31 de marzo de 2009

Horas penosas / Thomas Mann


Horas penosas
Thomas Mann

Se levantó del escritorio, un mueble pequeño y frágil; se levantó como un desesperado y se dirigió con la cabeza colgante al ángulo opuesto de la habitación, donde estaba la estufa, alta y alargada como una columna. Puso las manos en los azulejos, pero se habían enfriado casi del todo, pues era ya muy pasada la medianoche; por lo que se arrimó de espaldas a la estufa, buscando un bienestar que no encontró, recogió los faldones de su bata, de cuyas solapas sobresalía colgando una descolorida pechera de encaje, y resopló con todas sus fuerzas por la nariz, para proporcionarse un poco de aire, pues, como de costumbre, estaba acatarrado.
Era un catarro realmente singular y fatídico, que casi nunca le abandonaba totalmente. Tenía los párpados inflamados y los bordes de sus narices completamente escocidos, y en su cabeza y en todo su cuerpo este catarro le producía el efecto de una borrachera pesada y dolorosa. ¿O era que la culpa de toda esta laxitud y pesadez la tenía la enojosa permanencia en la habitación que el médico había vuelto a imponerle, hacía unas semanas? Sólo Dios sabe si hizo bien en mandárselo. El catarro crónico y los calambres de pecho y abdomen podían tal vez hacerlo necesario. Además, en Jena, reinaba un tiempo muy malo desde hacía varias semanas -sí, esto era cierto-, un tiempo miserable y abominable, que atacaba los nervios, un tiempo cruel, caliginoso y frío; y el viento de diciembre bramaba por el tubo de la estufa resonando como un eco del desierto nocturno en la tormenta, extravío y aflicción desesperada del alma. Sí, todo esto era cierto. Pero no era bueno este angosto cautiverio; no era bueno para las ideas ni para el ritmo de la sangre, del que manaban las ideas...
Aquella habitación hexagonal, desnuda, sobria e incómoda, con su techo blanqueado, bajo el que flotaba el humo del tabaco, con sus paredes empapeladas de cuadriláteros en diagonal, de las que colgaban siluetas encuadradas en marcos ovalados, y sus cuatro o cinco muebles de patas delgadas, estaba iluminada por la luz de dos velas, que ardían en el escritorio, a la cabecera del manuscrito. Cortinas rojas colgaban por encima del bastidor superior de la ventana; no eran más que trapos, retazos de indiana aprovechados y combinados simétricamente; pero eran rojos, de un rojo cálido y sonoro, y a él le gustaban y quería conservarlas siempre, porque aportaban un poco de lujuria y voluptuosidad en medio de la pobreza y austeridad absurdas de su habitación... Estaba junto a la estufa y miraba, con un parpadeo acelerado y dolorosamente forzado, hacia el otro lado de la habitación, la obra de la que había huido: este peso, este agobio, este tormento de la conciencia, este mar que había que apurar, esta misión terrible, que era su orgullo y su miseria, su cielo y su condenación. Esta obra se arrastraba, se paraba, se atascaba... ¡una y otra vez! El tiempo tenía la culpa, y su catarro y su fatiga. ¿O quizás era la obra la culpable? ¿O acaso el trabajo en sí, era una concepción desgraciada y destinada a la desesperación?
Se había levantado para poner un poco de distancia entre la obra y él, pues a menudo la lejanía física del manuscrito hacía que uno se formara una idea de conjunto, una nueva visión del asunto, y pudiera tomar nuevas providencias. Sí, había casos en que, si uno se apartaba del lugar de la lucha, el sentimiento de desahogo producía un efecto entusiasmador. Y era éste un entusiasmo más inocente que el que provocaba el licor o el café negro y cargado... La jícara estaba sobre la mesita. ¿Y si ella le ayudara a salvar este obstáculo? ¡No, no, nunca más! No era únicamente el médico; hubo otra persona, un hombre de prestigio, que le había disuadido también de la bebida por prudencia: era el otro, el de allí, de Weimar, al que él quería con una amistad nostálgica. Éste era sabio. Sabía vivir y crear; no se maltrataba a sí mismo; tenía mucha consideración con su propia persona...
En la casa reinaba el silencio. Sólo se oía al viento roncar allá abajo, en las callejuelas de la ciudadela, y la lluvia al repicar en las ventanas, impulsada por el viento. Todos dormían: el hostelero y los suyos, Lotte y los niños. Sólo él velaba junto a la estufa fría, mirando con angustiosos parpadeos la obra en que su insaciabilidad enfermiza no le permitía creer... Su cuello blanco sobresalía larguirucho de la camisa, y por entre el faldón de su bata aparecían sus piernas, torcidas hacia dentro. Su pelo rojizo estaba peinado hacia atrás, dejando al descubierto una frente alta y delicada - formaba sobre las sienes dos entradas, cruzadas por venas incoloras - y cubría las orejas de delgados rizos. Junto al arranque de la nariz, gruesa y aguileña, que terminaba bruscamente en una punta blanquecina, se reunían unas cejas recias, más oscuras que el pelo de la cabeza, lo cual confería a la mirada de sus ojos hundidos e irritados una expresión trágica. Obligado a respirar por la boca, abría sus delgados labios, y sus mejillas, pecosas y descoloridas por el aire enrarecido, enflaquecían y se hundían...
¡No, era un fracaso, y todo era inútil! ¡El ejército! ¡El ejército hubiera tenido que ser expuesto en su obra! ¡El ejército era la base de todo! Puesto que no podía tenerlo a la vista, ¿se podía concebir un arte tan fantástico que lo impusiera a la imaginación? Y el héroe no era héroe, ¡era innoble y frío! La inspiración era falsa, la lengua era falsa, y no era más que un curso de historia árido, sin entusiasmo, prolijo y sobrio y perdido para el teatro.
Bien, se acabó. Una derrota. Una empresa malograda. Bancarrota. Quería explicárselo a Korner, al bueno de Korner, que creía en él, que tenía una confianza casi infantil en su genio. Se mofaría, suplicaría, pondría el grito en el cielo... su amigo; le recordaría al Don Carlos, que había surgido también de dudas, fatigas y transformaciones, y que, al fin, tras toda clase de tormentos, como algo insigne a partir de entonces, demostró ser una obra gloriosa. Pero aquello fue distinto. Entonces era todavía el hombre capaz de agarrar una cosa con mano venturosa y forjarse la victoria. ¿Escrúpulos o luchas? ¡Oh, sí! Y había estado enfermo, mucho más enfermo que ahora, hambriento, prófugo, Desmembrado del mundo, oprimido y pobrísimo en lo humano. ¡Pero joven todavía, muy joven! Cada vez que se hallaba desfallecido, su espíritu se había sentido impulsado ágilmente hacia lo alto, y tras las horas de pesadumbre habían venido las de la fe y el triunfo interior. Pero éstas ya no habían vuelto, apenas si habían aparecido una vez más. Una noche de espíritu inflamado, en que uno se sentía envuelto de repente en una luz y llegaba a ser genialmente apasionado; cualquiera que fuese la noche, en que a uno le era dado disfrutar siempre de tal merced, una sola de estas noches tenía que ser pagada con una semana de tinieblas y entumecimiento. Era un hombre fatigado; aún no tenía treinta y siete años y ya estaba acabado. Ya no tenía aquella fe en el futuro, que había sido su estrella en la miseria. Así era, ésta era la verdad desesperada: los años de estrechez y nulidad, que él había tenido por años de sufrimiento y prueba, en realidad habían sido ricos y fructuosos; y ahora que gozaba de un poco de felicidad, que había salido de la piratería del espíritu y entrado en una justa legalidad y en la sociedad civil (tenía un cargo y una reputación, mujer e hijos) ahora estaba exhausto y acabado. Fracaso y descorazonamiento: era todo lo que le quedaba.
Gimió, apretó las manos ante los ojos y echó a andar por la habitación como un animal acosado. Lo que en aquellos precisos instantes pensó era tan terrible, que no pudo permanecer en el lugar donde le vino aquel pensamiento. Se sentó en una silla junto a la pared, dejó caer sus manos juntas entre las rodillas y miró tristemente los maderos del suelo.
La conciencia... ¡Qué gritos tan agudos profería su conciencia! Había faltado, había pecado contra sí mismo durante todos aquellos años, contra el delicado instrumento de su cuerpo. Los excesos de su ardor juvenil, las noches pasadas en vela, los días entre el aire viciado por el humo del tabaco, excesivamente preocupado del espíritu y despreocupado del cuerpo, las borracheras con las que se estimulaba para trabajar..., todo, todo esto tomaba ahora su desquite. Y puesto que todo se vengaba, quería él porfiar con los dioses, que inculpaban e infligían luego el castigo. Había vivido como había podido, no había tenido tiempo de ser juicioso, no había tenido tiempo de ser prudente. Aquí, en este lugar del pecho, cuando respiraba, tosía, bostezaba, este dolor siempre en el mismo punto, este pequeño aviso diabólico, punzante, perforador, que no enmudecía desde que, cinco años atrás, en Erfurt, cogió aquella fiebre catarral, aquella tuberculosis pulmonar abrasadora..., ¿qué quería decir? En realidad, sabía muy bien lo que significaba... indiferente a lo que el médico pudiese o quisiese decir. No había tenido tiempo para tratarse con prudencia y miramiento, para economizar moralidad e indulgencia. Lo que quería hacer, debía hacerlo inmediatamente, hoy mismo, con rapidez... ¿Moralidad? Pero, ¿cómo fue que precisamente el pecado, la entrega a lo nocivo y consuntivo le pareciera, en último término, más moral que cualquier sabiduría y fría continencia? ¡No, no era eso lo moral: el cultivo despreciable de la buena conciencia, sino la lucha y la necesidad, la pasión y el dolor!
Dolor... ¡Cómo ensanchaba su pecho esta palabra! Se desperezó, cruzó los brazos, y su mirada, bajo las cejas rojizas, muy juntas una de la otra, se animó con una hermosa lamentación. No se era todavía desdichado, no se era totalmente desdichado en tanto existía la posibilidad de dar un nombre orgulloso y noble a su desdicha. Una cosa faltaba: ¡el valor necesario para dar a su vida un nombre grande y hermoso! ¡No reducir la aflicción a aire viciado y a estreñimiento! ¡Ser lo suficiente sano como para ser patético..., para poder sobreponerse a lo corporal y no sentirlo! ¡Ser ingenuo sólo en eso, y sabio en todo lo demás! Creer, poder creer en el dolor... Pero él creía realmente en el dolor, tan intensamente, tan entrañablemente, que nada de lo que sucedía entre dolores podía ser, a consecuencia de esta fe, ni inútil ni malo... Su mirada vaciló por encima del manuscrito, y sus brazos se estrecharon con más fuerza sobre el pecho... El talento mismo, ¿no era dolor? Y si el talento que estaba allí, aquella obra fatal, le hacía sufrir, ¿no era, pues, que estaba en regla?, ¿no era ya casi una buena señal? El talento nunca había brotado todavía a borbotones, y hasta que no lo hiciera, no surgiría realmente su recelo. Sólo brotaba en ignorantes y aficionados, en los contentadizos e indoctos, que no vivían bajo el apremio y la continencia del talento. Pues el talento, señoras y señores que os sentáis allá abajo en las plateas, el talento no es una cosa fácil, juguetona, no es un poder sin más ni más. En sus raíces es necesidad, un conocimiento crítico del ideal, una insaciabilidad, que no se labra su poder y no se acrecienta sin pasar por el martirio. Y para los más grandes, para los más insaciables el talento es la disciplina más rigurosa. ¡Nada de lamentaciones! ¡Nada de vanaglorias! ¡Pensar humildemente, pacientemente, en todo la que hay que sufrir! Y si ni un solo día de la semana, ni una sola hora del día estaba libre de sufrimiento.... ¿qué había que hacer? Menospreciar, desdeñar los agobios y los trabajos, las exigencias, las molestias, las fatigas... ¡esto era lo que hacía grande!
Se levantó, abrió la cajita y tomó rapé ávidamente; cruzó las manos a la espalda y se puso a andar por la habitación con unos pasos tan impetuosos, que las llamas de las velas oscilaron con la corriente de aire que levantó... ¡Grandeza! ¡Conquista secular e inmortalidad del nombre! !Qué vale toda la felicidad de lo eternamente desconocidos frente a este destino? ¡Ser conocido..., conocido y amado por todos los pueblos de la tierra! ¡Charlad de egoísmo, los que no sabéis de la dulzura de este sueño y de esta premura! Egoísta es todo lo extraordinario en tanto sufre. ¡Tal vez vosotros mismos lo veis, vosotros que no tenéis ninguna misión, que os es tan fácil estar en el mundo! Y la ambición habla: ¿ha de existir en vano el sufrimiento? !Él debe hacerme grande ... !
Las aletas de su nariz estaban distendidas, su mirada era amenazadora y vaga. Su diestra había caído violenta y pesadamente en el revés de la bata, mientras que la izquierda colgaba cerrada. En sus enjutas mejillas había aparecido un rubor pasajero, una llamarada, emergida de la brasa de su egoísmo de artista, de aquella pasión por su propio Yo, que ardía inextinguiblemente en las profundidades de su ser. Conocía bien la embriaguez secreta de esta pasión. A veces, necesitaba sólo contemplar su mano, para llenarse de una dulzura exaltada por su propia persona, a cuyo servicio resolviera poner todas las armas del talento y del arte que le habían sido dadas. Tenía derecho a ello, nada era innoble. Pues, más profundo que este egoísmo anidaba en la conciencia el saber que estaba consumiéndose e inmolándose enteramente, a pesar de todo, al servicio de algo sublime, sin beneficio, ¡qué duda cabe!, pero obligado por una necesidad. Y en esto radicaba su ansia de emulación: en que nadie llegara a ser más grande que él, en que nadie sufriera más intensamente que él por este ideal.
¡Nadie... ! Seguía de pie, con la mano sobre los ojos y el cuerpo vuelto un poco hacia un lado, evasivo, huidizo. Pero en su corazón sentía ya el aguijón de este pensamiento inevitable, de este pensamiento hacia el otro, el luminoso, el beatífico, el sensual, el divinamente inconsciente, aquel de Weimar, al que quería con una amistad nostálgica... Y ahora de nuevo, como siempre, en profundo desasosiego, con premura y porfía, sentía nacer en sí la labor que seguía a estos pensamientos: afirmar y delimitar el propio ser y el propio arte frente a los del otro... ¿Era, entonces, él el más grande? ¿En qué? ¿Por qué? ¿Habría un sangriento "a pesar de todo" si él vencía? ¿Sería incluso su rendición una tragedia? Un dios, tal vez lo era..., un héroe, no. ¡Pero era más fácil ser un dios que un héroe ... ! Más fácil... ¡Para el otro era más fácil! Separar con mano sabia y afortunada el conocer y el crear: esto quería hacerlo serenamente, sin congoja, de modo pletóricamente fructuoso. Pero, si el crear era de dioses, el conocer era de héroes, ¡y era ambas cosas, dios y héroe, aquel que creaba conociendo!
La voluntad de lo difícil... ¿Podía tan sólo sospecharse cuánta continencia, cuánto vencimiento de sí mismo le costaba una sola frase, un simple pensamiento? Pues, en resumidas cuentas, era ignorante y poco ilustrado, un soñador abúlico y delirante. Era más difícil escribir una carta de Julio que componer la mejor de las escenas..., ¿y no era, también por esto, casi lo más sublime ... ? Desde el primer impulso rítmico de arte interior hacia sustancia, materia, posibilidad de efusión, hasta el pensamiento, la imagen, la palabra, la línea..., ¡qué lucha!, ¡qué calvario! Milagros de anhelo eran sus obras: anhelo de forma, figura, límite, corporeidad, anhelo de llegar más allá, al mundo diáfano del otro, que, directamente y con boca divina, llamaba por su nombre a las cosas, inundadas de sol.
Sin embargo, y a despecho de aquél, ¿dónde había un artista, un poeta igual que él? ¿Quién creaba, como él, de la nada, de su propio seno? ¿ o había nacido en su alma una poesía que era como música, como arquetipo puro del ser, mucho antes de que tomara prestados del mundo de las apariencias el parecido y el ropaje? Historia, filosofía, pasión: medios y pretextos - nada más que eso - para algo que poco tenía que ver con ellos, que tenía su patria en profundidades arcanas. Palabras, ideas: sólo eran teclas que su arte creaba para hacer vibrar una melodía secreta.,. ,Se sabía esto? La gente buena le aplaudía por la fuerza de expresión con que él pulsaba esta o aquella cuerda. Y su palabra predilecta, su énfasis postrero, la gran campana con la que llamaba al alma a las fiestas más sublimes, seducía a muchos de ellos... Libertad... Probablemente, él entendía por libertad ni más ni menos lo mismo que ellos, cuando ellos se alborozaban. Libertad... ¿Qué significaba? ¿No sería un poco de dignidad como ciudadanos ante los tronos de los príncipes? ¿Podéis imaginaros todo lo que un espíritu se expone a decir con esta palabra? ¿Libertad de qué? ¿Libertad de qué, en último término? Tal vez, incluso de la felicidad, de la felicidad humana, esta cadena de seda, esta carga suave y dulce...
Felicidad... Sus labios temblaban. Era como si su mirada se volviera hacia dentro; y su rostro se hundió lentamente en las manos... Estaba en el dormitorio. De la lámpara manaba una luz azulina, y la cortina floreada ocultaba la ventana con sus quietos pliegues. Estaba de pie junto a la cama, se inclinó sobre la dulce cabeza que se reclinaba en la almohada... Un rizo negro se ensortijó en la mejilla, que brillaba con la palidez de las perlas, y aquellos labios infantiles se abrieron en un sueño ligero... ¡Mi mujer! ¡Querida! ¿Seguiste mi deseo y viniste a mí para ser mi felicidad? Eres tú, ¡calla! ¡Y duerme! ¡No abras ahora estas pestañas dulces, de sombras alargadas, para contemplarme tan grande y oscuro cual fui otras veces, cuando preguntabas y me buscabas! ¡Dios mío, Dios mío, cuánto te amo! Sólo a veces no puedo hallar mis sentimientos, porque a menudo estoy muy fatigado por el sufrimiento y la lucha con la tarea que mi propio Yo me impone. Y no puedo ser demasiado tuyo, no puedo ser enteramente feliz en ti, a causa de mi misión...
La besó, se separó del calor agradable de su somnolencia, miró en torno a sí y se alejó. La campana le anunció cuán entrada era ya la noche, pero era como si, a la vez, anunciara benévolamente el fin de una hora penosa. Respiró, sus labios se cerraron con firmeza; echó a andar y empuñó la pluma... ¡Nada de cavilaciones! ¡Era demasiado profundo para tener que andar con cavilaciones! ¡No bajar al caos, o por lo menos no detenerse en él! Antes bien, sacar del caos, que es la plenitud, a la luz del día todo lo que está dispuesto y maduro para adquirir forma. No cavilar: !trabajar! Separar, suprimir, configurar, acabar...
Y aquella obra de dolor se acabó. Tal vez no era buena, pero se acabó. Y cuando estuvo acabada, he aquí que entonces también fue buena. Y de su alma, cuajada de música y de idea, forcejearon por salir nuevas obras, creaciones sonoras y rutilantes cuya forma divina permitía vislumbrar la patria eterna, del mismo modo que en la concha marina silba el mar del que ha sido extraída.

25 de marzo de 2009

Hermann Hesse / Biografía y cuento

Hermann Hesse nació en la Localidad Alemana de Baden-Württemberg, especificamente en Calw, el 2 de Julio de 1877. Hijo de Johannes Hesse, un misionera evangélico y Marie Hesse, quienes lo criaron en un ambiente protestante pietista.
En 1891 da el examen regional de Württemberg, con el fin de optar a la formación gratuita como teólogo evangélico en la fundación “Túbinger Stiff”. Logra entrar como seminarista al monasterio evangélico de Maulbronn, del que huye después de 7 meses, con la decisión de convertirse en poeta.

A los 15 años intenta suicidarse. Después de este episodio queda bajo la tutela de un teólogo; posteriormente pasó de una institución de salud mental a otra. Recién en 1893 cumplió con su educación básica, y su rebeldía en contra de la educación formal lo llevó a seguir con su educación a base de lecturas por iniciativa propia.

La educación formal no fue contra lo único que Hermann Hesse se reveló en su vida, también lo hizo en contra de los dogmas y teorias religiosas, los cuales le fueron impuestos con rigidez desde su nacimiento, ya que su familia estaba compuesta por misioneros, predicadores y teólogos protestantes. Sin embargo esto no significa que la religión no haya sido importante en su vida, ya que mientras más se alejaba del cristianismo más se dejó influenciar por religiones orientales como el hinduismo, el budismo y el taoismo. Finalmente escribió: “Creo que una religión es tan buena como cualquier otra. No hay ninguna en la que no se pueda convertir uno en un sabio, y ninguna en la que no se pueda cometer el más estúpido fetichismo.”

En 1895, después de haberlo intentado en Esslinger y haberlo dejado para avocarse al oficio de relojero, emprende el aprendizaje de librero con J.J. Heckenhauer, en Tubinga. Su tiempo libre lo dedica a escribir para periódicos locales; publica su primer poema en 1896. No alcanza notoriedad hasta la publicación de “Peter Camenzind” en 1903.

En 1904 se casa con su primera esposa, María Bernoulli, con quien tuvo 3 hijos. En 1916 ella comienza a manifestar síntomas de esquizofrenia, lo que junto a la muerte de su padre y a la mala salud de su hijo más pequeño, lo llevan a iniciar un breve psicoanálisis con J. B. Lang.

Decidió marcharse a Suiza el año 1919, después de recibir fuertes críticas de la prensa por un ensayo publicado durante la primera guerra mundial, en el cual pedía a Alemania que no cayera en el nacionalismo. El abandono de sus amigos y el conflicto político en que se vio envuelto, acompañado por su fracaso matrimonial, lo hizo emigrar. Finalmente en 1923 adquirió la nacionalidad país que lo acogió.

Después de su separación Hesse descubre la pintura. Esto le permite superar este dificil momento, aunque no la utiliza solamente como terapia, sino que la adopta como una pasión, llegando a crear una obra pictórica de 3000 acuarelas que, en colores brillantes, transmiten la belleza de Tessin, aquella patria en la que Hesse murió, soñando, en 1962.

Demian”, una de sus obras más conocidas, fuepublicada el año 1919, siendo su principal fuente de inspiración su breve psicoanálisis. Años más tarde publicó, entre otras, obras como: “El lobo estepario” (1927), “El viaje a Oriente” (1932) y “El juego de los Abalorios” (1943). El tema dominante en sus novelas es la subyugación del individuo por las masas modernas. Fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1946; posteriormente publicó colecciones de cuentos y en 1952 la edición completa de sus obras.

En 1924 Hesse se casa por segunda vez, con Ruth Wenger; este matrimonio no parece más que una breve aventura y es disuelto después de pocos meses. Finalmente se casó con Nion Dolbin en 1931, mujer que estaría a su lado por el resto de su vida, que llega a su fin a los 85 años gracias a una hemorragia cerebral.


El hombre de los bosques
Hermann Hesse

En el comienzo de las primeras edades, antes de que la humanidad se extendiera por la tierra, existían los hombres de los bosques. Vivían aislados y empavorecidos en la penumbra de las selvas tropicales, en constante pelea con sus parientes los monos, y toda su existencia estaba presidida por una única divinidad y una única ley; el bosque. El Bosque era patria, refugio, cuna, nido y sepulcro, y fuera del bosque no cabia pensar en vivir. Se evitaba llegar hasta sus lindes, y el que por un azar especial de caza o huida era empujado hasta ellos contaba tembloroso y angustiado, del alucinante espacio vacío, donde fulguraba la espantosa nada en mortales rayos solares.

Erase un viejo hombre de los bosques que había huido decenios atrás, perseguido por animales salvajes más allá del ultimo extremo del bosque e inmediatamente se había quedado ciego. Era a la sazón una especie de sacerdote y santo y se llamaba Mata Dalam (el de los ojos interiores): había compuesto el himno sagrado del bosque, que se cantaba en las grandes tormentas, y tenía amplía audiencia entre los hombres del bosque. Su gloria y su secreto consistían en que había visto con sus ojos el sol, sin haber muerto.

Los hombres del bosque eran pequeños y morenos y de fuerte pelambre, caminaban agachados y tenían medrosos ojos salvajes. Podían moverse como hombres y como monos y se sentían tan seguros en las ramas de los árboles como en tierra. No sabían hacer casas ni cabañas, pero sí armas de diversas clases, así como ornamentos. Fabricaban arcos, flechas, lanzas y mazas de maderas duras, collares de fibra, guarnecidos de bayas o nueces secas; llevaban alrededor del cuello o en el cabello sus dijes: dientes de jabalí, garras de tigre, plumas de papagayo, moluscos de río. En medio del bosque infinito fluía el gran río, pero los hombres del bosque sólo de noche osaban acercarse a sus orillas, y muchos no lo habían visto nunca. Los más audaces se deslizaban a veces, por la noche, desde la espesura, medrosos y al acecho, atisbando al tenue resplandor los elefantes bañándose, miraban a través de las ramas colgantes y contemplaban espantados, por entre la malla de los manglares tupidos, las estrellas titilantes. Jamás miraban al sol, y se consideraba extremadamente peligroso fijar la vista en su reflejo durante el verano.

A aquella tribu del bosque, que presidía el ciego Mata Dalam, pertenecía el joven Kubu, y éste era el jefe y representante de los jóvenes y los descontentos. Porque existía gente descontenta, desde que Mata Dalam envejeciera y se hiciera más tiránico. Sus prerrogativas habían consistido hasta entonces en que él, el ciego, fuera sustentado por los demás, y también se le pedía consejo y se cantaba su himno del bosque. Pero unos pocos jóvenes y descreídos aseguraban que el viejo era un impostor y solo buscaba su propio provecho.

La ultima novedad que Mata Dalam había introducido era una fiesta de novilunio en la que el se sentaba en el centro de un círculo y tocaba el tambor cortical. La gente debía danzar dentro del círculo y cantar la canción gol elah hasta agotarse y caer todos rendidos, de rodillas. Entonces tenían que horadarse la oreja izquierda con una espina, y las mujeres jóvenes habían de ser llevadas al sacerdote y éste horadaba a cada una la oreja con la espina.

Kubu, junto con algunos de sus coetáneos, había rehusado someterse a esta práctica y su idea era incitar a las muchachas jóvenes a la resistencia. En una ocasión estuvieron a. punto de triunfar y de romper el poderío del sacerdote. El viejo estaba celebrando un novilunio y horadaba a las jovencitas la oreja izquierda. Pero una joven fuerte lanzó gritos espantosos y opuso resistencia, y entonces sucedió que el ciego clavó la espina en el ojo de la muchacha, y el ojo saltó. En aquel momento la joven grito tan desesperadamente, que todos acudieron, y al ver lo que había pasado, enmudecieron impresionados e indignados. Entonces los jóvenes se mezclaron en el tumulto y Kubu se atrevió a sujetarle al sacerdote por la espalda; pero el viejo se levantó delante de su tambor y profirió con voz cascada y sarcástica una maldición tan horripilante, que todos huyeron aterrados y al joven mismo se le heló el corazón de espanto. El viejo sacerdote dijo frases cuyo sentido estricto nadie pudo entender, que en su estilo y tono violento y tremebundo evocaban las temibles palabras sacrales del culto. Maldijo los ojos del joven, que destinó a ser pasto de los buitres, y maldijo sus entrañas, de las que profetizó que un día serían calcinadas en campo abierto por el sol. Luego ordeno al sacerdote, que a la sazón tenia más poder que nunca, que trajeran de nuevo a la muchacha a su presencia y le clavó la espina también en el segundo ojo; todos presenciaron aterrorizados la escena y nadie osó rechistar.

- Morirás fuera – había maldecido el viejo a Kubu, y desde entonces todos rehuyeron al joven como un ser sin remedio. «Fuera» significaba fuera de la patria, fuera de la penumbra del bosque. Fuera significaba pavor, sol abrasador vacío ardiente y mortal.

Kubu, aterrado, huyó lejos, y cuando vio que todos le evitaban, se ocultó en un tronco hueco y se dio por perdido. Allí pasó días y noches, oscilando entre el miedo mortal y la, obstinación, sin saber sí la gente de su tribu vendría para matarle, o si el mismo sol iba a irrumpir en el bosque y le iba a asediar, perseguir y liquidar. Pero allí no llegó ni la flecha ni la lanza, ni el sol ni el rayo fulminante; sólo llegó un profundo abatimiento y la voz apremiante del hambre.

Entonces Kubu se levantó y descendió del árbol, medroso y con un sentimiento casi de decepción.

-No me ha pasado nada con la maldición del sacerdote -dijo asombrado, y fue a buscar comida, y tras haberse alimentado y sentir de nuevo la vida correr por sus miembros, retornaron a su alma el orgullo y el odio. Ya no quería volver a los suyos. Ahora quería ser un solitario y un expulsado, objeto de odio, y a quien el sacerdote, la bestia ciega, había fulminado con sus maldiciones impotentes. Quería vivir solo para siempre, pero antes quería tomarse su venganza.

Y fue y reflexionó. Pensó sobre aquello que siempre había despertado sus dudas y le había parecido impostura, y ante todo sobre el tambor del sacerdote y sus fiestas, y cuanto más pensaba y más tiempo pasaba solo, con tanta mayor claridad pudo ver que sí, que era engaño, que todo era engaño y mentira. Y como había llegado tan lejos, siguió pensando v enfocó su desconfianza, que ya había ganado en lucidez, hacia todo lo que se hacía pasar como verdadero y sagrado. ¿Qué pensar, por ejemplo, del dios del bosque y de la canción sagrada? Oh, también eso era nada, también eso era impostura. Y superando un terror íntimo, entonó la canción del bosque con voz irónica y despectiva trastocando todas las palabras, y pronunció tres veces el nombre de la divinidad, que fuera del sacerdote nadie podía proferir bajo pena de muerte, y quedó tan tranquilo y no se desató ninguna tempestad ni le hirió ningún rayo.

Durante varios días y semanas anduvo errante el solitario, con la frente contraída y la mirada punzante. También se fue durante el plenilunio a la orilla. del río, cosa que aun nadie había osado jamás. Allí miró primero el reflejo de la luna y luego la misma luna llena, y las estrellas por largo rato y con valentía, y no le sobrevino ninguna desgracia. Se pasó noches enteras en la ribera, embriagándose de luz prohibida y dando rienda suelta a sus pensamientos. Muchos planes audaces y terribles afloraron en su alma. La luna es mi amiga, pensó, y la estrella es mi amiga, mientras que el ciego es mi enemigo. Entonces el «exterior» es quizá mejor que nuestro interior, y tal vez toda la sacralidad del bosque es una patraña. Y una noche dio, anticipándose a muchas generaciones, en la temeraria e increíble idea de que cabría atar con fibra algunas ramas de árbol, colocarse encima y atravesar la corriente. Sus ojos se iluminaron y su corazón latió con violencia. Pero no había nada que hacer; el río estaba plagado de cocodrilos.

Entonces no le quedó otro camino de futuro que el de abandonar el bosque, alcanzar su linde, caso de que el bosque tuviese realmente un término, y confiarse luego al ardiente vacío, el terrible «exterior». Tenía que ir a ver a aquel monstruo, el sol, y exponerse a él. Pues…¿quién sabe? al final podía resultar también la terribilisima doctrina del sol una mentira.

Este pensamiento, el último de una serie audaz, frenética, hizo estremecerse a Kubu. Jamás a lo largo de todas las épocas había osado un hombre del bosque abandonar voluntariamente éste y exponerse al terrible sol. Y paso días y días rumiando la idea. Finalmente, se armó de valor. Se deslizó, temblando, en la claridad del mediodía hacía el río, se aproximó sigiloso a la luminosa orilla v buscó con ojos espantados la imagen del sol en el agua. El resplandor hirió dolorosamente y cegó sus ojos, tuvo que cerrarlos al instante, pero tras una pausa volvió a abrirlos, y así reiteradamente, y tuvo éxito. Era posible ” tolerarlo “, incluso era gozoso y confortador. Kubu se familiarizó con el sol. Lo amó, aunque le podía matar, y odió en cambio el viejo bosque… sombrío v sospechoso, donde los sacerdotes torturaban y donde él, el joven y el valeroso, fuera proscrito y expulsado.

Ahora había madurado su decisión y puso manos a la obra como quien va a recoger un dulce fruto. Con un martillo nuevo, ligero, de jabí, al que había provisto de un mango fino, se fue a la madrugada siguiente en busca del Mata Dalam, descubrió su huella y le encontró a él mismo, le golpeó la cabeza con el martillo y vio cómo su alma escapaba de su boca torcida. Colocó el arma sobre su pecho, para que se supiera quién había matado al viejo, y sobre la tersa superficie del martillo pergeñó trabajosamente, con una concha de molusco, un dibujo que representaba un disco con muchos rayos rectilíneos: la imagen del sol.

Emprendió animoso su peregrinaje hacia el lejano «exterior» y caminó de la mañana a la noche en la misma dirección, durmió en la enramada y de madrugada continuó la marcha, y así durante días, atravesando riachuelos y pantanos, hasta que llego a una comarca escarpada con capas de piedras cubiertas de musgo como jamás había visto, y subiendo hacia la montaña, siempre entre bosques, se vio finalmente obstaculizado por desfiladeros, de suerte que a la postre llego a dudar, se dejo llevar del desanimo y le vino el pensamiento que quizá a los habitantes del bosque les estaba vedado por un dios abandonar su patria.

Y por fin un atardecer, tras un largo tiempo de constante ascensión y respirando una atmósfera cada vez más alta, más seca y más ligera, llegó de improviso al limite. Se acabó el bosque, pero con el bosque cesó también la tierra firme; el bosque se lanzaba allí al vacío del aire, como si en aquel punto cesara el mundo. No se veía otra cosa que un lejano y tenue arrebol y allá arriba unas estrellas, pues va había empezado a anochecer.

Kubu se sentó en el confín del mundo y se agarró a las plantas trepadoras para no precipitarse en el vacío. Aterrado y con honda excitación pasó la noche acurrucado sin pegar ojo, y con las primeras luces de la madrugada se puso en pie impaciente y aguardó, asomado sobre el vacío, a que se hiciera de día.

Franjas gualdas de bella luz se encendieron en la lejanía, y el cielo parecía estremecerse de expectativa como se estremecía Kubu, que nunca había visto amanecer en el espacio anchuroso.

Haces de rayos dorados iluminaron el horizonte, y súbitamente asomó en el cielo, más allá de la enorme garganta del mundo, el sol rubicundo y magnífico. Asomo desde una nada infinita y grisácea, que pronto se tornó de color azul oscuro: el mar.

Ante el estremecido hombre de los bosques se había desvelado el «exterior». A sus pies la montaña se precipitaba hasta profundidades invisibles y humeantes, enfrente se alzaba rosácea y con irisaciones de pedrería una cordillera rocosa, a un flanco se extendía lejano e imponente el mar oscuro, y la costa corría blanca y espumosa, adornada de pequeños árboles cimbreantes. Y sobre todo esto, sobre las mil formas nuevas, extrañas y poderosas se elevaba el sol y derramaba un torrente de luz al mundo, que fulguraba en brillantes colores.

Kubu no pudo mirar al sol de frente. Pero vio derramarse su luz en ondas policromas por montes, rocas y costas e inundar las lejanas islas azules, y se postró en tierra e inclinó la cabeza ante los dioses de aquel mundo radiante. Ay, ¿quién era él, Kubu? Era un pequeño e inmundo animal, que se había pasado toda su aletargada existencia en la ciénaga oscura del bosque virgen, medroso y sombrío y sometido a díosecillos infames. Pero ahí estaba el mundo y su dios supremo era el Sol ; el prolongado y vergonzoso sueño de su vida en el bosque quedaba atrás, y ahora comenzaba a disiparse en su alma junto con la lívida imagen del sacerdote muerto. Ayudándose de las manos y los pies bajo Kubu al fondo del abismo abrupto, de cara a la luz y a la mar, y en su alma vibró, en fugaz transporte de dicha, la imagen embelesadora de una tierra luminosa regida por el sol, donde vivieran seres limpios, liberados y que a nadie estuvieran sometidos sino al sol.

16 de marzo de 2009

La vendedora de fòsforos

Les dejo a continuaciòn un cuento de hadas clásico de Hans Christian Andersen (publicado por primera vez en 1845). No se pierdan el video de pixar con la versiòn animada. Espero les guste.
Saludos!


La vendedora de fòsforos
Hans Christian Andersen

¡Qué frío tan atroz! Caía la nieve, y la noche se venía encima. Era el día de Nochebuena. En medio del frío y de la oscuridad, una pobre niña pasó por la calle con la cabeza y los pies desnudos.

Tenía, en verdad, zapatos cuando salió de su casa; pero no le habían servido mucho tiempo. Eran unas zapatillas enormes que su madre ya había usado: tan grandes, que la niña las perdió al apresurarse a atravesar la calle para que no la pisasen los carruajes que iban en direcciones opuestas.

La niña caminaba, pues, con los piececitos desnudos, que estaban rojos y azules del frío; llevaba en el delantal, que era muy viejo, algunas docenas de cajas de fósforos y tenía en la mano una de ellas como muestra. Era muy mal día: ningún comprador se había presentado, y, por consiguiente, la niña no había ganado ni un céntimo. Tenía mucha hambre, mucho frío y muy mísero aspecto. ¡Pobre niña! Los copos de nieve se posaban en sus largos cabellos rubios, que le caían en preciosos bucles sobre el cuello; pero no pensaba en sus cabellos. Veía bullir las luces a través de las ventanas; el olor de los asados se percibía por todas partes. Era el día de Nochebuena, y en esta festividad pensaba la infeliz niña.

Se sentó en una plazoleta, y se acurrucó en un rincón entre dos casas. El frío se apoderaba de ella y entumecía sus miembros; pero no se atrevía a presentarse en su casa; volvía con todos los fósforos y sin una sola moneda. Su madrastra la maltrataría, y, además, en su casa hacía también mucho frío. Vivían bajo el tejado y el viento soplaba allí con furia, aunque las mayores aberturas habían sido tapadas con paja y trapos viejos. Sus manitas estaban casi yertas de frío. ¡Ah! ¡Cuánto placer le causaría calentarse con una cerillita! ¡Si se atreviera a sacar una sola de la caja, a frotarla en la pared y a calentarse los dedos! Sacó una. ¡Rich! ¡Cómo alumbraba y cómo ardía! Despedía una llama clara y caliente como la de una velita cuando la rodeó con su mano. ¡Qué luz tan hermosa! Creía la niña que estaba sentada en una gran chimenea de hierro, adornada con bolas y cubierta con una capa de latón reluciente. ¡Ardía el fuego allí de un modo tan hermoso! ¡Calentaba tan bien!

Pero todo acaba en el mundo. La niña extendió sus piececillos para calentarlos también; más la llama se apagó: ya no le quedaba a la niña en la mano más que un pedacito de cerilla. Frotó otra, que ardió y brilló como la primera; y allí donde la luz cayó sobre la pared, se hizo tan transparente como una gasa. La niña creyó ver una habitación en que la mesa estaba cubierta por un blanco mantel resplandeciente con finas porcelanas, y sobre el cual un pavo asado y relleno de trufas exhalaba un perfume delicioso. ¡Oh sorpresa! ¡Oh felicidad! De pronto tuvo la ilusión de que el ave saltaba de su plato sobre el pavimento con el tenedor y el cuchillo clavados en la pechuga, y rodaba hasta llegar a sus piececitos. Pero la segunda cerilla se apagó, y no vio ante sí más que la pared impenetrable y fría.

Encendió un nuevo fósforo. Creyó entonces verse sentada cerca de un magnífico pesebre: era más rico y mayor que todos los que había visto en aquellos días en el escaparate de los más ricos comercios. Mil luces ardían en los arbolillos; los pastores y zagalas parecían moverse y sonreír a la niña. Esta, embelesada, levantó entonces las dos manos, y el fósforo se apagó. Todas las luces del nacimiento se elevaron, y comprendió entonces que no eran más que estrellas. Una de ellas pasó trazando una línea de fuego en el cielo.

-Esto quiere decir que alguien ha muerto- pensó la niña; porque su abuelita, que era la única que había sido buena para ella, pero que ya no existía, le había dicho muchas veces: "Cuando cae una estrella, es que un alma sube hasta el trono de Dios".

Todavía frotó la niña otro fósforo en la pared, y creyó ver una gran luz, en medio de la cual estaba su abuela en pie y con un aspecto sublime y radiante.

-¡Abuelita!- gritó la niña-. ¡Llévame contigo! ¡Cuando se apague el fósforo, sé muy bien que ya no te veré más! ¡Desaparecerás como la chimenea de hierro, como el ave asada y como el hermoso nacimiento!

Después se atrevió a frotar el resto de la caja, porque quería conservar la ilusión de que veía a su abuelita, y los fósforos esparcieron una claridad vivísima. Nunca la abuela le había parecido tan grande ni tan hermosa. Cogió a la niña bajo el brazo, y las dos se elevaron en medio de la luz hasta un sitio tan elevado, que allí no hacía frío, ni se sentía hambre, ni tristeza: hasta el trono de Dios.

Cuando llegó el nuevo día seguía sentada la niña entre las dos casas, con las mejillas rojas y la sonrisa en los labios. ¡Muerta, muerta de frío en la Nochebuena! El sol iluminó a aquel tierno ser acurrucado allí con las cajas de cerillas, de las cuales una había ardido por completo.

-¡Ha querido calentarse la pobrecita!- dijo alguien.

Pero nadie pudo saber las hermosas cosas que había visto, ni en medio de qué resplandor había entrado con su anciana abuela en el reino de los cielos.


13 de marzo de 2009

La miel silvestre / Horacio Quiroga


La miel silvestre
Horacio Quiroga

Tengo en el Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce años, y a consecuencia de profundas lecturas de Julio Verne, dieron en la rica empresa de abandonar su casa para ir a vivir al monte. Este queda a dos leguas de la ciudad. Allí vivirían primitivamente de la caza y la pesca. Cierto es que los dos muchachos no se habían acordado particularmente de llevar escopetas ni anzuelos; pero, de todos modos, el bosque estaba allí, con su libertad como fuente de dicha y sus peligros como encanto.

Desgraciadamente, al segundo día fueron hallados por quienes los buscaban. Estaban bastante atónitos todavía, no poco débiles, y con gran asombro de sus hermanos menores -iniciados también en Julio Verne- sabían andar aún en dos pies y recordaban el habla.

La aventura de los dos robinsones, sin embargo, fuera acaso más formal a haber tenido como teatro otro bosque menos dominguero. Las escapatorias llevan aquí en Misiones a límites imprevistos, y a ello arrastró a Gabriel Benincasa el orgullo de sus stromboot.

Benincasa, habiendo concluido sus estudios de contaduría pública, sintió fulminante deseo de conocer la vida de la selva. No fue arrastrado por su temperamento, pues antes bien Benincasa era un muchacho pacífico, gordinflón y de cara rosada, en razón de su excelente salud. En consecuencia, lo suficiente cuerdo para preferir un té con leche y pastelitos a quién sabe qué fortuita e infernal comida del bosque. Pero así como el soltero que fue siempre juicioso cree de su deber, la víspera de sus bodas, despedirse de la vida libre con una noche de orgía en componía de sus amigos, de igual modo Benincasa quiso honrar su vida aceitada con dos o tres choques de vida intensa. Y por este motivo remontaba el Paraná hasta un obraje, con sus famosos stromboot.

Apenas salido de Corrientes había calzado sus recias botas, pues los yacarés de la orilla calentaban ya el paisaje. Mas a pesar de ello el contador público cuidaba mucho de su calzado, evitándole arañazos y sucios contactos.

De este modo llegó al obraje de su padrino, y a la hora tuvo éste que contener el desenfado de su ahijado.

-¿Adónde vas ahora? -le había preguntado sorprendido.

-Al monte; quiero recorrerlo un poco -repuso Benincasa, que acababa de colgarse el winchester al hombro.

-¡Pero infeliz! No vas a poder dar un paso. Sigue la picada, si quieres... O mejor deja esa arma y mañana te haré acompañar por un peón.

Benincasa renunció a su paseo. No obstante, fue hasta la vera del bosque y se detuvo. Intentó vagamente un paso adentro, y quedó quieto. Metiose las manos en los bolsillos y miró detenidamente aquella inextricable maraña, silbando débilmente aires truncos. Después de observar de nuevo el bosque a uno y otro lado, retornó bastante desilusionado.

Al día siguiente, sin embargo, recorrió la picada central por espacio de una legua, y aunque su fusil volvió profundamente dormido, Benincasa no deploró el paseo. Las fieras llegarían poco a poco.

Llegaron éstas a la segunda noche -aunque de un carácter un poco singular.

Benincasa dormía profundamente, cuando fue despertado por su padrino.

-¡Eh, dormilón! Levántate que te van a comer vivo.

Benincasa se sentó bruscamente en la cama, alucinado por la luz de los tres faroles de viento que se movían de un lado a otro en la pieza. Su padrino y dos peones regaban el piso.

-¿Qué hay, qué hay? -preguntó echándose al suelo.

-Nada... Cuidado con los pies... La corrección.

Benincasa había sido ya enterado de las curiosas hormigas a que llamamos corrección. Son pequeñas, negras, brillantes y marchan velozmente en ríos más o menos anchos. Son esencialmente carnívoras. Avanzan devorando todo lo que encuentran a su paso: arañas, grillos, alacranes, sapos, víboras y a cuanto ser no puede resistirles. No hay animal, por grande y fuerte que sea, que no haya de ellas. Su entrada en una casa supone la exterminación absoluta de todo ser viviente, pues no hay rincón ni agujero profundo donde no se precipite el río devorador. Los perros aúllan, los bueyes mugen y es forzoso abandonarles la casa, a trueque de ser roídos en diez horas hasta el esqueleto. Permanecen en un lugar uno, dos, hasta cinco días, según su riqueza en insectos, carne o grasa. Una vez devorado todo, se van.

No resisten, sin embargo, a la creolina o droga similar; y como en el obraje abunda aquélla, antes de una hora el chalet quedó libre de la corrección.

Benincasa se observaba muy de cerca, en los pies, la placa lívida de una mordedura.

-¡Pican muy fuerte, realmente! -dijo sorprendido, levantando la cabeza hacia su padrino.

Este, para quien la observación no tenía ya ningún valor, no respondió, felicitándose, en cambio, de haber contenido a tiempo la invasión. Benincasa reanudó el sueño, aunque sobresaltado toda la noche por pesadillas tropicales.

Al día siguiente se fue al monte, esta vez con un machete, pues había concluido por comprender que tal utensilio le sería en el monte mucho más útil que el fusil. Cierto es que su pulso no era maravilloso, y su acierto, mucho menos. Pero de todos modos lograba trozar las ramas, azotarse la cara y cortarse las botas; todo en uno.

El monte crepuscular y silencioso lo cansó pronto. Dábale la impresión -exacta por lo demás- de un escenario visto de día. De la bullente vida tropical no hay a esa hora más que el teatro helado; ni un animal, ni un pájaro, ni un ruido casi. Benincasa volvía cuando un sordo zumbido le llamó la atención. A diez metros de él, en un tronco hueco, diminutas abejas aureolaban la entrada del agujero. Se acercó con cautela y vio en el fondo de la abertura diez o doce bolas oscuras, del tamaño de un huevo.

-Esto es miel -se dijo el contador público con íntima gula-. Deben de ser bolsitas de cera, llenas de miel...

Pero entre él -Benincasa- y las bolsitas estaban las abejas. Después de un momento de descanso, pensó en el fuego; levantaría una buena humareda. La suerte quiso que mientras el ladrón acercaba cautelosamente la hojarasca húmeda, cuatro o cinco abejas se posaran en su mano, sin picarlo. Benincasa cogió una en seguida, y oprimiéndole el abdomen, constató que no tenía aguijón. Su saliva, ya liviana, se clarifico en melífica abundancia. ¡Maravillosos y buenos animalitos!

En un instante el contador desprendió las bolsitas de cera, y alejándose un buen trecho para escapar al pegajoso contacto de las abejas, se sentó en un raigón. De las doce bolas, siete contenían polen. Pero las restantes estaban llenas de miel, una miel oscura, de sombría transparencia, que Benincasa paladeó golosamente. Sabía distintamente a algo. ¿A qué? El contador no pudo precisarlo. Acaso a resina de frutales o de eucaliptus. Y por igual motivo, tenía la densa miel un vago dejo áspero. ¡Mas qué perfume, en cambio!

Benincasa, una vez bien seguro de que cinco bolsitas le serían útiles, comenzó. Su idea era sencilla: tener suspendido el panal goteante sobre su boca. Pero como la miel era espesa, tuvo que agrandar el agujero, después de haber permanecido medio minuto con la boca inútilmente abierta. Entonces la miel asomó, adelgazándose en pesado hilo hasta la lengua del contador.

Uno tras otro, los cinco panales se vaciaron así dentro de la boca de Benincasa. Fue inútil que éste prolongara la suspensión, y mucho más que repasara los globos exhaustos; tuvo que resignarse.

Entre tanto, la sostenida posición de la cabeza en alto lo había mareado un poco. Pesado de miel, quieto y los ojos bien abiertos, Benincasa consideró de nuevo el monte crepuscular. Los árboles y el suelo tomaban posturas por demás oblicuas, y su cabeza acompañaba el vaivén del paisaje.

-Qué curioso mareo... -pensó el contador. Y lo peor es...

Al levantarse e intentar dar un paso, se había visto obligado a caer de nuevo sobre el tronco. Sentía su cuerpo de plomo, sobre todo las piernas, como si estuvieran inmensamente hinchadas. Y los pies y las manos le hormigueaban.

-¡Es muy raro, muy raro, muy raro! -se repitió estúpidamente Benincasa, sin escudriñar, sin embargo, el motivo de esa rareza. Como si tuviera hormigas... La corrección -concluyó.

Y de pronto la respiración se le cortó en seco, de espanto.

-¡Debe ser la miel!... ¡Es venenosa!... ¡Estoy envenenado!

Y a un segundo esfuerzo para incorporarse, se le erizó el cabello de terror; no había podido ni aun moverse. Ahora la sensación de plomo y el hormigueo subían hasta la cintura. Durante un rato el horror de morir allí, miserablemente solo, lejos de su madre y sus amigos, le cohibió todo medio de defensa.

-¡Voy a morir ahora!... ¡De aquí a un rato voy a morir!... ¡No puedo mover la mano!...

En su pánico constató, sin embargo, que no tenía fiebre ni ardor de garganta, y el corazón y pulmones conservaban su ritmo normal. Su angustia cambió de forma.

-¡Estoy paralítico, es la parálisis! ¡Y no me van a encontrar!...

Pero una visible somnolencia comenzaba a apoderarse de él, dejándole íntegras sus facultades, a lo por que el mareo se aceleraba. Creyó así notar que el suelo oscilante se volvía negro y se agitaba vertiginosamente. Otra vez subió a su memoria el recuerdo de la corrección, y en su pensamiento se fijó como una suprema angustia la posibilidad de que eso negro que invadía el suelo...

Tuvo aún fuerzas para arrancarse a ese último espanto, y de pronto lanzó un grito, un verdadero alarido, en que la voz del hombre recobra la tonalidad del niño aterrado: por sus piernas trepaba un precipitado río de hormigas negras. Alrededor de él la corrección devoradora oscurecía el suelo, y el contador sintió, por bajo del calzoncillo, el río de hormigas carnívoras que subían.

Su padrino halló por fin, dos días después, y sin la menor partícula de carne, el esqueleto cubierto de ropa de Benincasa. La corrección que merodeaba aún por allí, y las bolsitas de cera, lo iluminaron suficientemente.

No es común que la miel silvestre tenga esas propiedades narcóticas o paralizantes, pero se la halla. Las flores con igual carácter abundan en el trópico, y ya el sabor de la miel denuncia en la mayoría de los casos su condición; tal el dejo a resina de eucaliptus que creyó sentir Benincasa.

5 de marzo de 2009

Roberto Arlt / Biografía


En la Argentina, hoy día nadie duda de la importancia de la obra arltiana en el canon nacional y, con frecuencia, se suele compararla y contrastarla con la de Jorge Luis Borges (el escritor marginal, anarco-revolucionario, semi-analfabeto e informal frente al burgués integrado, estilista y de refinada cultura). Sin embargo, no fue así desde el primer momento; prácticamente hasta mediados de los años cincuenta, los críticos no se ocuparon de sus textos. En 1950 Raúl Larra publica su libro Roberto Arlt, el torturado (segunda edición de 1955), imagen del autor que se impondrá en la primera época. A finales de los años setenta ya principios de los ochenta, es decir, durante la época del Proceso (la última dictadura militar de 1976 a 1983), la crítica busca nuevas formas de usos políticos en la escritura arltiana para resistir a la censura y a la represión. El mejor ejemplo de este debate se encuentra en la novela del mismo Piglia, Respiración artificial (1980) acerca de la «desaparición» del profesor Maggi y en la que se discute el valor de la obra arltiana y borgiana. Los aspectos formales y recursos técnicos son objeto de estudio principalmente de críticos extranjeros como A. W. Hayes (1981) y R. Gnutzmann (1984), aunque también A. M. Zubieta (1987) se interesa en su monografía por el discurso arltiano.
En fin, ¿qué duda cabe en la actualidad de la importancia de Arlt para las letras argentinas e incluso latinoamericanas? Reflejo de su popularidad son las numerosas traducciones a diferentes idiomas (cf. bibliografía) y el hecho de que se llevaran al cine varios textos suyos como Noche terrible (coproducción argentino-brasileña), Los siete locos (del renombrado director L. Torre Nilson), El juguete rabioso (de J. M. Paolantonio) y una versión libre de Saverio el cruel (director R. Willicher).
Arlt es un escritor para un amplio público de lectores, universitarios incluidos (en España existen ediciones críticas de El juguete rabioso y Los siete locos en la editorial Cátedra), pero también para escritores: ha dejado su huella en la novelística de Juan Carlos Onetti (quien escribió un prólogo a la traducción italiana de Los siete locos); Julio Cortázar lo apreció y prologó su Obra completa (que resulta bastante incompleta) en la editorial Lohlé y lo menciona en varios relatos suyos, Rayuela incluida; Ernesto Sábato se ve en parte como sucesor de Arlt; existen elementos temáticos y formales en la obra de Manuel Puig que hacen pensar en nuestro autor. Pero el que más se ha dedicado al estudio de su narrativa y quien lo incluye como personaje ficticio y elemento de discusión literaria en su propia narrativa, es el mencionado Ricardo Piglia.


Biografía

Roberto Arlt nace el 26 de abril de 1900 en Buenos Aires (barrio de Flores), hijo del inmigrante alemán Karl Arlt y de la triestina Ekatherine Iobstraibitzer, familia de recursos precarios.

Es un niño imaginativo que sueña con ser pirata e inventor (Aguafuerte del 20 de julio
de 1930) y que pronto se convierte en fervoroso lector (al igual que el joven personaje Silvio Astier de su primera novela, El juguete rabioso), cuyos autores favoritos son Baudelaire, Dostoievski, Baroja y todos los escritores de novelas de aventuras, al estilo
de Rocambole. Deja la escuela después de haber cursado quinto grado y, en 1916, abandona la casa paterna por las disputas
con su padre, empleándose a continuación en diversos oficios: dependiente de librería, aprendiz de mecánico, hojalatero, corredor de mercancía, etc.

En 1918 publica su primer cuento, Jehová y, acto seguido, comienza la escritura de El juguete rabioso, novela que termina y publica en 1926 bajo los auspicios del poeta y novelista Ricardo Güiraldes. En ella retrata la vida de un adolescente, desde los catorce a los diecisiete años, cuyas experiencias lo llevan al fracaso en vez de a la integración social como solía ocurrir en la novela de aprendizaje tradicional. En 1920 aparece su ensayo «Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires» (en Tribuna Libre) y el joven escritor se traslada a Córdoba (1921) para cumplir el servicio militar, servicio que al parecer no fue muy duro «por virtud y gracia de algunas recomendaciones», puesto que «tomaba mate con el sargento», mientras que los pobres reclutas «se deslomaban bajo el sol» . En Córdoba conoce a Carmen Antinucci con la que se casa al año siguiente; en esa ciudad, además, nace su única hija, Mirta. De vuelta en Buenos Aires, publica en la revista Proa (1925) dos capítulos de El juguete rabioso y, al año siguiente, inicia su colaboración en la revista humorística Don Goyo, cuyo director era su amigo Conrado Nalé Roxlo. En 1927 comienza a trabajar para Crítica, diario de masas al estilo de la prensa norteamericana de Hearst, dirigido por Natalio Botana; Arlt se encarga de la columna policíaca o «nota carnicera y truculenta» como la llamaba el propio autor, todo por «necesidad del puchero» (Aguafuertes porteñas, 1950).
Al año siguiente, en mayo de 1928, ingresa como columnista de las Aguafuertes porteñas en el diario El Mundo, periódico propiedad de Alberto Haynes, en el que colabora hasta su muerte y donde aparecerán varios de sus cuentos, como el primero «Insolente jorobadito» que daría el título a la antología El jorobadito (1933).
En 1929 publica su segunda novela, considerada la más importante, Los siete locos y, dos años más tarde, la continuación de ésta, Los lanzallamas.
El argumento de ambas novelas es sencillo: el cobrador de una empresa azucarera, Remo Erdosain, es acusado de estafa. Para devolver el dinero sustraído acude al farmacéutico loco Ergueta y al chulo Haffner (el «Rufián Melancólico») y entra en la Sociedad Secreta del Astrólogo Alberto Lezin, quien proyecta fundar una nueva sociedad, basada en la subyugación de la mayoría.

Erdosain estará encargado de destruir la vieja sociedad mediante gases letales y el chulo Haffner de financiar la nueva mediante la explotación de prostíbulos. Erdosain, angustiado y abandonado por su mujer Elsa, se traslada a una pensión sucia, donde entabla relación con la hija de la patrona, la Bizca. Termina la novela con la huida del Astrólogo con la mujer del loco Ergueta —la prostituta Hipólita—, el incendio de la quinta donde se tramaba la revolución, el asesinato de la Bizca por parte de Erdosain y el posterior suicidio de éste. Como los críticos han mostrado, la novela contiene ingredientes de la situación socio-política tanto argentina como internacional: los fascismos y el comunismo, las aspiraciones revolucionarias y el poder capitalista, la amenaza de las dictaduras militares, el Ku-Klux-Klan, la angustia de entreguerras («la zona de la angustia»)... Sin embargo, a pesar de que el argumento esté repleto de acciones, al autor le interesaba sobre todo la «vida interior dislocada, intensa, angustiosa» (Obra completa, 1981:11, 255) de sus personajes y, en una lectura profunda, se descubre una temática existencialista: ¿qué sentido tiene la vida? ¿son posibles el amor y la comunicación? ¿no está el hombre condenado eternamente al fracaso? Erdosain es el hombre «que sufre, soñando, con el cuerpo hundido hasta los sobacos en el barro» (Los lanzallamas) y que se «revuelca en la porquería con anhelo de pureza» (El amor brujo). El crítico Masotta (1982:49) ve a los personajes arltianos como «apestados» que testimonian «una sociedad putrefacta».

En mayo de 1930, el escritor viaja a Uruguay y Brasil, desde donde envía sus Aguafuertes uruguayas (recogidas en forma de libro en 1996) y en 1932 se publica su última novela El amor brujo, un alegato contra el matrimonio burgués, su falsa moral y sus intereses materiales.
Arremete, en primer lugar, contra la mujer burguesa (novia y futura suegra), interesada en asegurarse (asegurar a la hija) el futuro, explotando el instinto sexual del hombre. A partir de entonces, Arlt se dedica predominantemente al teatro: en 1932 su amigo Leónidas Barletta estrena, en el Teatro del Pueblo, 300 millones, obra dramática a la que seguirán otras como Prueba de amor, Saverio el cruel, El fabricante de fantasmas, La isla desierta, Africa (con temática de sus Aguafuertes africanas), La fiesta del hierro y El desierto entra en la ciudad, la última sin estrenar por la repentina muerte de su autor Durante todos estos años Arlt sigue produciendo aguafuertes para el diario El Mundo, publicadas normalmente bajo el título Aguafuertes porteñas, pero según el tema o el espacio pueden llamarse Aguafuertes teatrales, Aguafuertes fluviales (durante su viaje en agosto de 1930 en el barco de su amigo Rodolfo Aebi), Aguafuertes patagónicas (enero y febrero de 1934), El infierno santiagueño (sobre la sequía catastrófica en esta provincia argentina, diciembre de 1937), Hospitales en la miseria (enero y febrero de 1933), serie retomada en agosto de 1939 como El problema hospitalario. En notas tituladas «La ciudad se queja» o «Buenos Aires se queja» (marzo a julio de 1934), el periodista arremete contra determinadas instituciones municipales y el estado urbanístico de la capital.

Ya se hizo referencia a algún viaje del autor a Uruguay y Brasil, desde donde enviaba sus Aguafuertes uruguayas, Notas de a bordo y Notas de viaje (marzo a mayo de 1930). El viaje más lejano lo lleva a España; el 8 de abril de 1934 toca tierra española en las Islas Canarias y desde el 19 de abril recorre la península: Andalucía, Galicia, Asturias, País Vasco, Madrid y Barcelona.
De cada una de las regiones envía sus Aguafuertes españolas, «gallegas», «asturianas», «vascas» o «madrileñas». Incluso tuvo tiempo para visitar Tánger y Tetuán (agosto de 1934), lugares que encuentran su reflejo en las Aguafuertes africanas y en los cuentos de El criador de gorilas. Seguramente las más interesantes resultan las notas tituladas Cartas de España y Cartas de Madrid, dedicadas a la situación política del país con el triunfo de la izquierda, los atentados y el ambiente que inevitablemente iba a llevar a la guerra civil. Si hasta hace pocos años apenas se conocía una pequeña parte de las aguafuertes (cf. la bibliografía), en los años noventa se han publicado varias ediciones de ellas, incluidas las españolas fuera del ámbito andaluz y marroquí que se habían recogido en la primera edición en forma de libro en 1936, aunque en este momento aún faltan por publicar las aguafuertes vascas. En enero de 1941 el periodista sale por última vez, en esta ocasión a Chile, desde donde llega a enviar unas pocas Cartas del Chile. Aprovecha su viaje, además, para publicar en una editorial santiagueña sus cuentos inspirados en el ambiente marroquí, El criador de gorilas (1941).

De vuelta en Buenos Aires, en julio de 1935, Arlt se dedica por breve tiempo a escribir sobre cine, para desembocar pronto en otro tipo de notas, las que se inspiran en noticias internacionales, tituladas Tiempos presentes y Al margen del cable, tomando como pretexto un personaje o una situación de poca importancia para criticar asuntos internacionales como el fascismo, la situación social en Estados Unidos, etc. En 1940 muere su esposa Carmen Antinucci, con la que el autor tenía problemas desde hacía años, viviendo el matrimonio prácticamente separado. Poco después del fallecimiento de su primera mujer, Arlt se casa en segundas nupcias con la secretaria del diario El Mundo, Elizabeth Shine, quien recientemente ha publicado sus recuerdos tempestuosos de matrimonio en nada menos que el periódico (conservador y elitista) La Nación («Mil días con Roberto Arlt», 16-5-1999). El propio Arlt muere repentinamente el 26 de julio de 1942 sin conocer a su hijo Roberto, nacido pocos meses después.

Fuente: Centro Virtual Cervantes