29 de noviembre de 2008

¿Se puede enseñar a escribir ficción?

A partir de la década de 1960, los talleres literarios empezaron a proliferar en la Argentina. Como en las universidades no se dictaba escritura creativa, algunos escritores tuvieron la idea de dar clases en sus casas o en institutos. Buscaban transmitir su experiencia a quienes tenían la vocación de narrar y carecían de recursos técnicos para ello. Los referentes de esta actividad señalan los límites de su trabajo. Pueden adiestrar a los alumnos en el empleo de ciertos trucos, pero no insuflan talento donde no lo hay. En cambio, afinan la calidad de lectura de sus discípulos y los guían en la corrección de los textos, la tarea más difícil para un autor

La pedagogía mueve el mundo. La mecánica es simple: el dueño de un saber se lo transmite a otro que a su turno le entregará el tesoro, corregido y aumentado, a un tercero, en la certeza de que oportunamente éste hará lo propio con el siguiente interesado en sumarse a la cadena de la enseñanza y el aprendizaje. Esa suerte de carrera de posta se ha largado en la noche de los tiempos y no terminará ni un segundo antes del Apocalipsis. Es gracias a ese eterno maratón como progresan las ciencias y las artes. ¿Es posible enseñar? La pregunta sólo podría ser formulada por un devoto de las respuestas obvias.

¿Es posible enseñar a escribir? Basta agregar esas dos palabras al interrogante inicial para que la contestación deje de ser un sí monolítico e incondicional. En su lugar, aparece la delimitación de los territorios. Nadie niega la posibilidad de enseñar a escribir textos periodísticos, artículos académicos o ensayos. Pero la mayoría pone en tela de juicio que exista una pedagogía capaz de convertir a un individuo con buen manejo del idioma en un escritor de cuentos o novelas. Indiscutida en otras disciplinas, la dupla maestro-discípulo es zarandeada con vehemencia en el terreno de la narrativa.

La discusión viene de lejos y nunca fue saldada. A William Faulkner, por ejemplo, la sola mención del tema le encendía la ira: "Que el escritor se dedique a la cirugía o a la albañilería si está interesado en la técnica –le respondió a Jean Stein cuando lo entrevistó, en 1956–. No hay ninguna manera mecánica de escribir, no hay atajos. El escritor joven que siga la buena teoría es un tonto. Hay que aprender de los propios errores: las personas sólo aprenden por el error. El buen artista cree que no hay nadie suficientemente bueno para darle consejo. Su vanidad es suprema. Por más que admire al escritor más viejo, quiere superarlo".

Pero a diferencia del ganador del Premio Nobel de Literatura, en 1949, que no reconocía otro modo de aprendizaje que desplegar las alas de la suprema vanidad y largarse a volar, aun a riesgo de estrellarse una y otra vez contra la propia torpeza, Raymond Carver sometió su talento al rigor pedagógico del novelista John Gardner, su maestro en la Universidad de Chico, California. Y además, le quedó agradecido: "[Gardner] Me hacía una crítica concienzuda, línea por línea, y me explicaba los porqués de que algo tuviera que ser de tal forma y no de otra; y me prestó una ayuda inapreciable en mi desarrollo como escritor", contó el autor de Catedral en el prólogo al libro de su maestro, Para ser novelista.

En los Estados Unidos, la universidad de Iowa fue la primera en organizar cursos de "Creación literaria", a principios del siglo XX. La iniciativa hizo escuela: en la actualidad, "Escritura Creativa" está presente en los claustros universitarios estadounidenses. No es así en la Argentina donde, no obstante, los talleres literarios crecieron y se multiplicaron tanto que la oferta es hoy menor a la demanda. La lógica lleva a suponer que los escritores que dictan clases o talleres lo hacen en el convencimiento de que es posible enseñar a escribir. Sin embargo, la lógica y la narrativa a veces se repelen. Antes que un mundo razonable la literatura es una usina de paradojas. Para muestra, los dichos de dos grandes autores: el británico de origen paquistaní Hanif Kureishi y el argentino Abelardo Castillo.

"Los cursos, sobre todo cuando se llaman de escritura creativa, son los nuevos hospitales psiquiátricos", declaró Kureishi a The Guardian. Aunque virulenta, su afirmación no debería ser la piedra de ningún escándalo: al fin y al cabo, el autor de Mi oído en su corazón no hizo más que considerar locos a los que Faulkner ya había llamado tontos. Pero la diferencia entre ambas apreciaciones se vuelve abismo cuando se considera que Faulkner se abstenía de dar clases, mientras que Kureishi es profesor asociado en un curso de escritura creativa de Kingston University. Para colmo de la provocación, Kureishi agregó: "Una de las primeras cosas que uno advierte es que cuando pone la televisión y se entera de que un estudiante se ha vuelto loco y ha matado gente con una ametralladora en un campus de los Estados Unidos, siempre se trata de un alumno que asiste a esos cursos".

Puesto a opinar sobre sus propios alumnos, aceptó que cuando terminan el curso son "mejores" pero también "más desdichados", porque "tienen la fantasía de que todos los estudiantes llegarán a ser escritores famosos, y nadie puede convencerlos de lo contrario. Yo siempre les pongo la misma nota: 71 sobre 100 –confesó–. Y además, el profesor tiene que escribir un informe sobre cada uno. Yo siempre digo que se comportan bien y asisten a clase correctamente vestidos. ¿Cómo podría ponerles una nota en escritura creativa? ".

En la Argentina, los talleres literarios se convirtieron en un boom en la segunda mitad de la década del 70, cuando al público amante de la buena lectura e interesado en aprender a escribir de la mano de los grandes maestros se sumaron los jóvenes con inquietudes políticas que, a causa de la dictadura, ya no podían discutir sus textos en los bares. Algunos tomaron la práctica de los talleres como una forma de resistencia cultural; otros, como una actividad puramente literaria. Pero para ese entonces, la enseñanza de la narrativa en grupos reducidos ya tenía antecedentes exitosos. Isidoro Blaisten, en Anticonferencias, recuerda:

[...] este asunto de los talleres literarios no es tan nuevo como se cree. Habría que remontarse al año 1965. No sé por qué incierto destino yo di clases en un instituto de Técnica Literaria, en una casona de la valle Viamonte al dos mil seiscientos, Viamonte y Pueyrredón más o menos. [...] Lo dirigía el doctor Rodolfo Carcavallo, que es poeta y entomólogo, y fue el primer intento de taller literario quese hizo en el país. Venían señoras gordas y chicos con talento. Las señoras gordas eran insoportables y debían ser echadas. Los chicos con talento no tenían un peso y había que becarlos. [...] En ese instituto dieron clases Sabato, Borges, Marechal, Ulyses Petit de Murat, Conrado Nalé Roxlo, Bernardo Kordon, Agustín Cuzzani, Dalmiro Sáenz, Abelardo Arias, Abelardo Castillo, Marta Lynch, Humberto Constantini, Haroldo Conti, Carlos Mastronardi y yo.

Además, estaban los talleres que tenían como sede la casa de un escritor, alrededor del cual se agrupaban los alumnos. En 1968, por caso, a raíz de un aviso publicado en LA NACION, Inés Malinow recibió doscientos llamados de personas interesadas en su taller literario y más de la mitad optó por inscribirse. Ella daba clase en su departamento. Un taller de mucho prestigio era el de Félix della Paolera. Entre sus discípulos estaba Hugo Correa Luna. En 1973, surgió Grafein, que proponía una nueva manera de generar y comentar textos, basada en técnicas lúdicas. Se daban consignas y después se trabajaba sobre los resultados. En España, se publicó Grafein. Teoría y práctica de un taller de escritura (Altalena), que incluía reflexiones teóricas, ejercicios y ejemplos. Había, evidentemente, un público para la enseñanza y los cursos proliferaron.

Abelardo Castillo, a pedido de un grupo que quería estudiar con él, abrió su primer taller mientras dirigía la prestigiosa revista El escarabajo de oro. "Miren que los talleres no sirven para nada", así recibe desde entonces a los que quieren estudiar con él. De los talleres de Castillo han surgido autores cuyas obras desmienten la advertencia del maestro: Juan Forn, Inés Fernández Moreno, Paola Kaufmann, Susana Silvestre, y siguen las firmas. "Yo no formé a toda esa gente; ellos ya eran escritores –retruca Castillo–. En la selección entre los aspirantes, sólo me quedo con los que siento que potencialmente son escritores. Y los trato como pares, tanto que suelo someter mis propios textos a la discusión del taller".

–¿Por qué dice que el taller literario no sirve?
–Porque el taller literario es un invento nacional que aparece en los años 70 por una razón política e histórica y no por una razón literaria –responde el autor de El que tiene sed –. Con la dictadura, desaparecen las revistas literarias y son reemplazadas por los talleres. Han venido de España a preguntarme cómo doy mis talleres. Les dije que no hay ningún misterio, que esto es una reunión de escritores que leen sus textos y se critican entre ellos. El taller literario tomado estrictamente como un método de enseñanza es muy dudoso, porque no nació como un fenómeno cultural, educativo o pedagógico sino como un fenómeno histórico. Mi taller lo dan los alumnos, funciona como una gestalt. Yo lo único que hago es enseñarles, tal vez, a leer. Si de mis talleres de cuentos sale un escritor es porque ya era escritor cuando llegó.

Si los talleres no convierten a nadie en escritor, ¿por qué tienen cada vez más inscriptos?
–No lo sé. Pero hay un crecimiento real y notorio de la literatura argentina que está basado en los talleres. En lo personal, busco que sólo vengan los que son escritores en potencia.

–¿Cómo los identifica?
–Porque siento que para ellos la literatura es esencial, que no es adjetiva, que no es aleatoria. Si no escriben (y no por grafomanía sino por necesidad literaria), no resuelven su problema con el mundo. Necesitan contar algo y tienen algo para contar. Necesitan decir algo y el único instrumento que tienen para hacerlo es la palabra. A mi taller entran los que yo siento que son autores de ficción, sin importar si son buenos o malos, porque eso no lo garantiza nadie. Hay escritores de raza que no son necesariamente grandes escritores. Hay hombres que viven apasionados por la literatura y, sin embargo, no escriben grandes libros; son mejores lectores que escritores. Es imposible saber quién distribuye el talento en este mundo… Esto se ve muy bien en la película Amadeus: Salieri, el amigo de Mozart, daba la vida por la música, la amaba, le suplicaba a Dios que le permitiera ser músico… Pero el talento lo tenía Mozart, que era un irresponsable. En literatura, pasa lo mismo.

Puesto a descubrir talentos literarios, Abelardo Castillo es un experto. Para muestra, su radical intervención en el destino de Liliana Heker. Ella es hoy una de las grandes narradoras argentinas y en sus talleres se formaron autores de la talla de Silvia Schujer, Ricardo Mariño, Pablo Ramos, Samanta Schweblin y Raúl Brasca, entre otros. Pero en 1959, Heker era una muchacha precoz que mientras cursaba el último año de la escuela secundaria, había dado el examen de ingreso a la Facultad de Ciencias Exactas con el propósito de estudiar Física, carrera que abandonó tras aprobar el cuarto año. Interesada por la escritura desde muy chica, el día que cayó en sus manos un ejemplar de la revista literaria El Grillo de Papel en el que se alentaba a los jóvenes a presentar sus obras, envió un poema junto a una carta de presentación. Le respondió uno de los directores, Abelardo Castillo. La contestación le traía una de cal y otra de arena: el poema estaba rechazado; la carta, en cambio, acababa de convertirse en la llave que le abriría las puertas del mundo literario. "El poema no era nada bueno pero la carta era muy buena –recuerda Castillo–. Le dije que viniera a la revista porque para mí, era una escritora en prosa y no una poeta. Liliana tenía entonces 16 años pero a esa edad, un poeta ya escribe como poeta. Y ella no escribía como Alejandra Pizarnik a la misma edad. Y a esa edad, Alejandra no escribía en prosa como Liliana, que como prosista ya era muy buena."

Con la autoridad que le otorga la experiencia de dirigir talleres desde 1978, Heker sostiene que "no se puede enseñar a escribir pero un escritor aprende su oficio. A partir de cierta predisposición cada escritor hace su búsqueda –amplía la autora de Zona de clivaje–. En ella intervienen factores como la propia experiencia y el vínculo natural que se tiene con el lenguaje. Pero ante todo, un escritor es un enamorado de la lectura, y se va formando con lo que lee. El taller no inventa escritores pero puede contribuir a la formación del que esencialmente ya es escritor.

–¿De qué modo concreto ayuda al escritor un taller?
–Le aporta la mirada de alguien que desde su conocimiento de la creación literaria puede decir qué falla en un texto, por qué una buena idea a veces consigue un cuento malo y por qué de una idea mínima puede salir un buen cuento, por qué el comienzo de un relato es demasiado alargado o demasiado informativo, por qué determinado cuento mejora si se lo narra en tercera persona y no en primera. Las miradas de ciertos otros actúan como los catalizadores en química, es decir, como sustancias mínimas que aceleran procesos que tal vez ocurrirían igual pero llevarían más tiempo. En ese sentido, a veces, los talleres funcionan.

–¿Qué buscan quienes se inscriben en sus talleres?
–A mí no me importa lo que busca la gente. Cuando los entrevisto les digo lo que busco yo: la formación de escritores; es lo único que me interesa. No les pido que traigan textos a la entrevista porque no me preocupa si escriben bien o mal. Creo que todos empezamos haciendo mal todo lo que hacemos, y vamos aprendiendo.

–¿Qué requisitos hay que reunir para ser aceptado en sus talleres?
–Sólo dos condiciones. La primera, que sea un lector; quiero a los enamorados de las novelas, de los cuentos, de la poesía. La segunda, que esté convencido de que la literatura es un trabajo, que si es necesario corregir veinte veces un cuento para que sea lo que uno está buscando, vale la pena. La corrección es una parte fundamental del proceso creador: quien no lo entiende así no puede venir a un taller, porque nadie acude a un taller para deslumbrar a los otros con sus textos sino porque cree que algo está fallando en su escritura y de una manera implícita está aceptando que viene a corregir sus textos. Sé que puedo comunicar mi saber a los otros: lo hago naturalmente y me apasiona. Pero sólo les doy mi saber a quienes son capaces de pelear contra el texto hasta conseguir todo lo que ese texto puede dar.

La máquina de corregir

Uno de los grandes escritores argentinos contemporáneos, Luis Chitarroni, quien además cuenta con una larga carrera de editor, dirigió talleres desde 1986 hasta 2000. Buceando en sus declaraciones sobre la pedagogía y la literatura, aparece un concepto clave: "Creo que es posible enseñar a corregir, no a escribir", dijo el autor de El carapálida.

En la polémica acerca de la posibilidad o imposibilidad de enseñar a escribir, las opiniones se abren como un delta. Pero cuando se alude a la corrección de los textos, todas las aguas desembocan en el mismo río, el de la necesidad. "Lo difícil no es escribir sino corregir, porque no hay profundidad alguna sino infinitas superficies", declaró el portugués António Lobo Antunes, eterno candidato al premio Nobel, finalista para el Príncipe de Asturias y ganador del Premio de Literatura en Lenguas Romances de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara en el mes de septiembre último.

"Escribir es humano y corregir es divino", afirma Stephen King en Mientras escribo. El novelista que saltó a la fama con Carrie se sincera con el aspirante a escritor: "Si no tienes ganas de trabajar como una mula, será inútil que intentes escribir bien. Confórmate con tu medianía y da gracias de tenerla por cojín. Existe un muso (tradicionalmente las musas eran mujeres, pero el mío es varón), pero no esperes que baje revoloteando y esparza polvos mágicos creativos sobre tu máquina de escribir u ordenador. Vive en el subsuelo. Es un habitante del sótano. Tendrás que bajar a su nivel y, cuando hayas llegado, amueblarle el piso. Digamos que te toca a ti sudar la gota gorda, mientras el muso se queda sentado, fuma, admira las copas que ha ganado en la bolera y finge ignorarte. ¿Te parece justo? Pues a mí sí".

Ganador del Premio Nacional de Literatura 1999-2000 por El buen dolor, Guillermo Saccomano suma su voz al coro que predica la cultura del esfuerzo: "No creo en la iluminación del que se sentó y le salió –apunta–. No salís escritor, el escritor se hace trabajando; el nuestro es un oficio de paciencia. Talento tenemos todos pero la literatura exige disciplina y constancia. Hay que escribir desde las cinco y media de la mañana hasta las once y luego, corregir y leer", aconseja Saccomano, quien reside en la ciudad de Villa Gesell y viaja regularmente a Buenos Aires para dar sus talleres.

Raymond Carver describió en detalle las maratónicas sesiones de reescritura que les imponía John Gardner a él y a sus compañeros en la Universidad de Chico:

A los escritores de relatos cortos que tenía en clase les exigía que escribieran uno de entre diez y quince páginas de extensión. Y a los que querían escribir novela –creo que habría uno o dos–, un capítulo de unas veinte páginas, junto con un esbozo del resto. Lo malo era que el cuento o el capítulo de la novela podían llegar a revisarse hasta diez veces durante el curso semestral, para que Gardner se quedara satisfecho. Tenía por principio básico que el escritor encontraba lo que quería decir en el continuo proceso de ver lo que había dicho. Y a ver de esta forma, o a ver con mayor claridad, se llegaba por medio de la revisión. Creía en la revisión, la revisión interminable; era algo muy serio para él y que consideraba vital para el escritor en cualquier etapa de su desarrollo como tal. Y nunca perdía la paciencia al releer la narración de un alumno, aunque la hubiera visto en cinco encarnaciones anteriores. […] No sé cómo sería Gardner con sus otros alumnos cuando llegaba el momento de entrevistarse con ellos para comentar lo que habían escrito. Supongo que demostraría un considerable interés con todos. Pero yo tenía y sigo teniendo la impresión de que durante aquel período se tomaba mis relatos con mayor seriedad y ponía al leerlos más atención de la que yo tenía derecho a esperar. Yo no estaba en absoluto preparado para el tipo de crítica que recibía de él. Antes de nuestra entrevista había corregido el relato y tachado oraciones, frases o palabras inaceptables, incluso algo de la puntuación; y me daba a entender que aquellas supresiones no eran negociables. En otros casos encerraba las oraciones, frases o palabras entre paréntesis, y ésos eran los puntos por tratar, esos casos sí eran negociables. Y no vacilaba en añadir algo a lo que yo había escrito, una o varias palabras aquí y allá y quizá hasta una frase que aclaraba lo que yo pretendía decir. Hablábamos de las comas que había en mi historia como si nada en el mundo pudiera importar más en aquel momento; y, en efecto, así era.

La prueba del marciano

"Si no tiene tiempo para leer, no tendrá el tiempo o las herramientas necesarias para escribir", advierte Stephen King. No debe haber escritor en este mundo interesado en discutir esa postura. "Nadie escribe igual después de haber leído a Proust, Tolstoi o Faulkner y de haber desmontado sus textos, de la misma manera que nadie filma igual después de haber mirado una y otra vez las películas de Coppola, Visconti o Pasolini", dice Saccomano, y confiesa que a sus alumnos les recomienda un libro de cabecera: Ser escritor, de Abelardo Castillo.

"Yo enseño a leer, no a escribir –afirma el propio Castillo–. A mis talleres no entra nadie que no tenga muy buenas lecturas o una enorme necesidad de tenerlas. Uno de los problemas de los jóvenes es que no tienen una guía para aprender a leer; no saben qué es lo que deben leer. Lo primero que les pregunto a los que quieren inscribirse en mi taller es qué leyeron cuando pasaban de la infancia a la adolescencia, porque entre todo lo que uno lee a los 10 o 12 años, siempre hay algún libro importante. En esa etapa, siempre leíste a Poe o a Mark Twain, incluso sin saber que es uno de los fundadores de la prosa norteamericana y un gran escritor de lengua inglesa. Después, pregunto qué libros eligieron por sí mismos en la adolescencia. En general, aparecen Borges, Cortázar, Bioy Casares o Sabato. Me fijo mucho si leyeron Tolstoi, Chejov, Flaubert. Los que leyeron a Faulkner, y además les gustó, tienen una enorme tendencia literaria. Al final, les hago la prueba del marciano: viene un marciano a la Tierra, tiene que irse en 15 minutos y te pide que le hagas, de apuro, la lista con los quince o veinte libros que son los fundamentos de la literatura en este planeta. Ahí entran desde la Biblia hasta la Divina Comedia, la Odisea o Crítica de la razón pura. Cuando me dan la lista, les pregunto cuáles leyeron y cuáles no. ¿Por qué no los leíste si sabías que eran fundamentales? Si la respuesta que me dan es acertada, entran a mi taller; si no, no. Una respuesta acertada es ‘Porque recién tengo 20 años’ o ‘Porque tengo 35 años pero trabajé todo el tiempo en el mercado de Abasto para mantener a mi familia’. El que contesta ‘Porque empecé leyendo literatura contemporánea y entonces ese lenguaje…’ suele estar equivocado: no hay como leer a Homero para entender que es más contemporáneo que el 70 por ciento de los escritores argentinos actuales."

Además de la necesidad de corregir los textos con la obsesión de un tábano, John Gardner les inculcó a sus discípulos la pasión por la lectura, según relata Carver en el prólogo a Para ser novelista :

En clase [Gardner] siempre hacía referencia a escritores cuyos nombres yo no conocía. O si los conocía, no había leído obras suyas. Conrad, Céline, Katherine Anne Porter, Isaac Babel, Walter van Tilburg Clark, Chejov, Hortense Calisher, Curt Harnack, Robert Penn Warren… (Leímos una historia de Warren llamada "Blackberry Winter" que por la razón que fuera a mí no me gustó, y se lo dije a Gardner. "Pues vuélvela a leer", me dijo, y hablaba en serio). William Gass era otro de los que nombraba. [...] Hablaba de Henry James, Flaubert e Isaac Dinesen como si vivieran un poco más abajo siguiendo la carretera, en Yuba City. "Estoy aquí tanto para enseñaros a escribir como para deciros qué leer", decía. Yo salía de clase aturdido y me iba directamente a la biblioteca a buscar libros de los escritores de que hablaba. Los autores que estaban en boga en aquella época eran Hemingway y Faulkner. Pero en total yo había leído como máximo dos o tres libros suyos. De todos modos, eran tan conocidos y se hablaba tanto de ellos que no podían ser tan buenos, ¿no? Recuerdo que Gardner me dijo: "Lee todo el Faulkner que encuentres y luego lee todo lo de Hemingway para limpiar de Faulkner tu manera de escribir".

Cuando se escucha que el consejo compartido es leer a los más grandes de la Historia de la literatura, la cuestión se complica, porque sus obras generan tal admiración que uno queda perplejo. ¿Será posible aprender en estado de absoluto asombro? ¿No será, acaso, más prudente comenzar a aprender leyendo a los correctos, luego a las buenos, más tarde a los muy buenos y reservar la lectura de los geniales antes para el puro goce que para la pedagogía?

"Los escritores que pueden enseñar las pequeñas técnicas o trampas literarias son escritores menores, no los grandes escritores –responde Castillo–. Nadie puede imitar la técnica de Tolstoi, porque él no la tenía; era sencillamente un hombre genial. ¿Cómo se hace para escribir como Dostoievski? Recuerdo que mi encuentro con la literatura fue El lobo estepario, de Hermann Hesse, y que yo quería escribir un libro como ése. Más aún, quería escribir de nuevo El lobo estepario. Eso ocurre cuando uno empieza a escribir. Después, uno comprende que nadie salvo Tolstoi podrá llegar al nivel de Guerra y paz, pero también descubre que uno puede decir sus cosas."

Liliana Heker descarta que el estado de asombro sea un impedimento para el aprendizaje: "Nunca hay que perder esa alegría de leer, ese sentido de la aventura que implica el hecho de leer para deslumbrarse, la sensación de estar sumergido en un libro y no querer salir de él. Ése es el acto primordial de la lectura y lo mejor es no perder ese estado de inocencia. Pero uno también puede aprender a descubrir de qué está hecho eso que a uno lo ha deslumbrado".

–¿Podría dar un ejemplo concreto?
–Sí, la construcción de los diálogos. En general, los principiantes dialogan mal en literatura. Creen que el diálogo es algo prolijo, en el que alguien expone y el otro contesta. Pero la gente no dialoga así, la gente dice lo que no quiere decir, reitera frases, tiene asociaciones libres, a veces niega con los gestos lo que dice con las palabras. En literatura, los personajes dialogan y la historia ocurre debajo del diálogo.

–¿Qué autor recomienda leer para aprender a escribir diálogos?
–Salinger. Lo deslumbrante de sus textos es que debajo de los diálogos que no son explícitos, uno descubre la complejidad de los personajes. "Un día perfecto para el pez banana" es un excelente ejemplo. Si te explican por qué ese texto es deslumbrante, no sólo vas a seguir deslumbrándote y leyéndolo cien veces sin saber jamás qué le pasa a Seymour Glass sino que también vas a aprender cómo un gesto mínimo puede revelar más sobre un personaje que una larga descripción. "Corte de pelo", de Ring Lardner, deslumbra pero también es útil para aprender a trabajar el tiempo y el lenguaje coloquial en un cuento. Ring Lardner presenta a un peluquero que le cuenta al extraño que llegó al pueblo lo divertido que es todo allí. Lo dice con un lenguaje de peluquero que no tiene ninguna pretensión literaria, pero debajo de su discurso acerca de lo divertido que es el pueblo, uno descubre una historia atroz. Este tipo de observaciones se pueden comunicar en un taller.

Escribir para ganar concursos

El mercado editorial tiene leyes no escritas. Entre otras, la que dice que el talento literario no garantiza la publicación. A los escritores inéditos los concursos se les antojan un camino difícil, pero camino al fin, para llegar a publicar y conseguir cierta notoriedad. ¿A cuántos de los que asisten a los talleres los moverá el puro deseo de escribir buenas historias y a cuántos otros la ambición de ganar un concurso?

–Cuando doy un taller, los editores y los concursos no me interesan porque a mi criterio, eso no es escribir –responde Castillo–. Lo que alguien puede aprender (ya no en un taller sino en los libros que lee y en la vida) es a contar aquello que quiere contar. A traducir en una forma poética, sea una novela, un cuento, un drama o un poema, lo que tiene para decir del mundo o lo que ve del mundo. Eso se puede aprender al lado de un escritor o en los libros que uno lee; y sobre todo, de los propios errores.

–¿Qué opinión le merecen los concursos?
–No me interesan en absoluto. Yo entré a la literatura ganando un concurso con El otro Judas, pero yo no escribía para ganar concursos. Yo escribí mi obra de teatro solo, en mi casa y por la necesidad de escribirla. No creo que el destino de un escritor sea ganar un concurso y ni siquiera editar. Hay grandes escritores para quienes la edición de sus obras es secundaria. Por ejemplo, Emily Dickinson –sin duda, la poeta lírica más grande de Norteamérica, una de las más grandes de su lengua y tal vez una de las más grandes del mundo– creía que editar era algo que no pertenecía a la literatura. Y está el caso de Kafka: si no hubiera sido por Max Brod apenas conoceríamos de él un librito de cien páginas con sus pequeños poemas en prosa, que son obras menores comparadas con El castillo, El proceso o La metamorfosis. Su obra la conocemos porque Max Brod la conservó. Y hay un ejemplo aún más poderoso: Virgilio. Virgilio quería quemar La Eneida porque la consideraba imperfecta. En el ánimo de un escritor de verdad no siempre está la necesidad de publicar o de ser conocido. La necesidad que experimenta un escritor es la de escribir eso que quiere escribir, de darle forma a aquello que conforma su mundo imaginario. Y si lo escrito no está de acuerdo con su mundo imaginario, algunos escritores prefieren renunciar a su obra a que ésta se conozca imperfecta; ése era el sentimiento de Virgilio.

–¿Existen todavía escritores capaces de tamaña renuncia?
–Tal vez estés en presencia de uno de ellos: yo prefiero quemar una obra a mandarla a imprimir imperfecta. He tardado treinta años en escribir una novela. A los que vienen a mi taller trato de explicarles lo que es la literatura en su sentido esencial. Y no acepto a alguien que me plantea que quiere publicar o ganar un concurso. Tu pregunta no es ingenua, porque cada vez que alguien vinculado a mis talleres gana un concurso, como fue el caso de Paola Kaufmann, empiezan a llamar personas que dicen estar interesadas en venir a mi taller pero lo que en verdad quieren es ver si les pasa lo mismo que a esa escritora que ganó ese concurso. Esa gente no me interesa.

Paola Kaufmann, fallecida en 2006, a la edad de 37 años, era bióloga y se empezó a dedicar con ahínco a la literatura a partir de su ingreso en un taller de Abelardo Castillo, en 1995. En 2002, obtuvo el premio del Fondo Nacional de las Artes por su libro de cuentos El campo de golf del diablo . Un año más tarde, ganó el de Casa de las Américas, por la novela La hermana. Y en 2005, El lago le valió el Premio Planeta de Novela.

Guillermo Saccomano es blanco de una humorada que circula en el ambiente literario: "Si querés ganar el Premio Clarín, anotate en el taller de Saccomano". El chiste viene a cuento de lo ocurrido con dos de sus alumnas: Ángela Pradelli ganó dicho certamen con El lugar del padre, en 2004, y Claudia Piñeiro, en 2005, con Las viudas de los jueves. Saccomano se ríe cuando se le pregunta qué hay de cierto en la broma y señala que antes de obtener el Premio Clarín, ambas habían demostrado su talento literario y que incluso, se habían destacado en otros concursos. De hecho, Piñeiro había sido finalista de "La sonrisa vertical" de Tusquets, en 1991, y del Premio Planeta, en 2003. En cuanto a Pradelli, antes de obtener el galardón de Clarín había publicado dos novelas: Las cosas ocultas y Amigas mías, que recibió el premio Emecé 2002.

Alicia Steimberg escribió con intención literaria desde los 18 años pero recién se atrevió a publicar su primer libro, Músicos y relojeros, a los 38, después de que la obra resultó finalista de los concursos Barral, Barcelona y Monte Ávila, Caracas. ¿Cómo aprendió a escribir durante esos veinte años? "Escribiendo y leyendo, como se ha aprendido desde los comienzos de la narrativa", responde la autora de Aprender a escribir, quien lleva dos décadas dirigiendo talleres, convencida de que "no se puede enseñar a escribir pero sí a que la escritura mejore". Ganadora del Premio Planeta Biblioteca del Sur con Cuando digo Magdalena, finalista en el concurso Barral, Barcelona con La loca 101 y finalista única en "La sonrisa vertical" con Amatista, alienta a sus alumnos a presentarse a los certámenes. "Y les aconsejo no pagar jamás por la publicación de un libro –agrega– porque eso es como comprarse una casita de juguete y decir: ‘Ésta es mi casa propia’’’.

¿Es la literatura un don divino?

A fuerza de escuchar escritores que cuestionan la posibilidad de enseñar a escribir, el sentido común no resiste a la tentación de las preguntas elementales: si se puede enseñar música, escultura, pintura o ballet, ¿por qué no se puede enseñar a escribir?; ¿quién y por qué decidió que aquellas artes admiten una transmisión pedagógica mientras que la literatura es una suerte de don divino que se les concede a unos y se les niega a otros según las veleidades del destino o la genética? Abelardo Castillo ofrece una explicación.

–La diferencia reside en la importancia que tiene la técnica en cada uno de esos casos. Para bailar, necesitás un profundo conocimiento de la técnica y de tu cuerpo. Eso se aprende de un maestro que quizás ya no baila y que tal vez nunca bailó bien, pero que es capaz de enseñarte a poner el cuerpo, a respirar, a moverte. En la pintura, la técnica también es fundamental: tenés que saber mezclar los colores, conocer qué es la perspectiva, manejar nociones de volumen. Alguien te tiene que explicar todo eso. De allí que los talleres o academias de pintura tengan un sentido mucho más preciso y visible que el taller literario, porque en literatura, la técnica pasa a segundo término. No es con técnica como se escribe Guerra y paz. Hay escritores que ni siquiera sabían lo que era la literatura y, sin embargo, han escrito grandes libros.

–Pero es difícil aceptar que la capacidad de imaginar buenas historias y escribirlas bien sea genética. ¿Cómo hicieron aquellos escritores?
–No sé cómo, pero lo hicieron. Benjamin Constant es un buen ejemplo. Era político, no tenía una relación directa con la literatura aunque sí con la cultura. En cierta ocasión, alguien dijo en su presencia que era muy difícil escribir una novela con solamente dos personajes porque resultaría intolerable. "Yo puedo hacerla", lo desafió Constant. Y escribió Adolfo, una obra fundamental de la literatura francesa. Borges era un escritor natural desde los 6 o 7 años. ¿Como aprendió a escribir cuentos? Leyendo los cuentos de los otros. ¿Y por qué no escribió novelas? Porque no pudo; si no, las habría escrito. Tan poca importancia tiene la técnica en la literatura que la técnica de la novela, si es una gran novela, corresponde al novelista que la escribe. No hay una novela arquetípica. Si el Quijote es una novela, el Ulyses, de Joyce, no es una novela. Si Cuarteto de Alejandría , de Lawrence Durrell, es una novela, entonces, las de En busca del tiempo perdido, de Proust, no son novelas. Por lo tanto, ¿qué es una novela? Una novela es un género que inventa cada gran novelista cuando escribe una novela, basándose en su propia intención, en sus propias posibilidades y en su propia técnica ¿Quién le enseñó la técnica de la novela a Joyce? Nadie.

La historia de la literatura le da la razón a Castillo: hay talentos que no precisan de los talleres ni las universidades. A Faulkner, le bastó el antojo de llevar una vida relajada para convertirse en escritor. Sucedió en Nueva Orleáns, mientras ganaba el pan haciendo changas: pintaba casas, timoneaba embarcaciones o piloteaba aviones. Por las tardes, veía a Sherwood Anderson paseándose tranquilamente por las calles. A la noche, se sentaba a beber con él y a escucharlo. Pero la vida matinal de Sherwood era un enigma para Faulkner: por mucho que lo buscara, no conseguía encontrarlo jamás. ¿Dónde estaba Sherwood? Encerrado, trabajando. "Decidí que si ésa era la vida de un escritor, lo mío era convertirme en escritor", contó Faulkner. Dicho y hecho: se encerró y en tres semanas, terminó su primer libro, La paga del soldado. Pensó que su vecino podría echarle una mano para que alguien se interesara en publicarlo. Anderson le propuso un trato irrechazable: "Si no estoy obligado a leer tu manuscrito, le diré a mi editor que lo acepte".

Paul Bowles fue un niño solitario al que en vez de juguetes, le regalaban "cosas constructivas", según dijo. Entre otras, unos bloques de madera que llevan grabadas las letras del abecedario. Con ellos aprendió a leer, a los tres años. Y fue así, con cierto ánimo lúdico y en estado de gracia, como se forjó un destino de escritor. "A los dieciséis, ya escribía poesía surrealista. Leía André Breton, que explicaba cómo hacerlo, y así aprendía a escribir sin ser consciente de lo que estaba haciendo", le dijo a Jeffrey Bailey en la entrevista publicada en Paris Review. "Aprendí cómo lograr que lo que escribía fuera gramaticalmente correcto y que tuviera incluso cierto estilo sin la menor idea de lo que estaba escribiendo –confesó–. Una parte de mi mente escribía y Dios sabe lo que estaba haciendo la otra parte. Supongo que estaba excavando en el subconsciente, dragando limo. No sé cómo funcionan esas cosas, y no quiero saberlo".

En un territorio teñido de subjetividades, la pregunta del millón es quién y con qué criterio decide que alguien es escritor. "Él mismo –responde, sin dudarlo, Abelardo Castillo–. En algún momento de su vida, siente que es escritor. Yo sentí que era escritor la primera vez que me compré una libretita y anoté palabras." Lo dice y enseguida, vuelve sobre sus pasos: "La verdad es que la primera vez que me sentí escritor fue en una Feria del Libro, cuando ya tenía más de cincuenta años y ya había escrito mis obras más conocidas, incluso El que tiene sed, que para algunos es mi mejor novela".

–¿Qué sucedió en aquella Feria del Libro que lo hizo sentirse escritor?
–Lo recuerdo muy bien. En el stand de Galerna, veo a un chico que está robando un libro. Yo me pongo a hablar con Levín [N de la R: Hugo Levín, dueño del grupo Galerna] para distraerlo a fin de que el chico robe tranquilo. Lo que robó fue un libro mío. Entonces, me sentí escritor. Te sentís escritor vos mismo, por una decisión tuya en cualquier momento. De pronto has tenido un gran amor, se te ha ido o te has ido, estás deshecho del dolor y de repente, pensás: "¡Qué historia es ésta! Me parece que está para escribirla". En ese momento, decís: soy escritor. No soy un enamorado, porque el enamorado se mata o sale corriendo a buscar a la persona amada. El tipo que al perder un gran amor piensa "Qué tema para un cuento o para una novela", ése es un escritor.

Por Adriana Schettini
Para LA NACION

22 de noviembre de 2008

Entrevista a Juan Sasturaín

"Los libros te salvan cotidianamente"


Fútbol, literatura y medios masivos: tres grandes cosas entre las que danza gustosamente Juan Sasturain desde hace décadas. Su impronta algo hemingwayeana será la encargada de difundir, nada menos que por la pantalla de Telefé, el pacer y la utilidad de la literatura, en un programa por ahora llamado S.O.S. Libros, donde las recomendaciones se harán desde “el lugar real que tienen en la vida: el placer”.“Fue una idea de Claudio Villarruel, quizá inspirado en El show de los libros, el programa del escritor chileno Antonio Skármeta”, dice Sasturain con su aura entrañable de tipo que sólo demuestra haber trabajado pensamientos cultos cuando recoge sus frutos en el llano. El autor de Manual de perdedores, guionista de la célebre historieta Perramus(dibujado por Alberto Breccia) y actual editor de Deportes en Página 12, dirigirá desde mayo una emisión de libros por el canal de más audiencia, en una apuesta para promocionar no sólo el gusto de leer sino la gran utilidad práctica de los libros en la vida cotidiana.

“Al final del secundario yo vivía en Coronel Dorrego, y jugaba al fútbol ahí, era delantero en Independiente de Dorrego; hasta el año 62 –estamos hablando de hace muchos años- jugábamos en la liga de Tres Arroyos y en el 63 se armó la liga de nuestro pueblo y salimos campeones.”Qué lindo momento.Y qué te parece, salir campeón es siempre la mayor alegría posible, juegues donde juegues, y las ligas de los pueblos se viven con mucha intensidad. Pero bueno, cuando me vine a Buenos Aires a estudiar literatura me fui a probar también, a ver si jugaba al fútbol. Estuve algunos meses en San Lorenzo, en Independiente, no desentonaba demasiado, y quedé en Lanús. Lo que pasa es que ya era grande, tenía 18 años, a esa edad tenés que ser un crack para quedar, y yo venía a estudiar, entonces largué la pelota. Aunque seguí jugando en el equipo de la facultad, teníamos un buen equipo los de filosofía en los sesenta, contra lo que se podría pensar de esa manga de barbudos, trolos y trasnochados. No obstante, hicimos callar más de uno.

¿Y cómo fue su llegada a los medios?
Terminé la carrera en el 69, pero ya trabaja en Galerna, desde su fundación. Al recibirme empecé a laburar como cualquiera dando clases en un secundario; después en el 73, hasta el 75 que nos corrió la triple A, trabajé en la facultad. Dicté literatura argentina en la UBA y teoría literaria en Rosario. Nos echó la triple A, no fueron necesarios ni los milicos, y nunca volví. En el 83 podría haber vuelto, pero nunca más di clases.

¿Ahí se encontró con el oficio de periodista?
No sé, más que oficio de periodista, diría laburar en los medios. Yo vocación periodística la verdad nunca tuve. Digo que me gusta escribir en los medios, mezclar la escritura periodística con la literaria, eso siempre lo hice. Empecé en La Opinión con Timerman (Juan Gelman dirigía la parte cultural), y luego en Clarín haciendo crítica de libros: como todos, haciendo primero lo que deberíamos hacer último. Porque antes de escribir libros uno ya está criticando los ajenos. También en el suplemento de Cultura de Clarín, año 71, que dirigía Osvaldo Bayer, lo primero que hice fue una crítica de un libro de Pasolini. Del libro no entendí un carajo de nada, pero la crítica me salió redonda: citaba a Todorov, a Barthes, quedé como un duque. Después, durante la dictadura, no escribí más: del 75 al 79 trabajé en Clarín como corrector. Fue un buen laburo, porque me permitió sobrevivir esos años. Mientras, en mi casa, escribí bastante literatura.O sea que su interés era la literatura y desde ahí llego a los medios, pero sin embargo recién mucho después publicó libros.Totalmente. La primera versión de Manual de perdedores, mi primera novela, estaba terminada el día que cumplí treinta años, en el 75. Todos nos proponemos cosas para ese momento, y yo la terminé el mismo día de mi cumpleaños. Tengo la copia original, pero tardé como diez años más en publicarla, por suerte, porque esa primera versión era bastante desastre. De hecho en la última edición de Sudamericana hay una especie de crónica de la historia del libro.

¿Y cómo llegó a Gárgola, que ha editado sus últimos libros?
Ellos han sido muy generosos conmigo. Hay un muchachito muy emprendedor ahí, Ricardo Romero. Me preguntó si tenía algo para publicar, y como tengo todavía compromiso con Sudamericana sobre las novelas largas, propuse hacer una compilación de artículos publicados. Pero cuando estaban haciendo la selección, les conté que tenía un libro de poemas atravesado hacía muchos años. Bueno, lo publicamos, me dijeron; ¡que te publiquen poemas, y encima de garpen por eso, en la reputísima vida! Me gusta mucho ese libro, Carta al Sargento Kirk, estoy contento de haberlo publicado porque tenía mucho miedo, son textos escritos durante muchos años. Pero ya está, lo hice, y como siempre uno verifica que para bien o para mal, nunca pasa nada. Escribís una novela de 400 páginas que es una obra maestra y no la lee nadie; escribís cuatro pelotudeces y sos Gardel. Uno nunca sabe el destino de los textos.Qué duro.No sé si duro, es así, y está bien. Porque eso te cura de muchas cosas. De las vanidades excesivas (todos los que estamos en esto tenemos nuestra vanidad), y te quita presión. Eso es lo bueno del periodismo, lo saludable que la cosa tiene que salir, hay que hacerlo, mal o bien sale y punto.Como el fútbol: cuando te sale el marcador, algo hay que hacer.Exacto, hay que resolver, y a veces saldrá mejor y otras peor. En la literatura muchas veces uno no hace nada por miedo, porque siempre podría ser mejor. Por eso mezclar registros está bueno. Después siempre hay soluciones, que en realidad son soluciones parciales, equilibrios inestables. Fijate el caso de Gelman: es un muy buen periodista, y cuando escribe periodismo es periodismo, transparente, y al mismo tiempo su poesía no está contaminada en absoluto por su oficio periodístico.

Con la diversificación de los registros mediáticos, ¿cree que existe el periodismo como género de escritura?
La verdad no lo sé, ni la menor idea: nunca he pensado en eso. Yo he tenido la suerte de poder escribir en los medios lo que se me canta, sin restricciones de medios, fines, fondos. En ese sentido Página ha sido muy rico para mí. Nadie te mira por encima del hombro cómo escribís. Me tiran un tema y yo capaz lo resuelvo con un poema, escribí por ejemplo sonetos sobre Menem, poemas sobre De la Rúa¿Con qué plumas siente afinidad?Con mucha gente. Generacionalmente creo que hay un montón de autores que tenemos algunas cosas en común, las experiencias de la niñez y la primera juventud, los que nacimos entre el 40 y el 50, el Gordo Soriano, el Negro Dolina, Carlitos Trillo, Feinman incluso, Saccomano que es un poco más chico, el negro Fontanarrosa ni hablar, todos nos formamos leyendo las mismas revistas, tuvimos la misma experiencia de la aventura, leímos cosas parecidas. Armamos no sé si una generación, pero sí un sector; tipos muy distintos con cosas en común: todos tenemos una relación no prejuiciosa con los medios masivos, entramos a la literatura por diversos lugares, coqueteamos con el policial, la aventura, el humor, la historieta.¿Usted no ha vuelto a escribir historieta?No, sólo en los 80 con Breccia. Es muy difícil escribir guiones. A mí no es lo que me sale, yo me quedo mucho con las palabras; puedo contar con imágenes, de hecho Perramus no tiene narrador, son todas imágenes y diálogo, pero me cuesta, no es lo que naturalmente me sale, soy muy palabrero, le busco demasiadas vueltas al asunto; por eso Perramus es tan recargada, porque tiene demasiadas cosas.¿Hoy hay más aceptación para escribir sobre fútbol?Sí, pero ese cambio un fenómeno externo a la pasión. Hoy el consenso lo dan los medios, que son la única autoridad, los únicos dadores de existencia: ser es ser percibido. Y como indican que hablar de fútbol es socialmente correcto, aquel desdeñamiento por alienante de la práctica deportiva, Sebreli, ha quedado un poquito aislado, ahora esa es la posición incorrecta. Son avatares del tiempo, hoy está de moda escribir de fútbol, no es un progreso, son épocas de las convenciones, Sebreli en algunas cosas tiene razón y en otras yerra como la pera. Pero hoy también hay toda una parafernalia, un aparataje crítico que descubre la pólvora como si fuera nuevo que mirar fútbol es una experiencia estética. Antes ciertas zonas de la experiencia entraban en lo escribible, hoy otras, pero no es un progreso, son vaivenes de lo convencional. Como decía Borges sobre no recuerdo quién, “le tocó, como a todos los hombres, vivir épocas difíciles”.

El programa en Telefé, ¿Cómo nació?
Claudio Villarruel quería hacer un programa de libros y pensó que yo podía hacerlo. Probablemente tenía en la cabeza algo como El Show de los libros, el programa del escritor chileno Antonio Skármeta. Este será no sobre escritores sino sobre libros, y por ahora se llama S.O.S. libros, pero el título no apunta a salvar a los libros, sino a que los libros te salvan, en términos prácticos. Tendrá un abordaje descontracturado, va a ser en primera persona, yo actúo de yo y me voy encontrando con gente, conversamos. Al comienzo de cada programa planteo un problema que tengo (ficticio), y ese problema me hace pasar por distintos libros. Por ejemplo: tengo que hacerle un regalo a mi hija, entonces pensar qué libro regalarle me permite hablar de Salinger, Hemingway, de Conrad, de Prevert, cada uno por distintas razones; me encuentro con el librero Marcelo Birmajer a comer unos fideos y charlamos sobre regalarle libros a las minas, con cuáles le fue bien, cosas así; voy al psicoanalista, voy al bar.O sea que no es un programa de estudio.No, vamos a distintos lugares, es un programa de media hora con mucha producción, tres cuatro días de filmación por cada episodio de media hora, visualmente muy lindo.Es notable que el canal de más rating tenga espacio para eso.Sí, el 11, que es una pantalla muy muy popular, con una audiencia masiva y amplísima, abre espacios distintos en su programación: el programa de cortos, por ejemplo, que es muy lindo, o el programa de jazz. El mío será un programa que si tiene tres o cuatro puntos, está bien. El piloto salió bien, me gusta, es una cosa digna; es una linda cosa. Yo tengo control sobre lo que voy a hablar, no hay ningún tipo de condicionamiento sobre editoriales, best sellers, nada de eso, elijo los libros, de qué hablo, cuento un cuento o recito un poema si me acuerdo.Más de uno envidiaría que la experiencia de lectura, tan rica de por sí, sea además fuente de trabajo.Es lindo, porque es una charla informal, como si te recomendara ahora un libro a vos, pero no desde el lugar de la erudición sino el vital, desde el lugar real que ocupan los libros en la vida que es el placer. Eso quiero transmitirlo todo el tiempo. No hay obligación ni necesidad; de hecho se puede vivir sin leer. Hay muchos mitos y discursos aparatosos sobre la literatura. Por ejemplo, que uno escribe para mostrar; en realidad uno escribe para enterarse. No todo se reduce a demostrar aquello que yo ya pensaba. En el caso de Sebreli y el fútbol, uno no le critica las conclusiones, que después de todo son opinables, sino el mecanismo: las conclusiones son previas al análisis, porque tenía el prejuicio arraigado y fue a buscar fuentes para ratificar aquello que ya había supuesto. Uno escribe para enterarse, si es sólo ejemplificar la tesis previa es literatura didáctica, que puede ser de izquierda, de derecha o feminista; aunque sean textos bien armados, la literatura es otra cosa: es ir avanzando para ir encontrándote con la cosa.

¿Cómo funciona eso específicamente en su ficción?
Yo escribo policiales, género que en teoría no te permite demasiado porque la trama tiene rigores que se te imponen, pero bueno, yo tuve la experiencia (por no poder hacerlo de otra manera) de no saber a dónde iba: aparecían los cadáveres y yo no sabía quién era el asesino. Entonces escribía para enterarme. Uno se regala mucho cuando escribe, si trata de que sea verdadero.Nuestros grandes escritores son ejemplares en ese sentido, un Borges, un Bioy, incluso el mismo Cortázar, con esa mezcla de placer, gusto y revelación, siempre como una iluminación, siempre te están transmitiendo esa cosa hermosa que tiene la literatura de alguien que descubrió algo y te lo está transmitiendo; es hermosa la conmoción que te produce sorprenderte por lo bien que pensó y lo bien que escribió un tipo.También sospecho de los que leen poco para que las influencias no los toquen, esas huevadas tipo “no voy a leer a Gelman, mirá si se me pega algo”, ¡ojalá que se te pegue todo! Si te molesta parecerte a tu viejo frente al espejo, te cambiás el bigote, pero te parecés, qué vas a hacer. Creo en las virtudes de la tradición, en la sensación de pertenecer a eso que no se puede describir desde afuera porque no se puede salir de tu tiempo. Los gestos demasiado aparatosos de las vanguardias de romper con su tiempo son los más marcados por la época y los que primero caen.Lo mismo con ese discurso de pavor frente a la inmensidad de la literatura, de que no podremos leer todo, ¡buenísimo!, ¿no es hermoso que haya tanto que nunca puedas llegar a leerlo todo?, sería horrible si se pudiera y después te quedaras sin nada. Es como comer: qué suerte que siempre hay milanesas, siempre hay whisky. No podemos reconstruir por qué se escribió, bajo qué idea; lo único que queda es la obra, los textos, que no se definen por la intención, tienen vida propia; ya sabemos que el texto es poderoso en tanto no hay lectura que lo agote; pero al mismo tiempo cuando se escribe a propósito para quedar abierto a cualquier lectura, se siente que la teoría determina tu texto y entonces sólo se lo puede leer desde esa idea de la apertura o indeterminación como condición primordial de todo texto.

Publicado en Debate, Abril 2007

14 de noviembre de 2008

Esa sensación que solo puede expresarse en Francés

Creo que esta historia habla del Infierno, una versión del Infierno cuando estás condenado a repetir algo una y otra vez. El existencialismo, colega, menudo concepto, que venga Albert Camus. Existe la teoría de que el Infierno son los demás. Por mi parte, creo que tal vez sea la repetición.

ESA SENSACIÓN QUE SOLO PUEDE EXPRESARSE EN FRANCÉS
Stephen King

«¿Qué es eso de ahí, Floyd? Mierda.»
La voz del hombre que había pronunciado esas palabras me resultaba familiar, pero las palabras en sí no eran más que un retazo de diálogo inconexo, la clase de cosa que oyes cuando zapeas. En su vida no existía nadie llamado Floyd. Pese a ello, así empezó. Aun antes de ver a la niña del pichi rojo, oyó esas palabras inconexas.
Pero fue la niña quien contribuyó a intensificar la sensación.
—Oh, oh, me está viniendo esa sensación —dijo Carol.
La niña del pichi rojo estaba delante de una tienda llamada Carson's, CERVEZA, VINO, ALIMENTACIÓN, CEBOS VIVOS, LOTERÍA, en cuclillas, con el trasero entre los tobillos y la falda rojo brillante del pichi encajada entre los muslos mientras jugaba con una muñeca sucia de pelo amarillo, de esas flácidas de trapo rellenas de serrín.
—¿Qué sensación? —preguntó Bill.
—Ya sabes, esa que solo se puede expresar en francés. ¿Cómo se dice?
—Déjà vu —repuso él.
—Eso.
Carol se volvió para mirar una vez más a la niña. «La estará sujetando por una pierna —pensó—, sujetándola boca abajo por una pierna, con el mugriento pelo amarillo colgando hacia abajo.»
Pero la niña había abandonado la muñeca en los resquebrajados escalones grises de la tienda para ir a ver un perro enjaulado en el maletero de un coche familiar. En ese momento, Bill y Carol Shelton tomaron una curva en la carretera, y la tienda se perdió de vista.
—¿Cuánto falta? —inquirió Carol.
Bill la miró con una ceja levantada y un hoyuelo en la mejilla... Ceja izquierda, mejilla derecha, como siempre, la mirada que decía: «Crees que me hace gracia, pero en realidad estoy mosqueado. Por trillonésima vez en nuestro matrimonio, estoy mosqueado de verdad, pero no lo sabes, porque no tienes ni idea de lo que me pasa por la cabeza».
Sin embargo, Carol tenía más idea de la que él creía; era uno de los secretos que guardaba. Con toda probabilidad, Bill también tenía los suyos, y por supuesto, estaban los que guardaban juntos.
—No lo sé, nunca he estado allí.
—Pero estás seguro de que vamos bien.
—Una vez pasada la carretera elevada que lleva a Sanibel Island, solo queda un camino —explicó Bill—. La carretera se acaba en Captiva, pero antes pasa por Palm House, te lo juro.
El arco de su ceja empezó a aplanarse, y el hoyuelo se despidió de su rostro. Bill estaba regresando a lo que Carol denominaba el Nivel Genial. Había llegado a detestar el Nivel Genial, pero no tanto como la ceja enarcada y el hoyuelo, o su forma sarcástica de decir «¿perdona?» cuando decías algo que consideraba estúpido, o su costumbre de adelantar el labio inferior cuando quería parecer pensativo y meditabundo.
—Bill...
—¿Hummm?
—¿Conoces a alguien llamado Floyd?
—Bueno, conozco a Floyd Denning. Él y yo llevábamos la cafetería en la planta baja de la iglesia de Cristo Redentor durante el último año de instituto. Te he hablado de él, ¿no? Un viernes robó el dinero de la caja y se fue a pasar el fin de semana en Nueva York con su novia. A él lo suspendieron y a ella la expulsaron. ¿Qué te ha hecho pensar en él?
—No lo sé —repuso ella.
Era más fácil que contarle que el Floyd con quien Bill había ido al instituto no era el Floyd con el que hablaba la voz que había oído. Al menos, no lo creía.
«Una segunda luna de miel, así llamas a esto», pensó mientras contemplaba las palmeras que flanqueaban la carretera 867, un pájaro blanco que caminaba por la cuneta como un predicador enojado y un cartel que decía RESERVA NATURAL DE LOS SEMÍNOLAS. 10 DÓLARES POR VEHÍCULO. «Florida, el estado del sol. Florida, el estado de la hospitalidad. Por no hablar de Florida, el estado de las segundas lunas de miel. Florida, el estado donde Bill Shelton y Carol Shelton, de soltera Carol O'Neill, de Lynn, Massachusetts, habían pasado su primera luna de miel veinticinco años antes. Solo que en aquella ocasión habían ido al otro lado, a la costa atlántica, a una pequeña urbanización de cabañas con cucarachas en los cajones de la cómoda. Bill no podía quitarme las manos de encima. Pero por entonces no me importaba, por entonces quería que me tocaran, que me incendiaran como Atlanta en Lo que el viento se llevó, y él me incendiaba, me reconstruía y volvía a incendiarme. A los veinticinco años de matrimonio se cumplen las bodas de plata, y a veces solo es plata lo que percibo.»
Se acercaban a una curva. «Esas cruces a la derecha de la carretera —pensó—. Dos pequeñas a ambos lados de una más grande. Las pequeñas son dos tablones cruzados y clavados. La del centro es de abedul blanco con una fotografía diminuta prendida a ella, la foto del chico de diecisiete años que perdió el control del coche en esta curva una noche que conducía borracho, la última noche que conduciría borracho, y este es el lugar que su novia y las amigas de esta marcaron para...»
Bill tomó la curva. Una pareja de cuervos negros, rollizos y relucientes, levantaron el vuelo desde algo aplastado sobre el asfalto en medio de un charquito de sangre. Los pájaros se habían dado tal festín que Carol no supo si se apartarían hasta el instante en que echaron a volar. Allí no había ninguna cruz, ni a la derecha ni a la izquierda. Solo un animal atropellado en el centro, un pájaro carpintero o algo parecido que ahora desaparecía bajo las ruedas de un coche de lujo que nunca había estado al norte de la línea Mason-Dixon.
«¿Qué es eso de ahí, Floyd?»
—¿Qué te pasa?
—¿Eh? —farfulló Carol, volviéndose hacia él con expresión desconcertada y cierta sensación de haber perdido el juicio.
—Estás tiesa como un palo de escoba. ¿Te ha dado un calambre en la espalda?
—Uno pequeño —mintió al tiempo que volvía a reclinarse muy despacio—. He vuelto a tener esa sensación de déjà vu.
—¿Ya se te ha pasado?
—Sí —volvió a mentir.
Lo cierto era que la sensación había remitido un poco, pero nada más. Le había sucedido otras veces, pero no de un modo tan persistente. Alcanzó un punto culminante y volvió a descender, pero sin desaparecer del todo. Era consciente de ella desde que la asaltara esa idea sobre Floyd y viera a la niña del pichi rojo.
Bueno, a decir verdad, ¿no había sentido nada antes de esos dos episodios? ¿No había empezado todo cuando bajaron la escalera del Lear 35 para sumergirse en el calor abrasador de Fort Myers? ¿O incluso antes? ¿Durante el trayecto desde Boston?
Se aproximaban a un cruce. Sobre él parpadeaba un semáforo ámbar de advertencia. «A la derecha hay un concesionario de coches usados y un rótulo del teatro municipal de Sanibel», pensó.
Allí estaba el cruce... Y a la derecha, en efecto, un concesionario de coches usados, Palmdale Motors. Carol sufrió un sobresalto, una punzada de algo más fuerte que la inquietud. Se reprendió por ser tan tonta. Sin duda Florida entera estaba llena de concesionarios de coches usados, y si vaticinabas uno en cada cruce, tarde o temprano la ley de las probabilidades te convertía en profeta. Era un truco que los médiums utilizaban desde hacía siglos.
«Además, no hay ningún rótulo de ningún teatro.»
Pero sí una valla publicitaria. Mostraba a la Madre de Dios, el fantasma de todos los días de su infancia, con las manos extendidas como en la medalla que su abuela le había regalado al cumplir diez años. Su abuela se la había puesto en la mano antes de enrollarle la cadena alrededor de los dedos y decir:
—Llévala siempre, porque están por llegar malos tiempos.
Y Carol la había llevado, sí señor. La había llevado durante toda la escuela primaria, que cursó en Nuestra Señora de los Ángeles, y en el instituto de San Vicente de Paul. Llevó la medalla hasta que los pechos empezaron a crecerle alrededor como dos milagros y entonces, probablemente durante una excursión escolar a Hampton Beach, la perdió. Durante el trayecto de regreso en autocar había dado su primer beso con lengua. El afortunado fue Butch Soucy, y Carol saboreó el algodón de azúcar que había comido.
La María de aquella medalla perdida y la María de la valla publicitaria exhibían la misma expresión, esa que te hacía sentir culpable por albergar sentimientos impuros aunque solo estuvieras pensando en un bocadillo de crema de cacahuete. Debajo de María, la valla decía LA OBRA BENÉFICA MADRE MISERICORDIOSA AYUDA AL INDIGENTE DE FLORIDA. ¿QUIERES AYUDARNOS A NOSOTROS?
«Eh, María, qué pasa...»
Esta vez oyó más de una voz; muchas voces, voces de chicas, voces fantasmales entonando un canto. Pequeños milagros. También existían los fantasmas pequeños, eso lo descubría una al hacerse mayor.
—¿Se puede saber qué te pasa?
Carol conocía esa voz tan bien como la ceja enarcada y el hoyuelo. Era el tono que Bill empleaba cuando quería hacerte creer que solo fingía estar enfadado, cuando en realidad lo estaba, al menos un poco.
—Nada —aseguró ella con la mejor sonrisa que fue capaz de esbozar.
—Estás muy rara. Quizá no deberías haber dormido en el avión.
—Seguro que tienes razón —convino ella, y no solo para mostrarse conciliadora.
A fin de cuentas, ¿cuántas mujeres conseguían pasar la segunda luna de miel en Captiva Island para celebrar las bodas de plata? Diez días en uno de esos sitios donde el dinero no tenía importancia alguna (al menos hasta que MasterCard te escupía la factura a final de mes), y si querías un masaje una tiarrona sueca venía y te lo hacía en tu casa de seis habitaciones a pie de playa.

Las cosas eran distintas al principio. Bill, al que conoció en un baile organizado por varios institutos y con quien volvió a coincidir en la universidad tres años más tarde (otro pequeño milagro), había empezado su vida matrimonial trabajando de empleado de la limpieza porque no encontró nada en el sector informático. Corría el año 1973, y los ordenadores no progresaban. Vivían en un tugurio en Revere, no junto a la playa, pero sí cerca, y la noche entera era un desfile de gente que subía la escalera para comprar drogas a las dos criaturas cetrinas que vivían en el piso de arriba y se pasaban las horas escuchando discos psicodélicos de los sesenta. Carol permanecía despierta a la espera de que empezaran los gritos, pensando: «Nunca saldremos de aquí, envejeceremos y moriremos oyendo a Cream, Blue Cheer y los autos de choque en la playa».
Bill, exhausto al acabar su turno, dormía como un lirón a pesar del estruendo, tendido de costado, a veces con una mano apoyada sobre la cadera de Carol. Y si no la apoyaba, Carol se la ponía allí, sobre todo si las criaturas del piso de arriba se estaban peleando con sus clientes. Bill era lo único que tenía. Sus padres prácticamente la habían repudiado cuando se casó con él. Era católico, pero de la clase equivocada. Su abuela le había preguntado por qué quería liarse con ese muchacho si se veía a la legua que era un don nadie, que cómo podía creerse las sandeces que decía, que por qué se empeñaba en destrozarle el corazón a su padre. ¿Y qué podía responder ella a todo eso?
Había un largo trecho del tugurio de Revere al avión privado volando a trece mil metros de altitud, a aquel coche de alquiler, un Crown Victoria, esos que los mafiosos de las películas de gángsteres siempre llamaban Crown Vic, que los llevaba rumbo a unas vacaciones de diez días en un lugar donde la factura ascendería a... Bueno, no quería ni saberlo.
«¿Floyd? Mierda.»
—¿Y ahora qué pasa, Carol?
—Nada —respondió ella.
Un poco más adelante, junto a la carretera, había una casita pintada de rosa, con el porche flanqueado de palmeras (ver esos árboles con flecos recortarse contra el cielo azul le recordaba los cazas japoneses volando bajo mientras disparaban sus ametralladoras, una asociación debida a toda una juventud malgastada delante del televisor), y cuando pasaran ante ella saldría una mujer. Se estaría secando las manos con una toalla rosa y los miraría con el rostro impasible, unos ricachones en un Crown Victoria camino de Captiva, y no tendría ni idea de que Carol Shelton había pasado muchas noches en vela en un piso cuyo alquiler costaba noventa dólares al mes, oyendo los discos y los gritos de los camellos del piso de arriba, sintiendo algo vivo en su interior, algo que le hacía pensar en un cigarrillo caído tras las cortinas en una fiesta, una colilla pequeña e invisible, que, pese a ello, seguía ardiendo junto a la tela.
—¿Cariño?
—He dicho que no me pasa nada.
Pasaron ante la casa. No había ninguna mujer. Un anciano blanco, no negro, estaba sentado en una mecedora y los siguió con la mirada. Llevaba gafas con montura al aire y tenía una toalla del mismo tono rosa que la casa sobre el regazo.
—Estoy bien, solo impaciente por llegar y ponerme pantalones cortos.
Bill le posó la mano sobre la cadera, el lugar donde tantas veces la había apoyado en los viejos tiempos, y la deslizó hacia regiones más íntimas. Carol estuvo a punto de retirársela, pero no lo hizo. A fin de cuentas, estaban de segunda luna de miel, y además, quizá así se borraría aquella expresión de su cara.
—Podríamos hacer un inciso —sugirió Bill—. Quiero decir entre que te quites el vestido y te pongas los pantalones cortos.
—Me parece una idea estupenda —aseguró Carol al tiempo que cubría la mano de su esposo con la suya y presionaba ambas sobre su cuerpo.
Un poco más adelante había un rótulo en el que leerían PALM HOUSE A 4 KM IZQUIERDA cuando se acercaran lo suficiente.
De hecho, el rótulo decía PALM HOUSE A 3 KM IZQUIERDA. Más allá otra valla publicitaria con la Virgen María de las manos extendidas y una iluminación eléctrica en forma de halo alrededor de la cabeza. Aquella versión decía: LA OBRA BENÉFICA MADRE MISERICORDIOSA AYUDA AL ENFERMO DE FLORIDA. ¿QUIERES AYUDARNOS A NOSOTROS?
—El siguiente debería decir «Burma Shave» —comentó Bill.
Carol no comprendía a qué se refería, pero a todas luces era un chiste, de modo que sonrió. De hecho, el siguiente diría «La obra benéfica Madre Misericordiosa ayuda al hambriento de Florida», pero eso no podía decírselo. Su querido Bill. Querido a pesar de sus expresiones a veces estúpidas y sus alusiones a veces crípticas. «Lo más probable es que te deje, ¿y sabes una cosa? Si lo superas te darás cuenta de que es lo mejor que podía pasarte.» Palabras de su padre. El querido Bill, que había demostrado por una vez, por una sola y crucial vez, que Carol tenía mucho mejor criterio que su padre. Seguía casada con el hombre al que su abuela había llamado «ese fanfarrón». Había pagado un precio, cierto, pero ¿qué decía aquel viejo axioma? Ah, sí, Dios dice que cojas lo que quieras... y pagues por ello.
Le picaba la cabeza. Se la rascó con ademán ausente mientras seguía buscando con la mirada la siguiente valla publicitaria de Madre Misericordiosa.
Por espantoso que sonara, las cosas empezaron a torcerse cuando perdió el bebé. Fue justo antes de que a Bill le dieran el empleo en Beach Computers, en la carretera 128; soplaban los primeros vientos de cambio en el sector.
Perdió el bebé, sufrió un aborto espontáneo... Todos se lo habían creído salvo tal vez Bill. Desde luego, su familia se lo había creído, papá, mamá, la abuela... Hablaban de «aborto espontáneo», término católico donde los haya. «Eh, María, qué pasa», cantaban a veces cuando saltaban a la comba, sintiéndose osadas, pecaminosas, con las faldas del uniforme subiendo y bajando sobre las rodillas arañadas. Era en Nuestra Señora de los Ángeles, donde la hermana Annunciata te daba en los nudillos con la regla si te pillaba mirando por la ventana durante la hora del castigo, donde la hermana Dormatilla te decía que un millón de años no es más que el primer tic del reloj infinito de la eternidad, y que podías pasarte dicha eternidad en el Infierno, no era difícil. En el Infierno morarías para siempre con la piel en llamas y los huesos asándose. Y ahora Carol estaba en Florida, sentada en un Crown Vic junto a su esposo, cuya mano seguía explorándole la entrepierna. Se le arrugaría el vestido, pero no importaba si con ello conseguía borrar aquella expresión de su rostro, ¿y por qué demonios no desaparecía aquella sensación?
Pensó en un buzón con el nombre RAGLAN escrito en el costado y un adhesivo de la bandera norteamericana en la parte delantera, y aunque el nombre resultó ser REAGAN y el adhesivo, de los Grateful Dead, lo cierto era que el buzón estaba allí. Pensó en un perrito negro trotando con paso resuelto al otro lado de la carretera, husmeando el suelo con la cabeza gacha, y el perrito negro estaba allí. Pensé de nuevo en la valla publicitaria, y en efecto, ahí estaba: LA OBRA BENÉFICA MADRE MISERICORDIOSA AYUDA AL HAMBRIENTO DE FLORIDA. ¿QUIERES AYUDARNOS A NOSOTROS?
Bill estaba señalando algo.
—Allí, ¿lo ves? Creo que es Palm House. No, no donde está la valla publicitaria, sino al otro lado. ¿Por qué permitirán poner esos trastos en esta zona?
—No lo sé.
Le picaba otra vez la cabeza. Al rascarse vio que copos de caspa negra flotaban ante sus ojos. Se miró los dedos y quedó horrorizada al comprobar que los tenía manchados de negro, como si acabaran de tomarle las huellas dactilares.
—Bill...
Se mesó el cabello rubio y esta vez sacó copos más grandes. Advirtió que no eran fragmentos de piel, sino de papel. En uno de ellos se veía una cara asomada entre el papel carbonizado como si de un negativo echado a perder se tratara.
—¡Bill!
—¿Qué? ¿Qu...?
Y entonces su tono de voz cambió por completo, lo que la asustó más aún que el brusco vaivén del coche.
—Madre mía, cariño, ¿qué tienes en el pelo?
Parecía el rostro de la madre Teresa. ¿O se lo parecía solo porque había estado pensando en Nuestra Señora de los Ángeles? Carol se lo separó del vestido con la intención de mostrárselo a Bill, pero el rostro se desintegró sin darle ocasión de hacerlo. Se volvió hacia él y vio que las gafas se le habían fundido con las mejillas. Uno de los ojos se le había salido de la órbita para estallar como una uva repleta de sangre.
«Y yo lo sabía —pensó Carol—. Lo sabía antes de volverme. Porque tenía esa sensación.»
En los árboles chilló un pájaro. En la valla publicitaria, María extendía las manos. Carol intentó gritar. Intentó gritar.

—¿Carol?
Era la voz de Bill que le llegaba desde muy lejos. Luego su mano, pero no entre los pliegues de su vestido en la entrepierna, sino sobre el hombro.
—¿Estás bien, cielo?
Carol abrió los ojos al sol cegador y los oídos al zumbido constante de los motores del Learjet. Y otra cosa, una presión en los tímpanos. Apartó la mirada de la expresión levemente preocupada de Bill para fijarse en el dial situado bajo el indicador de temperatura y vio que habían descendido a ocho mil metros.
—¿Vamos a aterrizar? —preguntó con voz confusa—. ¿Tan pronto?
—Sí, qué rápido, ¿eh? —repuso él en tono complacido, como si hubiera pilotado personalmente en lugar de limitarse a pagar el viaje—. El piloto dice que llegaremos a Fort Myers dentro de veinte minutos. Has dado un respingo de mil demonios, cariño.
—He tenido una pesadilla.
Bill lanzó aquella carcajada modelo «mira que eres tontita» que Carol había llegado a detestar con todas sus fuerzas.
—Prohibido tener pesadillas en tu segunda luna de miel, tesoro. ¿Qué has soñado?
—No me acuerdo —repuso ella.
Y era cierto. Solo recordaba fragmentos, a Bill con las gafas derretidas sobre el rostro, y una de las tres o cuatro rimas prohibidas que cantaban cuando saltaban a la comba en quinto y sexto. «Eh, María, qué pasa», empezaba, y luego no sé qué, no sé qué, no sé qué. Lo había olvidado. Recordaba aquella de «Pito pito colorito, a mi padre le he visto el pito», pero no la de María.
«María ayuda al enfermo de Florida», pensó sin tener idea de lo que significaba, y en ese momento se oyó un pitido al encender el piloto la señal de abrocharse los cinturones. Habían iniciado la maniobra de aproximación. «Que empiece el espectáculo», se dijo al abrocharse el cinturón.
—¿De verdad no te acuerdas? —insistió Bill mientras se abrochaba el suyo.
El pequeño avión atravesó una masa de nubes cargada de turbulencias, uno de los pilotos realizó un pequeño ajuste, y el aparato volvió a estabilizarse.
—Porque por lo general, al despertar uno recuerda los sueños, incluso las pesadillas.
—Recuerdo que salía la hermana Annunciata, de Nuestra Señora de los Ángeles. Era en hora de castigo.
—Eso sí que es una pesadilla.
Diez minutos más tarde, el tren de aterrizaje se desplegó con un chirrido y un golpe sordo, y al cabo de otros cinco habían aterrizado.
—Quedamos en que traerían el coche a pie de avión —resopló Bill, ya en tono de bronca, algo que Carol detestaba, pero no tanto como la risa condescendiente y el repertorio de miraditas paternalistas—. Espero que no haya ningún problema.
«No hay ningún problema —pensó Carol con una sensación de déjà vu más fuerte que nunca—. Lo veré por mi ventanilla dentro de un par de segundos. Es el coche ideal para unas vacaciones en Florida, un enorme Cadillac blanco, o puede que un Lincoln...»
Y en efecto, apareció, pero ¿qué demostraba eso? Bueno, se dijo Carol, demostraba que a veces, cuando tenías un déjà vu, lo que pensabas que iba a suceder sucedía. No era un Cadillac ni un Lincoln, sino un Crown Victoria, lo que los gángsteres de las películas de Martin Scorsese llamaban un Crown Vic.
—Uf—suspiró mientras Bill la ayudaba a bajar por la escalera del avión, mareada por el calor del sol.
—¿Qué pasa?
—Nada, es que he tenido un déjà vu. Supongo que debe de ser un vestigio del sueño. Como si ya hubiéramos estado aquí antes.
—Es por estar en un lugar desconocido —aseguró él, besándola en la mejilla—. Vamos, que empiece el espectáculo.
Se dirigieron hacia el coche. Bill mostró su carnet de conducir a la joven que lo había llevado hasta allí. Carol vio cómo le miraba el dobladillo de la falda antes de firmar el impreso.
«Se le va a caer», pensó Carol.
La sensación era tan intensa como si se hallara montada en una atracción demasiado rápida; de repente te das cuenta de que estás a punto de abandonar el País de la Diversión para adentrarte en el Reino de la Náusea. «Se le va a caer, y Bill dirá "Patapum", lo recogerá y echará un buen vistazo a sus piernas.»
Pero la mujer de Hertz no dejó caer el impreso. Había aparecido una furgoneta blanca para llevarla de regreso a la terminal de Butler Aviation. La joven dedicó una última sonrisa a Bill (en ningún momento prestó atención a Carol) y abrió la portezuela derecha. Al subir resbaló.
—Patapum —dijo Bill al tiempo que la asía del codo para sujetarla.
La joven le dirigió una sonrisa de agradecimiento, él se despidió de sus piernas bien torneadas, y Carol permaneció junto a la pila cada vez más grande de su equipaje, pensando: «Eh, Mary, qué pasa...».
—¿Señora Shelton?
Era el copiloto. Llevaba la última bolsa, la que contenía el ordenador portátil de Bill, y en su rostro se pintaba una expresión preocupada.
—¿Se encuentra bien? Está muy pálida.
Bill oyó el comentario y dio la espalda a la furgoneta que se alejaba con expresión igualmente preocupada. Si los sentimientos más intensos que albergaba hacia Bill fueran los únicos sentimientos que albergara hacia Bill, lo habría abandonado al descubrir lo de la secretaría, una rubia de bote demasiado joven para recordar aquel anuncio de Clairol que empezaba «Ya que solo tengo una vida...». Pero también albergaba otros sentimientos hacia él. Amor, por ejemplo. Aún lo amaba con una clase de amor que las niñas ataviadas con uniforme de colegio de monjas no sospechaban, una especie dura y correosa de mala hierba que nunca muere.
Además, no solo el amor mantenía unidas a las personas. También estaban los secretos y el precio que pagabas por guardarlos.
—Carol, ¿estás bien? —le preguntó Bill.
Pensó en decirle que no, que no estaba bien, que se estaba ahogando, pero logró forzar una sonrisa.
—Es el calor, estoy un poco aturdida —explicó—. Subamos al coche y pongamos el aire acondicionado a tope. Enseguida estaré bien.
Bill la asió por el codo (pero a mí no me miras las piernas, pensó Carol, porque ya sabes adónde conducen, ¿verdad?) y la llevó hacia el Crown Vic como si fuera una anciana. Cuando la puerta se hubo cerrado y el aire acondicionado empezó a azotarle el rostro, Carol ya se encontraba algo mejor.
«Si la sensación reaparece, se lo diré —se prometió Carol— No me quedará otro remedio; es demasiado fuerte, anormal.»
Bueno, el déjà vu nunca era normal, suponía. Era en parte sueño, en parte química y (estaba segura de haberlo leído en alguna parte, tal vez en la consulta de algún médico mientras esperaba a que el ginecólogo le metiera mano en el coño cincuentón) en parte consecuencia de un fallo eléctrico en el cerebro, que procesaba las nuevas experiencias como datos ya existentes. Una fuga en las cañerías que mezclaba el agua caliente con el agua fría. Cerró los ojos y rezó por que desapareciera.
«Ave María purísima, sin pecado concebida, ruega por nosotros pecadores.»
Por favor, oh, por favor, de vuelta a la escuela parroquial no. Estaba de vacaciones, no...
«¿Qué es eso de ahí, Floyd? Mierda. ¡Oh, mierda!»
¿Quién era Floyd? El único Floyd al que Bill conocía era Floyd Dorning... o Darling, el chico con el que llevaba la cafetería, el que se había fugado a Nueva York con su novia. Carol no recordaba cuándo Bill le había hablado de él, pero sabía que se lo había contado.
«Basta, muchacha. No sigas por este camino. Dale puerta a esos pensamientos.»
Y funcionó. Oyó un último susurro, «qué pasa», y luego volvió a ser la Carol Shelton de siempre, que se dirigía a Captiva Island, a Palm House con su esposo, el prestigioso diseñador de software, a las playas y los cubalibres, al sonido del grupo tocando «Margaritaville».

Pasaron delante de un supermercado Publix. Pasaron delante de un anciano negro que vendía fruta en un tenderete junto a la carretera y que le recordó a los actores de las películas de los años treinta que ponían en el canal de clásicos, de esos que siempre llevaban pantalón de peto y sombrero de paja. Bill charlaba de cosas intrascendentes, y ella respondía de forma adecuada. Aún la asombraba que la niña que había llevado la medalla de la Virgen cada día desde los diez hasta los dieciséis años se hubiera convertido en esa mujer ataviada con un vestido de Donna Karan, que la pareja desesperada que malvivía en el piso de Revere se hubiera transformado en ese matrimonio rico de mediana edad que viajaba por un corredor flanqueado de frondosas palmeras, pero así era. Una vez, durante la época de Revere, Bill había vuelto a casa borracho, ella le había pegado y le había hecho sangre en el pómulo. Una vez, tendida con los pies metidos en unos estribos de acero y medio drogada, había temido el Infierno, pensando que estaba condenada, perdida para siempre. Un millón de años, y este no es más que el primer tic del reloj.
Pararon en el peaje de la carretera elevada, y Carol pensó: «El empleado tiene una marca de nacimiento en forma de fresa en el lado izquierdo de la frente que se confunde con la ceja».
Pero no había ninguna marca. El empleado no era más que un tipo normal y corriente de cuarenta y muchos o cincuenta y pocos años, de cabello gris cortado al cepillo y gafas con montura de concha, la clase de tipo que dice: «Que lo pasen bien, ¿eh?», pero la sensación empezaba a apoderarse otra vez de ella, y Carol comprendió que las cosas que creía saber las sabía en realidad, al principio no todas ellas, pero cuando se acercaron a la tienda situada a la derecha de la carretera 41, casi todas.
«La tienda se llama Corson's y delante hay una niña pequeña —pensó Carol—. Lleva un pichi rojo y una muñeca sucia de pelo amarillo que ha dejado en la escalinata para ir a ver a un perro que está en el maletero de un coche familiar.»
La tienda resultó llamarse Carson's, no Corson's, pero todo lo demás era cierto. Cuando el Crown Vic pasó por delante de ella, la niña del vestido rojo volvió su rostro solemne hacia Carol. Era el rostro de una niña de campo, aunque Carol no sabía qué hacía una niña de su condición y su muñeca sucia de cabeza amarilla en aquellos parajes para turistas ricos.
«Aquí es donde le pregunto a Bill cuánto falta, solo que no voy a hacerlo, porque tengo que romper el círculo. Tengo que hacerlo.»
—¿Cuánto falta? —le preguntó.
«Dirá que solo hay una carretera, que no podemos perdernos. Dirá que me jura que llegaremos a Palm House sin contratiempos. Y por cierto, ¿quién es Floyd?»
Bill enarcó la ceja, y junto a su boca apareció el hoyuelo.
—Una vez pasada la carretera elevada que lleva a Sanibel Island, solo queda un camino —repuso.
Carol apenas lo oyó.
Bill seguía hablando de la carretera, su marido, que dos años atrás había pasado un fin de semana guarro en la cama con su secretaria, poniendo en peligro todo lo que tenían, Bill con su otra cara, el Bill que, según la madre de Carol, le rompería el corazón. Y más tarde, Bill diciéndole que no había podido contenerse, y ella con ganas de gritar. «Una vez asesiné a un niño por ti, el proyecto de un niño, al menos. ¿No te parece un precio lo bastante alto? ¿Y es esto lo que recibo a cambio? ¿Llegar a los cincuenta y descubrir que mi marido no ha podido evitar irse a la cama con una rubia teñida?»
«¡Díselo! —chilló—. Haz que pare el coche, que haga todo lo que acabará liberándote, cambia una cosa, cámbialo todo. Puedes hacerlo. Si pudiste apoyar los pies en esos estribos, puedes hacer cualquier cosa.»
Pero no pudo hacer nada, y los acontecimientos empezaron a precipitarse. Los dos cuervos sobrealimentados levantaron el vuelo de su cruento festín. Su marido le preguntó por qué estaba sentada de aquella manera, que sí tenía un calambre, y ella le respondió que sí, que tenía un calambre en la espalda, pero que ya se le estaba pasando. De sus labios brotaron las palabras déjà vu como si no se estuviera ahogado en la sensación, y el Crown Vic siguió avanzando como uno de esos sádicos Dodgem en Revere Beach. Palmdale Motors a la derecha. ¿Y a la izquierda? Un rótulo del teatro municipal, anunciando la representación de Marieta la traviesa.
No, es María, no Marieta. María, madre de Jesús, María, madre de Dios, con las manos extendidas.
Carol intentó concentrar toda su fuerza de voluntad para decirle a su marido lo que le sucedía, porque el Bill que necesitaba estaba sentado al volante y aún podía oírla. La esencia del amor matrimonial consistía en ser escuchado.
Pero no logró articular palabra.
«Están por llegar malos tiempos», advirtió la abuela en su mente.
Otra voz preguntó a Floyd qué era eso antes de añadir un «mierda» y un «¡oh, mierda!».
Carol miró el indicador de la velocidad y vio que no mostraba kilómetros por hora, sino metros de altitud. Se encontraban a ocho mil metros y bajando. Bill le decía que no debería haber dormido en el avión, y ella se mostraba de acuerdo.
Se acercaban a una casa de color rosa, poco más que un bungalow flanqueado de palmeras, que recordaba a los que se veían en las películas de la Segunda Guerra Mundial, frondas encuadrando Learjets que se aproximaban disparando sus ametralladoras...
«Destellos cegadores, ardientes. De repente, la revista que sostiene en la mano es pasto de las llamas. Santa María, madre de Dios, eh, María, qué pasa...»
Pasaron ante la casa. El anciano sentado en el porche los siguió con la mirada. Los cristales de sus gafas con montura al aire centelleaban al sol. La mano de Bill atracó en su cadera. Dijo algo de que deberían hacer una parada técnica entre vestido y pantalones cortos, y ella asintió pese a que nunca llegarían a Palm House. Seguirían por aquella carretera, ellos con el Crown Vic, el Crown Vic con ellos, por los siglos de los siglos, amén.
El siguiente cartel diría PALM HOUSE 3 KM. Más allá encontrarían el que explicaba que la obra benéfica Madre Misericordiosa ayudaba al enfermo de Florida. ¿La ayudaría a ella?
Ahora era demasiado tarde, empezaba a comprender. Empezaba a ver la luz como veía el sol subtropical reflejado en el agua a su izquierda. Se preguntó cuánto mal habría hecho en su vida, cuántos pecados habría cometido, si uno prefería ese término. Dios conocía a sus padres, y su abuela, por descontado, pecado por ahí, pecado por allá, lleva la medalla entre esas cosas cada vez más grandes que los chicos no pueden dejar de mirar. Y años más tarde, tumbada en la cama con su flamante marido las calurosas noches de verano, sabiendo que se imponía tomar una decisión, sabiendo que el reloj avanzaba inexorable, que la colilla se consumía, y recordó el momento en que tomó la decisión, sin decírselo a él en voz alta porque en algunos casos se podía guardar silencio.
Le picaba la cabeza. Se la rascó. Unos copos negros flotaron ante su rostro. En el salpicadero del Crown Vic, el altímetro se paró a cinco mil metros y se apagó, pero Bill no pareció darse cuenta.
Pasaron ante un buzón con un adhesivo de los Grateful Dead pegado a él, un perrito negro con la cabeza baja, trotando ensimismado, y cómo le picaba la cabeza, Dios mío, copos negros volando por el aire como nieve en negativo, la madre Teresa en uno de ellos.
LA OBRA BENÉFICA MADRE MISERICORDIOSA AYUDA AL HAMBRIENTO DE FLORIDA. ¿QUIERES AYUDARNOS A NOSOTROS?
«Floyd, ¿qué es eso? Oh mierda.»
Le da tiempo a ver algo grande y a leer la palabra DELTA.
—Bill... ¡Bill!
Su respuesta clara, pero como llegada de los flecos del universo.
—Madre mía, cariño, ¿qué tienes en el pelo?
Carol cogió la cara carbonizada de la madre Teresa de su regazo y se la alargó a la versión envejecida del hombre con el que se había casado, el follasecretarias con el que se había casado, el hombre que pese a todo la había rescatado de unas personas convencidas de que una podía vivir para siempre en el paraíso si encendía suficientes velas y llevaba la chaqueta azul y se ceñía a las rimas oficiales. Tumbada en la cama con ese hombre una calurosa noche de verano, mientras en el piso de arriba vendían drogas al son de «In-A-Gadda-Da-Vida», de Iron Butterfly, por enésima vez, le había preguntado qué creía que había más allá... pues eso, cuando se acababa tu papel en el espectáculo. Bill la había estrechado entre sus brazos, y de la playa le había llegado música country, los choques de los autos de choque, y Bill...
Bill tenía las gafas derretidas sobre la cara y un ojo fuera de su órbita. Su boca se había convertido en un agujero ensangrentado. En los árboles cantó un pájaro... chilló un pájaro, y Carol empezó a chillar con él, sosteniendo el fragmento carbonizado con el rostro de la madre Teresa, chillando mientras veía sus mejillas tornarse negras, su frente abultada, el cuello abriéndose como un cadáver descompuesto, chillando, estaba chillando sobre el telón de fondo de «In-A-Gadda-Da-Vida», y siguió chillando.

—¿Carol?
Era la voz de Bill, que le llegaba de muy lejos. La estaba tocando, pero no con lujuria, sino con preocupación.
Abrió los ojos y paseó la mirada por la soleada cabina del Lear 35. Por un instante lo comprendió todo, del modo en que uno entiende la inmensa importancia de un sueño al despertar de él. Recordó haberle preguntado qué creía que había más allá, y él le respondió que creía que, seguramente, te tocaba lo que siempre habías creído que te tocaría, que si Jerry Lee Lewis creía que iría al infierno por tocar boogie-woogie, allí acabaría. Cielo, infierno o Grand Rapids, tú elegías... o bien los que te dictaban qué debías creer. Era el truco definitivo de la mente humana, la percepción de la eternidad en el lugar donde siempre habías esperado pasarla.
—¿Carol? ¿Estás bien, cielo?
En una mano sostenía la revista que había estado leyendo, un número de Newsweek con el rostro de la madre Teresa en la portada, ¿SANTIDAD AHORA?, decía en letras blancas.
Paseando la mirada enloquecida por la cabina, Carol pensó: «Sucede a cinco mil pies, tengo que avisarlos».
Pero la sensación empezaba a disiparse, como siempre sucedía con esa clase de sensaciones. Desaparecían como los sueños o como el algodón de azúcar al derretirse sobre tu lengua.
—¿Ya vamos a aterrizar? —preguntó.
Se sentía despejada, pero su voz sonaba pastosa y confusa.
—Sí, qué rápido, ¿eh? —repuso él en tono complacido, como si hubiera pilotado personalmente en lugar de limitarse a pagar el viaje—. Floyd dice que llegaremos a...
—¿Quién? —lo atajó ella.
En la cabina del pequeño avión hacía calor, pero Carol tenía los dedos helados.
—¿Quién? —repitió.
—Floyd, el piloto, mujer —explicó él, señalando el asiento izquierdo de la cabina con el pulgar.
Estaban descendiendo hacia una masa de nubes; el avión empezó a temblar.
—Dice que llegaremos a Fort Myers dentro de veinte minutos. Has dado un respingo de mil demonios, tesoro. Y antes estabas gimiendo.
Carol abrió la boca para hablarle de la sensación, esa sensación que solo puede expresarse en francés, algo así como vu or vous, pero la sensación se esfumaba a pasos agigantados, y lo único que dijo era que había tenido una pesadilla.
Se oyó un pitido cuando Floyd, el piloto, encendió la señal de abrocharse los cinturones. Carol volvió la cabeza. Allá abajo, en tierra, esperándolos ahora y para siempre, había un coche blanco de Hertz, un coche de mafiosos, de esos que los personajes de las películas de Scorsese llaman Crown Vic. Miró de nuevo la portada de la revista, el rostro de la madre Teresa, y de repente se recordó a sí misma saltando a la comba detrás de Nuestra Señora de los Ángeles, saltando al son de una de las rimas prohibidas, esa que decía «Eh, María, qué pasa, resérvame el Purgatorio y para casa». «Están por llegar malos tiempos», había augurado su abuela al ponerle la medalla en la mano y enrollarle la cadena alrededor de los dedos. «Están por llegar malos tiempos.»

9 de noviembre de 2008

El Asesino / Ray Bradbury

Tremendo cuento! Para reflexionar sobre la tecnología... Lo pueden encontrar en el libro "Las doradas manzanas del sol"
Espero les guste. Un abrazo. Estanis

EL Asesino
Ray Bradbury

La música se movía con él por los blancos pasillos. Pasó ante una puerta de oficina: La Viuda Alegre. Otra puerta: La Siesta De Un Fauno. Una tercera: Bésame Otra Vez. Dobló en un corredor. La Danza De Las Espadas lo sepultó bajo címbalos, tambores, ollas, sartenes, cuchillos, tenedores, un trueno y un relámpago de estaño. Todo quedó atrás cuando llegó a una antesala donde una secretaria estaba hermosamente aturdida por la Quinta de Beethoven. Pasó ante los ojos de la muchacha como una mano; ella no lo vio.
La radio pulsera zumbó.
— ¿Si?
— Es Lee, papá. No olvides mi regalo.
— Sí, hijo, sí. Estoy ocupado.
— No quería que te olvidases, papá -dijo la radio pulsera. Romeo y Julieta de Tchaikovsky cayó en enjambres sobre la voz y se alejó por los largos pasillos.
El psiquiatra caminó en la colmena de oficinas, en la cruzada polinización de los temas. Stravinsky unido a Bach, Haydn rechazando infructuosamente a Rachmaninoff, Schubert golpeado por Duke Ellington. El psiquiatra saludó con la cabeza a las canturreantes secretarias y a los silbadores médicos que iban a iniciar el trabajo de la mañana. Llegó a su oficina, corrigió unos pocos textos con su lapicera, que cantó entre dientes, luego telefoneó otra vez al capitán de policía del piso superior. Unos pocos minutos más tarde, parpadeó una luz roja, y una voz dijo desde el cielo raso:
— El prisionero en la cámara de entrevistas numero nueve.
Abrió la puerta de la cámara, entró, y oyó que la cerradura se cerraba a sus
espaldas.
— Váyase -dijo el prisionero, sonriendo.
La sonrisa sobresaltó al psiquiatra. Una sonrisa soleada y agradable, que iluminaba brillantemente el cuarto. El alba entre lomas oscuras. El mediodía a medianoche, aquella sonrisa. Los ojos azules chispearon serenamente sobre aquella confiada exhibición de dientes.
— Estoy aqui para ayudarlo -dijo el psiquiatra frunciendo el ceño.
Había algo raro en el cuarto. El médico había titubeado al entrar. Miró alrededor. El prisionero se rió.
— Si está preguntándose por qué hay aquí tanto silencio, deshice la radio a puntapiés.
Violento, pensó el doctor. El prisionero le leyó el pensamiento, sonrió, y extendió una mano suave.
— No, sólo con las máquinas que chillan y chillan. En la alfombra gris se veían pedazos de cable y lámparas de la radio de pared. Sintiendo sobre él aquella sonrisa como una lámpara calorífera, el psiquiatra se sentó frente a su paciente, en un silencio insólito que era como la amenaza de una tormenta.
— ¿Es usted el señor Albert Brock que se llama a si mismo El Asesino?
Brock asintió agradablemente.
— Antes de empezar. -Se movió con rapidez y sin ruido y le sacó al doctor la radio pulsera. La mordió como si fuese una nuez, y la radio crujió y estalló. Brock se la devolvió al médico como si le hubiese hecho un favor-. Es mejor así.
El psiquiatra se quedó mirando el arruinado aparato.
— Su cuenta de daños y perjuicios está creciendo.
— No me importa -sonrió el paciente-. Como dice la vieja canción: ¡No me importa lo que pasa!
El hombre tarareó.
— ¿Empezamos? -dijo el psiquiatra.
— Muy bien. Mi primera víctima, o una de las primeras, fue el teléfono. Un crimen espantoso. Lo eché en el sumidero mecánico de mi cocina. Puse el aparato en punto medio. El pobre teléfono murió por estrangulación lenta. Luego maté a tiros el televisor.
— Mmm -dijo el psiquiatra.
— Le disparé seis tiros en el cátodo. Se oyó un hermoso tintineo, como una araña de luces que cae al piso.
— Linda imagen.
— Gracias, siempre soñé con ser escritor.
— ¿Por qué no me dice cuando empezó a odiar el teléfono?
— Me aterrorizaba ya en la infancia. Un tío mío lo llamaba la máquina de los fantasmas. Voces sin cuerpo. Me ponía los pelos de punta. Más tarde, nunca me sentí cómodo. El teléfono me parecía un instrumento impersonal. Si a él se le ocurría, dejaba que la personalidad de uno fuese por sus cables. Si no lo quería así, lo mismo le sacaba a uno la personalidad hasta que por el otro extremo salía una voz de pescado frío, toda acero, cobre, plásticos, sin calor, sin realidad. Es fácil decir alguna inconveniencia cuando se habla por teléfono; el teléfono cambia el significado de las frases. Y al fin uno se entera de que se ha ganado un enemigo. Luego, por supuesto, el teléfono es algo tan conveniente. Ahí está, exigiendo que uno llame a alguien que no quiere que lo llamen. Mis amigos estaban siempre llamando, llamando, llamándome. Demonios, no me dejaban tiempo para nada.
Cuando no era el teléfono, era la televisión, la radio, el fonógrafo. Cuando no era la televisión, la radio o el fonógrafo eran las películas en el cine de la esquina,
películas proyectadas en nubes bajas, con publicidad. Ya no llueve más agua, llueve espuma de jabón. Cuando no eran los anuncios en nubes de alta visibilidad, era la música de Mozzek en todos los restaurantes; música y anuncios en los ómnibus que me llevaban al trabajo. Cuando no era la música, eran los intercomunicadores de la oficina, y la cámara de horror de una radio pulsera desde donde mis amigos y mi mujer me llamaban cada cinco minutos. ¿Qué hay en esas conveniencias que las hace parecer tan tentadoramente convenientes? El hombre común piensa: Aquí estoy, dispongo de tiempo, y aquí en mi muñeca hay un teléfono pulsera. ¿Por qué no llamar al viejo Joe, eh? "¡Hola, hola!" Quiero mucho a mis amigos, a mi mujer, la humanidad. Pero cuando mi mujer me llama para preguntarme: "¿Dónde estás ahora, querido?", y un amigo me llama y dice: "¿Conoces este chiste verde? Parece que una vez un tipo..." Y un desconocido me llama y grita: "Esta es la encuesta Encuentra-Rápido. ¿Qué caramelo de goma está masticando en este instante?" ¡Bueno!
— ¿Cómo se sentía durante la semana?
— Al borde del precipicio. Aquella misma mañana hice eso en la oficina.
— ¿Qué fue?
— Eché un vaso de agua en el intercomunicador.
El psiquiatra anotó en su libreta.
— ¿Y el sistema se cerró?
— ¡Magníficamente! ¡El cuatro de julio en ruedas! Dios mío, las estenógrafas corrían de un lado a otro como perdidas. ¡Qué confusión!
— ¿Se sintió mejor durante un tiempo, eh?
— ¡Muy bien! Al mediodía se me ocurrió cerrar la radio pulsera en la calle. Una voz aguda me gritaba: "Encuesta popular número nueve. ¿Qué almuerza usted?" En ese mismo momento, ¡se acabó la radio pulsera!
— ¿Se sintió mejor aún, eh?
— ¡Cada vez mejor! -Brock se frotó las manos-. ¿Por qué no iniciar, pensé, una revolución solitaria, liberando al hombre de ciertas "conveniencias"? "¿Conveniente para quién?" grité. Conveniente para los amigos. "Eh, Al, te llamo desde el bar de Green Hilís. Acabo de abrir una botella de whiskey, Al. Hermoso día. Ahora estoy tomando unos tragos. ¡Pensé que te gustaría saberlo, Al!" Conveniente para mi oficina, de modo que cuando ando trabajando en mi coche, la radio no pierde el contacto conmigo. ¡Contacto! Palabra tímida. Contacto, demonios. ¡Estrujamiento.
Manoseo, mejor. Aporreo y masajeo. Uno no puede dejar el coche sin avisar: "Me he detenido en la estación de gasolina para ir al cuarto de baño." "Muy bien, Brock, ¡rápido!" "Brock, ¿por qué tarda tanto?" "Lo siento, señor." "Que no se repita, Brock." "¡No, señor!" ¿Sabe usted que hice, doctor? Compré un cuarto kilo de helado de chocolate y lo eché en el transmisor de radio del coche.
— ¿Tuvo alguna razón especial para echar en el aparato helado de chocolate?
Brock pensó un momento y sonrió.
— Es mi helado favorito.
— Ah -dijo el doctor.
— Pensé, demonios, lo que es bueno para mí es bueno también para el transmisor.
— ¿Y por qué echar helado en la radio?
— Hacía calor.
El doctor calló un momento.
— ¿Y qué vino luego?
— Luego vino el silencio. Dios, era hermoso. Aquella radio del auto cocleando todo el dia. Brock, venga aquí, Brock, vaya allá, Brock, llame, Brock, escuche, muy bien, Brock, hora de almorzar, Brock, ha terminado el almuerzo, Brock, Brock, Brock, Brock. Bueno, aquel silencio fue como si me hubiese echado helado en las orejas.
— Parece que le gusta mucho el helado.
— Me paseé en el auto disfrutando del silencio. Es la franela más blanda y suave del mundo. El silencio. Una hora entera de silencio. Yo paseaba en el coche, sonriendo, sintiendo aquella franela en mis oídos. ¡Me emborraché de libertad!
— Continúe.
— Entonces se me ocurrió lo de la máquina portátil de diatermia. Alquilé una, y aquella noche subí con ella al ómnibus que me llevaría a casa. Todos los viajeros hablaban con sus mujeres por la radio pulsera diciendo: "Ahora estoy en la calle Cuarenta y tres, ahora en la Cuarenta y cuatro, aquí estoy en la Cuarenta y nueve, ahora doblamos en la Sesenta y una." Un marido maldecía: "Bueno, sal de ese bar, maldita sea y vete a casa a preparar la cena. ¡Estoy en la Setenta!" Y una radio de transistores tocaba Cuentos de los bosques de Viena, y un canario cantaba una canción acerca de una sopa de cereales. En ese momento ¡encendí mi aparato de diatermia! ¡Estática! ¡Interferencia! Todas las mujeres separadas de los maridos que habían acabado una dura jornada en la oficina. ¡Todos los maridos separados de sus mujeres que acababan de ver cómo sus chicos rompían una ventana! Talé los Bosques De Viena. El canario se atragantó. ¡Silencio! Un terrible, inesperado silencio. Los pasajeros del ómnibus tuvieron que afrontar la posibilidad de conversar entre ellos. ¡El pánico! ¡Un pánico puro y animal!
— ¿Se lo llevó la policía?
— El ómnibus tuvo que detenerse. Después de todo, la música había desaparecido, maridos y mujeres habían perdido contacto con la realidad. Un pandemonio, un tumulto, y un caos. ¡Ardillas que chillaban en sus jaulas! Llegó una patrulla, me descubrieron rápidamente, me endilgaron un discurso, me multaron, y me mandaron a casa, sin el aparato de diatermia, en un santiamén.
— Señor Brock, ¿puedo sugerirle que su conducta hasta ese momento no había sido muy... práctica? Si no le gustaban las radios de transistores, o las radios de oficina, o las radios de auto, ¿por qué no se unió a alguna asociación de enemigos de la radio, firmó petitorios, o luchó por normas legales y constitucionales? Al fin y al cabo, estamos en una democracia.
— Y yo -dijo Brock- estoy en lo que se llama una minoría. Me uní a asociaciones, firmé petitorios, llevé el asunto a la justicia. Protesté todos los años. Todos se rieron. Todos amaban las radios y los anuncios. Yo estaba fuera de lugar.
— Entonces tenía que haberse conducido como un buen soldado, ¿no le parece? La mayoría manda.
— Pero han ido demasiado lejos. Si un poco de música y "mantenerse en contacto" es agradable, piensan que mucha música y mucho "contacto" será diez veces más agradable. ¡Me volvieron loco! Llegué a casa y encontré a mi mujer histérica. ¿Por qué? Porque había perdido todo contacto conmigo durante medio día. ¿Recuerda que bailé sobre mi radio pulsera? Bueno, aquella noche hice planes para asesinar la casa.
— ¿Pero quiere que lo escriba así? ¿Está seguro?
— Es semánticamente exacto. Sabía que enmudecería. Mi casa es una de esas casas que hablan, cantan, tararean, informan sobre el tiempo, leen novelas, tintinean, entonan una canción de cuna cuando uno se va a la cama. Una casa que le chilla a uno una ópera en el baño y le enseña español mientras duerme. Una de esas cavernas charlatanas con toda clase de oráculos electrónicos que lo hacen sentirse a uno poco mas grande que un dedal, con cocinas que dicen: "Soy una torta de durazno, y estoy a punto", o "Soy un escogido trozo de carne asada, ¡sácame!", y otros cantitos semejantes. Con camas que lo mecen a uno y lo sacuden para despertarlo. Una casa que apenas tolera a los seres humanos, se lo aseguro. Una puerta de calle que ladra: "¡Tiene los pies embarrados, señor!" Y el galgo de un vacío electrónico que lo sigue a uno olfateándolo de cuarto en cuarto, sorbiendo todo fragmento de uña o ceniza que uno deja caer. ¡Jesucristo! ¡Jesucristo!
— Cálmese -sugirió el psiquiatra.
— ¿Recuerda aquella canción de Gilbert y Sullivan, «Lo he anotado en mi lista, y jamás lo olvidaré»? Me pasé la noche anotando quejas. A la mañana siguiente me compré una pistola. Me embarré los zapatos a propósito. Me planté ante la puerta de calle. La puerta chilló: "¡Pies sucios, pies embarrados! ¡Límpiese los pies! ¡Por favor sea aseado!" Le disparé un tiro por el ojo de la cerradura. Corrí a la cocina, donde el horno lloriqueaba: "¡Apáguenme!" En medio de una tortilla mecánica, enmudecí la cocina. O cómo siseó y gritó: "¡Un corto circuito!" Entonces sonó el teléfono, como un murciélago. Lo eché en el sumidero mecánico. Debo declarar aquí que no tengo nada contra el sumidero. Lo siento por él, un dispositivo útil sin duda, que nunca dice una palabra, ronronea como un león somnoliento la mayor parte del tiempo, y digiere nuestros restos. Lo arreglaré. Luego fui y maté el televisor, esa bestia insidiosa, esa Medusa, que petrifica a un billón de personas todas las noches con una fija mirada, esa sirena que llama y canta y promete tanto, y da, al fin y al cabo, tan poco, y yo mismo siempre voliendo a él, volviendo y esperando, hasta que... ¡pum! Como un pavo sin cabeza, mi mujer salió chillando a la calle. Vino la policía. ¡Y aquí estoy! Brock se echó hacia atrás, feliz, y encendió un cigarrillo.
— ¿Y no pensó usted, al cometer esos crímenes, que la radio pulsera, el transmisor, el teléfono, la radio del ómnibus, los intercomunicadores, eran todos alquilados, o pertenecían a algún otro?
— Lo haría otra vez, que Dios me proteja.
El psiquiatra se quedó inmóvil bajo el sol de aquella beatífica sonrisa.
— ¿Y no quiere que lo ayude la Oficina de Salud Mental? ¿Está preparado a soportar las consecuencias?
— Esto es sólo el comienzo -dijo el señor Brock-. Soy la vanguardia de unos pocos cansados de ruidos y órdenes y empujones y gritos, y música en todo momento, en todo momento en contacto con alguna voz de alguna parte, haz esto, haz aquello, rápido, rápido, ahora aquí, ahora allá. Ya veremos. La rebelión comienza. ¡Mi nombre hará historia!
— Mmm.
El psiquiatra parecía pensativo.
— Llevará tiempo, por supuesto. Era tan agradable al principio. La sola idea de esas cosas, tan prácticas, era maravillosa. Eran casi juguetes con los que uno podía divertírse. Pero la gente fue demasiado lejos, y se encontró envuelta en una red de la que no podía salir, ni siquiera advertía que estaba dentro. Así que dieron a sus nervios otro nombre "La vida moderna", dijeron. "Tensión", dijeron. Pero recuérdelo, se ha echado la semilla. Me conocen en todo el mundo gracias a la TV, la radio, las películas. Es una ironía. Eso fue hace cinco días. Un billón de personas me conoce. Revise las columnas de las finanzas. Un día notará algo. Quizá hoy mismo. ¡Un alza repentina en las ventas de helado de chocolate!
— Entiendo -dijo el psiquiatra.
— ¿Puedo volver a mi hermosa celda privada, donde podré estar solo y en silencio
durante seis meses?
— Sí -dijo el psiquiatra en voz baja.
— No se preocupe por mí -dijo el señor Brock incorporándose-. Me voy a entretener un tiempo metiéndome ese blando, suave y callado material en las orejas.
— Mmm -dijo el psiquiatra yendo hacia la puerta.
— Saludos -dijo el señor Brock.
— Sí -dijo el psiquiatra.
Apretó el botón oculto de acuerdo con la clave. La puerta se abrió, el psiquiatra salió del cuarto, la puerta se cerró. El psiquiatra atravesó oficinas y corredores. Los primeros veinte metros de su marcha fueron acompañados por El tamboril chino. Luego se oyó Tzigana, Passacaglia y fuga en algo menor, El paso del tigre, El amor es como un cigarrillo. Sacó la radio pulsera rota del bolsillo como una manta reiigiosa muerta. Entró en su oficina. Sonó un timbre. Una voz vino del cielo raso:
— ¿Doctor?
— Acabo de terminar con Brock.
— ¿Diagnóstico?
— Parece completamente desorientado, pero jovial. Rehusa aceptar las más simples realidades de su ambiente, y cooperar con ellas.
— ¿Pronóstico?
— Indefinido. Lo dejé disfrutando con un trozo de material invisible. Llamaron tres teléfonos. Un duplicado de su radio pulsera zumbó en un cajón del escritorio como una langosta herida. El intercomunicador lanzó una luz rosada y un clic-clic. Llamaron tres teléfonos. El cajón zumbó. Entró música por la puerta abierta. El psiquiatra, tarareando entre dientes, se puso la nueva radio pulsera en la muñeca, abrió el intercomunicador, habló un momento, atendió un teléfono, habló, atendió otro teléfono, habló, atendió un tercer teléfono, habló, tocó el botón de la radio pulsera, habló serenamente y en voz baja, con una cara descansada y tranquila, mientras se oía música y las luces se apagaban y encendían, los dos teléfonos llamaban otra vez, y él movía las manos, y la radio pulsera zumbaba, y los intercomunicadores conversaban, y unas voces hablaban desde el techo. Y así siguió serenamente el resto de una larga y fresca tarde de aire acondicionado; teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera...