1899) o "La caída" (1894), con sus intrincadas y fallidas relaciones amorosas.

En verdad, felicidad y arte se anulan y traicionan mutuamente. El arte promete la felicidad, pero su realización, incluso a escala doméstica, vuelve inútil a aquél. Es lo que le pasa a Friedrich Schiller en "Hora difícil" (1905), un raro y resentido monólogo del poeta en tercera persona: "Y así era; ésta era la desesperante verdad: los años de penuria y de futilidad que él había tomado por años de calvario y de iniciación habían sido en realidad sus años más ricos y fructíferos. Y ahora que le había caído en suerte un poco de felicidad, ahora que había abandonado ese filibusterismo del espíritu para adquirir cierta legitimidad y concertar una relación burguesa, ahora que tenía cargos y honores, ahora que tenía mujer e hijos, precisamente ahora estaba agotado y en las últimas".

Lo que en su momento se entendió por decadente no era más que la revelación de la fragilidad de todo lo humano. Tonio Kröger, el contrahecho y pequeño señor Friedemann (del cuento homónimo, quizás el más cruel escrito jamás por Mann), Gustav Aschenbach ( La muerte en Venecia ) e incluso, más allá del cuento y la nouvelle , Hans Castorp ( La montaña mágica ) y el compositor Adrian Leverkühn ( Doktor Faustus ), todos ellos comparten una misma condición: son singulares e invariablemente débiles. Cualquiera de estos protagonistas de sus relatos podría decir de sí mismo lo que Mann puso en boca de un personaje de la novela Alteza real : "La renuncia es nuestro pacto con la musa; en ella reside nuestra fuerza, nuestra dignidad. Y la vida es nuestro jardín prohibido".

Por Pablo Gianera
De la Redacción de LA NACION