28 de febrero de 2009

Adolfo Bioy Casares / Entrevista


Esta conversación se desarrolló hace 22 años. Hoy, por fin, se conoce la intimidad de un encuentro en el que el escritor se confió sin retaceos. Habló de sus comienzos en las letras, las mujeres, sus gustos literarios y no evitó los temas políticos ni el de la muerte, después de la cual sólo preveía un vacío del que no lo consolaba ni siquiera la trascendencia de su obra.

Veintidós años pasaron de aquella primera entrevista con Adolfo Bioy Casares y aún recuerdo mi sorpresa porque el entrevistado tenía más miedo que el entrevistador. Recuerdo al flaco y alto caballero, ya un poco encorvado, que en su enorme escritorio del quinto piso de Posadas y Schiaffino me hizo sentir cómodo e inteligente, el escritor que, sin la falsa modestia de Borges, hablaba de sus luchas con las palabras y las tramas y del placer de la escritura: "Empecé a escribir relatos a los doce años y estoy escribiendo relatos. Escribir da sentido a la vida y da mucha fuerza". Dialogamos casi tres horas, en dos tiempos. El segundo explica por qué Bioy me pidió no publicar la entrevista.

Fue en 1987, abril tal vez, porque hacía muy poco de la rebelión de Aldo Rico y sus carapintadas contra Alfonsín, tema por el que me preguntó con insistencia. Le preocupaba el país y la política, estaba muy informado y, como se verá, sus reflexiones sobre aquella Argentina calzan a la perfección en la de hoy.

Bioy tenía 72 años. "Qué asco", agregó al decírmelo con una sonrisa amarga que aún estoy viendo. Ahora, al leer sus diarios editados después de su muerte (Descanso de caminantes), comprendo que hacía tiempo que la vejez lo obsesionaba y entiendo por qué, cuando hablamos de la muerte y le dije que no moriría del todo porque quedaban sus libros, se exaltó: "No, ésas son ilusiones", la muerte "será el fin del mundo para mí". Y sin embargo, era un hedonista que gozaba de la escritura, la lectura, la comida, las mujeres. Pero no de las entrevistas. "No me gustan –me confesó– porque llevan a la publicación de borradores y mis borradores son malos, lo sé." La timidez y la entrega de quien va al cadalso lo hacían un excelente entrevistado. Al año siguiente escribió en sus diarios: "Durante un período enfrenté los reportajes periodísticos muerto de miedo, como si fueran mesas examinadoras".

Acordé enviarle el borrador y disfruté la charla oteando cada tanto la belleza de su hija Marta en una foto que él le había sacado y que colgaba entre los libros de la gran biblioteca del escritorio.

Borges había muerto hacía un año. Bioy se había enterado en un quiosco de diarios de Ayacucho y Alvear y aquella tarde de junio de 1986 siguió caminando por Barrio Norte "sintiendo –escribió en su diario– que eran mis primeros pasos en un mundo sin Borges". Cortázar, su amigo a la distancia, había muerto en 1984. Quedaban él y Sabato. Autor de una obra original y sólida que incluye el portento de La invención de Morel, ahora, pensaba yo, Bioy salía de abajo de la sombra densa de su amigo Borges. No me animé a tocar el tema. Ni siquiera hablé de Borges. Lo hizo él.

Le llevé el borrador de la entrevista con las 42 carillas de la desgrabación literal reducidas a once. Al día siguiente su íntimo amigo desde la infancia, Enrique Drago Mitre, presidente del directorio de La Nacion, me llamó por primera y única vez a su despacho: "Adolfito me pide que lo perdone. Dice que usted estuvo bien pero él no, y le ruega no publicarla". Protesté, era una estupenda entrevista. No hubo caso.

Pero Bioy, caballero al fin, se tomó el trabajo de enviarme un sobre con su borrador de mi borrador. Siete carillas a máquina –aún las conservo– que confirmaban cuál era la traba. En su versión faltaban las preguntas sobre la dictadura, la represión y los juicios a los militares que habían originado la rebelión carapintada, y obviamente faltaban sus críticas a los represores y a los guerrilleros. La nota no se publicó. "No quisiera ofender", me había dicho en la segunda parte de la charla en la que había volcado reflexiones duras y dolorosas.

Cuando volví a entrevistarlo en 1994 no mencionó nuestra mutua frustración de 1987. Ya lo dije, un caballero.

Aquella entrevista de hace 22 años se publica ahora para hacerle justicia y porque los tramos más pesimistas y doloridos de la segunda parte resultan similares a los que por entonces escribió en sus diarios y que luego se hicieron públicos. Además, hoy el tema de los juicios a los militares no tiene el enorme peso de aquel momento. Del texto que me envió he aprovechado algunas precisiones de circunstancias y fechas.

–De joven fue buen jugador de fútbol, rugby y tenis. ¿Cómo se convirtió en escritor?
–Sí, casi es inexplicable para mí también, porque mi actividad y hasta mis ensoñaciones eran deportivas. Pero cuando algo me golpeaba mucho, mi reacción era planear un libro. Estaba enamorado de una chica y no me llevaba el apunte, y entonces, sufriendo, pensaba escribir un libro que se llamaría Corazón de payaso. Por suerte la voluntad no me acompañó. Y llegó un día, no sé por qué, en que escribí una historia fantástica y policial, "Vanidad o Una aventura terrorífica".

–¿A qué edad?
–A los doce años. Era muy tonta. No había leído libros de literatura fantástica ni policiales. Cuando empecé el Nacional descubrí la literatura y fue una revelación. A pesar de que tenía doce años me sentía terriblemente atrasado y traté de leer todo, y también escribía. Me salieron seis o siete libros pésimos. De uno, Caos, Larreta le aseguró a mi madre que había sido escrito en pleno aquelarre glandular. Era falso, no era aquelarre glandular, era aquelarre literario. Pero yo me sentía estimulado. Estaba leyendo literatura española, el Ulysses de Joyce, literatura francesa, la Biblia, filosofía. Y al mismo tiempo trataba de escribir.

–¿Fue un buen alumno?
–Fui un pésimo estudiante de primer año, bloqueado porque no entendía álgebra ni matemáticas, y llegué a no saber estudiar. Apareció un buen profesor, Felipe Fernández, que me enseñó matemáticas en su casa y así descubrí el método y el orden, descubrí las matemáticas y quise ser matemático. Si él no hubiera muerto, a lo mejor hubiera sido matemático. Sus lecciones permitieron que después escribiera libros de trama bastante complicada, como La invención de Morel y Plan de evasión, que requerían un cierto orden.

–¿Cómo hacía para que le alcanzara el tiempo?
–No me lo explico hoy, creo que entonces los días eran más grandes, no teníamos estos días de juguete que tenemos ahora. Leía muchísimo y escribía muchísimos cuentos que no le gustaban a nadie.

–¿Cuántos años tiene?
–Setenta y dos… Qué asco.

–Se lo ve muy bien .
–Eso dicen los que están afuera. Yo, que estoy adentro… Cuando me dicen que no me quitan lo bailado, yo digo, "pero sobre todo no me lo devuelven", que es lo único que me interesa… Haberlo bailado... [Sonríe.]

–¿No se siente recompensado por tener una obra reconocida?
–Mire, uno se deja convencer un poco, pero en el fondo sabe cómo la hizo.

–¿Cómo lo hizo?
–Escribir me cuesta trabajo. Si bien cuando concluyo un libro creo que ya sé escribir y escribiré el próximo rápidamente, cuando lo empiezo tengo las mismas dificultades de siempre y debo descubrir cómo escribirlo. Muchas veces he dejado libros inconclusos porque iban por mal camino. A los 17 o 22 años era lógico, pero me sucede ahora. El año pasado estaba escribiendo una novela de la que tengo 80 páginas, bastante para un inventor rápido pero un escritor lento, y me di cuenta de que había que dejarla.

–¿La guardó?
–Ahí está, para que un profesor la descubra cuando uno esté muerto y se entretenga con esas estupideces.

–¿Corrige mucho?
–Hago muchísimas correcciones, y no me gustan mucho los reportajes porque llevan a la publicación de borradores, y mis borradores son malos, lo sé. Alguien dijo alguna vez: "Denme un borrador y podré escribir un buen libro". Creo en eso.

–No se preocupe, le daré la entrevista antes de publicarla para que la corrija.
–No [ríe ], mejor es que la corrija usted.

–A ciertos escritores no les gusta hablar de sus dificultades.
–No es fácil escribir, no es fácil. He escrito tantos relatos que, aunque tengo las dificultades de siempre, por lo menos no tengo la sensación de estar viéndome desde afuera cuando escribo. Últimamente tuve que escribir un prólogo para una antología de relatos fantásticos rioplatenses y me costó muchísimo, me sentía como otro Bioy que miraba y decía: "No, esto es una tontería, esto es falso". Con los relatos estoy más en mi terreno y escribo con más naturalidad. Empecé a escribirlos, como le dije, a los doce años, y estoy escribiendo relatos. Le debo mucho a mi padre porque yo tenía la costumbre de la ensoñación: pensar en cosas muy inútiles. Mi padre me dijo que le pasaba lo mismo y había perdido muchísimo tiempo en eso, y me aconsejó: "Tratá de pensar en los cuentos en vez de esas tonterías". Además, como soy supersticioso, había descubierto que me traían mala suerte esas ensoñaciones. Claro, si deseaba que las mujeres se enamoraran de mí, era probable que de vez en cuando se enamoraran. Aprendí a pensar en cuentos, y si bien no estoy satisfecho con mis dotes, puedo decir que eso me llevó también a dominar mi capacidad de atención y mantenerla. Un escritor me dijo que él tenía una imaginación tan fuerte que no podía leer novelas porque leía la primera frase y se quedaba pensando. Era una buena caricatura de lo que me pasaba.

–En ese sentido, el cuento es una gran ayuda.
–El cuento o la novela lo llevan a uno a encauzar su pensamiento por un lado y no permitir que se desvíe.

–¿Qué hace cuando al escribir llega a un punto muerto?
–Ah, sé que esas puertas que se cierran no se cierran definitivamente, que si uno sigue pensando, encuentra la solución. Si me perdona, porque no me gusta nada hablar de mí, pero en definitiva, un reportaje…

–No, el tema es usted.
–Soy yo. Bueno, una vez, en Mar del Plata, fui a bañarme a la playa de Santa Clara, que tiene pequeños acantilados, y acostado al sol debajo de esos acantilados pensé en la posibilidad de una agresión desde arriba.

–Ese cuento está en Historias fantásticas .
–Sí, se llama "El gran Serafín". De una mínima situación iniciada así, inventé todo ese cuento, un poco en desafío a Borges, que me decía que era muy difícil pasar de armar una situación a armar todo un relato. Es una observación lícita y me parece que en general es así, pero quise hacer el cuento con el fin del mundo. Buscando se encuentra la salida.

–¿El estilo le preocupa?
–Muchísimo, pero creo que el argumento es parte de la técnica porque, ¿en qué consiste la técnica? En cómo contar las cosas, ¿en primera o en tercera persona? La técnica es: ¿frases largas o frases cortas? Pensé muchísimo en la técnica del cuento y la novela y creo que ante cada cuento hay que pensar qué técnica le conviene a uno para ese cuento. Casi hay que inventarla. Hay buenas recetas y casi todas vienen de Horacio: las unidades son verdad. No sé por qué, pero conviene que un argumento tenga un tema central, conviene que tenga un héroe, conviene que la historia sea contada por una persona. Ya sé que están La piedra lunar y otros buenos libros contados por muchas voces, pero parecería que es más fácil acertar contando las cosas con una sola voz. Si en una historia está en el campo, las cosas deben mirar al campo; si hay una creación musical, deben mirar hacia la realidad musical. Y tiene que haber sorpresas, pero no muy grandes como para ser increíbles. Tienen que estar preparadas, pero no como para que el lector diga: "Sabía que venía esto". Es una cuestión de tino. La verdad se aprende. Los candidatos a aprendices pedimos que se nos acorte el camino, y en nada se puede acortarlo. Hay que tener malas experiencias y aprender de ellas.

–¿Alguna vez tuvo una buena trama pero no acertó con el punto de vista?
–Claro.

–¿Intentaba distintos puntos de vista o dejaba que la idea madurara?
–Me ha pasado de todo porque he escrito tantos cuentos, tantas novelas, a pesar de que digo que son seis. Hubo unas diez antes, abandonadas.

–Usted tiene una imaginación muy rica, no tiene el drama de los escritores pobres de ideas.
–Por suerte eso no me falla. Parece una pedantería, pero la compenso diciendo que me cuesta escribir y que tardo muchísimo en escribir un libro más o menos simple. Pero invento con rapidez. Ahora, no siempre me precipito a escribir lo que he inventado. A veces sí, cuando tengo una especie de compulsión y siento una suerte de placer que me dan los personajes, la situación, todo. Pero hay veces en que un argumento me acompaña durante quince años o más. Y veo con alegría y perplejidad que son los que salen mejor, o los que la gente me dice que salen mejor. "El perjurio de la nieve" se me ocurrió en el 32 y se lo comenté a Borges una tarde caminando frente a La Porteña, en Guido y Junín. Borges me dijo: "Es una buena historia, pero no creo que puedas concluirla". Pasé muchos años sin poder atar todos los cabos. En el 41 o 42 me recetaron unas vitaminas B que me desvelaron, y en las noches de desvelo arreglé mi cuento como un jugador de billar hace carambolas. Sentía que todo se unía así y pocos días después me puse a escribirlo.

–Tiene una estructura bastante compleja.
–Sí. Después hay un cuento, "El Nóumeno", de Historias desaforadas, que viene de la idea del nóumeno o cosa en sí de la Crítica de la razón pura de Kant, que leí en el 35 o 36. Durante muchísimo tiempo estuve luchando con esa idea. ¡Luchando! Tratando de ver si tenía un cuento, el comienzo de un cuento. Y finalmente un día se me ocurrió y lo escribí el año pasado. En el 81 dejé inconclusa una novela corta. Retomé la idea en el 85 y es el cuento "Preparativos para una fuga al Carmelo".

–¿Primero tiene una idea vaga, general?
–Viene una idea vaga o una idea vaga que es el comienzo de una cosa. Me impresionó una frase de Bergson, que la inteligencia es el arte de encontrar una salida a las situaciones difíciles que parecen sin salida.

–¿Escribió "En memoria de Paulina" al poco tiempo de surgir la idea o la dejó madurar?
—No, fue más bien una inspiración concentrada, de la época de "La trama celeste". Nunca he hecho mucha vida social-literaria, pero en aquel momento fui un poco a reuniones literarias y encontré personajes que me sugirieron el personaje que le roba la amante al protagonista del cuento.

–Es interesante el momento en que el personaje participa del sueño obsesivo del asesino.
–Sí, es duro. En el cine español lo hicieron sin eso, hicieron que fuera un simple fantasma que volvía. Una tontería.

–¿"En memoria de Paulina" también tuvo alguna intención catártica ante alguna situación personal? Perdón si es un poco íntima la pregunta.
–Nooo, ¿por qué? A mí me asombran los escritores que no quieren hablar de algunas cosas. Escribir consiste en hablar de todo. Pienso que todo lo que he escrito está escrito para ser publicado, y lo que no está escrito para ser publicado es demasiado malo [ríe]. Probablemente sí, probablemente sería de algún amor desdichado.

–Parece que ha tenido una vida amorosa bastante desdichada, pero creo que no es así.
–No, no, pero la más interesante como tema para la literatura es la desdichada. Y mis primeras armas en el amor fueron desdichadísimas. Un novelista, un cuentista, es un antropófago que, además, se come a sí mismo. Uno aprovecha todo.

–También a la gente que lo rodea, a los que ama.
–Claro. Uno va juntando toda clase de cosas que parecen muy poco importantes pero que van alimentándolo para escribir. Hago anotaciones sobre toda clase de cosas.

–Volviendo al amor no correspondido, se ha dicho que no puede haber buenas obras sobre amores felices.
–Parece que no. La felicidad es un tema mucho más difícil que la desdicha.

–¿Por qué será?
–No sé si porque nos aborrecemos unos a los otros [ríe]. Uno de los libros que no voy a escribir y que me hubiera gustado mucho escribir, es un libro en el que pase poco y sea agradable. Siento que tengo que escribir cosas un poco truculentas, un poco falsas. Tengo que poner, como decía el doctor Johnson, un gigante y un enano de vez en cuando para reanimar al lector y reanimarme a mí mismo.

–Goza al escribir.
–Ah, lo disfruto, y si estoy contando cosas atroces, estoy contentísimo… si me salen bien.

–Y al mismo tiempo le cuesta escribir.
–Sí, al principio tengo la perplejidad de no poder contar la historia. Nunca sufro el pánico a la hoja en blanco. Un pánico menos. Siempre tengo cosas que poner en la hoja. Lo que a veces no encuentro es la manera de ponerlas gratamente, porque pienso en el lector y tengo en cuenta que la primera frase no desemboca de modo fluido en la segunda, y además no estoy diciendo exactamente lo que quiero. Conozco todas esas torpezas.

–¿Tiene sus ventajas parar, dudar, recomenzar?
–No le quepa la menor duda. La ventaja es que las cosas salen más pensadas. Cuando tengo un cuento en mi mente durante veinte años me sale mejor después porque he pensado varias veces en él y no improviso.

–Al leer algunos cuentos ya publicados, ¿descubre a veces que tendría que haberlos contado de otra forma?
–En general no me releo, no me da placer. Una de mis aspiraciones es hacer un libro tan grato que sea grato para mí. Generalmente abro el libro y encuentro una frase que me parece imperdonable, porque parece decir lo que no quiero decir a pesar de haber corregido todo muchísimas veces buscando que el estilo fluya y nada se interponga entre el lector y las ideas.

–¿Conviene escribir un cuento rápido, en unos días o un par de semanas, o es mejor no apurarse?
–Nunca tuve la suerte de escribirlo en un par de días o una semana.

–En El perjurio de la nieve la historia del estanciero recluido con sus hijas para abolir la muerte ¿es ficción?
–Pura ficción. Ahora hay un muchacho que quiere hacer un film con la historia previa de ese holandés y me pide autorización, pero yo no soy el dueño de ese pobre holandés.

–Es interesante en ese cuento el trastrueque de vidas y muertes. Muere quien no debería haber muerto. A uno le toca la muerte de otro.
–Sí, muere Oribe. Ahí usé la imagen del escritor que aprovecha las cosas y es inescrupuloso. Los escritores somos un poco así. Y el otro es el que tiene la vida literaria, es el joven, el escritor no tiene vida literaria: escribe. Y el otro es poeta y revive las cosas de los otros escritores. Porque además es un poco plagiario porque le gusta tanto la literatura.

–Suele decirse que hay dos o tres temas grandes y los demás son variaciones o especie de plagios.
–Hay que apartarse de la historia de la literatura y no pensar que los temas se han agotado. En Europa predomina esa idea y que lo único que les queda a los escritores es intentar variantes. Es un pésimo camino para escribir. Hay que proceder con un poco más de ingenuidad y modestia y no verse a sí mismo como parte de la literatura, sino como una persona que cree inventar algo y lo propone. En Italia me preguntaron qué teoría había detrás de mis relatos y respondí que no había ninguna. Conviene que haya unidad de tiempo, o que el tiempo no se prolongue demasiado. El relato comprimido en el tiempo tiene mucha más eficacia. Decía Stevenson que tiene que haber de vez en cuando escenas vívidas para el ojo, escenas que uno las vea en su mente como si las soñara, porque ayudan a que el lector siga interesado y guarde una imagen. Él lo hacía muy bien. No escribo una historia fantástica para mostrar que la literatura fantástica puede tal cosa, no. Escribo cuentos fantásticos porque se me ocurren cuentos fantásticos, y tal vez quisiera escribir cuentos que no fueran fantásticos.

–¿Le gusta Faulkner?
–Una vez me dijo Borges que las grandes frases casi líricas en el estilo shakespeariano, escritas como en un extremo de las posibilidades del lenguaje, hoy sólo las intentaron Faulkner y Joyce. Lograr eso no es fácil, pero lograr libros buenos con ese sistema también es sumamente difícil, como lo ilustran los de Joyce y Faulkner. Me parece que Joyce no tiene un solo gran libro que uno lea con placer desde el principio hasta el final, entendiéndolo todo el tiempo y participando de él. Y a Faulkner, con excepción tal vez de Santuario, se le van de las manos los libros.

–A Faulkner le cuestionaron que hubo gente que leyó El sonido y la furia tres veces sin comprenderla, y respondió: "Bueno, que la lean cuatro veces".
–Una persona que ha escrito algo debería ser más humilde porque sabe que él mismo está ante el error y el acierto continuamente. No me gusta que una persona diga eso, que lo lea cuatro veces, que se pase la vida leyendo eso e ignore toda la literatura magnífica que dejará de leer para leer esa estúpida historia de unos negros del Sur de Estados Unidos. Y no tengo nada contra los negros. Faulkner me parece bueno en Santuario y bastante bueno en Gambito de caballo, una serie de cuentos policiales modestos, muy bien escritos y bastante divertidos. Es un gran escritor de pocos libros buenos, como Joyce.

–¿Y la literatura argentina?
–Se ha ido salvando a lo largo del tiempo de todas las miserias que hubo en este país. Tenemos una mejor literatura que muchos países. No sé por qué tenemos esa suerte. Estoy muy enojado con mí país, o muy triste. Si hubo gente que ha escrito todos esos libros, quiere decir que hay algo bueno en la Argentina.

–Aquí ha prevalecido el cuento sobre la novela. ¿Por qué?
–No tengo idea. Pero sé que hemos tenido influencia en Europa a favor del cuento. A mí, Bompiani, en el 67 me llevó aparte y me dijo como de hombre a hombre: "De editor a escritor, un consejo, Bioy: no escriba cuentos, a nadie le gustan los cuentos". Naturalmente que no seguí su consejo porque uno escribe para los lectores. Y seguí escribiendo cuentos y en su propia Italia me han premiado tres veces los cuentos.

–Los cuentos van perdiendo el tradicional cierre final sorpresivo y hay muchos finales abiertos.
–El cuento de final a toda orquesta en el que yo he caído tiene algo falso. Hay una reacción justificada contra eso, pero hay que tener cuidado también de no dejar la sensación de: y bueno, ¿qué? El ideal es no subrayar demasiado las cosas, pero en el final hay que dejar que todo se entienda. Hay que saber decir sin subrayar. El cuento es una cosa que empieza, tiene un nudo y termina. Al no tener la terminación, vienen la insatisfacción y el desagrado. No hay que hospedarse en el muy hospitalario cuento sin final, hospitalario para el escritor porque no tiene que pensar demasiado. Es típico de escritor novato que nada llegue. Las cosas tienen que llegar, pero tampoco como las hacía llegar Poe: "Miren qué horror, aquí viene el fantasma". La palabra "horror" la tiene que poner el lector.

–¿Por qué dijo que los finales de sus cuentos son falsos?
–Creo que alguna vez se me ha ido la mano. Y alguna vez también me he quedado corto y me he arrepentido porque no pasa nada. Las anécdotas generalmente son de la vida real y, ¿por qué funcionan? Porque tienen un final sorpresivo, algo que las hace destacarse en el continuo suceder de los fenómenos.

–Decía que está enojado o triste con la Argentina.
–He vivido en una Argentina que miraba con cierta compasión a la Europa vieja y aquejada de pobreza incurable, y ahora veo esa Europa llena de juventud y prosperidad y nosotros estamos vetustos y desanimados. La Argentina nos ofrece la tentación de creer que estamos en un destino del que no podemos salir.

–¿Cree en el destino?
–No, para nada. Tenemos una cantidad de prejuicios que no nos permiten reaccionar. Hay una serie de causas y efectos que nos ayudan en esos prejuicios y que requieren una persona realmente inteligente que encuentre la salida.

–¿Cuál sería alguno de esos prejuicios?
–La Argentina fue grande mientras creyó que era un país abierto, pero no sólo en la economía. Creía que su tradición era la de Europa. Éramos los europeos del Sur. Y de pronto hemos querido ser folklóricos con un mínimo folklore argentino y hacer una civilización de ese mínimo folklore. Me parecía un país incontenible la Argentina. Recuerdo venir de Europa y ver Buenos Aires magnífica, limpia y generosa. Esos trabajadores habían hecho un país rico en el que la movilidad social era real. Las personas que venían pobres pasaban de una clase social a otra. No creo en las clases sociales, las estoy usando simplemente para simplificar. Bueno, todo eso se podía hacer, y nada de eso puede hacerse.

–¿Cuál será el verdadero país? ¿Aquél o éste?
–Pero por qué va a ser éste el verdadero cuando Italia y España padecían en un destino de pobreza y guerras.

–Hubo esperanza con las elecciones y el triunfo de Alfonsín. Después la economía empeoró.
–Vivimos una novela de Eça de Queiroz. Somos bastante inteligentes, nos reímos de las cosas y estamos en la decadencia [ríe].

–¿Qué opina de los juicios a los militares?
–Qué lastima que me pida hablar de eso porque es un jardín de odios. Ahí se riega un odio y otro odio. Creo que los militares fueron muy crueles con sus prisioneros. De algún modo, revivieron la Mazorca de Rosas. Ahora, creo que los terroristas son los padres de los militares que han hecho todas esas cosas. Porque sin terrorismo no se hubiera sentido la necesidad, o la aparente necesidad, de estos represores.

–La Justicia sostiene que al tener los militares el poder estatal, tendrían que haber actuado con la ley.
–Desde luego, creo que la Justicia tiene toda la razón, pero no sé cómo vamos a terminar con esto. Ni las víctimas tienen ganas de perdonar, ni los castigados por la Justicia ni sus sucesores van a tener ganas de perdonar. Viviremos en un mundo de odios como en Sicilia: dos bandos de mafia.

–¿Le parece realmente que la mayoría de la gente tiene grandes resentimientos?
–Ojalá que no, porque es como si el odio hubiera encontrado muy justificados estímulos en este país a lo largo del tiempo, pero los estímulos pasan y el odio queda.

* * *

La entrevista había terminado. Cuando apagué el grabador, Bioy me confesó su temor de no haberse expresado bien sobre la represión y los juicios a los militares. Le dije que era una muy buena entrevista y repetí que le enviaría el borrador para que la corrigiera. Entonces, mucho más suelto que antes, empezó a explicarme el porqué de su preocupación y le pedí permiso para seguir grabando. Aceptó.

–… es que ya le digo, no soy un parlamentario, soy un escritor, una persona que escribe borradores para corregirlos y volver a corregirlos, y después los publica. Pero no siento un apuro en publicar porque noto que no he conseguido decir exactamente lo que pienso. Y no me gusta nada estar diciendo cosas más o menos. No creo en el más o menos.

–Es inevitable en una entrevista. Pero habló muy bien.
–Es que algunos temas son más importantes que otros. En un tema en el que hay gente que tiene muertos no quiero decir una cosa que parezca frívola, que no parezca pensada. Por eso quiero ver lo que digo y decir algo que yo pueda asegurar que es lo que pienso. No me importa que me condenen por lo que pienso. Pero lo que no quisiera es ofender por una especie de frivolidad que da la espontaneidad y la necesidad de salir del momento.

–Usted es alguien importante y su opinión sobre los juicios es importante.
–Hay que tener cuidado de no ser frívolo, salvo que uno haga una frivolidad que se convierta en una especie de literatura o paraliteratura, como hizo Borges. Pero las cosas que Borges decía siempre correspondían a su pensamiento sincero, que podía estar enfatizado por la exageración, y por eso podía extralimitarse y ser injusto. Pero siempre tenía una gracia que hacía que uno, en definitiva, debiera perdonarlo. No digo que lo hayan perdonado, pero uno debe perdonar, porque es como una contribución a la literatura, es una cosa graciosa, una cosa inteligente. Borges nunca dijo zonceras. Yo no puedo aspirar a eso porque no tengo esa libertad de pensar rápidamente una cosa y que salga acuñada como salía acuñada en Borges. Yo necesito…

–Pero eso le trajo muchos problemas a Borges.
–Es secundario que las cosas traigan problemas o no. En el diccionario de Borges se dice: "Pinochet era un caballero" o "Yo he tenido un gran placer de darle la mano". Cómo no van a traer consecuencias esas cosas con media humanidad aborreciendo a Pinochet. Pero de algún modo, Borges lo decía a sabiendas porque no le importaba ser injusto: que se joroben. Si Pinochet es un hijo de pe, que se jorobe Pinochet porque yo he dicho que es un caballero, qué me importa. Pero yo no tengo esa capacidad ni la aptitud de ver las cosas así. Yo… estoy más convencido de la realidad de la vida, aunque en el fondo pienso que vamos a desaparecer todos, los Pinochet y nosotros y Dante y Shakespeare, y que se acabará el mundo y será como si no hubiéramos existido de ninguna manera, pero de ninguna manera. Entonces, ¿qué trascendencia tiene que un señor en Buenos Aires diga que un señor tal es un perfecto caballero y sea un perfecto sinvergüenza? Parecería que las reglas del juego consisten en creer que las cosas tienen trascendencia y que esta vidita ridícula que tenemos hay que tomarla en serio y no hay que decir ciertas cosas. Mi criterio en general es tratar de no apenar a personas por una frivolidad mía, porque el sentimiento existe y la pena es real mientras se tiene. Ya el mundo es bastante duro. No soy sentimental, pero creo que ese pequeño sentimentalismo hay que admitirlo para que no sea tan inhospitalario el mundo. Son como cortesías. Se prescinde del prójimo totalmente. Claro, en un país en el que hemos perdido absolutamente la fe en los gobiernos y creemos que los gobiernos son estúpidos o mentirosos, cada argentino hace lo posible por sobrevivir como puede. Una sociedad así no puede andar. Esa es una de las razones por las cuales seguramente la Argentina no marcha, porque no puede marchar una sociedad en la que cada persona trata subrepticiamente de hacer lo que le conviene. Mire, yo soy bastante partidario de Alfonsín, pero ahora en el campo están poniendo postes de teléfonos que se habían caído hace dos años y tratan de llevar la electricidad. Es como si dijeran: "Estamos gobernando ahora para las elecciones de dentro de seis meses". Creo que los políticos son muy desleales, lo que quieren es llegar ellos, cada uno, y los pactos y la lealtad al amigo se van al diablo, ¿no?

–Usted dice que los políticos son los únicos autorizados para mentir.
–Todo el mundo sabe que mienten, pero eso no los desacredita, y al resto de la población sí. Tratamos de tener una coherencia en la vida, y ellos no. Los gobernantes tienen algo inexplicable para mí que es el ansia de poder, algo horrible y muy estúpido que los lleva a cometer esas tonterías.

–El político honesto busca otra trascendencia, distinta de la del escritor, que vuelve a vivir cuando lo leen.
–Pero ¿a quién engañan con eso? Si me van a leer cuando yo esté muerto, voy a aprovechar poquísimo.

–No cree en esa trascendencia .
–[Exaltado] Será el fin del mundo para mí, porque el fin del mundo para cada persona ocurre con su muerte. Soy suficientemente honesto y buena persona como para desear que este mundo sea lo mejor, pero no tan orgulloso como para creer que mi obra va a mejorar al mundo. Mi obra me puede traer satisfacción cuando estoy vivo, cuando la hago, es tan agradable…

–No estará para disfrutarlo, pero en cierta medida no habrá muerto del todo cada vez que alguien lo lea.
–Esa cierta medida es mínima. Bioy Casares va a haber muerto [ríe]. Salvo para los lectores, sí, sí.

–Precisamente.
–… Sí, sí [concediendo]… pero es una fantasmagoría decir que yo también he sido amigo de Wells, de Stendhal, de Benjamin Constant, de Lucio Mansilla. Bueno [ríe], soy bastante amigo de ellos, pero ellos no saben de mi amistad.

–El resto de la gente termina de morir cuando el último de los suyos deja de recordarlos.
–Es lo mismo. Dentro de dos mil años todos estaremos exactamente iguales. No, ésas son ilusiones. O casi una ambición de poder.

–¿Por qué escribe?
–Uno empieza a escribir porque le gusta, nada más. Y después tiene la revelación de que escribir da… sentido a la vida. Además [conmovido], da mucha fuerza. Pienso que hasta las cosas desagradables que me pasan, si son interesantes, se transforman en algo grato porque me permiten escribir y contarlas. Me pregunto si no seré un maniático de la literatura, porque a todo el mundo le digo: "Trate de escribir, va a ver qué bueno que es". Porque creo que lo fortalece a uno… La vida es muy inexplicable… tenemos una conciencia, tenemos sueños, tenemos una verdadera vocación de inmortalidad y el cuerpo tiene una verdadera vocación de mortalidad y está continuamente mostrándonos nuestra decadencia, cómo nos vamos deshaciendo y perdiendo. Entonces, si no hay esa posibilidad de descubrir cosas y analizarlas…

–¿Escribir es vivir otras vidas?
–Es como tener otra vida, puede ser. Otra vida hecha con la misma vida. Agregamos cuartos a nuestra casa. A veces, a las casas de los demás. Alguna vez dije que para soportar la historia contemporánea lo mejor era escribirla. Con la vida tal vez pasa algo así. Quiero decir que si no tuviéramos el consuelo de comentarla, la vida sería más dura. Los comentadores tenemos esa suerte de ocupar nuestro pensamiento, que con la imaginación, la crítica, la ironía y el patetismo nos da siempre otros jardines para pasear y estar tranquilos.

–¿Así se da sentido a la...?
–No, el sentido de la vida me parece que es vacío.

–¿Porque no hay nada después de la muerte?
–Porque no hay nada después y todo se borrará.

–¿Esto no le da más valor a la vida, el hecho de que todo se juega aquí?
–Estoy seguro de que le da un valor para jugarla decorosamente y no ser nunca inescrupuloso ni agarrar un puesto público y ser ministro y tratar de que el otro deje de ser ministro. No, porque la vida es corta…

–Las desgracias que ocasionan algunos políticos dan tema a los escritores.
–Desde luego, y yo les agradezco que me hagan todo ese circo, pero soy consciente de que los payasos y los acróbatas de ese circo también tienen lo que antes llamábamos su almita y quisieran de algún modo ser dignos de esta experiencia rara que es la vida.

–Algunos escritores sienten la dicotomía entre vivir y escribir.
–No, yo la siento en las críticas de los interlocutores. Generalmente hay una mujer que le dice a uno: "Vos no escribís bastante, te pasás una vida de ocio y placer". Y en cuanto uno se pone a escribir mucho: "No te podés alejar de la vida, tenés que vivir, si no, qué vas a contar". Siempre pensé que irritamos al prójimo simplemente por existir. El otro es algo desagradable porque es un límite para uno. Le gustan las cosas que no nos gustan, vive de una manera distinta. Nuestra conducta parece totalmente estúpida a los demás. "¿Por qué no vas al médico?" "No tenés que seguir yendo al médico, sos un enfermo imaginario". No hay cómo contentarlas (a las mujeres).

–Y a pesar de eso se busca la pareja.
–Y claro, necesitamos querer y que nos quieran. Y después a lo mejor tenemos una persona que aborrecemos y nos aborrece. El hombre es muy difícil de contentar. Somos incompatibles unos con otros... Y cuando uno está aprendiendo, se muere. Nada se puede enseñar en definitiva. Lo que hacemos los escritores es tratar de pasar alguna sabiduría de unos a otros, pero casi no llega, nadie quiere recibir lo que le están dando.

–O lo reciben y le dan otro sentido. Le habrá ocurrido.
–Sí. Cada lector lee un libro distinto. O ven cosas que yo no había visto y no me parecen tan descaminadas y estaban en el cuento. Si las enseñanzas fueran recibidas, y no hablo de mí, habría un progreso continuo, pero eso no ocurre. Los mismos errores se vuelven a cometer a lo largo de toda la historia.

Fuente: ADN Cultura

24 de febrero de 2009

La doble trampa mortal / Roberto Arlt

Les dejo otro cuento de Roberto Arlt. Pronto subo la biografía, la estoy armando
Saludos! Estanis


La doble trampa mortal
Roberto Arlt

He aquí el asunto, teniente Ferrain: usted tendrá que matar a una mujer bonita.
El rostro del otro permaneció impasible. Sus ojos desteñidos, a través de las vidrieras, miraban el tráfico que subía por el bulevar Grenelle hacia el bulevar Garibaldi. Eran las cinco de la tarde, y ya las luces comenzaban a encenderse en los escaparates. El jefe del Servicio de Contraespionaje observó el ceniciento perfil de Ferrain, y prosiguió:

-Consuélese, teniente. Usted no tendrá que matar a la señorita Estela con sus propias manos. Será ella quien se matará. Usted será el testigo, nada más.

Ferrain comenzó a cargar su pipa y fijó la mirada en el señor Demetriades. Se preguntaba cómo aquel hombre había llegado hasta tal cargo. El jefe del servicio, cráneo amarillo a lo bola de manteca, nariz en caballete, se enfundaba en un traje rabiosamente nuevo. Visto en la calle, podía pasar por un funcionario rutinario y estúpido. Sin embargo, estaba allí, de pie, frente al mapa de África, colgado a sus espaldas, y perorando como un catedrático:

-Posiblemente, usted Ferrain, experimente piedad por el destino cruel a que está condenada la señorita Estela; pero créame, ella no le importaría de usted si se encontrara en la obligación de suprimirlo. Estela le mataría a usted sin el más mínimo escrúpulo de conciencia. No tenga lástima jamás de ninguna mujer. Cuando alguna se le cruce en el camino, aplástele la cabeza sin misericordia, como a una serpiente. Verá usted: el corazón se le quedará contento y la sangre dulce.

El teniente Ferrain terminó de cargar su pipa. Interrogó:

-¿Qué es lo que ha hecho la señorita Estela?

-¿Qué es lo que ha hecho? ¡Por Cosme y Damián! Lo menos que hace es traicionarnos. Nos está vendiendo a los italianos. O a los alemanes. O a los ingleses. O al diablo. ¿Qué sé yo a quién? Vea: la historia es lamentable. En Polonia, la señorita Estela se desempeñó correctamente y con eficiencia. Esto lo hizo suponer al servicio que podía destacarla en Ceuta. Los españoles estaban modernizando el fuerte de Santa Catalina, el de Prim, el del Serrallo y el del Renegado, cambiando los emplazamientos de las baterías; un montón de diabluras. Ella no sólo tenía que recibir las informaciones, sino trabajar en compañía del ingeniero Desgteit. El ingeniero Desgteit es perro viejo en semejantes tareas. Con ese propósito, el ingeniero compró en Ceuta la llave de un acreditado café. Estela hacía el papel de sobrina del ingeniero. El bar, concurrido por casi toda la oficialidad española, fue modernizado. Se le agregaron sólidos reservados. Un consejo, mi teniente: no hable nunca de asuntos graves en un reservado. Cada reservado estaba provisto de un micrófono. Consecuencia: los oficiales iban, charlaban, bebían. Estela, en el otro piso, a través de los micrófonos, anotaba cuanta palabra interesante decían. Este procedimiento nos permitió saber muchas cosas. Pero he aquí que el mecanismo informativo se descompone. El ingeniero Desgteit encuentra con su cabeza una bala perdida que se escapa de un grupo de borrachos. Supongamos que fueron borrachos auténticos. Mahomet "el Cojo", respetable comerciante ligado estrechamente a la cabila de Anghera, cuyos hombres trabajaban en las fortificaciones, es asaltado por unos desconocidos. Estos lo apalean tan cruelmente, que el hombre muere sin recobrar el sentido. Y, finalmente, como epílogo de la fiesta, nos llega un mensaje de la señorita Estela... ¡Y con qué novedad! Un incendio ha destruido al bar. Por supuesto, toda la documentación que tenía que entregarnos ha quedado reducida a cenizas.

El teniente Ferrain movió la cabeza.

-Evidentemente, hay motivos para fusilarla cuatro veces por la espalda.

El señor Demetriades se quitó una vírgula de tabaco de la lengua, y prosiguió:

-Yo no tengo carácter para acusar sin pruebas; pero tampoco me gusta que me la jueguen de esa manera. Estela es una mujer habilísima. Naturalmente, ordené que la vigilaran, y ella lo supone.

-¿Por qué presume usted que ella se supone vigilada?

-Son los indicios invisibles. Se sabe condenada a muerte, y está buscando la forma de escaparse de nuestras manos. Por supuesto, llevándose la documentación. Ahora bien; ella también sabe que no puede escaparse. Por tierra, por aire o por agua, la seguiríamos y atraparíamos. Ella lo sabe. Pero he aquí de pronto una novedad: la señorita Estela descubre una forma sencillísima para evadirse. He aquí el procedimiento: me escribe diciéndome que siente amenazada su vida, y de paso solicita que un avión la busque para conducirla inmediatamente a Francia; pero nos avisa (aquí está la trampa) que en Xauen la espera un agente de Mahomet "el Cojo" para entregarle una importantísima información. ¿Qué deduce usted, teniente, de ello?

-¿Intentará escaparse en Xauen?

El jefe del servicio se echó a reír.

-Usted es un ingenuo y ella una mentirosa. La información que ella tiene que recibir en Xauen es un cuento chino. Vea, teniente.-El señor Demetriades se volvió hacia el mapa y señaló a Ceuta.-Aquí está Ceuta.-Su dedo regordete bajó hacia el Sur.-Aquí, Xauen. Observe este detalle, teniente. A partir de Beni Hassan, usted se encuentra con un sistema montañoso de más de mil quinientos metros de altura. Nidos de águilas y despeñaperros, como dicen nuestros amigos los españoles. Después de Beni Hassan, el único lugar donde puede aterrizar un avión es Xauen. Ahora bien: el proyecto de esta mujer es tirarse del avión cuando el aparato cruce por la zona de las grandes montañas. Como ella llevará paracaídas, tocará tierra cómodamente, y el avión se verá obligado a seguir viaje hasta Xauen. Y la señorita Estela, a quien sus compinches esperarán en Dar Acobba, Timila o Meharsa, nos dejará plantados con una cuarta de narices. Y nosotros habremos costeado la información para que otros la aprovechen. Muy bonito, ¿no?. . .

-El plan es audaz.

El señor Demetriades replicó:

-¡Qué va a ser audaz! Es simple, claro y lógico, como dos y dos son cuatro. Más lógico le resultará cuando se entere de que la señorita Estela es paracaidista. Lo he sabido de una forma sumamente casual.

El teniente Ferrain volvió a encender su pipa.

-¿Qué es lo que tengo que hacer?

-Poco y nada. Usted irá a Ceuta en un avión de dos asientos. El aparato llevará los paracaídas reglamentarios; pero el suyo estará oculto, y el destinado al asiento de ella, tendrá las cuerdas quemadas con ácido; de manera que aunque ella lo revise no descubrirá nada particular. Cuando se arroje del avión, las cuerdas quemadas no soportarán el peso de su cuerpo, y ella se romperá la cabeza en las rocas. Entonces usted bajará donde esa mujer haya caído, y si no se ha muerto, le descarga las balas de su pistola en la cabeza. Y después le saca todo lo que lleve encima.

-¿Con qué queman las cuerdas del paracaídas?

Con ácido nítrico diluido en agua. ¿Por qué?

-Nada. El avión se hará pedazos.

-Naturalmente. Ahora, véalo al coronel Desmoulin. Él le dará algunas instrucciones y la orden para retirar el aparato. Tendrá que estar a las ocho de la mañana en Ceuta. Le deseo buena suerte.

El teniente Ferrain se levantó y estrechó la mano del jefe de servicio. Luego tomó su sombrero y salió. Ambos ignoraban que no se verían nunca más.

El teniente Ferrain llegó a las ocho de la mañana al aeródromo de la Aeropostale, piloteando un avión de dos asientos. Miró en derredor, y por el prado herboso vio venir a su encuentro una joven enlutada. La acompañaba el director del aeródromo. Ferrain detuvo los ojos en la señorita Estela. La muchacha avanzaba ágilmente, y su continente era digno y reservado. Algunos ricitos de oro escapaban por debajo de su toca. Tenía el aspecto de una doncella prudente que va a emprender un viaje de vacaciones a la casa de su tía.

El director del aeródromo hizo las presentaciones. Ferrain estrechó fríamente la mano enguantada de la muchacha. Ella le miró a los ojos, y pensó: "Un hombre sin reacciones. Debe ser jugador".

Quizá la muchacha no se equivocaba; pero no era aquel el momento de pensar semejantes cosas de Ferrain. El aviador estaba profundamente disgustado al verse mezclado en aquel horrible negocio. El mecánico se acercó al director, y éste se alejó. Estela, que miraba las plateadas alas del avión reposando como un pez en la pradera verde, volvió sus ojos a Ferrain.

-¿Ha estado usted con el señor Demetriades?

-Sí.

-Supongo que estará enterado de todo.

-Me ha dicho que me ponga por completo a sus órdenes.

-Entonces iremos primero a Xauen, y luego tomaremos rumbo a Melilla.

-¿Sus documentos están en orden?

-Por completo... ¿Conoce usted Xauen?

-He estado dos veces.

-De Xauen podemos salir después de almorzar. Esta noche cenaremos juntos en París. ¿Conforme?

-¡Encantado!

-¿Cuándo salimos?

-Cuando usted diga.

-Me pondré el overol, entonces.-Ya ella se marchaba para la toilette del aeródromo con su bolso de mano; pero bruscamente se volvió. Sonreía, un poco ruborizada, como si se avergonzara de una posible actitud pueril. Dijo: -Teniente Ferrain, no se vaya a reír de mí ¿Tiene usted paracaídas?

Ferrain permaneció serio.

-Puede usar el mío, si quiere. Yo jamás he necesitado de ese chisme.

-Es que soy supersticiosa. Hoy he visto un funeral. Y la primera inicial del paño fúnebre era la letra "E".

Ferrain la miró sorprendido:

-¡Es curioso! Yo me llamo Esteban. ¿Por quién sería el augurio?...

La espía no sonrió. Un poco desconcertada, observó a Ferrain, y luego balbuceó:

-¡Es curioso!

Ferrain miró el cielo azul de la mañana recortándose sobre las montañas verdosas, y replicó:

-Tendremos un viaje serenísimo. No se preocupe.

Ella, con ágiles pasos, marchó a enfundarse en su overol.

Ferrain se dirigió a su aparato. A medida que transcurrirían los minutos, el disgusto por su misión aumentaba su volumen sombrío. ¿Cómo se había dejado atrapar por aquel Demetriades? Algunos mástiles se alejaban del dique hacia Gibraltar. Ferrain pensó con envidia que en los puentes irían pasajeros dichosos. Cierto es que esa noche cenaría en París. ¡Cuántos sacrificios costaba un ascenso! De modo que esa hipócrita, con su aspecto de mosquita muerta, había hecho asesinar a Desgteit y a Mahomet "el Cojo"? ¿Qué aventuras la habrían conducido al Servicio de Contraespionaje? De haber estado en sus manos, borraría a Ceuta del mapa. Miró con rabia al mecánico, que terminaba de llenar el tanque de nafta. Algunos pájaros saltaban en la hierba; más allá, los portones de cine de un hangar se abrían lentamente. Y él, por esa mala pécora...

Sonriendo, con su bolso de mano, apareció la señorita Estela. Evidentemente, era elegante. Ella lo envolvió en su aterciopelada mirada azul, que escapaba de sus pupilas abiertas como abanicos. Ferrain apartó los ojos de ella. Acaba de representársela destrozada en un roquedal, las entrañas derramándose entre los dientes rotos. La señorita Estela, cruzándose de brazos frente a él, dijo:

-¡Lista!

Ferrain se acercó penosamente al aparato. Ella caminaba a su lado alargando el paso y charloteando como una colegiala maliciosa.

-¿Cómo está el señor Demetriades? ¿Siempre paternal y cínico? Supongo que le habrá contado...

Ferrain la miró desafiante:

-¿Contado qué?

-Nuestras dificultades.

Ferrain cortó en seco:

-Usted perdone. El señor Demetriades me ordenó que la buscara a usted, y que eludiera toda conversación confidencial respecto al servicio.

La respuesta de Ferrain fue oportuna y adecuada. Estela pensó: "Este imbécil teme que le estropee la foja con algún chisme", y acto seguido cambió de conversación y de tono:

-¿Cree usted que habrá elecciones en España?

Ferrain la soslayó:

-Posiblemente. . . Se habla de la chance del bloque popular. ¿Cree usted en esa ensalada?

Ferrain sonrió eficiente:

-El bloque es un disparate. Gil Robles gobernará a España. La CEDA es el único partido serio. Electoralmente, el bloque popular está condenado al fracaso. Azaña es un literato.

Habían llegado al avión. Subió Ferrain, y el mecánico la ayudó a Estela. Ella recogió el paracaídas y se cruzó el correaje bajo las axilas.

Ferrain la miró, y aunque estaba muy lejos de tener deseos de sonreír, no pudo evitar que una sonrisa extraña, dubitativa, le encrespara los labios. E insistió en su pregunta:

-Pero, ¿usted cree en ese chisme? -Luego, sin esperar que ella le contestara, apretó el botón del encendido. La hélice osciló como un élitro de cristal, y el motor tableteó semejante a una ametralladora. La máquina se deslizó por la pradera y brincó ligeramente dos veces. Luego quedó suspendida en la atmósfera, cuando Estela bajó la cabeza, las torres de la catedral estaban abajo. En los patios con palmeras se veían algunos monjes que levantaban la cabeza.

Aparecieron los caminos asfaltados, el mar; a lo lejos, entre neblinas sonrosadas, el ceniciento peñón de Gibraltar; la costa de España se recortaba adusta en el azul del Mediterráneo. Durante pocos minutos el avión pareció seguir a lo largo de la mar; pero la costa desapareció y avanzaron sobre crecientes bultos de montañas verdes. Por los caminos zigzagueantes avanzaban lentos camiones. Grupos de campesinos moros eran ostensibles por sus vestiduras blancas. El avión ganó altura, y la costra terrestre, más profunda y sombría, apareció desierta como en los primeros días de la creación.

A pesar de que lucía el sol, el paisaje era siniestro y hostil, con la encrespadura de sus montes y la oquedad verde botella de los valles.

Una congoja infinita entró en el corazón de Ferrain. Vio que Estela metió la mano en el bolso y estuvo allí buscando algo. Finalmente, extrajo una petaca morisca, y le ofreció un cigarrillo. Ferrain no aceptó. Ella fumaba y miraba las profundidades. Ferrain sentía que un infortunio inmenso se aplastaba sobre su vida, descorazonándole para toda acción. Hubiera querido decirle algo a esa mujer, escribírselo en la pizarra; pero una fuerza fatal dominaba su voluntad; tras él estaba el servicio, el destino así aceptado de servir en la absoluta disciplina, y el tiempo, como una brizna cargada de hielo de muerte, corría a través de sus pulmones ansiosos.

Más bultos de montañas se renovaban en el confín. Abajo, la tierra, como en los primeros días de la creación, mostraba riachos salvajes, entre verticales y resquebrajaduras de bosques titánicos y cordones de una primitiva geología.

Parecían estar situados en el centro de un inmenso globo de cristal, cuya costra verde se levantaba por momentos hacia sus rostros, como removida por un aliento monstruoso.

Estela miró su reloj pulsera. El corazón de Ferrain comenzó a golpear como el hacha de un leñador en un pesado tronco. Avanzaban ahora hacia un valle que dilataba su pradera entre dos cordones de cerros amarillentos. Allí abajo, casi al confín, se veía arder una hoguera. Estela tocó el hombro de Ferrain, y le señaló la dirección opuesta a la hoguera. Muy lejos, a ras de tierra, se distinguían los cubos blancos de un caserío. Era el poblado de Beni Hassan.

Ferrain volvió la cabeza, resignado. Adivinó el movimiento de Estela. Cuando quiso lanzar un grito, ella saltaba al vacío. Tan apresuradamente, que sobre el asiento se le olvidó el bolso.

La mujer caía en el vacío semejante a una piedra. Verticalmente. El paracaídas no se abrió. Ferrain hizo girar maquinalmente el aparato para ver caer a la mujer. Ella era un punto negro en el vacío. El paracaídas no se abrió. Luego ya no la vio caer más. Estela se había aplastado en la tierra.

Ferrain, temblando, apagó el encendido del motor. Aterrizaría en aquella pradera. Involuntariamente, su mirada se volvió hacia el bolso que Estela había olvidado sobre el asiento. Iba a extender la mano hacia él, cuando de allí escapó una llamarada. La explosión de la bomba, oculta en el bolso, y que Estela había dejado para asegurarse la retirada, desgarró el fuselaje del avión, y el cuerpo de Ferrain voló despedazado por los aires.

19 de febrero de 2009

La casa del juez / Bram Stoker


Del creador de Drácula, les dejo este excelente cuento. No es un cuentista nato, pero vale la pena sumergirse en su mundo de oscuridad.
Que lo disfruten!
Saludos. Estanis


La casa del juez
Bram Stoker

Próxima la época de exámenes, Malcolm Malcolmson decidió ir a algún lugar
solitario donde poder estudiar sin ser interrumpido. Temía las playas por su
atractivo, y también desconfiaba del aislamiento rural, pues conocía desde hacía
mucho tiempo sus encantos. Lo que buscaba era un pueblecito sin pretensiones
donde nada le distrajera del estudio. Refrenó sus deseos de pedir consejo a algún
amigo, pues pensó que cada uno le recomendaría un sitio ya conocido donde,
indudablemente, tendría amigos. Malcolmson deseaba evitar las amistades, y todavía
tenía menos deseos de establecer contacto con los amigos de los amigos. Así que
decidió buscar por sí mismo el lugar. Hizo su equipaje, tan sólo una maleta con un
poco de ropa y todos los libros que necesitaba, y compró un billete para el primer
nombre desconocido que vio en los itinerarios de los trenes de cercanías.

Cuando al cabo de tres horas de viaje se apeó en Benchurch, se sintió satisfecho
de lo bien que había conseguido borrar sus pistas para poder disponer del tiempo y
la tranquilidad necesarios para proseguir sus estudios. Acudió de inmediato a la
única fonda del pequeño y soñoliento lugar, y tomó una habitación para la noche.
Benchurch era un pueblo donde se celebraban regularmente mercados, y una semana
de cada mes era invadido por una enorme muchedumbre; pero durante los restantes
veintiún días no tenía más atractivos que los que pueda tener un desierto.

Al día siguiente de su llegada, Malcolmson buscó una residencia aún más
aislada y apacible que una fonda tan tranquila como El Buen Viajero. Sólo encontró
un lugar que satisfacía realmente sus más exageradas ideas acerca de la tranquilidad.
Realmente, tranquilidad no era la palabra más apropiada para aquel sitio; desolación
era el único término que podía transmitir una cierta idea de su aislamiento. Era una
casa vieja, anticuada, de construcción pesada y estilo jacobino, con macizos gabletes
y ventanas, más pequeñas de lo acostumbrado y situadas más alto de lo habitual en
esas casas; estaba rodeada por un alto muro de ladrillos sólidamente construido. En
realidad, daba más la impresión de un edificio fortificado que de una simple
vivienda. Pero todo esto era lo que le gustaba a Malcolmson. «He aquí —pensó— el
lugar que estaba buscando, y sólo si lo consigo me sentiré feliz.» Su alegría aumentó
cuando se dio cuenta de que estaba sin alquilar en aquel momento.

En la oficina de correos averiguó el nombre del agente, que se sorprendió
mucho al saber que alguien deseaba ocupar parte de la vieja casona. El señor
Carnford, abogado local y agente inmobiliario, era un amable caballero de edad
avanzada que confesó con franqueza el placer que le producía el que alguien desease
alquilar la casa.

—A decir verdad —señaló—, me alegraría mucho, por los dueños,
naturalmente, que alguien ocupase la casa durante años, aunque fuera de forma
gratuita, si con ello el pueblo pudiera acostumbrarse a verla habitada. Ha estado
vacía durante tanto tiempo que se ha levantado una especie de prejuicio absurdo a su
alrededor, y la mejor manera de acabar con él es ocuparla... aunque sólo sea —
añadió, alzando una astuta mirada hacia Malcolmson— por un estudiante como
usted, que desea quietud durante algún tiempo.

Malcolmson juzgó inútil pedir detalles al hombre acerca del «absurdo
prejuicio»; sabía que sobre aquel terna podría conseguir más información en
cualquier otro lugar. Pagó pues por adelantado el alquiler de tres meses, se guardó el
recibo y el nombre de una señora que posiblemente se comprometería a ocuparse de
él, y se marchó con las llaves en el bolsillo. De ahí fue directamente a hablar con la
dueña de la fonda, una mujer alegre y bondadosa a la que pidió consejo acerca de
qué clase y cantidad de víveres y provisiones necesitaría. Ella alzó las manos con
estupefacción cuando él le dijo dónde pensaba alojarse.

—¡En la Casa del Juez no! —exclamó, palideciendo.
Él respondió que ignoraba el nombre de la casa, pero le explicó dónde estaba
situada. Cuando hubo terminado, la mujer contestó:
—¡Sí, no cabe duda..., no cabe duda de que es el mismo sitio! Es la Casa del
Juez.

Entonces él le pidió que le hablase de la casa, por qué se llamaba así y qué tenía
ella en contra. La mujer le contó que en el pueblo la llamaban asi porque hacía
muchos años (no podía decir exactamente cuántos, puesto que ella era de otra parte
de la región, pero debían de ser al menos unos cien o quizá más) había sido el
domicilio de cierto juez que en su tiempo inspiró gran espanto a causa del rigor de
sus sentencias y de la hostilidad con la que siempre se enfrentó a los acusados en su
tribunal. Acerca de lo que había en contra de la casa no podía decir nada. Ella misma
lo había preguntado a menudo, pero nadie la supo informar. De todos modos, el
sentimiento general era de que allí había algo, y ella Por su parte no aceptaría ni todo
el dinero del Banco de Drinkswater si a cambio se le pedía que permaneciera una
sola hora a solas en la casa. Luego se excusó ante Malcolmson ante la posibilidad de
que sus palabras pudieran preocuparle.
—Es que esas cosas, señor, no me gustan nada, y además el que usted, un
caballero tan joven, se vaya, y perdone que se lo diga, a vivir allí tan solo... Si fuera
hijo mío, y perdone que se lo diga, no pasaría usted allí ni una noche, aunque tuviera
que ir yo misma en persona y hacer sonar la gran campana de alarma que hay en el
tejado.

La pobre mujer hablaba de buena fe, y con tan buenas intenciones, que
Malcolmson, además de regocijado, se sintió conmovido. Le expresó cuánto
apreciaba el interés que se tomaba por él y luego, amablemente, añadió:
—Pero mi querida señora Witham, le aseguro que no es necesario que se
preocupe por mí. Un hombre que, como yo, estudia matemáticas superiores, tiene
demasiadas cosas en la cabeza para que pueda molestarle ninguno de esos
misteriosos «algos»; por otra parte, mi trabajo es demasiado exacto y prosaico como
para permitir que algún rincón de mi mente preste atención a misterios de cualquier
tipo. ¡La progresión armónica las permutaciones, las combinaciones y las funciones
elípticas son ya misterios suficientes para mí!

La señora Witham se encargó amablemente de su ministrarle provisiones, y fue
en busca de la vieja que le habían recomendado para «ocuparse de él». Cuando, al
cabo de unas dos horas, regresó con ella a la Casa del Juez, se encontró con la señora
Witham, que le esperaba en persona, junto con varios hombres y chiquillos
portadores de diversos paquetes, e incluso de una cama que habían transportado en
una carreta, puesto que, como dijo ella, aunque era posible que las sillas y las mesas
estuvieran todas muy bien conservadas y fueran utilizables, no era bueno ni propio
de huesos jóvenes descansar en una cama que no había sido oreada desde hacía por
lo menos cincuenta años. La buena mujer sentía todas luces curiosidad por ver el
interior de la casa, y recorrió todo el lugar, pese a manifestarse tan temerosa de los
«algos» que al menor ruido se aferraba a Malcolmson, del cual no se separó ni un
solo instante.

Tras examinar la casa, Malcolmson decidió ocupar el gran comedor, que era lo
suficientemente espacioso corno para satisfacer todas sus necesidades; y la señora
Witham, con ayuda de la señora Dempster, la asistenta, procedió a ordenar las cosas.
Una vez desempaquetados los bultos, Malcolmson vio que, con mucha y bondadosa
previsión, la mujer le había enviado de su propia cocina provisiones suficientes para
varios días. Antes de marcharse, la mujer expresó toda clase de buenos deseos y, ya
en la misma puerta, se volvió para decir:
—Quizá, señor, puesto que la habitación es grande y con muchas corrientes de
aire, puede que no le venga mal instalar uno de esos biombos grandes alrededor de
la cama por la noche... Pero, la verdad sea dicha, yo me moriría de miedo si tuviera
que quedarme aquí encerrada con toda esa clase de... ¡de «cosas» que asomarán sus
cabezas por los lados o por encima del biombo y se pondrán a mirarme!
La imagen que acababa de evocar fue excesiva para sus nervios y huyó
precipitadamente.

La señora Dempster, con aires de superioridad, lanzó un despectivo resoplido
cuando se hubo ido la otra mujer y afirmó categóricamente que ella por su parte no
se sentía en absoluto inclinada a atemorizarse ni ante todos los duendes del mundo.
—Le diré a usted lo que pasa, señor —dijo—. Los duendes son toda clase de
cosas... ¡menos duendes! Ratas, ratones y escarabajos; y puertas que crujen, y tejas
caídas, y tiradores de cajones que aguantan firmes cuando usted tira de ellos y luego
se caen solos en medio de la noche. ¡Observe el zócalo de la habitación! ¡Es viejo...,
tiene cientos de años! ¿Cree usted que no va a haber ratas y escarabajos ahí detrás?
¡Claro que sí! ¿E imagina usted que no va a verlos? ¡Claro que no! Las ratas son los
duendes, se lo digo yo, y los duendes son las ratas... ¡y no crea otra cosa!
—Señora Dempster —dijo gravemente Malcolmson con una pequeña
inclinación de cabeza—, ¡sabe usted más que un catedrático de matemáticas!
Permítame decirle que, en señal de mi estima hacia su indudable salud mental,
cuando me vaya le daré la posesión de esta casa y le permitiré que resida aquí usted
sola durante los dos últimos meses de mi alquiler, puesto que las cuatro primeras
semanas bastarán para mis propósitos.

—¡Muchas gracias por su amabilidad, señor! —respondió ella—. Pero no puedo
dormir ni una noche fuera de mi dormitorio: vivo en la Casa de Caridad Greenhow y
si pasara una sola noche fuera de mis habitaciones perdería todo los derechos de
seguir viviendo allí. La reglas son muy estrictas, y hay demasiada gente esperando
una vacante para que yo me decida a correr e menor riesgo. Si no fuera por esto,
señor, vendría con mucho gusto a dormir aquí para atenderle durante su estancia.
—Mi buena señora —dijo apresuradamente Malcolmson—, he venido aquí con
el propósito de estar so lo, y créame que le estoy profundamente agradecido a
difunto señor Greenhow por haber organizado su casa de caridad, o lo que sea, de
forma tan admirable que m vea privado por la fuerza de la oportunidad de tan
terrible tentación. ¡San Antonio en persona no habría podido ser más rígido al
respecto!

La vieja se rió secamente.
—¡Ah! —dijo—, ustedes los señoritos jóvenes asustan de nada. Puede estar
seguro de que encontrar aquí toda la soledad que desea.
Y se puso a trabajar en la limpieza y, al anochece cuando Malcolmson regresó
de dar su paseo (siempre llevaba uno de sus libros para estudiar mientras paseaba)
se encontró con la habitación barrida y aseada, un fuego ardiendo en la chimenea y la
mesa servida para la cena con las excelentes provisiones de la señora Witham.
—¡Esto sí es comodidad! —dijo mientras se frotaba las manos.
Tras terminar dé cenar y poner la bandeja con los restos de la cena al otro
extremo de la gran mesa de roble, volvió a sus libros: echó más leña al fuego,
despabiló la lámpara y se sumergió en su duro trabajo. No hizo ninguna pausa hasta
más o menos las once, cuando suspendió su tarea durante unos momentos para
avivar el fuego y despabilar de nuevo la lámpara y hacerse una taza de té. Siempre
había sido muy aficionado al té; durante toda su vida universitaria solía quedarse
estudiando hasta muy tarde, y siempre tomaba té y más té hasta que dejaba de
estudiar. El descanso era un lujo para él, y lo disfrutaba con una sensación de
delicioso, voluptuoso desahogo. El fuego reavivado saltó y chisporroteó y proyectó
extrañas sombras en la vasta y antigua habitación y, mientras tomaba a sorbos el té
caliente, gozó con la sensación de aislamiento de sus semejantes. Fue entonces
cuando notó por primera vez el ruido que hacían las ratas.

«Seguro que no han hecho tanto ruido durante todo el tiempo que he estado
estudiando —pensó—. ¡De lo contrario me hubiera dado cuenta!» Luego, mientras el
ruido iba en aumento, se tranquilizó diciéndose que aquellos rumores eran realmente
nuevos. Resultaba evidente que al principio las ratas se habían asustado por la
presencia de un extraño y por la luz del fuego y de la lámpara, pero a medida que
transcurría el tiempo se habían ido volviendo más atrevidas, y ya se hallaban
entretenidas de nuevo en sus ocupaciones habituales.

¡Y eran realmente activas! ¡Subían y bajaban por detrás del zócalo que revestía
la pared, por encima del cielo raso, por debajo del suelo, se movían, corrían, bullían,
roían y arañaban! Malcolmson sonrió al recordar las palabras de la señora Dempster:
«los duendes son las ratas y las ratas son los duendes». El té empezaba a hacer su
efecto estimulante sobre nervios e intelecto, y el estudiante vio con alegría que tenía
ante sí una nueva inmersión en el largo hechizo del estudio antes de que terminase la
noche, cosa que le proporcionó tal sensación de comodidad que se permitió el lujo de
echar un ojeada por la habitación. Tomó la lámpara en una mano y recorrió la
estancia, preguntándose por qué una casa tan original y hermosa como aquélla había
permanecido abandonada durante tanto tiempo. Los panel de roble que recubrían las
paredes estaban finamente labrados, y el trabajo en madera de puertas y ven ana era
hermoso y de raro mérito. Había algunos cuadro viejos en las paredes, pero estaban
tan densamente cubiertos de polvo y suciedad que no pudo distinguir ningún detalle
a pesar de que levantó la lámpara todo lo posible para iluminarlos. Aquí y allá, en su
recorrido topó con alguna grieta o agujero bloqueados por u momento por la cabeza
de una rata, cuyos brillante ojos relucían a la luz, pero al instante la cabeza
desaparecía, con un chillido y un rumor de huida. Sin embargo, lo que más intrigó a
Malcolmson fue la cuerda de la gran campana de alarma del tejado, que colgaba en
un rincón de la estancia, a la derecha de la chimenea Arrastró hasta cerca del fuego
una gran silla de roble tallado y respaldo alto y se sentó para tomar su última taza de
té. Cuando hubo terminado, avivó el fuego volvió a su trabajo, sentado en la esquina
de la mes con el fuego a su izquierda. Durante un buen rato las ratas perturbaron su
estudio con su continuo rebullir pero acabó por acostumbrarse al ruido, del mismo m
do que uno se acostumbra al tic-tac de un reloj o al rumor de un torrente; y así se
sumergió de tal forma en trabajo que nada en el mundo, excepto el problema q
estaba intentando resolver, hubiera sido capaz de hacer mella en él.
Pero de pronto, sin haber conseguido resolverlo aún levantó la cabeza: en el aire
notó esa sensación tan peculiar que precede al amanecer y que tan temible resulta
para los que llevan vidas dudosas. El ruido de las ratas había cesado. Desde luego,
tenía la impresión de que había cesado hacía tan sólo unos instantes, y que
precisamente había sido este repentino silencio lo que le había obligado a levantar la
cabeza. El fuego se había ido apagando, pero todavía arrojaba un profundo y rojo
resplandor. Al mirar en esa dirección, y a pesar de toda su sang froid, sufrió un
sobresalto.

Allí, sobre la silla de roble tallado y alto respaldo, a la derecha de la chimenea,
había una enorme rata que le miraba fijamente con sus tristes ojillos. Hizo un gesto
para ahuyentarla, pero la rata no se movió. Ante lo cual hizo ademán de arrojarle
algo. Tampoco se movió, sino que le mostró encolerizada sus grandes dientes
blancos; a la luz de la lámpara, sus crueles ojillos brillaban con una luz de venganza.
Malcolmson se asombró, y, tomando el atizador de la chimenea, corrió hacia la
rata para matarla. Pero antes de que pudiera golpearla ésta, con un chillido que
parecía concentrar todo su odio, saltó al suelo y, trepando por la cuerda de la
campana de alarma, desapareció en la oscuridad donde no llegaba el resplandor de
la lámpara, tamizado por una pantalla verde. Al instante, y eso fue lo más extraño, el
ruidoso bullicio de las ratas tras los paneles de roble se reanudó.
Esta vez Malcolmson no consiguió sumergirse de nuevo en el problema; pero,
cuando el gallo cantó afuera anunciando la llegada del alba, se fue a la cama a
descansar.

Durmió tan profundamente que ni siquiera se despertó cuando llegó la señora
Dempster para arreglar la habitación. Sólo lo hizo cuando la mujer, una vez barrida
la estancia y preparado el desayuno, golpeó discretamente en el biombo que ocultaba
la cama. Aún se sentía un Poco cansado de su duro trabajo nocturno, pero una
cargada taza de té lo despejó pronto y, tomando un libro, salió a dar su paseo
matutino, llevándose consigo los bocadillos por si no le apetecía volver hasta la hora
de la cena. Encontró un sendero apacible entre los olmos, y allí pasó la mayor parte
del día estudiando su Laplace. A su regreso pasó a saludar a la señora Witham a
darle las gracias por su amabilidad. Cuando ella le vio llegar a través de una ventana
de su sanctasanctórum emplomada con rombos de vidrios de colores, salió a calle a
recibirle y le pidió que pasase. Una vez dentro, miró inquisitivamente y negó con la
cabeza al tiempo que decía:

—No debe trabajar tanto, señor. Esta mañana es usted más pálido que otras
veces. Estar despierto hasta tan tarde y con un trabajo tan duro para el cerebro no
bueno para nadie. Pero dígame, señor, ¿cómo ha pasado la noche? Espero que bien.
¡No sabe cuánto me alegré cuando la señora Dempster me dijo esta mañana que
había encontrado tan profundamente dormido cuan llegó!
—Oh, sí, todo ha sido estupendo —repuso él con una sonrisa—; todavía no me
han molestado los «algos». Sólo las ratas. Tienen montado un auténtico un circo por
todo el lugar. Había una, de aspecto diabólico, que hasta se atrevió a subirse a mi
propia silla, junto al fuego, y se habría marchado de no haberla yo amenazado con
atizador; entonces trepó por la cuerda de la campana alarma y desapareció allá
arriba, por encima de las p redes o el techo; no pude verlo bien debido a la oscuridad.
—¡Dios nos asista! —exclamó la señora Witham ¡Un viejo diablo, y sobre una
silla junto al fuego! ¡Tenga cuidado, señor! ¡Tenga mucho cuidado! A veces hay cosas
muy verdaderas que se dicen en broma.

—¿Qué quiere usted decir? Palabra que no la comprendo.
—¡Un viejo diablo! El viejo diablo, quizá. ¡Oh, señor no se ría usted! —pues
Malcolmson había estallado una franca carcajada—. Ustedes, la gente joven, cree que
es muy fácil reírse de cosas que hacen estremecer a los viejos. ¡Pero no importa,
señor! ¡No haga caso! Quiera Dios que pueda usted continuar riendo todo el tiempo.
¡Eso es lo que le deseo!
Y la buena señora rebosó de nuevo alegre simpatía, olvidados por un momento
todos sus temores.
—¡Oh, perdóneme! —dijo entonces Malcolmson—. No me juzgue descortés, es
que la cosa me ha hecho gracia... eso de que el viejo diablo en persona estaba anoche
sentado en mi silla...

Y al recordarlo se rió de nuevo. Luego se fue a su casa a cenar.
Aquella noche el rumor de las ratas empezó más temprano; con toda seguridad
se había iniciado ya antes de su regreso, y sólo dejó de oírse unos momentos
mientras les duró el susto causado por su imprevista llegada. Después de cenar se
sentó un momento junto al fuego a fumar y, tras limpiar la mesa, empezó de nuevo
su trabajo como otras veces. Pero esa noche las ratas le distraían más que la anterior.
¡Cómo correteaban de arriba abajo, por detrás y por encima! ¡Cómo chillaban, roían y
arañaban! ¡Y cómo, más atrevidas a cada instante, se asomaban a las bocas de sus
agujeros y por todas las grietas y resquebrajaduras del zócalo, con sus ojillos
brillantes como lámparas diminutas cuando se reflejaba en ellos el fulgor del fuego!
Pero para el estudiante, habituado sin duda a ellos, esos ojos no tenían nada de
siniestro; por el contrario, sólo veía en ellos un aire travieso y juguetón. A menudo,
las más atrevidas hacían incursiones por el suelo o a lo largo de las molduras de la
pared. Una y otra vez, cuando empezaban a molestarle demasiado, Malcolrnson
hacía un ruido para asustarlas, golpeaba la mesa con la mano o emitía un fiero
«Ssssh, ssssh» para que huyesen inmediatamente a sus escondrijos.
Así transcurrió la primera mitad de la noche; luego, a pesar del ruido,
Malcolmson fue sumergiéndose cada vez más en el estudio.

De repente, alzó la vista, como la noche anterior, dominado por una súbita
sensación de silencio. No se oía ni el más leve ruido de roer, chillar o arañar. Era un
silencio de tumba. Entonces recordó el extraño suceso la noche anterior, e
instintivamente miró a la silla que había junto a la chimenea. Una extraña sensación
recorrió entonces todo su cuerpo.

Allá, al lado de la chimenea, en la gran silla de roble tallado de respaldo alto,
estaba la misma enorme rata mirándole fijamente con unos ojillos fúnebres y
malignos.

Instintivamente tomó el objeto que tenía más al alcance de su mano, unas tablas
de logaritmos, y se lo arrojó. El libro fue mal dirigido y la rata ni se movió; a que tuvo
que repetir la escena del atizador de la noche anterior; y de nuevo la rata, al verse
estrechamente ce cada, huyó trepando por la cuerda de la campana alarma. También
fue muy extraño que la fuga de esta rata fuese seguida inmediatamente por la
reanudación d ruido de la comunidad. En esta ocasión, como en la precedente,
Malcolmson no pudo ver por qué parte de estancia desapareció el animal, pues la
pantalla de lámpara dejaba en sombras la parte superior de la habitación y el fuego
brillaba mortecino.

Miró su reloj y observó que era casi medianoche no descontento del
divertissement, avivó el fuego y preparó una taza de té. Había trabajado
perfectamente sumergido en el hechizo del estudio y se creyó merecedor de un
cigarrillo; así pues, se sentó en la gran silla d roble tallado junto a la chimenea y fumó
con delectación. Mientras lo hacía, empezó a pensar que le gusta saber por dónde
lograba meterse el animal, ya que empezaba a acariciar la idea de poner en práctica
al día siguiente algo relacionado con una ratonera. En previsión de ello, encendió
otra lámpara y la colocó de forma que iluminase bien el rincón derecho que
formaban la chimenea y la pared. Luego apiló todos los libros que tenía,
colocándolos al alcance de la mano para arrojárselos al animal si llegaba el caso.
Finalmente, levantó la cuerda de la campana de alarma y colocó su extremo inferior
encima de la mesa, pisándolo con la lámpara. Cuando tomó la cuerda en sus manos
no pudo por menos que notar lo flexible que era, sobre todo teniendo en cuenta su
grosor y el tiempo que llevaba sin usar. «Se podría colgar a un hombre de ella»,
pensó para sí. Terminados sus preparativos, miró a su alrededor y exclamó,
satisfecho:
—¡Ahora, amiga mía, creo que vamos a vernos las caras de una vez!
Reanudó su estudio, y aunque al principio le distrajo el ruido que hacían las
ratas, pronto se abandonó por completo a sus proposiciones y problemas.
De nuevo fue reclamado de pronto por su alrededor. Esta vez no fue sólo el
repentino silencio lo que llamó su atención; había, además, un ligero movimiento de
la cuerda, y la lámpara se tambaleaba. Sin moverse, comprobó que la pila de libros
estuviese al alcance de su mano y luego deslizó su mirada a lo largo de la cuerda.
Pudo observar que la gran rata se dejaba caer desde la cuerda a la silla de roble, se
instalaba en ella y le contemplaba. Tomó un libro con la mano derecha y, apuntando
cuidadosamente, se lo lanzó. La rata, con un rápido movimiento, saltó de costado y
esquivó el proyectil. Tomó entonces un segundo y luego un tercero, y se los lanzó
uno tras otro, pero sin éxito. Por fin, y en el momento en que se disponía a arrojarle
un nuevo libro, la rata chilló y pareció asustada. Esto aumentó más aún su deseo de
dar en el blanco; el libro voló, y alcanzó a la rata con un golpe resonante. El animal
lanzó un chillido terrorífico y, echando a su perseguidor una mirada de terrible
malignidad, trepó por el respaldo de la silla, desde cuyo borde superior saltó hasta la
cuerda de la campana de alarma, por la cual subió con la velocidad del rayo. La
lámpara que sujetaba la cuerda se tambaleó bajo el repentino tirón, pero era pesada y
no llegó a caerse. Malcolmson siguió a la rata con la mirada y la vio, gracias a la luz
de la segunda lámpara, saltar a una moldura del zócalo y desaparecer por un agujero
en uno de los grandes cuadros colgados de la pared, indescifrable bajo la espesa capa
de polvo y suciedad.

—Mañana le echaré una ojeada a la vivienda de mi amiga —dijo en voz alta el
estudiante, mientras recogía los volúmenes tirados por el suelo—. El tercer cuadro
partir de la chimenea: no lo olvidaré. —Cogió los libros uno a uno, haciendo un
comentario sobre ellos mientras iba leyendo sus títulos—. Secciones cónicas ni lo
rozó, ni tampoco Oscilaciones cicloideas,. ni los Principia, ni los Cuaternios, ni la
Termodinámica. ¡Éste es el libro que la alcanzó! —Malcolmson lo tomó del suelo y
miró el título y, al hacerlo, se sobresaltó y una súbita palidez cubrió su rostro. Miró a
su alrededor, inquieto, y se estremeció levemente mientras murmuraba para sí—: ¡La
Biblia que me dio mi madre! ¡Qué extraña coincidencia!

Volvió a sentarse y reanudó su trabajo; las ratas d zócalo volvieron a sus
cabriolas. Sin embargo, ahora le molestaban; al contrario, su presencia le
proporcionaba una cierta sensación de compañía. Pero no pudo concentrarse en el
estudio y, después de intentar inútil mente dominar el tema que tenía entre manos, lo
dejó con desesperación y fue a acostarse, justo cuando el primer resplandor del
amanecer penetraba furtivamente por la ventana que daba al este.
Durmió pesadamente pero inquieto, y soñó mucho cuando le despertó la señora
Dempster, ya muy entrada la mañana, su aspecto era de haber descansado mal,
durante algunos minutos no pareció darse cuenta exacta de dónde se encontraba. Su
primer encargo sorprendió bastante a la criada.

—Señora Dempster, cuando me ausente hoy de casa quiero que coja la escalera,
saque el polvo y limpie bien todos esos cuadros... especialmente el tercero a partir de
la chimenea. Quiero ver qué hay en ellos.
Hasta bien entrada la tarde estuvo Malcolinson estudiando a la sombra de los
árboles; a medida que transcurría el día notó que sus asimilaciones mejoraban
progresivamente y fue volviendo al alegre optimismo del día anterior. Ya había
conseguido solucionar satisfactoriamente todos los problemas que hasta entonces le
habían eludido, y se encontraba en un estado tal de euforia que decidió hacer una
visita a la señora Witham en El Buen Viajero. La encontró en su confortable cuarto de
estar, acompañada por un desconocido que le fue presentado como el doctor
Thornhill. La mujer no parecía hallarse totalmente a gusto, y esto, unido a que el
hombre se lanzó de inmediato a hacerle toda una serie de preguntas, hizo pensar a
Malcolmson que la presencia del doctor no era casual, así que dijo sin ambages:
—Doctor Thornhill, contestaré gustosamente cualquier pregunta que quiera
hacerme, si primero me contesta usted a una que deseo hacerle yo.
El doctor pareció sorprenderse, pero sonrió y respondió al momento:
—¡De acuerdo! ¿De qué se trata?
—¿Le pidió a usted la señora Witham que viniera aquí a verme y aconsejarme?
El doctor Thornhill, se mostró por un momento desconcertado, y la señora
Witham enrojeció vivamente y volvió la cara hacia otro lado; sin embargo, el doctor
era un hombre sincero e inteligente y no dudó en contestar con franqueza:
—Así fue, en efecto, pero no quería que usted se enterase. Supongo que han
sido mi torpeza y mi apresuramiento los que le han hecho sospechar. Pero en fin, lo
que me dijo fue que no le gustaba la idea de que estuviese usted en esa casa
completamente solo, y tomando tanto té y tan cargado. Deseaba que yo le aconsejase
que dejara el té y no se quedara a estudiar hasta tan tarde. Yo también fui un buen
estudiante en mis tiempos, y por ello espero que me permita tomarme la libertad de
darle un consejo sin ánimo de ofenderle, puesto que no le hablo como un extraño,
sino como un universitario puede hablarle a otro.

Malcolmson le tendió la mano con una radiante sonrisa.
—¡Choque esos cinco!, como dicen en América —exclamó—. Le agradezco
muchísimo su interés, y también a la señora Witham; y su amabilidad me obliga a
pagarles en la misma moneda. Prometo no volver a tomar té cargado, ni sin cargar,
hasta que usted me autorice Y esta noche me iré a la cama a la una de la madrugada
lo más tarde. ¿De acuerdo?
—Estupendo —dijo el médico—., Y ahora cuénteme usted todo lo que ha visto
en el viejo caserón.
Malcolmson relató con todo detalle lo sucedido en las dos últimas noches. Fue
interrumpido de vez en cuando por las exclamaciones de la señora Witham hasta que
finalmente, al llegar al episodio de la Biblia toda la emoción reprimida de la mujer
halló salida en un tremendo alarido, y hasta que no se le administró un buen vaso de
coñac con agua no se repuso. El doctor Thornhill lo escuchó todo con expresión de
creciente gravedad, y cuando el relato llegó a su fin y la señora Witham quedó
tranquila preguntó:
—¿La rata siempre trepa por la cuerda de la campana de alarma?
—Sí, siempre.
—Supongo que ya sabrá usted —dijo el doctor tras una pausa— qué es esa
cuerda.
—¡No!
—Es —dijo el doctor lentamente— la misma que utilizaba el verdugo para
ahorcar a las víctimas del cruel juez.
Al llegar a este punto fue interrumpido de nuevo por otro grito de la señora
Witham, y hubo que poner otra vez en juego los medios para que volviera a
recobrarse. Malcolmson tras consultar su reloj, observó que ya era casi hora de cenar
y se marchó a su casa tan pronto corno ella se hubo recobrado. cuando la señora
Witham volvió totalmente en sí, asaetó al doctor Thornhill con coléricas preguntas
acerca de qué pretendía metiendo aquellas horribles ideas en la cabeza del pobre
joven.

El doctor Thornhill respondió:
—¡Mi querida señora, mi propósito es bien distinto! Lo que yo quería era
atraer su atención hacia la cuerda de la campana y mantenerla fija allí. Es posible que
se halle en un estado de gran sobreexcitación, por haber estudiado demasiado o por
lo que sea, pero de todas formas me veo obligado a reconocer que parece un joven
tan sano y fuerte mental y corporalmente como el que más. Pero luego están las
ratas..., y esa sugerencia del diablo... —El doctor agitó la cabeza y prosiguió—: Me
habría ofrecido a ir a pasar la noche con él, pero estoy seguro de que eso le hubiera
humillado. Parece que por la noche sufre algún tipo de extraño terror o alucinación, y
de ser así deseo que tire de esa cuerda. Como está completamente solo, eso nos
servirá de aviso y podremos llegar hasta él a tiempo aún de serle útiles. Esta noche
me mantendré despierto hasta muy tarde y tendré los oídos bien abiertos. No se
alarme usted, señora Witham, si Benchurch recibe una sorpresa antes de mañana.
—Oh, doctor, ¿qué quiere usted decir?
—Exactamente esto: es muy posible, o mejor dicho probable, que esta noche
oigamos la gran campana de alarma de la Casa del Juez.

Y el doctor hizo un mutis tan efectista como cabía esperar.
—Ya tiene allí demasiadas preocupaciones —añadió.
Cuando Malcolmson llegó a la casa descubrió que era un poco más tarde que de
costumbre y que la señora Dempster ya se había marchado: las reglas de la Casa de
Caridad Greenhow no eran de desdeñar. Se alegró muucho de ver que el lugar estaba
limpio y reluciente, alegre fuego ardía en la chimenea y la lámpara esta bien
despabilada. La tarde era muy fría para el mes abril, y soplaba un pesado viento con
una violencia que crecía tan rápidamente que podía esperarse una buena tormenta
para la noche. El ruido que hacían las ratas cesó durante unos pocos minutos tras su
llegada, pero tan pronto como se volvieron a acostumbrar a su presencia lo
reanudaron. Se alegró de oírlas, y una vez más notó que en su bullicioso rumor había
algo que le hacía sentirse acompañado. Sus pensamientos retrocedieron hasta el
extraño hecho de que las ratas sólo dejaban de manifestarse cuando aquella otra rata
(la gran rata de ojillos fúnebres) entraba en escena. Sólo estaba encendida la lámpara
de lectura, cuya pantalla verde mantenía en sombras el techo y la parte superior de la
estancia, de tal modo que la alegre y rojiza luz de la chimenea se extendía cálida y
agradable por el pavimento, brillaba sobre el blanco mantel que cubría la mesa.
Malcolmson se sentó a cenar con buen apetito y espíritu alegre. Después de cenar y
fumar un cigarrillo se entregó firmemente a su trabajo, decidido a que nada le
distrajese pues recordaba la promesa hecha al doctor y quería aprovechar de la mejor
manera posible el tiempo de que disponía.

Durante más de una hora trabajó sin problemas, luego sus pensamientos
empezaron a desprenderse de los libros y a vagabundear por su cuenta. Las actuales
circunstancias en las que se hallaba y la llamada de atención sobre su salud nerviosa
no eran algo que pudiera despreciar. Por aquel entonces, el viento se había
convertido ya en un vendaval, y el vendaval en una tormenta. La vieja casa, pese a su
solidez, parecía estremecerse desde sus cimientos, y la tormenta rugía y bramaba a
través de las múltiples chimeneas y los viejos gabletes, produciendo extraños y
aterradores sonidos en los pasillos y las estancias vacías. Incluso la gran campana de
alarma del tejado debía de estar sufriendo los embates del viento, pues la cuerda
subía y bajaba levemente, como si la campana estuviera moviéndose un poco, y el
extremo inferior de la flexible cuerda azotaba el suelo de roble con un ruido duro y
hueco.

Al escucharlo, Malcolmson recordó las palabras del doctor: «Es la cuerda que
utilizaba el verdugo para ahorcar a las víctimas del cruel juez.» Se acercó al rincón de
la chimenea y la tomó entre sus manos para contemplarla. Parecía sentir como una
especie de morboso interés por ella, y mientras la estaba observando se perdió un
momento en conjeturas sobre quiénes habrían sido esas víctimas y sobre el lúgubre
deseo del juez de tener siempre ante su vista una reliquia tan macabra. Mientras
permanecía allí, el suave balanceo de la campana del tejado había seguido
comunicando a la cuerda cierto movimiento, pero ahora, de pronto, empezó a notar
una nueva sensación, una especie de temblor en la cuerda, como si algo se estuviera
moviendo a lo largo de ella.

Levantó instintivamente la vista y vio a la enorme rata que, lentamente, bajaba
hacia él mirándole con fijeza. Soltó la cuerda y retrocedió con brusquedad,
mascullando una maldición; la rata dio la vuelta, trepó de nuevo por la cuerda y
desapareció; y en ese instante Malcolmson se dio cuenta de que el ruido de las ratas,
que había cesado hacía un momento, volvía a comenzar.

Todo esto le dejó pensativo; entonces recordó que no había investigado la
madriguera de la rata ni mirado los cuadros como había pensado hacer. Encendió la
otra lámpara, que no tenía pantalla, y levantándola se situó frente al tercer cuadro a
la derecha de la chimenea, que era por donde había visto desaparecer a la rata la
noche anterior.

A la primera ojeada retrocedió, tan bruscamente sobresaltado que casi dejó caer
la lámpara, y una mortal palidez cubrió sus facciones. Sus rodillas entrechocaron,
pesadas gotas de sudor perlaron su frente, y tembló como un álamo. Pero era joven y
animoso, y consiguió armarse nuevamente de valor; tras una pausa de unos
segundos avanzó lentamente unos pasos, alzó la lámpara y examinó el cuadro, que
una vez desempolvado y limpio era ya claramente distinguible.

Era el retrato de un juez vestido de púrpura y armiño. Su rostro era fuerte y
despiadado, maligno, vengativo y astuto, con una boca sensual y una nariz ganchuda
de rojizo color y forma semejante al pico de un ave de presa. El resto de la cara era de
un color cadavérico. Los ojos, de un brillo peculiar, tenían una expresión
terriblemente maligna. Contemplándolos, Malcolmson sintió frío, pues en ellos vio
una réplica exacta a los ojos de la enorme rata. Casi se le cayó la lámpara de la mano
cuando vio a ésta mirándole con sus ojillos fúnebres desde el agujero de la esquina
del cuadro y notó el repentino cese del ruido de las demás. Pese a ello, volvió a
reunir todo su valor y continuó examinando la pintura.

El juez estaba sentado en una gran silla de roble tallado de respaldo alto, a la
derecha de una chimenea de piedra junto a la cual colgaba desde el techo una cuerda
que yacía con su extremo inferior enrollado en el suelo. Con una sensación de horror,
Malcolmson reconoció en esa escena la habitación donde se hallaba ahora, y miró
despavorido a su alrededor, como esperando hallar alguna extraña presencia a su
espalda. Luego volvió a dirigir su mirada al rincón que formaba la chimenea
lanzando un grito desgarrado, dejó caer la lámpara que llevaba en la mano.
Allí, en la silla del juez, con la cuerda colgando tras ella, se había instalado
aquella enorme rata que tenía la misma fúnebre mirada que éste, ahora
diabólicamente intensa. Excepto el ulular de la tormenta, todo mantenía un completo
silencio.

La lámpara caída hizo que Malcolmson volviera a la realidad. Por fortuna, era
de metal y el aceite no se derramó. Sin embargo, la necesidad de recogerla de
inmediato serenó sus aprensiones nerviosas. Cuando hubo apagado la lámpara se
secó el sudor y meditó un momento.
—Esto no puede ser —se dijo en voz alta—. Si sigo así voy a volverme loco.
¡Basta ya! Prometí al doctor que no tomaría té. ¡Por Dios que tenía razón! Mis nervios
han debido llegar a un estado terrible. Es curioso que yo no lo note. Nunca en mi
vida me he encontrado mejor. Pero ahora todo vuelve a ir bien, no volveré a
comportarme como un necio.

Se preparó un buen vaso de brandy y se sentó resueltamente para proseguir su
estudio.

Llevaba así cerca de una hora cuando levantó la vista del libro, atraído por el
súbito silencio. Sin embargo, el viento ululaba y rugía más fuerte que nunca, y la
lluvia golpeaba en ráfagas los cristales de las ventanas como si fuera granizo; en el
interior de la casa, sin embargo, no se oía nada, excepto el eco del viento bramando
por la gran chimenea como un arrullo de la tormenta. El fuego casi se había apagado;
ardía ya sin llama, arrojando sólo un resplandor rojizo. Malcolmson escuchó con
atención, y entonces oyó un tenue y chirriante ruido, casi inaudible. Provenía del
rincón de la estancia donde colgaba la cuerda, y el estudiante pensó que debía de
producirlo el roce de la cuerda contra el suelo cuando el balanceo de la campana la
hacía subir y bajar. Sin embargo, al mirar hacia allí, observó sorprendido que la rata,
agarrada a la cuerda, la estaba royendo. La cuerda estaba ya casi roída por entero; se
podía ver un color más claro en el punto donde las hebras internas habían quedado
al descubierto. Mientras observaba, la tarea quedó completada y la cuerda cayó con
un chasquido sobre el piso de roble, al tiempo que, por un instante, la gran rata
permanecía colgada, como una monsruosa borla o campanilla, del cabo superior, que
empezó a balancearse a uno y otro lado. Malcolmson sintió por un momento otra
oleada brusca de terror al darse cuenta de que la posibilidad de comunicarse con el
mundo exterior y pedir auxilio había quedado cortada, pero este sentimiento fue
reemplazado en seguida por una intensa cólera y, agarrando el libro que estaba
leyendo, lo arrojó contra la rata. El tiro iba bien dirigido, pero antes de que el
proyectil pudiera alcanzarla, la rata se dejó caer y aten—izó en el suelo con un
blando ruido. MalcoImson se abalanzó al instante sobre ella, pero el animal salió
disparado y desapareció en las sombras de la estancia. Malcolmson comprendió que
el estudio había terminado, al menos por aquella noche, y decidió alterar la
monotonía de su vida con una cacería de ratas. Retiró la pantalla de la lámpara para
conseguir un mayor radio de acción de la luz. Al hacerlo, se disiparon las tinieblas de
la parte superior de la estancia, y ante aquella invasión de luz, cegadora en
comparación con la oscuridad anterior, los cuadros de la pared destacaron
limpiamente. Desde donde estaba MalcoImson pudo ver, justo frente a él, el tercero a
la derecha de la chimenea. Se frotó con sorpresa los ojos, y luego un gran miedo
empezó a invadirle.

En el centro del cuadro había un espacio vacío, grande e irregular, en el que se
veía el lienzo pardo tan limpio como cuando fue colocado en el bastidor. El fondo del
cuadro estaba como antes, con la silla, el rincón de la chimenea y la cuerda, pero la
figura del juez había desaparecido.

Malcolmson estremecido de terror, fue girando lentamente, y entonces empezó
a estremecerse y a temblar como afectado por un ataque de parálisis. Sus fuerzas
parecían haberle abandonado, dejándole incapaz de hacer el menor movimiento,
incluso casi incapaz de pensar. Sólo podía ver y oír.

Allí, en la gran silla de roble de alto respaldo, estaba sentado el juez, con su
atuendo de púrpura y armiño, los fúnebres ojos brillando vengativos, una sonrisa de
triunfo en la boca, firme y cruel, mientras sostenía en sus manos un negro birrete.
Malcolmson notó que la .sangre huía de su corazón, como lo que se siente en los
momentos de prolongada ansiedad. Le silbaban los oídos. Sin embargo, podía oír el
bramar y el aullar de la tempestad y, atravesándola, deslizándose sobre ella, le
llegaron las campanadas de medianoche, en grandes repiques, desde la plaza del
mercado. Durante un tiempo que se le antojó interminable permaneció inmóvil como
una estatua, casi sin respiración, con los ojos desorbitados, heridos de horror. A
medida que iba sonando el reloj se intensificaba la sonrisa de triunfo en la cara del
juez, y cuando hubo sonado la última campanada de medianoche se colocó el negro
birrete en la cabeza.

Lenta, deliberadamente, el juez se levantó de su asiento y tomó el trozo de
cuerda que yacía en el suelo, lo palpó con sus manos como si su contacto le produjese
placer, y luego empezó a anudar uno de sus extremos. Apretó y comprobó el nudo
con el pie, tirando fuertemente de él hasta quedar satisfecho, y entonces lo
transformó en un nudo corredizo, que alzó en su mano. Después empezó a moverse
a lo largo de la mesa, por el lado opuesto a donde se encontraba Malcolmson, con la
mirada fija en él, hasta que le rebasó; entonces, con un rápido movimiento, se colocó
ante la puerta. Malcolmson empezó a darse cuenta en ese momento de que había
caído en una trampa, e intentó pensar qué debía hacer. Había cierta fascinación en los
ojos del juez que no se apartaban de él, y cuya mirada Malcolmson se veía forzado a
sostener. Vio que el juez se le aproximaba (sin dejar de mantenerse entre la puerta y
el joven), levantaba el lazo y lo arrojaba en su dirección, como para capturarle. Con
un gran esfuerzo hizo un rápido movimiento lateral y vio cómo la cuerda caía a su
lado y la oyó golpear contra el suelo de roble. De nuevo levantó el nudo el juez y
trató de cazarle, sin apartar sus fúnebres ojos de él, y el estudiante consiguió evitarlo
haciendo un poderoso esfuerzo. Esto se repitió muchas veces, sin que el juez
pareciera desanimarse por sus fracasos, sino más bien gozar con ellos, como un gato
con un ratón. Por fin, en la cumbre de su desesperación, MalcoImson arrojó una
rápida mirada a su alrededor. La lámpara parecía reavivada y una brillante luz
inundaba la estancia. En las numerosas madrigueras y en las grietas y agujeros del
zócalo vio los ojos de las ratas; y esta visión, puramente física, le proporcionó un
destello de bienestar. Miró y pudo darse cuenta de que la cuerda de la gran campana
de alarma estaba plagada de ratas. Cada centímetro estaba cubierto de ellas, cada vez
salían más a través del pequeño agujero circular del techo de donde emergían, de tal
modo que, bajo su peso, la campana empezaba a oscilar.

Osciló hasta que el badajo llegó a tocarla. El sonido fue muy tenue, pero apenas
había comenzado su vaivén, y poco a poco iría aumentando la potencia del tañido.
Al oírlo, el juez, que había mantenido los ojos fijos en Malcolmson, los levantó,
y un gesto de diabólica ira contrajo su rostro. Sus ojos relucieron como carbones
encendidos y golpeó el suelo con el pie, haciendo un ruido que pareció estremecer
toda la casa. El pavoroso estruendo de un trueno estalló sobre sus cabezas al mismo
tiempo que el juez volvía a levantar el lazo y las ratas seguían subiendo y bajando
por su cuerda, como si luchasen contra el tiempo. Pero esta vez, en lugar de arrojarlo,
se fue acercando a su víctima, y fue abriendo el lazo a medida que se aproximaba. Al
llegar frente al estudiante pareció irradiar algo paralizante con su sola presencia, y
Malcolmson, permaneció rígido como un cadáver. Sintió sobre su garganta los
helados dedos del juez mientras éste le ajustaba el lazo. El nudo se apretó. Entonces
el juez, tomando en sus brazos el rígido cuerpo del muchacho, lo levantó,
colocándolo en pie sobre la silla de roble y, subido junto a él, alzó su mano y cogió el
extremo de la oscilante cuerda de la campana de alarma. Al alzar la mano, las ratas
huyeron, chillando, por el agujero del techo. Tomando el extremo del lazo que
rodeaba el cuello de Malcolmson, lo ató a la cuerda que colgaba de la campana y
entonces, descendiendo de nuevo al suelo, quitó la silla.

Al comenzar a sonar la campana de alarma de la Casa del Juez se congregó de
inmediato un gran gentío. Aparecieron luces y antorchas y, silenciosamente, la
multitud se encaminó presurosa hacia allí. Golpearon fuertemente la puerta, pero
nadie respondió. Entonces la echaron abajo y penetraron en el gran comedor; el
doctor iba a la cabeza de todos.

El cuerpo del estudiante se balanceaba del extremo de la cuerda de la gran
campana de alarma; en el cuadro, el rostro del juez mostraba una sonrisa maligna.