28 de junio de 2008

Entrevista a Abelardo Castillo


Muy Buena nota realizada al escritor. La extraje del suplemento de Adn Cultura. Disfruten. Saludos!

"En nuestro gremio abundan los detestables"
Uno de los autores argentinos vivos más respetados, acaba de publicar Cuentos completos (Alfaguara), que lo confirma como maestro del género y heredero de Borges y Cortázar. En este diálogo, el novelista de Crónica de un iniciado, que dirige una colección de grandes obras olvidadas, habla del oficio, de su paso por el boxeo, su devoción por Poe, la forma en que venció el alcoholismo y su insaciable pasión por los libros

Un conversador de atar, eso es. Incorregible, diría el Sumo Ciego.

Del canto rodado de su garganta florece un caudaloso entusiasmo contador, analizador. En cada cosa que relata o que reflexiona o que digresiona lo desata, al entusiasmo. Y es imposible que pronto a uno no lo salpique y, a la larga, no lo atrape con la serpentina de su feroz memoria.
En un paréntesis de la entrevista caeré en la tentación de pedirle que me describa su casa. Me dirá con voz rezongona: "Pero ése es trabajo tuyo". Sin embargo enseguida estará contándome, con el fervor minucioso de un relojero: "Escalera de mármol y, subiendo, a la izquierda, reproducción de una de las ´sillas de Van Gogh: es un gran boceto a lápiz que Sylvia me trajo de Francia. En el remate del primer descanso un gran cuadro original de Fernando García Curten: Van Gogh volviendo del trabajo . En el otro descanso, sobre un sillón Savonarola, una reproducción del Guernica de Picasso. Sala de estar muy grande. Lo primero que se ve, al entrar, es una mesa con un juego de ajedrez y, a la izquierda, en la pared, una serigrafía de Carlos Alonso, El Van Gogh de la oreja cortada . Al fondo, una puerta que da a mi escritorio. Antes de entrar, en la pared de la derecha, otro Alonso, un original: es un dibujo de mi cara hace más de cuarenta años. En el escritorio, sobre una de las bibliotecas, dos fotografías casi idénticas de Sylvia cuando era adolescente. Un ídolo de las Cícladas, en homenaje a Cortázar. Un retrato bastante impresionante de Kafka, puro ojos, mirada de fiebre, orejas en punta, que tiene escrito: ´ Es gibt ein Ziel, aber Keinen Weg; Was wir Weg nenen, ist Zögern [Hay una meta, no un camino; lo que llamamos camino es vacilación]. Libros por todas partes. Sobre otra de las bibliotecas, el retrato del Che Guevara. No es un objeto decorativo ni reciente: cuando me lo mandaron de Cuba, el Che todavía estaba vivo".
Eso: libros, libros por todas partes, libros latiendo, libros felices por tan gastados. Es evidente: Abelardo Castillo escribe cuando escribe y escribe cuando lee. En realidad, dentro y fuera de los libros, todo lo mira con sus ojos de leer. Vive en estado de sed y de sucesiva celebración, deletreando el alma de cada página y paladeando con adrenalina, hasta relamerse, el libro que compró esta tarde y empezará a leer esta noche.
Su vínculo es de tal intensidad que nos lleva a recordar a Adriano, Marguerite Yourcenar mediante: si "el verdadero lugar del nacimiento es aquel donde por primera vez nos miramos con una mirada inteligente, mis primeras patrias fueron los libros", decía el emperador. En el caso de Castillo los libros fueron y siguen siendo eso, sus patrias.
No sé por qué, pero de pronto me lo imagino en una celda, preso a perpetuidad: Abelardo allí, sentado, atado de pies y atado de manos. El tipo ahora descubre una cucaracha, y la ve de oro, como el escarabajo aquel, y aunque puede hacerlo no la aplasta con el margen de libertad que tiene su pie. No es por bondad o por ser pariente del Francisco de Asís, no; no la aplasta porque la necesita. ¿Para qué? Naturalmente, para hablarle de literatura a rajacincha, para contarle que había una vez Borges y Kafka y Arlt y Poe y Marechal y.
Y yo que, justamente, le anticipo por teléfono el objetivo de la entrevista: "Conversar, pero saliéndonos de la literat " Muerde el final con un desconsolado "No no no, yo no puedo conversar de otra cosa que no sea literatura".
Llega el día. Ya se verá: vamos a hablar con alguien que es una criatura, es decir, una creatura. Baja para abrirme la puerta Sylvia Iparraguirre, la mujer de Castillo, autora de La tierra del fuego , esa novela que viene tocada de poesía desde el artículo de su título. Sylvia pronto nos deja solos.
Abelardo juega con su anillo de casado, trata de sacárselo; ¿podrá?

-La pregunta recurrente es: "Fulano, ¿por qué escribe?". Démosla vuelta: supongamos que por hache o por zeta no te dejaran escribir. ¿Qué sería de tu vida si no pudieras escribir?
-No sé Pero, aun en la cárcel podés escribir, ¿no? El Quijote fue imaginado en cautiverio. Gramsci escribe su obra fundamental en la cárcel, citando de memoria. Tendría que inventarse un sistema muy férreo para impedirme escribir. De todas maneras me las ingeniaría para crear una literatura mental. En el peor caso, sería como ser ciego. Los ciegos escriben en su cabeza.

-Más palos en tu rueda Sobre los famosos cinco sentidos vienen y te dicen: "Bueno, Castillo, usted se puede quedar con dos sentidos. Ni uno más".
-Elegiría la vista y el oído. La vista no por el mero hecho de ver, sino por la relación que tiene con mi vida, por la lectura. Casi todas las ideas en el mundo grecolatino parten de la mirada... Y elegiría el oído, porque no podría vivir sin la música. Pienso, como Nietzsche, que sin la música el mundo sería un error.

-¿Quién te enseñó a leer?
-Aprendí solo. Cuando entré en el colegio ya sabía leer. Naturalmente no debió de ser exactamente así; me lo dice la lógica. En mi familia nadie recordaba cómo aprendí. Nadie se sentó a enseñarme, pero a los 4 o 5 años yo estaba leyendo palabras Recuerdo un verso de esa época, si querés te lo recito

-Metele.
-Lo saqué de la colección Los Pequeños Grandes Libros(la risa le brota) ... Había desaparecido el ratón Mickey. Dippy tocaba la guitarra desaforado. Al dibujo le saltaban unas tremendas lágrimas y la canción decía: "Y lo enterraron con sus ropas de vaquero / y su guitarra, y se marchó al baratro, / y él que en vida matara a más de cuatro, / de difunto no asustaba ni a un cordero"... Me asombraba la palabra "baratro". Quiere decir "infierno", supe después. En realidad, es "báratro". Para que rime con "cuatro" le habían puesto "baratro".

-Tenías desesperación por leer. ¿Muchos libros en tu casa?
-Mis padres tendrían algún libro... Pero los primeros Dostoievski, Tolstoi, Zola, los encontré en San Pedro, en la casa de mi abuelo materno y en Buenos Aires, en la de mi tía. La relación con los libros es mágica. Sin saber lo que era físicamente una biblioteca, yo quería tener una. Para mí, cada libro era una pequeña máquina parlante a la que yo no podía oír; entonces para oír los cuentos tenía que aprender a leer. Seguramente he ido preguntando y me han ido diciendo

-Tu papá era boxeador.
-En San Pedro yo vengo a ser el hijo de Abelardo Castillo (se ríe con regocijo). En mi primer recuerdo, yo tendría 4 años, mi padre ya no boxeaba. Trabajaba en una empresa metalúrgica. Después, dirigió a boxeadores, algunos campeones argentinos, como Rinaldo Ansaloni o Lorenzo García, que llegó a pelear por el campeonato del mundo. Cuando nos fuimos de Buenos Aires y compró una casa en San Pedro, ahí, en el fondo de casa, se construyó un gimnasio. Otra cosa que hizo fue manejar camiones; a papá le encantaba la ruta, cosa que heredé de él. Tengo registro de camionero.

-Boxeaste también.
-De manera informal. Como San Pedro es una ciudad pegada al río, también remaba, nadaba. Aunque en el Náutico había canchas de tenis, nunca jugué. Me entusiasma mirarlo.

-Alguna vez Bioy me dijo que si hubiese paraíso lo imaginaba con cancha de polvo de ladrillo.
-Es cierto, Bioy quería ser campeón mundial de tenis, pero nunca le oí decir que quisiera ganar el Nobel, eso me gustaba de él.

-Entonces tu entrada a la literatura no vino por influencia familiar.
-Los libros van a buscar a los lectores. A mí me caían en la cabeza, venían a mis manos Un día descubrí en un cajón algo que era Ana Karenina y otra vez, El doble. Pero mi pasión por la lectura empieza a los 10 años, cuando entré en un colegio salesiano. Estaba leyendo el Robinson Crusoe. El padre rector me dijo que ésa no era lectura para un chico, tal vez porque Robinson era protestante. Pese a eso, mi amor por la lectura nació en aquel colegio. Había dos horas obligatorias de silencio y podías leer lo que sacaras de la biblioteca. Ese recogimiento diario me acostumbró a sentir que la lectura era otra especie de recreo.

-Mientras hablás deslizás tus manos, como si tocaras libros.
-Es que mi cercanía con los libros es previa a la idea de su existencia; siempre me gustaron los de lomo ancho, yo detestaba los finitos y grandes, para chicos Sylvia todavía se asombra: cuando busco un dato en un libro, lo abro y ahí está. Claro, lo más probable es que lo haya abierto tantas veces ahí que ya se abre solo.

Una relación física la tuya.
-Totalmente física. Te podría contar mi vida tocando el lomo de los libros que están en esa biblioteca: sé dónde los compré, cuándo, cuál estuve a punto de robarme y no pude y me lo robé después Mirá, desde acá se ve allá abajo está El cancionero de Baena. Ese libro está vinculado a mi relación con Sylvia. Hacía poco que nos conocíamos, fuimos a una librería, yo siempre había querido tener El cancionero , libro con un lomo de 15 centímetros. Estamos ahí, elijo un librito barato y le pido a Sylvia "andá a pagarlo". Cuando vuelve, le digo: "Y ahora empezá a correr, acabamos de robar El cancionero de Baena " .

-A Sylvia la conociste en algún taller literario.
-No, la había visto en una época extraña y patética de mi vida, en el 68. La volví a ver un año después y sentí que era la mujer que me estaba destinada. Un día me invitaron de la Facultad de Filosofía y Letras para hablar sobre estructuralismo, estaba tan de moda eso, ¿no? Bueno, allí había un grupo con 17 materias dadas, pero no habían leído ni Rayuela, ni el Adán Buenosayres , ni Sobre héroes y tumbas ; no hablemos ya de Sartre. Entonces inventé un curso sobre literatura contemporánea, para que Sylvia viniera. Ese curso murió con la aparición de ella.

-Después dicen que los talleres no sirven para nada. Una historia de amor. Hasta la convertiste en cómplice de robos.
-Dicho así parece Bonnie and Clyde . Sylvia venía de Junín, era muy tímida, muy legal, como dicen hoy los chicos, y a mí me parecía formidable mostrarle esa otra zona de la realidad literaria, que con el tiempo admitió, aunque nunca se puso a robar libros, que yo sepa.

-Para eso estabas vos.

-Aceptó, pongamos, que yo fuera el delincuente de la casa.

-¿Cuál fue tu primer libro afanado?
-No recuerdo, pero el que me quedó grabado fue La peste de Camus, porque me descubrieron. Me hice el ofendido; por suerte tenía plata para pagarlo.

-Habrás dicho "yo prefiero a Sartre, no me vengan con este Camus".
-Cierto, todavía andaba por el aire la polémica entre Sartre y Camus; yo tendría 20 años, y sí, me sentía mucho más cerca de Sartre

-Abelardo, te propongo un juego que tal vez te guste, considerando que sos un cuentista que empezó, cosa rara, escribiendo teatro. Supongamos que algunos escritores entran y se nos meten en la conversación. Bueno, hay dos que ya están aquí, ¿los ves? Sartre y Camus. ¿Qué les decís?
-A Sartre le digo una trivialidad, que con él aprendí a pensar, que me deslumbró El ser y la nada cuando estaba en el servicio militar; a Camus, que su Calígula es una de las obras mayores del teatro del siglo XX.

-A propósito de aquel encontronazo de arduos pensadores, ¿les dirías algo?

-Les preguntaría si están seguros de haber disentido tanto, si en el fondo no estaban diciendo lo mismo.

-Convirtieron la polémica en un género literario, en cornisa del arte.
-Eso es lo asombroso de esas polémicas, ¿no? Hoy llaman polémica a disputas acerca de temas triviales, formales, cuando no de mercado

-Enclenques cañitas voladoras de pavitos reales.

-La verdadera polémica es siempre discusión de ideas. En toda la polémica de Camus con Sartre hablan de literatura, pero lo que están tratando son problemas filosóficos, incluso religiosos y políticos. Temas en los que estaba en juego hasta el rumbo de una época.

-Eso que se llama vanguardias ¿cómo te resulta?
-Las vanguardias existieron toda la vida, pero en general sólo queda el inventor. Las vanguardias suelen ser máquinas de irresponsabilidad, y, en la Argentina, máquinas del tiempo. Inventan novedades que atrasan un siglo.

-¿Lo tuyo lo ves como profesión o como oficio?
-Lo puedo ver como oficio. Pero sobre todo lo veo como un destino Lo que te puedo contar es cuándo me sentí escritor por primera vez. Hace años, en la Feria del Libro, de pronto veo a un chico que está robando uno en el stand de Galerna. Trato de distraer a Hugo Levin, porque ya me sentía cómplice. Y cuando el chico se va veo que es un libro mío. Ahí me recibí de escritor Y esto me hace acordar de otro libro que debo de haberme robado a los 20 años, Carta a mi padre , de Kafka, en una librería chiquita de Olavarría Yo era conscripto: tal vez piadosamente el dueño me lo dejó llevar. Mi despedida fue El cancionero de Baena.

-Una prueba de amor. Además, la adrenalina.
-En cuanto a la adrenalina, me sigue pasando hoy si compro o me regalan un libro y pienso "esta noche voy a leerlo".

-¿Cuál es tu sitio preferido para el viaje de la lectura?
-La cama. Me hice hacer un atril del que sale un brazo de metal para sostener los libros pesados, porque me destrozan la espalda.

-Se fueron Camus y Sartre. Como la puerta quedó abierta ha entrado un flaquito de orejas aladas y ojos como brasas
-¿Kafka? Yo no abriría la boca, esperaría que él me dirigiera la palabra. Para mí Kafka es un milagro; está fuera de la literatura. No la concibo sin él, mucho menos la del siglo XX. En mi escritorio está su frase: "Hay una meta, no un camino; lo que llamamos camino es vacilación".

-Kafka paladea la palabra vacilación, no se va
-Con mucho pudor, le diría que todo el mundo insiste en comentar El castillo como si el protagonista muriera sin llegar nunca a él. Hasta Borges hace esa interpretación; sin embargo, el libro termina con el personaje vivo. Sin saberlo, ese hombre ya está, siempre estuvo, dentro del castillo.

-¿Y Kafka qué te responde?
-Estoy seguro de que me diría que sí y se abrazaría (la creciente carcajada envuelve su respuesta) llorando se abrazaría conmigo porque por fin lo entendió alguien.

-Kafka se retira. Al irse roza con sus nudillos varios lomos de tu biblioteca Abelardo, no hablamos de tu mamá.
- Mis padres se separaron cuando yo tenía 8 años, me quedé a vivir con mi padre..., es decir que el recuerdo que tengo de mi madre es de cuando era muy chico.

-¿Qué imagen guardás?
-La de una mujer muy hermosa con unos ojos extraordinariamente bellos, entre celestes y grises, el pelo hasta la cintura... La veo como a una joven, calculá, cuando yo nací mi madre tenía 19 años; cuando se separaron, 27.

-Creo que hijos no tenés. ¿Cómo sentís esa situación?
-Con toda naturalidad. Creo que no hubiera podido tener hijos, no. Para mí, la paternidad hubiera sido un destino que habría excluido todo lo demás Tal vez equivocado, ¿no? Pero así lo sentí.

-Pensás que con la paternidad afloja el escritor. O viceversa.
-No, pero en mi caso, de haber sido el mismo escritor, hubiera sido muy mal padre. En realidad siempre hubiera sido un mal padre, porque mi preocupación por el otro a veces es obsesiva. Yo veo a mi gato parado en el borde del balcón y tengo vértigo ajeno, y es un gato...

-Hace un rato usaste la palabra "destino". ¿Cuánto tiene de fatalidad?
-No creo en las fatalidades. Cuando digo destino pienso en una elección: es uno el que elige y transforma su elección en un destino. Para mí la literatura es un destino. Y debés merecerlo cada día.

-El destino, así entendido, es un trabajo.
-Un trabajo profundo sobre uno mismo. No se es escritor ni se es padre ni se es revolucionario ni se es nada que valga la pena ser, si no elegís todos los días ese destino. Incluso una mala muerte puede aniquilar la historia de una vida.

-Goethe decía que somos ignorantes de lo bueno que hay en nosotros.
-Pero lo grave es que hasta que no nos ponen en situaciones extremas, también somos ignorantes de lo vil que hay en nosotros.

-Planteado de manera esquemática, ¿qué te parece que prevalece en la condición humana?
-Creo que tiene que ver esencialmente con el azar y con la buena o mala suerte. Muchas veces me he planteado: yo me quedé en la Argentina durante la dictadura militar; salía, andaba de noche por la calle con Sylvia, me han pedido documentos, pero nunca tuve la desdicha de ver cómo se llevaban, a patadas, a alguien de una casa. Nunca lo vi. La pregunta que me he hecho toda la vida es: ¿cómo hubiera reaccionado? ¿Me hubiera dicho "esto no lo estoy viendo"? Con lo cual habría sido un miserable. ¿Hubiera realizado un acto heroico? Lo cual equivalía a ser una especie de suicida. Bueno, tuve la suerte de que eso no me tocara, no pude poner a prueba ni mi coraje ni mi cobardía. Entonces, nunca podés llegar a saber quién sos si no estás en la situación extrema que te puede determinar, y tal vez para toda la vida, como un cobarde.

-¿Y cómo responderías hoy a semejantes interrogantes?
-Cualquier cosa que diga es falsa En La república del silencio Sartre se plantea esto de otro modo. Cómo hubiéramos reaccionado, decía él, si el Ejército alemán que había ocupado París nos torturaba. Porque, ¿hasta qué punto uno tiene dominio sobre su propio cuerpo? Pero además, y esto ya me lo planteo yo, a lo mejor soportás la tortura, pero ¿soportarías también la tortura de un ser querido? Entonces, entre ser traidor y ser héroe, ¿cuál es el límite? Probablemente, si estás frente a un pelotón de fusilamiento, sea más fácil decir una frase célebre O si estás agonizando en tu propia cama. Podés pedir, como Alfred Jarry, como último deseo, un escarbadientes

-¿Cómo te vas llevando con la idea de la muerte?
-Muy mal.

-¿Esto es de ahora o ?
-Viene de muy atrás, es como si no la concibiera.

-Algún personaje tuyo habla de "la inmundicia de la muerte".
-Sí, le tengo una especie de repulsión al acto de morir. ¿Sabés por qué? Porque para mí la vida es lo esencial. Lo que determina a un hombre no es su modo de morir. Hay grandes canallas que han muerto heroicamente. Los que se mataron con Hitler murieron por sus ideas: eso no los transforma en buena gente. Pero hay hombres que mueren por otras ideas, como el Che Guevara, ideas y muerte que yo apruebo. Quiero decir: ¿es la muerte lo que garantiza la verdad de un hombre? No. Es cómo vive, no cómo muere. Para mí todo lo que nace, nace para vivir, no para morir Le oí decir a Bioy que la idea de su muerte le daba tristeza por abandonar la vida. ¿Será eso?... Pero hay algo que a mí, y creo que a todos, nos ata a la vida y es justamente la negación, el rechazo de la muerte.

-Otro personaje de tus cuentos empieza el día creyendo que va a ser el último. ¿Te pasó eso?
-No. Pero sí he pensado en el suicidio. Una persona que de tanto en tanto no piensa en el suicidio es anormal, ¿no? Como decía Goethe, y también Nietzsche: la idea del suicidio te permite pasar muy buenas noches y a veces escribir muy buenos versos.

-Más allá de pensarlo, ¿al suicidio lo tuviste cerca?
-Como propósito, no. Siempre lo he pensado objetivamente, el suicidio es una muerte muy honorable. Para Sócrates, y por descontado para Platón, la muerte por suicidio es una especie de cobardía. Nunca lo sentí así; pienso todo lo contrario, que hay que tener un coraje muy particular para matarse.

-¿Le llegaste a sentir el aliento a la muerte?
-De chico varias veces, con enfermedades bastante serias, principio de meningitis, por ejemplo.

-La meningitis parece que te multiplicó la memoria.
-Sí, es una cosa rara, a partir de ese momento me volví un alumno extraordinario...

-Digamos que te agudizó la memoria y la caída del pelo. Estamos en igualdad de condiciones.
-¿Vos también tuviste meningitis?

-No, lo digo por la abundante ausencia de pelo. ¿Qué más te pasó?
-La meningitis fue a los 9 años. Yo volaba de fiebre y estaba casi inconsciente. El médico, Calandria se llamaba, le dijo a mi padre: "Hay que internarlo. Esto puede dejar secuelas". "A mí no me internan", me acuerdo que grité. El médico no podía creerlo, yo había resucitado... Y desapareció la fiebre. Más adelante tuve neumonía, pleuresía y todas las enfermedades infantiles posibles. Además, he estado en un descarrilamiento de tren, y tuve otra neumonía hará dos años Y bueno, todavía estoy acá Mirá, la muerte no me asusta, me asusta la enfermedad, no me gusta el dolor en absoluto. Sólo que conmigo no funciona el silogismo aristotélico: todos los hombres son mortales, Sócrates es hombre, Sócrates es mortal. Sí, Sócrates se murió porque era mortal. Ahora, que todos los hombres son mortales (le brota la carcajada, pedregosa) eso todavía está en discusión.

-¿Y después de la famosa muerte, qué?
-Pensar pienso muchas cosas, no te olvides de que yo quería ser sacerdote, y para mí la inmortalidad del alma era una certeza. Creía con tanta naturalidad como ahora descreo.

-¿Hasta qué edad quisiste ser sacerdote?
-Hacia los 12 o 13 años todavía jugaba con la idea de ser misionero De chico yo era muy creyente; para mí, Dios era una realidad. Cuando empezó a ser una demostración teológica empecé a descreer. Los argumentos ontológicos de la existencia de Dios me demostraban casi su no existencia.

-¿Por?
-Porque el Dios en el que yo había creído no necesitaba demostración, era una realidad tangible. En misa, en la Consagración, sentía una relación inmediata con Dios No te lo estoy inventando, era así a los 8 o 9 años. El caso es que cuando empiezo a pensar en la teología sentí esto: si Dios necesita ser demostrado entonces no existe. Podés demostrar el teorema de Pitágoras o la teoría de la relatividad, pero Dios, Dios no exige ninguna demostración.

-O se cree de cuajo o no se cree.
-Algo así. Si los padres eminentes de la Iglesia, como San Anselmo, debieron demostrarlo es porque ya en esa época se había empezado a no creer en el Dios en el que yo creí. Por lo tanto, mi Dios no existe, y si no existe el mío, ¿para qué quiero el de San Anselmo?

-Fijate, Abelardo, acaba de entrar don Borges. Ahí lo tenés, a tu derecha.
-Bueno para divertirme, y de buena fe, le preguntaría algo incómodo sobre un pasaje de la Divina comedia en el que él, Borges, tuvo cierto lapsus linguae , seguramente debido al barullo de la conferencia y al cretino que transcribió esos textos para un libro, sin verificarlos. Es del canto IV, en la escena del nobile castello . Borges le atribuye a Virgilio una frase que, en realidad, pronuncia la voz de una sombra, tal vez la sombra de Homero: Onorate l altissimo poeta.

-¿Qué más le dirías?
-Y que para mí es el prosista más grande de la lengua después o antes que Quevedo, o junto con él, ¿no? Y no sé si me animaría a decirle que tal vez no sea un gran poeta, pero que ha escrito algunos de los mejores poemas castellanos. Y varios de los mejores cuentos, no ya en nuestra lengua sino en cualquier idioma.

-Te responde: "Sólo he escrito misceláneas, espero el olvido con esperanza "
-Esto siempre me asombró: Borges decía que quería ser olvidado. Este afán de desaparición y olvido es tan fuerte en algunos grandes escritores argentinos, Lugones, Benito Lynch, Banchs como, en el otro extremo, el afán de notoriedad de muchos A éstos, cuando los invitás a tu casa tenés que echar a la mitad de la gente para que entre también su vanidad.

-Tenemos un buen stock de pavos reales insoportables. Como decía Sergio Sergi, no son eruditos, son eruc-ditos Volviendo a la apelación al olvido, ¿no será una forma de demandar afecto, memoria?
-Puede ser, pero siento que Borges era sincero.

-Con fluidez, sin tropezar, don Borges se ha retirado. Poe entra.
-Esto es un juego, ¿no?

-Tal vez, pero no estoy seguro.
-Verlo llegar a Poe me causaría un estremecimiento Muchas veces he jugado con esta idea. Tengo una afinidad central con este hombre. Alrededor de los 15 años sentí: escribe para mí. Sobre todo "Eureka", me estaba diciendo lo que yo ya "sabía" acerca del universo. En alguna época, no digo que yo fui Poe, pero sí que estuvimos sentados muy cerca en algún bar (cierra los ojos para la carcajada) Bueno, con Poe yo hablaría de su sexualidad: "Dígame la verdad, ¿es cierto que su matrimonio con Virginia fue un matrimonio blanco, como dicen?"

-¿Y?
-Seguro que me diría: "¡Pero por supuesto que no!" Porque se sostiene que Poe por su dependencia de la bebida y quizá del opio no se acostó nunca con Virginia. Se olvida que fue opiómano y alcohólico bastante después de casarse. Poe tenía 26 años y Virginia, 14; era una chica muy desarrollada y muy hermosa; durmieron juntos once años, yo sospecho que en esa relación había bastante más sexo que amor platónico. Nada de matrimonio blanco.

-A propósito: también en tu vida el alcohol fue un conflicto.
-No. Era alcohólico y punto. El conflicto...

- lo tenían los demás.
-Claro, y sucedió en la última época, cuando decidí abandonar la bebida.

-¿Qué edad tenías en el cuerpo?
-Cuando dejé de beber casi 40 años Sentí que si me quería matar lo podía hacer con más rapidez tirándome debajo de un ómnibus, pegándome un tiro o ingiriendo raticida.

-Hace un rato usaste la palabra patético. ¿Te referías a esa época?
-Hoy se llama patético a lo ridículo; no, yo hablo en el sentido griego de pathos , más cerca de lo angustioso. No hice ninguna cura; un día le dije a Sylvia: "Desde hoy no tomo más". Y me agarré una borrachera fenomenal, en San Pedro; tomé hasta el borde del colapso.

-¿Tiene fecha eso?
-Tiene: 12 de octubre de 1974. Pero mi decisión fue lenta, secreta

-Te ibas a quedar sin poder escribir; eso te decidió.
-Si seguía así no iba a poder escribir la historiadeese Castillo alcohólico. Siempre sentí que esos quince años de alcoholismo mío fueron adicción a la bebida, pero también una especie de rito de pasaje hacia otra cosa.

-Estabas sembrándote algo.
-Algo así; sentirlo era mi justificación En mi novela El que tiene sed , Esteban Espósito, alcohólico, siente que algo tendrá que hacer con eso que está viviendo.

-¿El alcohol podría ser un peaje para la lucidez?
-No, nunca creí que el alcohol diera lucidez. Cuando en 1959 escribo Israfel, que es la vida de un alcohólico, yo no tomaba una gota. Escribí Israfel más sobrio que una monja carmelita. Nadie escribe ni alcoholizado ni drogado, para escribir necesitás estar lúcido y con la mano firme y tantas cosas claras... Una cosa es creer que algo te está saliendo bien, y otra que eso sea verdad.

-A veces uno, alzado por el alcohol, siente que Shakespeare es un pelandrún de segunda. El asunto es leerse al otro día, fresco.
-Justamente. Mirá, una vez fui a una fiesta y cuando volví me obligué a escribir una página; es el único texto que escribí alcoholizado Ese día sentí: ¿me está dominando mister Hyde? El alcohol me manejaba. Ahí empezó el trabajo interno que culmina en aquel octubre.

-¿Nunca más un brindis con la música del malbec?
-Nunca, nada. Alguna vez, en Navidad, para que mi tía no se sintiera incómoda. Si se quiere dejar de beber, lo que hay que hacer es dejar de beber. Lo mismo para dejar de fumar. Yo aproveché una gripe y no fumé más. No soy un fanático de la salud. No quiero hacer hoy a los 73 años lo mismo que hacía a los 18, pero quiero hacer hoy a los 73 lo que puedo hacer a los 73.

-Cada edad tiene su plenitud. Fijate, Baudelaire entró, murmura: "Qué bajo tiene que haber caído un hombre para sentirse feliz".
-Baudelaire. Una especie de hermano gemelo de Poe. Cuando Baudelaire leyó a Poe, sintió que Poe ya había escrito lo que él quería escribir.

-¿Qué le decís a este Baudelaire que ahora te mira con la mano bajo el pecho de su abrigo?
-Le diría lo que siento por sus poemas y por un texto suyo, en prosa, "A la una de la mañana" . Ahí se describe a sí mismo, al fin de un día pésimo, después de estar con gente con la que no tendría ni que haber hablado, y termina pidiendo a Dios que le permita escribir unos buenos versos esa noche, para sentir que no es el último de los hombres. Un texto para colgar en la pared. Siempre me conmovió algo que suele pasar inadvertido: Baudelaire empleó quince años de su vida en traducir al francés las obras de Poe.

-Y encima no era un traductor.
-Era el mayor poeta de Francia. Esto demuestra su grandeza y la de Poe. En algunos textos, las traducciones superan las versiones originales. Baudelaire, en francés, era el dueño de todas las palabras. Qué paradoja, muere afásico, pudiendo pronunciar sólo una o dos.

-Si tuvieras que elegir ocho, diez palabras talismanes o linternas en tu vida
-Para mí la palabra que involucra a todas es "libertad". Yo siento que la condición de poder elegir es la que cifra en el hombre todas las otras opciones... ¿Se puede pensar el amor, la literatura o el cambio del mundo sin la libertad?

-Te pregunto por palabras menudas: anillo, bicicleta, octubre
-Bueno, acabás de decir una que me fascina: octubre. Me refiere a una primavera otoñal, es como nuestra estación de la lluvia. En octubre ocurre mi novela Crónica de un iniciado. Sé de un perro que se llamaba Octubre. Y hay otras que me persiguen desde chico: estalactita, clámide...

-Hay palabras que tienen pulso.
-Dylan Thomas en un texto notable habla de la relación del poeta con la poesía. Vos me podés certificar esto con más autoridad porque sos poeta, yo sólo he escrito versos ocasionalmente. La relación del poeta, dice Thomas, con las palabras no es conceptual, se enamora de ellas por su sonido

-Abelardo, primero vi que tu anillo cambió de dedo. Ahora, que tenés dos anillos en un dedo. ¿Me podés explicar...?
-Éste es el anillo de casamiento y éste lo encontramos con Sylvia, en la puerta de casa, y desde hace veinte años lo llevo... Volviendo a las palabras: pájaro y ceniza me gustan mucho, no sé por qué Un día le hicimos a Borges un reportaje para El Escarabajo de Oro ; para evitar las preguntas se le proponían palabras. Le decías "moneda"y él hablaba de Spencer y su teoría del dinero, etc. Le decías la palabra "símbolo" y Borges contaba que los antiguos, cuando un forastero iba a su casa, le regalaban un disco partido por la mitad, si muchos años después volvía o volvía un descendiente, y esas mitades coincidían, era recibido como en su casa Cosas así. En este reportaje, de pronto le proponen la palabra "sol". ¿Y Borges sabés qué respondió? "Estoy podrido de literatura".

-Uno toca la tecla Borges y rebota la tecla Sabato.
-Yo creo que hoy es un deporte nacional criticarlo a Sabato y lo que más me entristece es que sea criticado sin ser bien leído. Sobre héroes y tumbas, con todos sus defectos, es una gran novela. Si hoy viviera Roberto Arlt, sobre ciertas obras suyas se diría que son caóticas. Pero Los siete locos o Los lanzallamas resistieron todas las críticas formales. Con Sobre héroes y tumbas sospecho que va a pasar lo mismo. Sabato es autor, además, de Uno y el universo y Hombres y engranajes. ...ste, escrito en los años 50, anticipa algunas teorías posmodernas y las críticas al estalinismo. Sabato producía una enorme aversión o exigía, y algunos se la daban, una absoluta sumisión. Nunca ocupó el lugar que debía: o bien se lo exaltaba como una especie de santo varón o superpensador, o se lo desvalorizaba por su carácter, no por sus libros.

-Finalmente: ¿lo considerás un gran escritor argentino?
-No creo que sea el gran escritor argentino, o el rival de Borges. Como Borges bromeó: "De mí nunca dijeron que yo era el rival de Sabato". La literatura no es eso. En cuanto a que Sabato sea o haya sido detestable para muchos bueno, reconozcamos que en nuestro gremio abundan los detestables. Yo incluido, tal vez, ¿no?

-Así que abundan los escritores detestables
-Sí, sí, a los escritores mejor no conocerlos. Un escritor, si es grande en serio, tiene que estar por debajo de sus libros. Si Shakespeare hubiera estado por encima de su obra, la obra sería menor; Cervantes era insignificante al lado del Quijote .

-¿No conociste ningún grande que ?
-Leopoldo Marechal. Con él te podías pasar la tarde entera, escuchándolo, y además sabía escuchar.

-Roberto Arlt entró.
-Bueno, me pondría respetuosamente de pie, cosa que lo haría divertir porque no era un hombre muy accesible a la cortesía. Además, ya dije cincuenta veces lo mismo: hay una especie de santísima trinidad de la prosa nacional en el siglo XX: Arlt, Borges y Marechal, en cualquier orden. Siento que Adán Buenosayres es una de las grandes novelas de nuestra lengua.

-Tu vida entera parece estar organizada en función de la lectura, bibliotecas aquí y en San Pedro, y la crucial cama con atril y todo.
-Todo lo esencialmente humano sucede en la cama. Nacemos y morimos, hacemos el amor, soñamos en la cama. Yo hasta puedo escribir en la cama. Los dos únicos muebles indispensables para un escritor son una buena biblioteca y una buena cama.

-No hay caso, seguís mudando tus anillos Decime, vivir en estado de matrimonio con una escritora ¿qué ventajas y qué desventajas tiene?
-Uno se lleva mal o bien con una mujer no por lo que ella hace sino por cómo es. Pero yo descubrí lo bueno de estar casado con una escritora durante un corte de luz, bajo el gobierno de Menem. El apagón fue al anochecer y duró hasta la madrugada. Ni siquiera encendimos una vela. Nos pusimos a conversar de literatura y, cuando volvió la luz, seguíamos hablando. Habían pasado siete u ocho horas. Esto nos sirvió mucho para cortes posteriores. Cuando Buenos Aires estuvo a oscuras días enteros, pusimos en orden nuestras ideas sobre las grandezas y miserias del oficio de escribir. ¿No has notado una cosa?, si nos atenemos a modelos como Rafael Alberti y María Teresa León, o Bioy y Silvina Ocampo, las parejas de escritores parecen durar más tiempo que las otras. Yo creo que es porque, en vez de discutir, pueden hablar de literatura cuando se corta la luz.

-No sos incorregible, sos irreparable; digamos, Abelardo, que sos, de cuajo, un animal literario. Podríamos hablar hasta la madrugada De tiempo, ¿cómo estás?
-Y yo creo que ya podríamos terminar; antes de que me muera, ¿no?

-Una más: ¿te imaginás a Abelardo Castillo diciendo "estoy podrido de literatura"?
-No sólo me lo imagino. Estoy podrido de literatura.

Por Rodolfo Braceli
Para LA NACION

22 de junio de 2008

Ver para leer

Les dejo dos videos con un capítulo de uno de los mejores programas de la televisión argentina. Junto con el de Paenza, se merecen el podio.
Pueden buscar mas info en la página oficial Ver para leer
Tomensé un tiempo para verlo, vale la pena en serio.
Un abrazo
Estanis

ver para leer: Parte 1



ver para leer: Parte 2




Acerca de Juan Santurain
Juan Sasturain es un periodista, guionista de historietas y escritor argentino nacido en 1945 en la localidad de González Chaves, provincia de Buenos Aires. En sus comienzos tuvo contacto con el mundo del fútbol y llegó a probarse en varios clubes. Egresado de Letras y docente de Literatura, terminó inclinándose por el periodismo y colaboró en los diarios Clarín y La Opinión. Se desempeñó más tarde como jefe de redacción de las revistas Humor y Superhumor. En 1981 conoció al dibujante Alberto Breccia y juntos elaboraron la historieta "Perramus", la cual eventualmente ganó gran prestigio en el país y en el exterior. Dirigió también la revista Fierro en 1984, a la que subtituló Historietas para Sobrevivientes. A pesar de que "Fierro" dejó de circular en 1994, Sasturain volvió a dirigirla cuando se relanzó en noviembre de 2006, con Página/12 como editorial.

Como narrador, Sasturain ha publicado las novelas "Manual de perdedores I y II" (1985-87), "Arena en los zapatos" (1988), "Parecido S.A." (1990), "Los dedos de Walt Disney" (1991), "Los sentidos del agua" (1992), "Brooklin y medio" (2002), "La lucha continúa" (2002), y dos volúmenes de relatos: "Zenitram" (1996) y "La mujer ducha" (2001). Además, como director del suplemento deportivo de Página/12, escribió regularmente sobre fútbol y ha publicado dos libros de crónicas y reflexiones sobre el tema: "El día del arquero" (1986) y "Argentina en los Mundiales" (2002) (junto con Daniel Arcucci).

Hoy en día, conduce el programa de televisión "Ver Para Leer", que trata sobre libros y escritores que él y a veces famosos recomiendan. El programa es emitido los domingos a la medianoche por Telefé (Canal 11, Argentina).


Mas info en: Santurain en Wikipedia

20 de junio de 2008

Julio Verne / Biografía

No hace falta presentarlo no? Estoy buscando textos no tan largos de él para compartir con ustedes. Espero les guste este autor tanto como a mi.
Un abrazo
Estanis

Julio Verne nació en Francia, en una isla ubicada frente a la desembocadura del Loira, cerca de Nantes, el 8 de febrero de 1828. Su padre era un abogado famoso, y para que su hijo siguiera sus pasos lo envió a París a estudiar Derecho. Todo encaminaba a Verne hacia la vida confortable de las profesiones liberales en provincias. Pero el contacto con la capital surtió los efectos que cabía esperar y al joven Julio le nació una vocación literaria.
Una de las maneras más rápidas de llegar a la fama y de hacer fortuna en poco tiempo, dentro del campo de la literatura, era entonces el teatro. Todos los autores de aquella época -unos con éxito como Dumas, otro sin él, como Balzac- probaban suerte en el escenario. Así empezó Julio Verne: en 1848 escribió dos operetas en colaboración con Michel Carré y pocos años después, en 1850, el teatro del Gimnase estrenó dos comedias suyas, Las pajas rotas y Once días de sitio. Ambas pasaron sin pena ni gloria, probablemente porque los ánimos no estaban para estrenos.
Es más que probable que los ánimos literarios de Verne hubiesen concluido aquí de no haber tenido la gran suerte de tropezar con el editor P. J. Hetzel. Este había comenzado su carrera comercializando libros piadosos, aunque no despreciaba la literatura y la historia. Apasionado por su época, estaba siempre al corriente de la nuevas ideas y acechaba los nuevos talentos. Poco a poco la casa Hetzel fue fichando la flor de la literatura del siglo XIX; hacia los años 1850 era el editor clave del siglo, porque publicaba las obras de Hugo y Michelet, entre otros. Hombre emprendedor y escritor discreto, pensó en una revista de calidad, de espíritu instructivo y recreativo a la vez, ilustrada, apta para todas las edades y que completase la colección para la juventud que había lanzado poco antes. Jean Macé se encargaría de la parte educativa, Stahl de la parte literaria. Faltaba un colaborador para la parte científica; éste iba a ser el joven que Hetzel acababa de contratar, Julio Verne.

Verne acababa de casarse y se aburría manejando acciones y obligaciones. Su pasión era la geografía, el mundo de la ciencia, el mar, las expediciones a países lejanos y desconocidos. Un día en 1862 enseñó a Hetzel el manuscrito de una novela inspirada en las experiencias de Madar que se proponía a lanzar el globo, El Gigante, convencido de que el aeróstato iba a revolucionar los viajes. En la novela el globo se llamaba Victoria y sobrevolaba gran parte de Africa, Hetzel encontró la novela interesante pero mal construida y de pésimo estilo. Señaló al joven autor los arreglos necesarios para que el manuscrito fuese publicable. Verne volvió a escribir su novela y el 24 de diciembre de 1862 salía Cinco semanas en un globo, el primero de los cuarenta y seis relatos de viajes extraordinarios que Julio Verne iba a escribir en el espacio de cuarenta y cinco años. El éxito fue tal que Hetzel ofreció inmediatamente un contrato al autor. No cabe duda que el libro respondía a una necesidad; estaba naciendo la literatura para la juventud.
La sed de aventura de los intrépidos personajes de Cinco semanas en un globo no desembocaba en un conocimiento de la Tierra sino, en realidad, en una liberación del hombre con relación a uno de los elementos naturales. El libro siguiente, Viaje al centro de la Tierra, fue publicado en 1864. No cabe duda que la imaginación del autor había sabido conjugar hábilmente los elementos fantásticos con los datos científicos, de tal manera que realidad y ficción dejaban de ser perceptibles como tales al participar indistintamente de la serie de acontecimientos que integraba la novela. Se recordará que el propósito de los personajes de llegar al centro de la Tierra fracasa; conforme van progresando, las fuerzas naturales se desencadenan y acaban por escupir a los exploradores por la boca del volcán Strómboli. Si el hombre no sufre ningún daño, la tierra no se deja conocer por las buenas y guarda siempre el último de sus secretos. Se volverá a encontrar este tema en De la Tierra a la Luna y Alrededor de la Luna (1865), novelas en la que los vanidosos proyectos de lo americanos del Gun-Club no son coronados por el éxito, ya que el obús en que viajaban ve su rumbo modificado, con lo cual, en vez de llegar a la Luna, sólo pueden dar vueltas a su alrededor.
En 1867 se inicia la trilogía famosa que comprende Los hijos del capitán Grant (1867-1868), Veinte mil leguas de viaje submarino (1870) y La isla misteriosa (1874).
Hacia 1870 Verne realizó un largo viaje por Francia, con la intención de reunir una documentación actualizada para llevar a cabo su Geografía de Francia. Durante este viaje, su actitud traduce la pasión de conocer el mundo en el que vive y de clasificar sus partes.
La astucia, el saber aprovechar las posibilidades del momento (entre las cuales desempeñan un papel nada despreciable los conocimientos científicos) son las claves del triunfo humano y encuentran su mejor exponente en los personajes de los niños y adolescentes, exentos todos de preocupaciones existenciales, cuyo único problema consiste siempre en sobrevivir, superando las pruebas a que el destino les somete. La novela más reveladora de esta faceta del pensamiento de Julio Verne es Dos años de vacaciones, publicada en 1888. Otra novela que hace hincapié en el personaje del joven audaz es Un capitán de quince años (1878).

Verne debía ser especialmente sensible a las ilusiones de los muchachos para quienes escribía sus obras, si juzgamos por el éxito sin precedentes que tuvieron, incluso mucho después de la muerte del autor. Sin embargo no se puede silenciar la extraordinaria campaña denigratoria a que fue sometido -y Hetzel con él- a raíz de la publicación de sus libros. Los literatos decían que estos libros estaban pésimamente escritos y que los jóvenes necesitaban modelos más clásicos para la formación del gusto. Los científicos añadían que las historias de Julio Verne estaban plagadas de errores, con lo cual en vez de formar se deformaba el sano criterio de la juventud. Este argumento, visto a la luz del tiempo transcurrido, adquiere más fuerza, primero porque sabemos hoy que muchos de los fenómenos descritos por Verne procedían de su exhaustiva documentación personal, y, en segundo lugar, porque lo que entonces imaginó se ha visto realizado en gran parte durante nuestro siglo. La Tierra es hoy perfectamente conocida -o casi-, el hombre domina el aire, el mar, ha llegado a la Luna, etc...
Casi al final de su existencia, Verne fue explotando los temas que, desde el principio, se manifiestan en su obra. Pertenecen a la novela de aventuras y exploraciones. Descubrimiento de la Tierra (1870), Los ingleses en el Polo Norte (1870), Los náufragos del aire (1870), El país de las pieles (1873), Un invierno en la banquisa (1876), El soberbio Orinoco (1898) y La esfinge de los hielos (1897). Dominan los temas polares, probablemente porque las regiones árticas y antárticas eran todavía las más desconocidas del globo. Pero si exceptuamos El soberbio Orinoco, las regiones polares son también zonas inhabitadas en las que el hombre se encuentra solo frente a sí mismo, y podemos suponer que Verne estaba especialmente atraído por este tema porque precisamente le facilitaba la tarea de recalcar la actitud heroica del personaje solitario, cuyo prototipo es, evidentemente, Nemo. Pero Nemo tiene un antídoto, simpático, aunque raro. Es el personaje del excéntrico (casi siempre inglés) cuyo mejor representante es el Phileas Fogg de la Vuelta al mundo en ochenta días. Sin llegar a afirmar que Fogg es Julio Verne, no cuesta demasiado imaginar que la aventura vivida por el rico inglés la pudo haber soñado el propio autor.

Los libros que pertenecen más claramente a la aventura pura, es decir en los que el hombre se ve enfrentado a la naturaleza y más aún a sus semejantes, además de los ya citados, se pueden apuntar: Aventuras de tres rusos y tres ingleses (1874), El doctor Ox (1874), Maese Zacario (1874), El Chancellor (1875), Hector Servadac (1877), etc.
Otro grupo lo integran las novelas basadas en una intriga casi policíaca, algún misterio que los protagonistas deben dilucidar. Pero las novelas más famosas de Verne son las que giran alrededor de algún invento en el campo de la ciencia, entonces ficción y hoy, en la mayoría de los casos, realidad: el submarino, el helicóptero de Robur el conquistador, Una ciudad flotante, La isla de hélice, etc. Los mejores logros son los que integran elementos pertenecientes a cada uno de estos grupos: trucos científicos, argumento basado en un viaje difícil o heroico (Miguel Strogoff), desenlace que llega después de una tensión fuerte, oposiciones entre personajes, etc.
Después de la muerte de Verne, acaecida en Amiens en 1908, un grupo de colegiales daneses volvieron a dar la vuelta al mundo; sólo tardaron 43 días, en 1928, para repetir la hazaña de Fogg y Picaporte. La obra de Verne representó algo más que un mero entretenimiento para la juventud. Leída y traducida en el mundo entero, aportó en el umbral de nuestro siglo un mensaje necesitado por la sociedad: la esperanza.

15 de junio de 2008

33 inviernos y una canción

Por estos días donde festejo los 33 junios que empiezan a calar tan hondo como los inviernos que me acompañaron, me autoregalo un video de Nicola Di Bari.
El trotamundo, un clásico con letra mas que vigente, por lo menos para mi.
Saludos! Estanis




El trotamundo
Nicola Di Bari

Un trotamundos como yo
que camina sin cesar
es muy probable que conozca
la misma chica que soñó,

Si rodando el mundo puedo hallar
una que piense como yo
la seguire donde quiera
sin importarme nada mas

Y dia tras dia la espero yo
y paso tras paso
yo la buscaré
y la encontraré
la encontraré
la encontraré

Un vagabundo como yo
que busca la felicidad
lo que me gusta de la vida
es el amor y nada mas

Y dia tras dia la espero yo
y paso tras paso
yo la buscaré
y la encontraré
la encontraré
la encontraré

Un vagabundo como yo
que busca la felicidad
lo que me gusta de la vida
es el amor y nada mas
es el amor y nada mas
es el amor y nada mas

10 de junio de 2008

El candelabro de plata / Abelardo Castillo

Este es un escritor que descubrí hace poco. Los que lo conocen saben porque me arrepiento de haber tardado tanto de disfrutar de sus textos! Este cuento en particular, me gustó mucho y por eso lo comparto. Pronto pondré la biografía para los que no saben de él.
Un abrazo, Estanis

El candelabro de plata
Abelardo Castillo

Nunca he podido dominar mis impulsos. En este sentido me reconozco un sujeto primitivo, puro, incapaz de adaptarme al florido mundo, donde, para tranquilidad de la hermosa gente, se cultivan con sensatez todas las formas del buen gusto, la hipocresía y el cinismo. Pero al menos hoy he comprendido algo; lo he comprendido después de lo que pasó esta noche: soy un hombre bueno. No lo digo, no escribo esto, para justificar nada. De ocurrirme semejante cosa debería admitir que yo mismo repudio lo que he hecho, y no es cierto, y aunque fuera cierto: acabo de hacer feliz a un miserable. Quién podría juzgarme, quién sobre la Tierra (quién en el cielo) se atrevería a juzgarme.
Mejor vayamos por partes. Todavía estoy borracho perdido pero trataré de ser coherente.
Todo empezó esta misma tarde; es decir, la tarde de ayer, puesto que ahora deben de ser las tres o las cuatro de la mañana. Madrugada del 25 de diciembre de 1956. Navidad. Sobre la mesa todavía quedan restos de la insólita fiesta. El candelabro de plata, más anacrónico que nunca en medio de la suciedad y la pobreza que lo rodean, parece ocuparlo todo ahora. Nunca he comprendido por qué este candelabro no ha ido a parar, como las otras pocas cosas heredadas de mi padre, al Banco de Empeño, o al cambalache. En esto, pienso, se parece a la conciencia. Supongo que nunca voy a poder desprenderme de él.
Digo que empezó a la tarde. Había ido a dar sabe Dios cómo a cualquier sórdido callejón del Dock, cuando, al oír un acordeón y las risas de un cafetín del muelle, reparé en la fecha. Entonces me vi en el viejo parque de nuestra casa. No sé explicarlo. Las luces, las esferas de colores: recordé todo eso, recordé el portalito que yo mismo, mezclando hasta el absurdo ríos azules y arpilleras nevadas, construía todos los años en mitad del jardín (me acuerdo ahora del Dios-Niño, siempre espantosamente grande en relación a su divina madre, como justificando al fin lo milagroso del alumbramiento), y sentí un asco tan profundo por mi vida que –como quien se lava– decidí celebrar mi propia Nochebuena.
La idea parecerá trivial, pero a mí me apasionó y, antes de las diez, también había fiesta en este innoble agujero que ahora es mi casa. Con orgullo pueril, me senté a contemplar el espectáculo. El candelabro labrado, en el centro de la mesa, parecía irradiar su antigua serenidad hacia todos los rincones. Al principio me sentí bien; era una sensación extraña, como de paz –un gran sosiego–, pero, poco a poco, empecé a preocuparme. Qué significaba todo esto. Para qué lo había hecho: para quién. Podría jurar que en ese preciso instante supe que estaba solo y, por primera vez en muchos años, necesité imperiosamente de alguien. Una mujer. No. Rechacé la idea con repulsión. Hubo una sola capaz de ser insustituible (capaz de no ser insoportable) y ésa no vendría ya. Nunca vendría.
Entonces recordé al viejo checoslovaco.
Lo había visto muchas veces en uno de esos torvos cafés del puerto que suelo frecuentar cuando, embrutecido de ginebra, quiero divertirme con la degradación de los demás, y con la mía. Pobre viejo: semioculto en un recoveco, siempre igual, como si formara parte de la imagen infame de la cantina, fumando su pipa, mirando fijamente un vaso de bebida turbia. Nunca habíamos hablado. Jamás lo hago con nadie –llego y me emborracho solo, a veces también escribo alguna cosa absurda que después arrojo al primer tacho de basuras que encuentro a mi paso–; pero yo sabía que él me miraba. Era como si una ligazón muda, un vínculo invisible y misterioso, nos uniera de algún modo. Al menos, teníamos una cosa en común, dos cosas: la soledad y el fracaso. El viejo checoslovaco; ése era el hombre que yo necesitaba.
Cuando llegué frente a la roñosa vidriera del negocio, lo vi. Ahí estaba, tal como lo había supuesto. Una atmósfera desacostumbrada rodeaba al viejo –también allí se regocija uno de que nazca Dios, de que venga y vea cómo es esto. Una mujer pintarrajeada se le acercó y, riendo, le dijo alguna cosa; él no pareció darse cuenta. Sí, ése era mi hombre. Me abrí paso entre las parejas. Enormes marineros de ropas mugrientas abrazaban a mujerzuelas indescriptibles que se les echaban encima y reían. Alguna de ellas dijo: "¿Quién te crees vos que soy?", y, adornado con un insulto brutal, le respondieron quién se creían que era. No podía soportar aquello; por lo menos, no esta noche; pensé que si me quedaba un minuto más iba a vomitar, o a golpear a alguien, o a llorar a gritos, no sé. Llegué hasta el viejo y lo tomé del brazo.
–Te venís conmigo –le dije.
Mi voz debe de haber sido asombrosa; el hombre alzó los ojos, unos ojos celestes, clarísimos, y balbuceó:
–¿Qué dice usted, señor...?
–Que ahora mismo te venís conmigo, a mi casa, a pasar una Nochebuena decente.
–Pero, cómo, yo... con usted.
Casi a rastras lo saqué de allí. Nadie, sin embargo, nos prestó atención.

Faltaba algo más de una hora para la medianoche. El viejo, cohibido al principio, de pronto empezó a hablar. Tenía un acento raro, dulce. Se llamaba Franta, y creo no haberme sorprendido al darme cuenta de que no era un hombre vulgar; hablaba con soltura, casi con corrección. Acaso yo le había preguntado algo, o acaso, rota la frialdad del primer momento (para esa hora ya estábamos bastante borrachos), la confesión surgió por sí misma. El hecho es que habló. Habló de su país, de una pequeña aldea perdida entre colinas grises, de una mujer rubia cuyos ojos –fueron sus palabras– eran transparentes y azules como el cielo del mediodía. Habló de un muchachito, también rubio, también de ojos azules.
–Ahora será un hombre –había dicho–. Hace treinta años, cuando vine a América, él apenas caminaba.
Dijo que ése era su último recuerdo. Bebió un trago de champán y agregó:
–Pensar, señor, que ahora tiene un hijo. Qué cosa. Y yo me los imagino a los dos iguales, qué cosa.
Yo pensé entonces en aquel nieto. Ojos de cielo al mediodía, pelo de trigo joven, de qué otro modo podía ser. Sólo que el viejo Franta difícilmente iba a comprobarlo nunca.
–Pero, ¿cómo supiste de ellos?
–El capitán de un barco mercante, señor, me reconoció hace un mes.
Yo pensaba, me acuerdo, cómo era posible reconocer en ese pordiosero que tenía delante, en ese viejo entregado, roto, la imagen que dejó en otro treinta años atrás. Y ahora pienso que siempre queda algo donde hubo un hombre, y quién sabe: a lo mejor, a mí también me va a quedar algo cuando, como el viejo, tenga la mirada perdida y le diga "señor" al primer sinvergüenza bien vestido que me hable. Pregunté:
–¿Y no intentaste volver...? ¿No trataste...? Él me miró, perplejo; después, a medida que hablaba, su cara fue endureciéndose.
–Volver. ¿Volver así? Usted lo dice fácil, señor; pero es... Es muy feo. Volver como un mendigo –el tono de su voz empezó a ser rencoroso–, un mendigo borracho que en la puerta de la iglesia pide por un Dios en el que ya no cree... No, señor. Volver así, no. Ella, Mayenko, se murió hace mucho, y mejor si allá piensan que yo también me morí hace mucho... –Hizo una pausa, ahora hablaba como quien escupe.– Yo me jugué la plata que había juntado para hacerla venir, ¿se da cuenta?, entonces ella se murió. Esperando. No ve que todo es una porquería, señor.
La palabra es una caricatura miserable. Quién puede explicar con palabras, aunque esté contando su propia vida, todo lo que induce a un hombre a entregarse, a venderse todos los días un poco, hasta llegar a ser como vos, viejo. Cuántas pequeñas canalladas, cuántas porquerías imperceptibles forman esa otra gran porquería de la que él habló: el alma. Pobre alma de miserables tipos que ya han dejado de ser hombres y son bestias, bestias caídas, arrodilladas de humillación.
–Qué vergüenza, señor.
Eso dijo, qué vergüenza, y después agregó: No poder matarse.

Para el viejo Franta yo era algo así como un millonario, tal vez un poco desequilibrado y algo artista (mis ropas, la manía que tengo de escribir en los tugurios y acaso el candelabro le habían hecho suponer semejante desatino), yo era un loco con plata, en suma, que buscaba literatura en los bajos fondos de Buenos Aires. Entonces empezó a darme vueltas en la cabeza aquella idea que, más tarde, se transformaría en un colosal engaño.
Quiero decir algo: miento prodigiosamente. Y es natural. La fantasía del que está solo se desarrolla, a veces, como una corcova de la imaginación, un poco monstruosamente; con ella elabora un universo tramposo, exclusivo, inverificable, que –como el creado por Dios– suele acabar aniquilándose a sí mismo. El suicidio o la locura son dos formas del apocalipsis individual: la venganza de la soledad.
Pero éste es otro asunto. Lo que quería decir es que amo la mentira, la adoro, me alimento de ella y ella es, si tengo alguna, mi mayor virtud. Miento, de proponérmelo, con maestría ejemplar, casi genialmente. Y esta noche puse toda mi alma en el engaño. Él me creía rico y caprichoso, pues bien: lo fui. A medida que yo hablaba bebíamos sin interrupción y, a medida que bebíamos, mi palabra se hacía más exacta, más convincente, más brillante. Lo engañé, pobre viejo, lo engañé y lo emborraché como si fuera un chico. De todos modos, no puedo arrepentirme de esto. Conté una historia inaudita, febril, en la que yo era (como él quiso) uno que no entraría aunque un escuadrón de camellos se paseara por el ojo de una aguja. Mi fortuna venía de generaciones. Jamás, ni con el más prolijo y concienzudo derroche, podría desembarazarme de ella; esta forma de vivir que yo llevaba –él lo había adivinado– no era más que una extravagancia, una manera de quitarme el aburrimiento. El viejo, poco a poco, empezó a odiarme. Y yo, mientras improvisaba, iba llenando una y otra vez nuestras copas. Ennoblecida por el alcohol, la idea aquella se gestaba cada vez más precisa y fascinante: yo haría feliz a ese pobre diablo. Aunque todavía no sabía cómo.
De pronto, dijo:
–Pero, ¿por qué, señor, por qué...?
No acabó de hablar: no se atrevió. Yo supe que en ese instante me aborrecía con toda su alma. Ah, si él, el mugriento vagabundo, hubiese tenido una parte, al menos una parte de mi supuesta fortuna. Sí, yo sabía que él pensaba esto; yo sabía que ahora sólo pensaba en una aldea lejana, en un chico de mirada transparente y pelo como trigo joven. Sin responder, me puse de pie. Fui a buscar las dos últimas botellas que nos quedaban.
Le estaba dando la espalda ahora, pero podía verlo: inconscientemente su mano se había cerrado sobre el mango de un cuchillo que había sobre la mesa, pobre viejo. Ni siquiera pensaba que, de una sola bofetada, yo podía arrojarlo a la calle despatarrado por la escalera. Empezaba, él también, a ser una persona.
Volví a la mesa, sus dedos se apartaron.
–¿Sabes por qué? ¿Querés saber por qué?
Bebimos. Hubo un silencio durante el cual miré rectamente a sus ojos; después, bajando la cabeza como aplastado por el peso de lo que iba a decir, agregué con brutalidad:
–¿Sabes lo que es el cáncer, vos?
El viejo me miraba. Apoyé las manos sobre la mesa y, con mi cara a nivel de la suya, dije:
–Por eso. Porque yo también soy un pobre infeliz que no se anima a partirse la cabeza contra una pared.
El viejo, que me había estado mirando todo el tiempo, de golpe comprendió lo que yo quería decir y sus ojos se hicieron enormes. Concluí secamente:
–Por eso.
–Quiere decir...
–Quiere decir que estás hablando con uno que ya se murió. ¿Entendes? Y entonces ni toda mi plata ni toda la plata de veinte como yo va a poder resucitarme. –Me erguí; hablaba con voz serena y contenida. –Por eso vivo lo poco que me queda como mejor me cuadra. Yo no pertenezco al mundo, viejo. El mundo es de ustedes, los que pueden proyectar cosas, los que tienen derecho a la esperanza o a la mentira. Yo soy menos que un cadáver.
Mis últimas palabras eran tal vez demasiado teatrales, pero Franta no podía advertirlo.
–Cállese, señor... –murmuró.
Y mi idea, súbitamente, se dio forma a sí misma. Como un milagro.
–Un cadáver –dije con voz ronca– que ahora, por una casualidad en la que se adivina la mano de Dios, acaba de encontrar un motivo para justificarse.
De pronto, en el puerto, la noche estalló como una fiesta. En todos los muelles las sirenas empezaron a entonar su histérico salmodio y el cielo reventó de petardos. Brindamos con los ojos húmedos. Fuegos multicolores se abrían hacia el río, desparramando sobre el mundo extravagantes flores de artificio. Fue como si una enloquecida sinfonía universal acompañara mis últimas palabras absurdas y solemnes.
–Por Dios, Franta –dije y creo que gritaba–; por ese Dios en el que vos no crees y que acaba de nacer para todos los hombres, yo te juro que toda mi fortuna servirá para que vuelvas a tu tierra. Es mi reconciliación con el mundo. Vas a volver, viejo, y vas a volver como un hombre.
La Nochebuena se ardía. Pitos, sirenas y campanas se mezclaban con los perfumes nocturnos y entraban en tumulto por la ventana abierta. A nadie le importaba, es cierto, el judío recién nacido que pataleaba en el pesebre, pero todos querían gozar del minuto de felicidad que les ofrecía, él también, con su prodigiosa mentira. En la tierra, bajo la Estrella, los hombres de buena voluntad se emborrachaban como cerdos y daban alaridos.
Franta me miró un instante. Sus ojos brillaban desde lo más profundo, con un brillo que ya no olvidaré nunca: me creía. Me creía ciegamente. En un arrebato de gratitud incontenible me besó las manos y balbuceó llorando:
–No te olvidaré mientras viva.
Me había tuteado. Era un hombre: yo había cumplido mi obra.
Su cabeza cayó pesadamente sobre la mesa. Estaba borracho de alcohol y de sueños. En esa misma posición se quedó dormido. Soñaba que volvía a la pequeña aldea de colinas grises y acariciaba unos cabellos rubios y miraba unos ojos tan claros como el cielo del mediodía.
Con todo cuidado, retiré mis manos de entre las suyas y me levanté, tambaleante. Tu cabeza era suave y blanca, viejo; yo la había acariciado.
Después levanté el pesado candelabro de plata. Amorosamente, con una ternura infinita, poniendo toda mi alma en aquel gesto, y sin meditar más la idea que desde hacía un segundo me obsesionaba, dije: Feliz Nochebuena, Franta. Y le aplasté el cráneo.

3 de junio de 2008

La respuesta

Hace mucho que no les dejaba un cuento nuevo de mi autoría. Asi que acá va. Espero les guste y prometo que pronto vendrán otros.
Saludos!
Estanis

La respuesta
Por Estanislao Zaborowski

Su pregunta, despejó mil imágenes y recuerdos, que se escondían bajo el denso polvo del rincón de mi memoria.
Nuestra idílica relación comenzó como una rayuela quinceañera, donde dos adolescentes saltaban baldosas entre risas y bromas inocentes. Aquél invierno, disfrutado en el campo que mis padres tenían en Olavarría, fue el prólogo que se escribió en el libro púrpura de nuestra unión. El período vacacional a mitad de año, sirvió como excusa, para mudarnos por quince días al viejo casco que habíamos heredado de mi bisabuelo. En esa ocasión, se me permitió invitar a mi amigo Martin, y mi hermana hizo lo mismo con su compañera de inglés, Paula. Yo me ubicaba en edad, apenas dos años por delante que las chicas. Martin, solo uno más que ellas.
Cierta noche de luna llena, decidimos realizar un campamento en el bosque ubicado a quinientos metros de la casa principal. Dispusimos de todo lo necesario para disfrutar, la madrugada en vela. Las mochilas iban cargadas de golosinas, revistas y juegos de mesa. Martin, llevaba sobre sus hombros, la carpa que había comprado mi padre el día anterior en una tienda del pueblo. Mi hermana junto a Paula, se distribuían la canasta de mimbre, sosteniendo una manija cada una. Su peso era considerable ya que contenía los alimentos que habían sido preparados por mi madre. Sándwiches, alfajores, dulces y dos termos con jugo de frutas. Mi espalda cargaba las bolsas de dormir, y tres frazadas gruesas de trama escocesa. Al cabo de dos horas, nos encontrábamos instalados en la carpa y dispuestos a pasar una noche de aventura.
Con el haz de la linterna jugando figuras sobre el césped, salí a recorrer el bosque con Paula. Sus ojos color miel, parecían endulzar el aire que respiraba con un aroma suave e hipnótico. Ella ignoraba, que desde el primer día en que la vi, mis pensamientos trastabillaban sobre la cornisa de la cordura.
A medida que nos alejábamos de la carpa, la conversación se tornaba más cálida y entretenida. No quería volver, recuerdo que pensé. Comprendí que no necesitaba más que su compañía para ser feliz. Y aunque sabía que aquellos sentimientos idealizan el amor en un corazón joven y fértil, gocé de los mismos con una sonrisa tal que las comisuras de mi boca parecían quebrarse. En cierto momento, cuando mis oídos escuchaban palabras que mi cerebro no procesaba, me acerqué a sus labios y los besé con timidez. Su boca, me envolvía con cálida humedad y me invitaba a levantar la bandera blanca de mis cinco sentidos. Acariciando sus mejillas con la palma de mis manos, y evitando que mi semblanza terminara por rendirse, le susurré al oído las palabras de amor que horas antes a escondidas me había enseñado un viejo libro de Neruda. Esas palabras nos acompañaron por el resto de nuestras vacaciones. Fueron las mismas que anoté en cada ramo de rosas que le enviaría luego. Esas que estuvieron cuando diez años después de aquél invierno, dije si frente al altar.
Quince meses después de la luna de miel, nació nuestro hijo Ignacio. Su cabello revuelto, su aire despreocupado y su peculiar manera de interactuar con la vida, sería nuestro desvelo hasta que llegó su hermana. La llamamos Camila, en honor a la abuela de Paula. Era digna hija de su madre. Tenían iguales facciones y los mismos ojos color miel. Hasta los gestos eran similares, ya que cuando la madre se enojaba fruncía el ceño con tal profundidad que su nariz se arrugaba como una pasa de uva. Su hija la acompañaba con la misma mueca, con la salvedad que no se ofuscaba, sino que la imitaba para hacerla sonreír.
Volví al presente y la miré fijo a los ojos con la intención de responder su pregunta. Sin embargo, no pude hacerlo sin antes acallar los susurros que provenían del terreno baldío de mi tristeza.
Esas voces me llevaron tiempo atrás, al año en que Camila enfermó. Tres navidades y algunos meses caminaba con gracia mi hija, cuando un fin de semana cayó con fiebre y convulsiones. La llevamos al médico clínico que la atendía regularmente y no supo orientarnos sobre el origen de su mal. Le hicimos estudios en diversos hospitales y tampoco pudieron darnos ayuda. Finalmente, decidimos viajar al exterior del país en busca de expertos en pediatría y enfermedades poco o nada conocidas.
Recuerdo la noche de tormenta que arribamos a La Habana. En el aeropuerto nos esperaba una ambulancia para trasladarnos a la clínica central del país cubano. Las instalaciones eran modernas y tecnológicamente superior a muchas de las que conocíamos en Buenos Aires. La amabilidad con que nos atendieron y la dedicación que demostraron hacia Camila, nos hacía crecer en esperanza y mantener la ilusión intacta en que encontrarían la causa y cura de su enfermedad. Sin embargo, las tardes pasaban en el calendario y los exámenes practicados sobre mi pequeña se sumaban como si fueran piedras en el ábaco de la desilusión. Su cuerpo flácido, pálido y entubado a ambos costados, provocaban las lágrimas de Paula apenas ingresábamos cada mañana en la habitación. Mi fuerza por contenerla cada día, iba decayendo en forma abrupta, hasta que un día ya no pude sostenerla. Esa noche cuando regresamos al hotel, le hablé con el sonido de su llanto haciendo eco en mis palabras. Los esfuerzos habían sido inútiles y debíamos volver a la Argentina con la esperanza de que un nuevo estudio diera resultados positivos.
De vuelta en la ciudad y pasados los exámenes, supimos que las chances de encontrar el remedio a su mal se terminaban con el epílogo de nuestras fuerzas. Esa primavera, cuando las primeras rosas blancas florecían en nuestro jardín, Camila falleció. Atrás quedarían todas sus sonrisas, muecas y travesuras. Atrás quedarían sus cachetes sonrojados, su mirada dulce e inquieta y aquél pelo rubio intenso apenas enrulado. Atrás quedarían sus corridas para aferrarse a mis piernas y tirar de ellas pretendiendo la exclusividad en mis pasos.
El dolor que nos acompañó en los meses posteriores al deceso, nos sumió en ausencia e incomunicación. Los días pasaban ajenos de gestos y palabras. Eran grises y monótonos. Todos bajo la sombra del llanto, con el creciente vacío en nuestro interior y capaz de mantenernos en insomnio durante largas e incontables noches. Solo Ignacio pudo con su inocencia, ayudarnos a superar lo vivido. Sin saberlo, con cada palabra que pronunciaba, nos alejaba de aquella pesadilla y nos traía al presente.
Ya pasaron tres años de aquél sufrimiento, y ahora bajo la mirada de mi esposa, quedé pensativo y sin fuerzas para contestar su pregunta. Me acerqué a la ventana y observé perdido la tenue lluvia que caía sobre la vereda. Las copas de los arboles se agitaban con un vaivén simétrico, y la brisa que empujaba las ramas, derrotaba las hojas que se aferraban para no caerse. Di media vuelta y caminé hacia la puerta de la habitación. Llegué a ella y retorné hacia la ventana. Pero antes de llegar, me animé a sentarme a un costado de la cama. Tomé las manos de Paula entre las mías y la miré con los ojos cargados de lágrimas.
- Si – le dije entre sollozos. Y las últimas palabras que escuchó antes de cerrar sus ojos para siempre, fueron las mismas que un invierno me enseñó un viejo libro de Neruda.

1 de junio de 2008

Método de Composición / Edgar Allan Poe

Llegó a mis manos un excelente texto. Poe nos explica el método con el cual llegó a escribir el cuervo. Vale la pena tomarse un rato para lerlo
Un abrazo
Estanis

Pueden apreciar el poema en español en este link: El cuervo

Método de Composición
Edgar Allan Poe

En una nota que en estos momentos tengo a la vista, Charles Dickens dice lo siguiente, refiriéndose a un análisis que efectué del mecanismo de Barnaby Rudge: "¿Sabéis, dicho sea de paso, que Godwin escribió su Caleb Williams al revés? Comenzó enmarañando la materia del segundo libro y luego, para componer el primero, pensó en los medios de justificar todo lo que había hecho".
Se me hace difícil creer que fuera ése precisamente el modo de composición de Godwin; por otra parte, lo que él mismo confiesa no está de acuerdo en manera alguna con la idea de Dickens. Pero el autor de Caleb Williams era un autor demasiado entendido para no percatarse de las ventajas que se pueden lograr con algún procedimiento semejante.
Si algo hay evidente es que un plan cualquiera que sea digno de este nombre ha de haber sido trazado con vistas al desenlace antes que la pluma ataque el papel. Sólo si se tiene continuamente presente la idea del desenlace podemos conferir a un plan su indispensable apariencia de lógica y de causalidad, procurando que todas las incidencias y en especial el tono general tienda a desarrollar la intención establecida.
Creo que existe un radical error en el método que se emplea por lo general para construir un cuento. Algunas veces, la historia nos proporciona una tesis; otras veces, el escritor se inspira en un caso contemporáneo o bien, en el mejor de los casos, se las arregla para combinar los hechos sorprendentes que han de tratar simplemente la base de su narración, proponiéndose introducir las descripciones, el diálogo o bien su comentario personal donde quiera que un resquicio en el tejido de la acción brinde la ocasión de hacerlo.
A mi modo de ver, la primera de todas las consideraciones debe ser la de un efecto que se pretende causar. Teniendo siempre a la vista la originalidad (porque se traiciona a sí mismo quien se atreve a prescindir de un medio de interés tan evidente), yo me digo, ante todo: entre los innumerables efectos o impresiones que es capaz de recibir el corazón, la inteligencia o, hablando en términos más generales, el alma, ¿cuál será el único que yo deba elegir en el caso presente?
Habiendo ya elegido un tema novelesco y, a continuación, un vigoroso efecto que producir, indago si vale más evidenciarlo mediante los incidentes o bien el tono o bien por los incidentes vulgares y un tono particular o bien por una singularidad equivalente de tono y de incidentes; luego, busco a mi alrededor, o acaso mejor en mí mismo, las combinaciones de acontecimientos o de tomos que pueden ser más adecuados para crear el efecto en cuestión.
He pensado a menudo cuán interesante sería un artículo escrito por un autor que quisiera y que pudiera describir, paso a paso, la marcha progresiva seguida en cualquiera de sus obras hasta llegar al término definitivo de su realización.
Me sería imposible explicar por qué no se ha ofrecido nunca al público un trabajo semejante; pero quizá la vanidad de los autores haya sido la causa más poderosa que justifique esa laguna literaria. Muchos escritores, especialmente los poetas, prefieren dejar creer a la gente que escriben gracias a una especie de sutil frenesí o de intuición extática; experimentarían verdaderos escalofríos si tuvieran que permitir al público echar una ojeada tras el telón, para contemplar los trabajosos y vacilantes embriones de pensamientos. La verdadera decisión se adopta en el último momento, ¡a idea entrevista tanta!, a veces sólo como en un relámpago y que durante tanto tiempo se resiste a mostrarse a plena luz, el pensamiento plenamente maduro pero desechado por ser de índole inabordable, la elección prudente y los arrepentimientos, las dolorosas raspaduras y las interpolación. Es, en suma, los rodamientos y las cadenas, los artificios para los cambios de decoración, las escaleras y los escotillones, las plumas de gallo, el colorete, los lunares y todos los aceites que en el noventa y nueve por ciento de los casos son lo peculiar del histrión literario.
Por lo demás, no se me escapa que no es frecuente el caso en que un autor se halle en buena disposición para reemprender el camino por donde llegó a su desenlace.
Generalmente, las ideas surgieron mezcladas; luego fueron seguidas y finalmente olvidadas de la misma manera.
En cuanto a mí, no comparto la repugnancia de que acabo de hablar, ni encuentro la menor dificultad en recordar la marcha progresiva de todas mis composiciones. Puesto que el interés de este análisis o reconstrucción, que se ha considerado como un desiderátum en literatura, es enteramente independiente de cualquier supuesto ideal en lo analizado, no se me podrá censurar que salte a las conveniencias si revelo aquí el modus operandi con que logré construir una de mis obras. Escojo para ello El cuervo debido a que es la más conocida de todas. Consiste mi propósito en demostrar que ningún punto de la composición puede atribuirse a la intuición ni al azar; y que aquélla avanzó hacia su terminación, paso a paso, con la misma exactitud y la lógica rigurosa propias de un problema matemático.
Puesto que no responde directamente a la cuestión poética, prescindamos de la circunstancia, si lo preferís, la necesidad, de que nació la intención de escribir un poema tal que satisficiera al propio tiempo el gusto popular y el gusto crítico.
Mi análisis comienza, por tanto, a partir de esa intención.
La consideración primordial fue ésta: la dimensión. Si una obra literaria es demasiado extensa para ser leída en una sola sesión, debemos resignarnos a quedar privados del efecto, soberanamente decisivo, de la unidad de impresión; porque cuando son necesarias dos sesiones se interponen entre ellas los asuntos del mundo, y todo lo que denominamos el conjunto o la totalidad queda destruido automáticamente. Pero, habida cuenta de que coeteris paribus, ningún poeta puede renunciar a todo lo que contribuye a servir su propósito, queda examinar si acaso hallaremos en la extensión alguna ventaja, cual fuere, que compense la pérdida de unidad aludida. Por el momento, respondo negativamente. Lo que solemos considerar un poema extenso en realidad no es más que una sucesión de poemas cortos, es decir, de efectos poéticos breves. Es inútil sostener que un poema no es tal sino en cuanto eleva el alma y te reporta una excitación intensa: por una necesidad psíquica, todas las excitaciones intensas son de corta duración. Por eso, al menos la mitad del "Paraíso perdido" no es más que pura prosa: hay en él una serie de excitaciones poéticas salpicadas inevitablemente de depresiones. En conjunto, la obra toda, a causa de su extensión excesiva, carece de aquel elemento artístico tan decisivamente importante: totalidad o unidad de efecto.
En lo que se refiere a las dimensiones hay, evidentemente, un límite positivo para todas las obras literarias: el límite de una sola sesión. Ciertamente, en ciertos géneros de prosa, como Robinson Crusoe, no se exige la unidad, por lo que aquel límite puede ser traspasado: sin embargo, nunca será conveniente traspasarlo en un poema. En el mismo límite, la extensión de un poema debe hallarse en relación matemática con el mérito del mismo, esto es, con la elevación o la excitación que comporta; dicho de otro modo, con la cantidad de auténtico efecto poético con que pueda impresionar las almas. Esta regla sólo tiene una condición restrictiva, a saber: que una relativa duración es absolutamente indispensable para causar un efecto, cualquiera que fuere.
Teniendo muy presentes en mí ánimo estas consideraciones, así como aquel grado de excitación que nos situaba por encima del gusto popular y por debajo del gusto crítico, concebí ante todo una idea sobre la extensión idónea para el poema proyectado: unos cien versos aproximadamente. En realidad cuenta exactamente ciento ocho.
Mi pensamiento se fijó seguidamente en la elevación de una impresión o de un efecto que causar. Aquí creo que conviene observar que, a través de este trabajo de construcción, tuve siempre presente la voluntad de lograr una obra universalmente apreciable.
Me alejaría demasiado de mi objeto inmediato presente si me entretuviese en demostrar un punto en que he insistido muchas veces: que lo bello es el único ámbito legítimo de la poesía. Con todo, diré unas palabras para presentar mi verdadero pensamiento, que algunos amigos míos se han apresurado demasiado a disimular. El placer a la vez más intenso, más elevado y más puro no se encuentra —según creo— más que en la contemplación de lo bello. Cuando los hombres hablan de belleza no entienden precisamente una cualidad, como se supone, sino una impresión: en suma, tienen presente la violenta y pura elevación del alma —no del intelecto ni del corazón— que ya he descrito y que resulta de la contemplación de lo bello. Ahora bien, yo considero la belleza como el ámbito de la poesía, porque es una regla evidente del arte que los efectos deben brotar necesariamente de causas directas, que los objetos deben ser alcanzados con los medios más apropiados para ello —ya que ningún hombre ha sido aún bastante necio para negar que la elevación singular de que estoy tratando se halle más fácilmente al alcance de la poesía. En cambio, el objeto verdad, o satisfacción del intelecto, y el objeto pasión, o excitación del corazón, son mucho más fáciles de alcanzar por medio de la prosa aunque, en cierta medida, queden también al alcance de la poesía.
En resumen, la verdad requiere una precisión, y la pasión una familiaridad (los hombres verdaderamente apasionados me comprenderán) radicalmente contrarias a aquella belleza, que no es sino la excitación —debo repetirlo— o el embriagador arrobamiento del alma.
De todo lo dicho hasta el presente no puede en modo alguno deducirse que la pasión ni la verdad no puedan ser introducidas en un poema, incluso con beneficio para éste; ya que pueden servir para aclarar o para potenciar el efecto global, como las disonancias por contraste. Pero el auténtico artista se esforzará siempre en reducirlas a un papel propicio al objeto principal que se pretenda, y además en rodearlas, tanto como pueda, de la nube de belleza que es atmósfera y esencia de la poesía. En consecuencia, considerando lo bello como mi terreno propio, me pregunté entonces: ¿cuál es el tono para su manifestación más alta? Éste había de ser el tema de mi siguiente meditación. Ahora bien, toda la experiencia humana coincide en que ese tono es el de la tristeza. Cualquiera que sea su parentesco, la belleza, en su desarrollo supremo, induce a las lágrimas, inevitablemente, a las almas sensibles. Así, pues, la melancolía es el más idóneo de los tonos poéticos.
Una vez determinados así la dimensión, el terreno y el tono de mi trabajo, me dediqué a la busca de alguna curiosidad artística e incitante, que pudiera actuar como clave en la construcción del poema: de algún eje sobre el que toda la máquina hubiera de girar; empleando para ello el sistema de la introducción ordinaria. Reflexionando detenidamente sobre todos los efectos de arte conocidos o, más propiamente, sobre todo los medios de efecto —entendiendo este término en su sentido escénico—, no podía escapárseme que ninguno había sido empleado con tanta frecuencia como el estribillo. La universalidad de éste bastaba para convencerme acerca de su intrínseco valor, evitándome la necesidad de someterlo a un análisis. En cualquier caso, yo no lo consideraba sino en cuanto susceptible de perfeccionamiento; y pronto advertí que se encontraba aún en un estado primitivo. Tal como habitualmente se emplea, el estribillo no sólo queda limitado a las composiciones líricas, sino que la fuerza de la impresión que debe causar depende del vigor de la monotonía en el sonido y en la idea. Solamente se logra el placer mediante la sensación de identidad o de repetición. Entonces yo resolví variar el efecto, con el fin de acrecentarlo, permaneciendo en general fiel a la monotonía del sonido, pero alterando continuamente el de la idea: es decir, me propuse causar una serie continua de efectos nuevos con una serie de variadas aplicaciones del estribillo, dejando que éste fuese casi siempre parecido.
Habiendo ya fijado estos puntos, me preocupé por la naturaleza de mí estribillo: puesto que su aplicación tenía que ser variada con frecuencia, era evidente que el estribillo en cuestión había de ser breve, pues hubiera sido una dificultad insuperable variar frecuentemente las aplicaciones de una frase un poco extensa. Por supuesto, la facilidad de variación estaría proporcionada a la brevedad de una frase. Ello me condujo seguidamente a adoptar como estribillo ideal una única palabra. Entonces me absorbió la cuestión sobre el carácter de aquella palabra. Habiendo decidido que habría un estribillo, la división del poema en estancias resultaba un corolario necesario, pues el estribillo constituye la conclusión de cada estrofa. No admitía duda para mí que semejante conclusión o término, para poseer fuerza, debía ser necesariamente sonora y susceptible de un énfasis prolongado: aquellas consideraciones me condujeron inevitablemente a la o larga, que es la vocal más sonora, asociada a la r, porque ésta es la consonante más vigorosa.
Ya tenía bien determinado el sonido del estribillo. A continuación era preciso elegir una palabra que lo contuviese y, al propio tiempo, estuviese en el acuerdo más armonioso posible con la melancolía que yo había adoptado como tono general del poema. En una búsqueda semejante, hubiera sido imposible no dar con la palabra nevermore (nunca más). En realidad, fue la primera que se me ocurrió.
El siguiente fue éste: ¿cual será el pretexto útil para emplear continuamente la palabra nevermore? Al advertir la dificultad que se me planteaba para hallar una razón válida de esa repetición continua, no dejé de observar que surgía tan sólo de que dicha palabra, repetida tan cerca y monótonamente, había de ser proferida por un ser humano: en resumen, la dificultad consistía en conciliar la monotonía aludida con el ejercicio de la razón en la criatura llamada a repetir la palabra. Surgió entonces la posibilidad de una criatura no razonable y, sin embargo, dotada de palabra: como lógico, lo primero que pensé fue un loro; sin embargo, éste fue reemplazado al punto por un cuervo, que también está dotado de palabra y además resulta infinitamente más acorde con el tono deseado en el poema.
Así, pues, había llegado por fin a la concepción de un cuervo. ¡El cuervo, ave de mal agüero!, repitiendo obstinadamente la palabra nevermore al final de cada estancia en un poema de tono melancólico y una extensión de unos cien versos aproximadamente. Entonces, sin perder de vista el superlativo o la perfección en todos los puntos, me pregunté: entre todos los temas melancólicos, ¿cuál lo es más, según lo entiende universalmente la humanidad? Respuesta inevitable: ¡la muerte! Y, ¿cuándo ese asunto, el más triste de todos, resulta ser también el más poético? Según lo ya explicado con bastante amplitud, la respuesta puede colegirse fácilmente: cuando se alíe íntimamente con la belleza. Luego la muerte de una mujer hermosa es, sin disputa de ninguna clase, el tema más poético del mundo; y queda igualmente fuera de duda que la boca más apta para desarrollar el tema es precisamente la del amante privado de su tesoro.
Tenía que combinar entonces aquellas dos ideas: un amante que llora a su amada perdida. Y un cuervo que repite continuamente la palabra nevermore. No sólo tenía que combinarlas, sino además variar cada vez la aplicación de la palabra que se repetía: pero el único medio posible para semejante combinación consistía en imaginar un cuervo que aplicase la palabra para responder a las preguntas del amante. Entonces me percaté de la facilidad que se me ofrecía para el efecto de que mi poema había de depender: es decir, el efecto que debía producirse mediante la variedad en la aplicación del estribillo.
Comprendí que podía hacer formular la primera pregunta por el amante, a la que respondería el cuervo: nevermore; que de esta primera pregunta podía hacer una especie de lugar común, de la segunda algo menos común, de la tercera algo menos común todavía, y así sucesivamente, hasta que por último el amante, arrancado de su indolencia por la índole melancólica de la palabra, su frecuente repetición y la fama siniestra del pájaro, se encontrase presa de una agitación supersticiosa y lanzase locamente preguntas del todo diversas, pero apasionadamente interesantes para su corazón: unas preguntas donde se diesen a medias la superstición y la singular desesperación que halla un placer en su propia tortura, no sólo por creer el amante en la índole profética o diabólica del ave (que, según le demuestra la razón, no hace más que repetir algo aprendido mecánicamente), sino por experimentar un placer inusitado al formularlas de aquel modo, recibiendo en el nevermore siempre esperado una herida reincidente, tanto más deliciosa por insoportable.
Viendo semejante facilidad que se me ofrecía o, mejor dicho, que se me imponía en el transcurso de mi trabajo, decidí primero la pregunta final, la pregunta definitiva, para la que el nevermore sería la última respuesta, a su vez: la más desesperada, llena de dolor y de horror que concebirse pueda.
Aquí puedo afirmar que mi poema había encontrado su comienzo por el fin, como debieran comenzar todas las obras de arte: entonces, precisamente en este punto de mis meditaciones, tomé por vez primera la pluma, para componer la siguiente estancia:

¡Profeta! Aire, ¡ente de mal agüero! ¡Ave o demonio, pero profeta siempre! Por ese cielo tendido sobre nuestras cabezas, por ese Dios que ambos adoramos, di a esta alma cargada de dolor si en el Paraíso lejano podrá besar a una joven santa que los ángeles llaman Leonor, besar a una preciosa y radiante joven que los ángeles llaman Leonor". El cuervo dijo: "¡Nunca más!.

Sólo entonces escribí esta estancia: primero, para fijar el grado supremo y poder de este modo, más fácilmente, variar y graduar, según su gravedad y su importancia, las preguntas anteriores del amante; y en segundo término, para decidir definitivamente el ritmo, el metro, la extensión y la disposición general de la estrofa, así como graduar las que debieran ante ceder, de modo que ninguna aventajase a ésta en su efecto rítmico. Si, en el trabajo de composición que debía subseguir, yo hubiera sido tan imprudente como para escribir estancias más vigorosas, me hubiera dedicado a debilitarlas, conscientemente y sin ninguna vacilación, de modo que no contrarrestasen el efecto de crescendo.
Podría decir también aquí algo sobre la versificación. Mi primer objeto era, como siempre, la originalidad. Una de las cosas que me resultan más inexplicables del mundo es cómo ha sido descuidada la originalidad en la versificación. Aun reconociendo que en el ritmo puro exista poca posibilidad de variación, es evidente que las variedades en materia de metro y estancia son infinitas: sin embargo, durante siglos, ningún hombre hizo nunca en versificación nada original, ni siquiera ha parecido desearlo.
Lo cierto es que la originalidad —exceptuando los espíritus de una fuerza insólita— no es en manera alguna, como suponen muchos, cuestión de instinto o de intuición. Por lo general, para encontrarla hay que buscarla trabajosamente; y aunque sea un positivo mérito de la más alta categoría, el espíritu de invención no participa tanto como el de negación para aportarnos los medios idóneos de alcanzarla.
Ni que decir tiene que yo no pretendo haber sido original en el ritmo o en el metro de El cuervo. El primero es troqueo; el otro se compone de un verso octómetro acataléctico, alternando con un heptámetro cataléctico que, al repetirse, se convierte en estribillo en el quinto verso, y finaliza con un tetrámetro cataléctico. Para expresarme sin pedantería, los pies empleados, que son troqueos, consisten en una sílaba larga seguida de una breve; el primer verso de la estancia se compone de ocho pies de esa índole; el segundo, de siete y medio; el tercero, de ocho; el cuarto, de siete y medio; el quinto, también de siete y medio; el sexto, de tres y medio. Ahora bien, si se consideran aisladamente cada uno de esos versos habían sido ya empleados, de manera que la originalidad de El cuervo consiste en haberlos combinado en la misma estancia: hasta el presente no se había intentado nada que pudiera parecerse, ni siquiera de lejos, a semejante combinación. El efecto de esa combinación original se potencia mediante algunos otros efectos inusitados y absolutamente nuevos, obtenidos por una aplicación más amplia de la rima y de la aliteración.
El punto siguiente que considerar era el modo de establecer la comunicación entre el amante y el cuervo: el primer grado de la cuestión consistía, naturalmente, en el lugar. Pudiera parecer que debiese brotar espontáneamente la idea de una selva o de una llanura; pero siempre he estimado que para el efecto de un suceso aislado es absolutamente necesario un espacio estrecho: le presta el vigor que un marco añade a la pintura. Además, ofrece la ventaja moral indudable de concentrar la atención en un pequeño ámbito; ni que decir tiene que esta ventaja no debe confundirse con la que se obtenga de la mera unidad de lugar.
En consecuencia, decidí situar al amante en su habitación, en una habitación que había santificado con los recuerdos de la que había vivido allí. La habitación se describiría como ricamente amueblada: con objeto de satisfacer las ideas que ya expuse acerca de la belleza, en cuanto única tesis verdadera de la poesía.
Habiendo determinado así el lugar, era preciso introducir entonces el ave: la idea de que ésta penetrase por la ventana resultaba inevitable. Que al amante supusiera, en el primer momento, que el aleteo del pájaro contra el postigo fuese una llamada a su puerta era una idea brotada de mi deseo de aumentar la curiosidad del lector, obligándole a aguardar; pero también del deseo de colocar el efecto incidental de la puerta abierta de par en par por el amante, que no halla más que oscuridad, y que por ello puede adoptar en parte la ilusión de que el espíritu de su amada ha venido a llamar... Hice que la noche fuera tempestuosa, primero para explicar que el cuervo buscase la hospitalidad; también para crear el contraste con la serenidad material reinante en el interior de la habitación.
Así, también, hice posarse el ave sobre el busto de Palas para establecer el contraste entre su plumaje y el mármol. Se comprende que la idea del busto ha sido suscitada únicamente por el ave; que fuese precisamente un busto de Palas se debió en primer lugar a la relación íntima con la erudición del amante y en segundo término a causa de la propia sonoridad del nombre de Palas.
Hacia mediados del poema, exploté igualmente la tuerza del contraste con el objeto de profundizar la que sería la impresión final. Por eso, conferí a la entrada del cuervo un matiz fantástico, casi lindante con lo cómico, al menos hasta donde mi asunto lo permitía. El cuervo penetra con un tumultuoso aleteo.

No hizo ni la menor reverencia, no se detuvo, no vaciló ni un minuto; pero con el aire de un señor o de una dama, colgóse encima de la puerta de mi habitación...

En las dos estancias siguientes, el propósito se manifiesta aun más:

Entonces aquel pájaro de ébano, que por la gravedad de su postura y la severidad de su fisonomía inducía a mi triste imaginación a sonreír: "Aunque tu cabeza", le dije, "no lleve ni capote ni cimera, ciertamente no eres un cobarde, lúgubre y antiguo cuervo partido de las riberas de la noche. ¡Dime cuál es tu nombre señorial en las riberas de la noche plutónica". El cuervo dijo: "¡Nunca más!". Me maravilló que aquel desgraciado volátil entendiera tan fácilmente la palabra, sí bien su respuesta no tuvo mucho sentido y no me sirvió de mucho; porque hemos de convenir en que nunca más fue dado a un hombre vivo el ver a un ave encima de la puerta de su habitación, a un ave o una bestia sobre un busto esculpido encima de la puerta de su habitación, llamarse un nombre tal como "¡Nunca más!".

Preparado así el efecto del desenlace, me apresuro a abandonar el tono fingido y adoptar el serio, más profundo: este cambio de tono se inicia en el primer verso de la estancia que sigue a la que acabo de citar:

Mas el cuervo, posado solitariamente en el busto plácido, no profirió..., etc.

A partir de este momento, el amante ya no bromea; ya no ve nada ficticio en el comportamiento del ave. Habla de ella en los términos de una triste, desgraciada, siniestra, enjuta y augural ave de los tiempos antiguos y siente los ojos ardientes que le abrasan hasta el fondo del corazón. Esa transición de su pensamiento y esa imaginación del amante tienen como finalidad predisponer al lector a otras análogas, conduciendo el espíritu hacia una posición propicia para el desenlace, que sobrevendrá tan rápida y directamente como sea posible. Con el desenlace propiamente dicho, expresado en el jamás del cuervo en respuesta a la última pregunta del amante —¿encontrará a su amada en el otro mundo?—, puede considerarse concluido el poema en su fase más clara y natural, la de simple narración. Hasta el presente, todo se ha mantenido en los límites de lo explicable y lo real.
Un cuervo ha aprendido mecánicamente la única palabra jamás; habiendo huido de su propietario, la furia de la tempestad le obliga, a medianoche, a pedir refugio en una ventana donde aún brilla una luz: la ventana de un estudiante que, divertido por el incidente, le pregunta en broma su nombre, sin esperar respuesta. Pero el cuervo, al ser interrogado, responde con su palabra habitual, nunca más: palabra que inmediatamente suscita un eco melancólico en el corazón del estudiante; y éste, expresando en voz alta los pensamientos que aquella circunstancia le sugiere, se emociona ante la repetición del jamás. El estudiante se entrega a las suposiciones que el caso le inspira; mas el ardor del corazón humano no tarda en inclinarle a martirizarse, así mismo y también por una especie de superstición a formularle preguntas que la respuesta inevitable, el intolerable "nunca más", le proporcione la más horrible secuela de sufrimiento, en cuanto amante solitario. La narración en lo que he designado como su primera fase o fase natural, halla su conclusión precisamente en esa tendencia del corazón a la tortura, llevada hasta el último extremo: hasta aquí, no se ha mostrado nada que pase los límites de la realidad.
Pero, en los temas manejados de esta manera, por mucha que sea la habilidad del artista y mucho el lujo de incidentes con que se adornen, siempre quedan cierta rudeza y cierta desnudez que dañan la mirada de la persona sensible. Dos elementos se exigen eternamente: por una parte, cierta suma de complejidad, dicho con mayor propiedad, de combinación; por otra cierta cantidad de espíritu sugestivo, algo así como una vena subterránea de pensamiento, invisible e indefinido. Esta última cualidad es la que le confiere a la obra de arte el aire opulento que a menudo cometemos la estupidez de confundir con el ideal. Lo que transmuta en prosa —y prosa de la más baja estofa—, la pretendida poesía de los que se denominan trascendentalistas, es justamente el exceso en la expresión del sentido que sólo debe quedar insinuado, la manía de convertir la corriente subterránea de una obra en la otra corriente, visible en la superficie.
Convencido de ello, añadí las dos estancias que concluyen el poema, porque su calidad sugestiva había de penetrar en toda la narración antecedente. La corriente subterránea del pensamiento se muestra por primera vez en estos versos:

Arranca tu pico de mi corazón y precipita tu espectro lejos de mi puerta. El cuervo dijo: "Nunca más"

Quiero subrayar que la expresión de mi corazón encierra la primera expresión poética. Estas palabras, con la correspondiente respuesta, jamás, disponen el espíritu a buscar un sentido moral en toda la narración que se ha desarrollado anteriormente.
Entonces el lector comienza a considerar el cuervo como un ser emblemático pero sólo en el último verso de la última estancia puede ver con nitidez la intención de hacer del cuervo el símbolo del recuerdo fúnebre y eterno.

Y el cuervo, inmutable, sigue instalado, siempre instalado sobre el busto plácido de Palas, justo encima de la puerta de mi habitación; y sus ojos parecen los ojos de un demonio que medita; y la luz de la lámpara, que le chorrea encima, proyecta su sombra en el suelo; y mi alma, fuera del círculo de aquella sombra que yace flotando en el suelo, no podrá elevarse ya más, ¡nunca más!