26 de mayo de 2008

Servicio de Reparaciones / Philip K. Dick

Les dejo un cuento que me gustó mucho, el autor ya lo conocen. A la derecha en la sección de biografías pueden saber mas de él.
Un abrazo
Estanis


Servicio de Reparaciones
Philip K. Dick

Sería aconsejable explicar qué estaba haciendo Courtland justo antes de que sonase el timbre.
En su ostentoso apartamento de la calle Leavenworth, donde el monte Russian Hill desciende hasta la llana extensión de la Playa Norte y finalmente a la propia Bahía de San Francisco, David Courtland estaba sentado con su cuerpo doblado sobre un montón de informes rutinarios, una carpeta semanal con información técnica sobre los resultados de las pruebas de Mount Diablo. Como director de investigación de Pinturas Pesco, Courtland estaba preocupado por la durabilidad comparativa de varias superficies elaboradas por su compañía. Las tablillas tratadas se habían estado cociendo y habían sudado lo suyo en el calor de California durante quinientos sesenta y cuatro días. Había llegado la hora de ver la resistencia a la oxidación del recubrimiento poroso y ajustar la planificación de la producción en consecuencia.
Inmerso en los intrincados datos técnicos, Courtland no escuchó al principio el timbre. En una esquina de la sala de estar su amplificador de alta fidelidad Bogen, con disco giratorio, estaba reproduciendo una sinfonía de Schumann. Su mujer, Fay, estaba limpiando los cacharros de la cena en la cocina. Los dos niños, Bobby y Ralf, estaban ya en sus literas, durmiendo. Al ir a coger su pipa, Courtland se reclinó de la mesa un momento, se pasó una gruesa mano por su escaso pelo gris... y escuchó el timbre.
—Demonios —dijo.
Se preguntó vagamente cuantas veces habría sonado la discreta campanilla; recordaba subliminal y nebulosamente repetidos intentos por atraer su atención. Ante sus cansados ojos la montaña de informes fluctuaba y se batía en retirada. ¿Quién demonios sería? Pero su reloj marcaba las nueve y media, realmente no podía quejarse, aún.
—¿Quieres que lo atienda yo? —dijo con claridad a Fay desde la cocina.
—Yo lo atenderé.
Fatigosamente, Courtland se levantó, se calzó las zapatillas y avanzó pesadamente por la sala, pasando junto al sofá, la lámpara de pie, el revistero, el fonógrafo y la librería hasta llegar a la puerta. Era un grueso ingeniero de mediana edad y no le gustaba que la gente le interrumpiese su trabajo.
En el vestíbulo había un visitante desconocido.
—Buenas noches, señor —dijo el visitante, examinando fijamente un portapapeles—. Siento molestarle.
Courtland le dedicó una mirada agria al joven. Un vendedor, probablemente. Delgado, rubio, camisa blanca, corbata, traje azul de solapa simple, el joven seguía allí de pie sujetando su portapapeles con una mano y un abultado maletín negro en la otra. Sus huesudos rasgos mostraban una expresión de adusta concentración. Tenía un aire de confusión típica de los estudiosos; cejas fruncidas, labios tensos y juntos, los músculos de sus mejillas empezaban a contraerse de forma preocupante. Levantando la mirada, pregunto:
—¿Es este el 1846 de Leavenworth? ¿Apartamento 3A?
—En efecto —dijo Courtland, con la infinita paciencia de un animal lento.
El ceño fruncido de la cara del hombre se relajó mínimamente.
—Muy bien, señor —dijo en tono apremiante. Mirando más allá de Courtland, al interior del apartamento, añadió—. Siento molestarle a estas horas, mientras está trabajando, pero como usted probablemente sepa hemos estado muy atareados el último par de días. Esa es la razón por la cual no hemos podido atender antes su llamada.
—¿Mi llamada? —repitió Courtland. Bajo su cuello desabotonado estaba empezando a sentir como le subía un ardor. Sin duda alguna, Fay tenía algo que ver con aquello; algo que ella pensaba que él debería haber arreglado, algo vital para una agradable vida hogareña—. ¿De qué demonios está hablando? —preguntó—. Vaya al grano.
El joven se ruborizó, tragó saliva ruidosamente, trató de sonreír y se apresuró a decir con voz ronca:
—Señor, soy el técnico de reparaciones que solicitó, estoy aquí para arreglar su swibble.
La réplica jocosa que acudió a la mente de Courtland fue del tipo que sólo habría usado en sus sueños más profundos. «Quizás», deseó decir, «yo no quiera arreglar mi swibble. Quizás quiera mi swibble tal como está». Pero no lo dijo. En su lugar, parpadeó, dejó que la puerta se abriese ligeramente y dijo:
—¿¡Mi qué!?
—Sí, señor —insistió el joven—. El registro de la instalación de su swibble nos llegó como esperamos. Normalmente realizamos una comprobación automática de ajuste, pero su llamada llegó antes de que lo hiciésemos. Así que aquí estoy con un equipo de reparaciones completo. Ahora, en lo referente a la naturaleza de su queja en concreto... —El joven buscó enérgicamente entre el montón de papeles de su portafolios—. Bien, no tiene ningún sentido que lo busque; usted puede decírmelo de palabra. Como probablemente sabrá, señor, nosotros oficialmente no somos parte de la empresa vendedora... tenemos lo que se denomina una cobertura de seguro que cobra existencia automáticamente cuando se realiza la compra. Por supuesto, puede rescindir el acuerdo con nosotros. —Intentó hacer un chiste—. He oído que hay un par de competidores en el negocio de las reparaciones.
Una seria expresión de profesionalidad reemplazó al humor. Estirando su enjuto cuerpo, terminó diciendo:
—Pero déjeme decirle que nosotros hemos estado en el negocio de reparación de swibbles desde que el viejo R.J. Wright presentó el primer modelo experimental A-propulsado.
Por un instante, Courtland no dijo nada. Una fantasmagórica sucesión de imágenes fluyó por su mente: pensamientos aleatorios cuasi-tecnológicos, evaluaciones reflejas y reflexiones sin importancia. Así que los swibbles se estropean, ¿verdad? Negocios de mantenimiento a largo plazo... envían un técnico de reparaciones tan pronto como la venta está cerrada. Tácticas monopolísticas... para expulsar a la competencia antes de que tengan una oportunidad. Comisiones para la sociedad matriz, probablemente con cuentas cruzadas.
Pero ninguno de sus pensamientos se ocupaba del asunto básico. Con un enérgico esfuerzo se obligó a prestar atención de nuevo al impetuoso joven que esperaba nervioso en el vestíbulo con su maletín negro de reparaciones y su portapapeles.
—No —dijo Courtland enfáticamente—, no, su dirección no es la correcta.
—¿Sí, señor? —el joven titubeó educadamente, con un tono de afligido abatimiento en sus rasgos—. ¿La dirección equivocada? Buen Dios, ese nuevo mecanismo me ha vuelto a enviar a otra dirección errónea...
—Será mejor que vuelva a consultar sus papeles de nuevo —dijo Courtland, empujando con aspereza de la puerta—. Sea lo que demonios sea un swibble, yo no tengo ninguno; y yo no le he llamado.
Mientras cerraba la puerta advirtió el horror final en la cara del joven, una parálisis estupefacta. Entonces la brillante superficie de madera pintada de la puerta se interpuso en la visión y Courtland regresó cansinamente a su escritorio.
Un swibble. ¿Qué demonios era un swibble? Se sentó malhumorado e intentó seguir en el punto que lo había dejado... pero sus pensamientos estaban totalmente desbaratados.
No existía nada que se llamase swibble. Y él estaba al día, industrialmente hablando. Leía el U.S. New y el Wall Street Journal. Si existiese tal swibble habría oído hablar de él... salvo que un swibble fuese algún aparatejo para el hogar. Quizás fuese eso.
—Oye —le gritó a su mujer cuando Fay apareció momentáneamente por la puerta de la cocina con un paño de cocina y un plato azul sauce en sus manos—. ¿De qué va esto? ¿Sabes algo sobre swibbles?
Fay sacudió su cabeza.
—No tengo ni idea.
—¿No encargaste un swibble ac-dc de plástico y cromo de Macy´s?
—Con toda seguridad, no.
Quizás fuese algo para los niños. ¿Quizás fuese la última moda en el colegio, el cuchillo, tarjeta inteligente o chuchería de moda del momento? Pero los niños de nueve años no compraban cosas que necesitasen un técnico de reparaciones cargado con un enorme maletín negro de herramientas, no con una paga de cincuenta centavos a la semana.
La curiosidad se sobrepuso al disgusto. Tenía que saber, aunque solo fuese para que constase, qué era un swibble. Se levantó, corrió a la puerta del vestíbulo y la abrió rápidamente.
El vestíbulo estaba vacío, por supuesto. El joven se había marchado. Quedaba un débil olor a colonia para hombre y transpiración nerviosa, pero nada más.
Nada más excepto un papel boca abajo que se había caído del portapapeles del hombre. Courtland se agachó y lo recogió del felpudo. Era una copia de carbón de una orden de reparación, junto a un código de identificación, el nombre de la empresa de reparaciones y la dirección de la persona que había llamado.

1846 Leavenworth Street SF. Video-llamada recibida por Ed Fuller 09.20 PM 28-5. Swibble 30s15H (deluxe). Se recomienda comprobar la retroalimentación lateral y reemplazar el banco neural. AAw3-6.

Los números, la información, no le decían nada a Courtland. Cerró la puerta y regresó lentamente a su escritorio. Alisó la arrugada hoja de papel y releyó las desvaídas palabras de nuevo, tratando de extraer algún significado de ellas. El membrete impreso era:

ELECTRONIC SERVICE INDUSTRIES
455 Montgomery Street, San Francisco 14. Ri8-4456n
Fundada en 1963

Eso era. La exigua afirmación impresa: Fundada en 1963. Con manos temblorosas, Courtland buscó mecánicamente su pipa. Ciertamente, eso explicaba porqué nunca había oído hablar de los swibbles. Explicaba porqué no tenía uno... y porqué, no importaba a cuántas puertas del edificio de apartamentos llamase, el joven técnico de reparaciones no encontraría a nadie que tuviese uno.
Los swibbles aún no habían sido inventados.
Tras un intervalo en el que pensó intensa y furiosamente, Courtland descolgó el teléfono y marcó el número de su subordinado en los laboratorios Pesco.
—No me importa —dijo cautelosamente— qué estés haciendo esta tarde. Te voy a dar una serie de instrucciones y quiero que las lleves a cabo inmediatamente.
Al otro lado de la línea podía oírse a Jack Hurley resoplar enfadado.
—¿Esta noche? Escucha, Dave, la empresa no es mi madre... Tengo vida propia. Si se supone que tengo que acudir a la carrera...
—Esto no tiene nada que ver con Pesco. Quiero una grabadora y una cámara con lente infrarroja. Quiero que consigas un taquígrafo judicial. Quiero uno de los electricistas de la empresa... escógelo bien, quiero al mejor. Y quiero a Anderson, de la sección de ingeniería. Si no puedes conseguirle, tráete a alguno de nuestros diseñadores. Y quiero a alguien de la línea de montaje; consigue a algún viejo mecánico que conozca su oficio. Que conozca de verdad las máquinas.
Dubitativamente, Hurley dijo:
—Bueno, tú eres el jefe; al menos, eres el jefe de investigación. Pero creo que tendrás que aclarar esto con la empresa. ¿Te importaría si hablo con tu jefe y obtengo permiso de Pesbroke?
—Adelante. —Courtland tomó la decisión sobre la marcha—. Mejor aún, le llamaré yo mismo, probablemente quiera saber que vamos a hacer.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Hurley con curiosidad—. Nunca te había oído hablar de esa forma antes... ¿ha inventado alguien una pintura autopulverizadora?
Courtland colgó el teléfono, esperó un interminable momento y marcó el número de su superior, el dueño de Pinturas Pesco.
—¿Tiene un minuto? —preguntó con seguridad cuando la esposa de Pesbroke hubo despertado al hombre de pelo cano de su siesta y le hubo dado el teléfono—. Estoy metido en algo grande; me gustaría hablarle de ello.
—¿Tiene algo que ver con la pintura? —masculló Pesbroke, medio en serio medio en broma—. Si no es así...
Courtland le interrumpió. Hablando muy despacio, le describió detalladamente su contacto con el técnico de reparaciones del swibble.
Cuando Courtland hubo acabado, su jefe siguió en silencio.
—Bien, —dijo finalmente Pesbroke—, supongo que puedo saltarme algunos procedimientos. Puesto que ha conseguido interesarme. De acuerdo, me hago cargo. Pero —añadió en voz baja— si es una elaborada pérdida de tiempo, le pasaré factura por el uso de los hombres y el equipo.
—Con pérdida de tiempo... ¿quiere decir si no obtenemos nada rentable de esto?
—No —dijo Pesbroke—. Quiero decir si sabe de antemano que es una estafa; si me está gastando una broma a sabiendas. Tengo migraña y no consentiré bromas. Si habla en serio, si realmente cree que esto puede ser algo, cargaré los gastos en las cuentas de la empresa.
—Hablo en serio —dijo Courtland—. Usted y yo somos ambos condenadamente viejos para andar con jueguecitos.
—Bien —reflexionó Pesbroke—, cuanto más viejo eres, más proclive te vuelves a explorar las profundidades, y esto suena muy profundo. —Podía oír como trabajaba su mente—. Telefonearé a Hurley y le daré la autorización. Podrá disponer de todo lo que quiera... Supongo que intentará localizar a ese técnico de reparaciones y descubrir qué es realmente.
—Eso es lo que pretendo hacer.
—Suponga que dice la verdad... entonces, ¿qué?
—Bien —dijo Courtland cautelosamente— entonces averiguaré lo que es un swibble. Para empezar. Quizás después...
—¿Cree que regresará?
—Podría ser. No va a encontrar la dirección correcta, eso lo sé. Nadie en este vecindario llamó a un técnico de reparaciones de swibbles.
—¿Y qué importa qué es un swibble? ¿Por qué no averigua como llegó desde su tiempo futuro hasta aquí?
—Creo que sabe lo que es un swibble... y no creo que sepa cómo llegó aquí. Ni siquiera sabe que está aquí.
Pesbroke se mostró de acuerdo.
—Es razonable. Si voy hasta ahí, ¿me permitirá estar presente? Me encantaría presenciarlo.
—Claro —dijo Courtland, sudando, con la vista puesta en la puerta cerrada del vestíbulo—. Pero tendrá que verlo desde otro cuarto. No quiero que nada estropee esto... nunca tendremos otra oportunidad

Refunfuñando, el equipo reclutado de la empresa llegó al apartamento y esperó instrucciones de Courtland. Jack Hurley, con camisa hawaiana, bermudas y camperas, miraba oscuramente a Courtland y movía su puro en la boca.
—Aquí estamos; no sé qué le contaste a Pesbroke, pero ciertamente le pusiste en marcha. —Recorriendo con la mirada el apartamento, preguntó—: ¿Puedo dar por supuesto que vamos a tener la reunión ahora? No hay mucho que pueda hacer esta gente sin que comprendan antes a lo que se van a enfrentar.
En la puerta del dormitorio estaban los dos hijos de Courtland, medio dormidos de sueño. Fay se los llevó dentro nerviosamente y los metió de vuelta en sus camas. En la sala de estar los diversos hombres y mujeres ocupaban posiciones indeterminadas, en sus rostros se observaba una inquieta y airada curiosidad y una aburrida indiferencia. Anderson, el ingeniero, actuaba de forma distante e indiferente. MacDowell, el operario barrigón y caído de hombros de la cadena de montaje, observó con resentimiento proletario el caro mobiliario del apartamento y se hundió en una apatía abochornada cuando se percató de sus botas de trabajo y sus pantalones llenos de grasa. El especialista en grabaciones estaba tirando cables desde sus micrófonos a la grabadora colocada en la cocina. Una esbelta joven, la taquígrafa judicial, trataba de ponerse cómoda en una silla de la esquina. En el sofá, Parkinson, el electricista de emergencias de la fábrica, hojeaba con desgana un ejemplar de Fortune.
—¿Dónde está el equipo de cámara? —preguntó Courtland.
—Viene de camino —respondió Hurley—. ¿Pretendes atrapar a alguien que vaya a llevar a cabo el viejo timo del Tesoro Español?
—Para eso no necesitaría un ingeniero ni un electricista —dijo Courtland secamente. Tenso, comenzó a dar vueltas por la sala de estar—. Probablemente no volvamos a verle; probablemente esté de vuelta en su tiempo a estas alturas, o vagando por Dios sabe dónde.
—¿Quién? —chilló Hurley, echando bocanadas de gris humo de puro debido a la agitación creciente—. ¿Qué va a suceder?
—Un hombre llamó a mi puerta —relató Courtland brevemente—. Habló de cierta maquinaria, un equipo del que nunca oí hablar, de algo llamado swibble.
Todos en el cuarto se quedaron taciturnos y en silencio.
—Averigüemos lo que es un swibble —continuó Courtland ásperamente—. Anderson, empiece. ¿Qué podría ser un swibble?
Anderson sonrió burlonamente.
—Un anzuelo para pescar.
Parkinson se ofreció voluntario para continuar con las suposiciones.
—Un coche inglés con una sola rueda.
A regañadientes, Hurley fue el siguiente.
—Alguna estupidez. Una máquina para deshacerse de las mascotas domesticas.
—Un nuevo sostén plástico —sugirió la taquígrafa judicial.
—Ni idea —murmuró MacDowell con resentimiento—. Nunca oí hablar de nada similar.
—Vale —asintió Courtland, examinando de nuevo su reloj. Estaba a punto de sufrir un ataque de histeria; había pasado una hora y no había señales del técnico de reparaciones—. No lo sabemos, ni siquiera podemos suponerlo. Pero algún día, dentro de nueve años, un hombre llamado Wright va a inventar el swibble y se va a convertir en un gran negocio. Se fabricarán, la gente los comprará y pagará bien por ellos; los técnicos de reparaciones se sumarán al negocio y les atenderán.
La puerta se abrió y Pesbroke entró en el apartamento, con un gabán sobre sus hombros y un destrozado sombrero Stetson sobre su cabeza.
—¿Ha vuelto a aparecer? —Sus ojos ancianos y alerta recorrieron la habitación—. Ustedes parecen estar listos para comenzar.
—Seguimos sin señales de vida de él —dijo Courtland ansiosamente—. Maldición... Yo le despaché, no intenté retenerlo hasta que ya se había marchado.
Le enseñó a Pesbroke la estrujada copia de carbón.
—Ya veo —dijo Pesbroke devolviéndosela—. Y si regresa grabarán lo que diga y fotografiarán todo lo que tenga en el maletín de herramientas. —Señaló a Anderson y MacDowell—. ¿Qué hay del resto de ellos? ¿Para qué son necesarios?
—Quiero tener aquí gente que pueda hacer las preguntas correctas —explicó Courtland—. No podemos conseguir respuestas de otra forma. El hombre, si aparece finalmente, sólo se quedará un tiempo limitado. Durante ese tiempo, tenemos que descubrir... —se interrumpió cuando su esposa se le acercó—. ¿Qué sucede?
—Los niños quieren mirar —explicó Fay—. ¿Pueden? Prometen que no harán ruido —añadió ansiosamente—. A mí me encantaría mirar también.
—Mirad, entonces —respondió Courtland con pesimismo—. Quizás no haya nada que ver.
Mientras Fay servía café, Courtland continuó con su explicación.
—Lo primero de todo, queremos averiguar si ese hombre dice la verdad. Nuestras primeras preguntas tendrán como objetivo descubrirle; quiero que estos especialistas trabajen en él. Si es una estafa, probablemente lo descubran.
—¿Y si no lo es? —preguntó Anderson con una expresión de interés en su rostro—. Si no lo es, estás diciendo que...
—Si no lo es, entonces viene de la próxima década, y quiero sacarle todo lo que sepa de valor. Pero... —Courtland se detuvo—. Dudo si sabrá mucho de teoría. Tengo la impresión de que está en lo más bajo de la pirámide. Probablemente lo mejor que podremos conseguir es una demostración de su trabajo específico. Partiendo de ahí, deberemos completar el cuadro, realizar nuestras extrapolaciones.
—Cree que puede contarnos cómo se gana la vida —dijo Pesbroke astutamente—, que es lo que queremos.
—Tendremos suerte si aparece de una vez —dijo Courtland. Se sentó en el sofá y empezó a golpear rítmicamente su pipa contra el cenicero—. Todo lo que podemos hacer es esperar. Cada uno de vosotros que vaya pensando en lo que va a preguntar. Tratad de imaginar las preguntas que os gustaría hacerle a un hombre del futuro que no sabe que viene del futuro, que está intentado reparar equipos que aún no existen.
—Estoy asustada —dijo la taquígrafa judicial, pálida y con los ojos desorbitados, haciendo temblar su taza de café.
—Estoy cansado de esto —murmuró Hurley con los ojos súbitamente fijos en el suelo—. Todo esto no es más que castillos en el aire.
Justo en ese momento el técnico de reparaciones del swibble regresó y llamó tímidamente a la puerta del vestíbulo una vez más.
El joven técnico de reparaciones estaba aturdido. Y se estaba empezando a alarmar.
—Discúlpeme, señor —comenzó sin preámbulos—. Veo que tiene visitas, pero he vuelto a examinar mis direcciones y esta es sin ninguna duda la dirección correcta —añadió lastimeramente—. Lo he intentado en algunos apartamentos más; nadie sabía de qué estaba hablando.
—Entre —le invitó Courtland. Se hizo a un lado, apartándose de entre el técnico de reparaciones y la puerta, y le condujo hacia la sala de estar.
—¿Es él? —dijo con dubitativa voz cavernosa Pesbroke, entrecerrando los ojos.
Courtland lo ignoró.
—Siéntese —le pidió al técnico de reparaciones del swibble. Por el rabillo del ojo pudo ver a Anderson, Hurley y MacDowell acercándose y a Parkinson dejando su Fortune y poniéndose rápidamente de pie. Se oía desde la cocina el sonido de la cinta corriendo por el cabezal de grabación... el cuarto había cobrado vida.
—Puedo venir en otro momento —dijo el técnico de reparaciones, preocupado, mirando el círculo de gente que se cerraba sobre él—. No quiero molestarle, señor, ahora que tiene visitas.
Sentado desmañadamente en el brazo del sofá, Courtland dijo:
—Este es tan buen momento como cualquier otro. De hecho, es el momento ideal. —Una desbocada sensación de alivio le inundó: ahora tenían una oportunidad—. No sé qué me pasó —continuó rápidamente—. Estaba confundido. Por supuesto que tengo un swibble; está en el comedor.
La cara del técnico de reparaciones se contrajo en un amago de carcajada.
—Oh, de verdad —dijo ahogadamente—. ¿En el comedor? Ese es chiste más gracioso que he oído en semanas.
Courtland miró a Pesbroke. ¿Qué demonios era tan gracioso de aquello? Entonces todo su cuerpo se tensó: sudores fríos bañaron su frente y las palmas de sus manos. ¿Qué demonios era un swibble? Quizás harían mejor preguntándolo directamente... o quizás no. Quizás estaban adentrándose en algo más profundo de lo que creían. Quizás —y no le gustó en absoluto la idea— estaban mejor sin saber nada.
—Me confundió —dijo— su terminología. No pienso en ello como «swibble» —terminó cautelosamente—. Sé que es la jerga popular, pero con tanto dinero involucrado, me gusta más pensar en ello por su nombre auténtico.
El técnico de reparación de swibbles parecía totalmente confundido, Courtland se dio cuenta de que había cometido otro error; aparentemente swibble era su nombre auténtico.
Pesbroke dijo:
—¿Cuánto tiempo lleva reparando swibbles, señor... —esperó, pero no salió respuesta de la blanca y delgada cara—. ¿Cuál es su nombre, joven? —exigió.
—¿Mi qué? —el técnico de reparación de swibbles se levantó a trompicones—. No le entiendo, señor.
Dios mío, pensó Courtland. Iba a ser mucho más difícil de lo que se había imaginado... más de lo que ninguno de ellos se había imaginado.
Airadamente, Pesbroke añadió:
—Usted tiene que tener un nombre. Todo el mundo tiene un nombre.
El joven técnico de reparaciones tragó saliva y bajó la vista hacia la alfombra con la cara ruborizada.
—Yo solo estoy en el grupo de servicio cuatro aún, señor. De forma que aún no tengo un nombre.
—No importa —dijo Courtland. ¿Qué tipo de sociedad concedía los nombres como un privilegio de status?—. Quiero asegurarme de que es usted un técnico de reparaciones competente —explicó—. ¿Cuánto tiempo lleva reparando swibbles?
—Seis años y tres meses —aseguró el técnico de reparaciones. El orgullo sustituyó al bochorno—. En el Instituto obtuve un 10 en aptitudes para el mantenimiento de swibbles —su pequeño pecho se hinchó—. Soy un hombre adecuado para los swibbles de forma innata.
—Perfecto —asintió Courtland ansiosamente, no podía creer que la industria fuese de tales proporciones. ¿Hacían test en los Institutos? ¿Consideraban el mantenimiento de swibbles como un talento básico, como la capacidad de trabajo con símbolos o la destreza manual? ¿Se había vuelto tan importante el trabajo con swibbles como el talento para la música o como la habilidad para concebir relaciones espaciales?
—Bien, —dijo vigorosamente el técnico de reparaciones, recogiendo su abultado equipo de herramientas—. Estoy listo para empezar. Debo estar de vuelta en la tienda lo antes posible... Tengo muchas más llamadas.
Sin miramientos, Pesbroke se levantó y se situó delante del enjuto joven.
—¿Qué es un swibble? —exigió—. Estoy cansado de darle vueltas estúpidamente al asunto. Dice que trabaja con esas cosas, ¿qué son? Es una pregunta bien sencilla; deben ser algo.
—Vaya —dijo el joven vacilando—. Quiero decir, es difícil de explicar. Suponga... bien, suponga que me pregunta qué es un perro o un gato. ¿Cómo puedo responder a eso?
—Así no vamos a llegar a ninguna parte —intervino Anderson—. Los swibbles se fabrican, ¿verdad? Entonces usted debe tener planos; entréguelos.
El joven técnico de reparaciones sujetó su maletín de herramientas a la defensiva.
—¿A qué viene todo esto, señor? Si esta es su idea de una broma... —se volvió hacia Courtland de nuevo—. Me gustaría empezar a trabajar; de verdad que no dispongo de mucho tiempo.
De pie en la esquina, con las manos metidas en los bolsillos, MacDowell dijo lentamente:
—He estado pensando en comprar un swibble. La mujer y las niñas creen que debemos tener uno.
—Oh, desde luego —se mostró de acuerdo el técnico de reparaciones. El color volvió a sus mejillas y continuó—. De hecho, estoy sorprendido de que aún no tenga un swibble, no puedo imaginar qué les sucede a ustedes. Están actuando todos de forma... extraña. ¿De dónde, si se me permite preguntar, son ustedes? ¿Porqué están tan... bien, desinformados?
—Esta gente —explicó Courtland— viene de una región del país donde no hay swibbles.
Inmediatamente la expresión del rostro del técnico de reparaciones se endureció con recelo.
—Oh —dijo mordazmente—. Interesante. ¿Qué región del país es esa?
Courtland había vuelto a decir algo incorrecto, lo sabía. Mientras titubeaba una respuesta, MacDowell se aclaró la garganta y continuó inexorablemente.
—De cualquier forma —dijo—, hemos estado pensando en comprar uno. ¿Lleva usted algún folleto? ¿Fotografías de diferentes modelos?
—Me temo que no, señor —respondió el técnico de reparaciones—. Pero si me da su dirección haré que el Departamento de Ventas le envíe la información. Y si usted quiere, un técnico especializado puede llamarle cuando le venga bien y describirle las ventajas de poseer un swibble.
—¿El primer swibble fue diseñado en 1963? —preguntó Hurley.
—Exactamente —las sospechas del técnico de reparaciones habían desaparecido momentáneamente—. Y justo a tiempo, además. Déjenme decirles esto: si Wright no hubiese conseguido hacer funcionar aquel primer modelo, no quedaría vivo ningún ser humano. Ustedes que no poseen swibbles, puede que no los conozcan, y ciertamente actúan como si no los conociesen, pero siguen vivos gracias al viejo R.J. Wright. Son los swibbles los que hacen que el mundo siga funcionando.
Abriendo su maletín negro, el técnico de reparaciones sacó raudamente un intrincado mecanismo de tubos y cables. Llenó un cilindro con un líquido claro, lo selló, presionó el émbolo y lo alineó.
—Comenzaré con una inyección de dx... que normalmente los devuelve a su estado operativo.
—¿Qué es dx? —preguntó inmediatamente Anderson.
Sorprendido por la pregunta, el técnico de reparaciones contestó:
—Es un concentrado alimenticio con alto contenido proteico. Hemos descubierto que el noventa y nueve por ciento de las llamadas para reparaciones en tan breve tiempo son el resultado de una dieta inapropiada. La gente simplemente no sabe cómo cuidar de sus nuevos swibbles.
—Dios mío —dijo Anderson en un susurro—. Están vivos.
La mente de Courtland entró en barrena. Se había equivocado, no era precisamente un técnico de reparaciones lo que había provocado que reuniese a todo aquel equipo. El hombre había venido a arreglar el swibble, de acuerdo, pero su profesión era ligeramente diferente de lo que había supuesto. No era un técnico de reparaciones, era un veterinario.
Mientras sacaba y preparaba instrumentos y medidores, el joven explicó:
—Los nuevos swibbles son mucho más complejos que los primeros modelos; necesito todo esto ya sólo para empezar. Pero échenle la culpa a la Guerra.
—¿La Guerra? —repitió Fay Courtland con aprehensión.
—No la primera guerra. La grande, en el ‘75. Aquella pequeña guerra del ‘61 no fue gran cosa realmente. Ya saben, supongo, que Wright era originalmente un ingeniero de la Armada, destinado en... bueno, creo que lo llamaban Europa. Creo que la idea le surgió debido a todos aquellos refugios llenos hasta los topes. Si, estoy seguro de que fue así. Durante aquella pequeña guerra del ‘61 fueron millones los que pasaron por ellos. Y luego de vuelta a sus procedencias. Dios bendito, la gente iba y venía entre los dos bandos... era para sublevarse.
—La historia no es mi fuerte —dijo Courtland con voz poco clara—. Nunca presté mucha atención en la escuela... la guerra del ‘61, ¿fue entre Rusia y América?
—Oh —dijo el técnico de reparaciones— fue entre todo el mundo. Rusia lideraba el bloque del Este, por supuesto. Y América el bloque Occidental. Pero todo el mundo estuvo involucrado. Pero, no obstante, esa fue la guerra sin importancia; no cuenta.
—¿Sin importancia? —preguntó Fay horrorizada.
—Bueno, —admitió el técnico de reparaciones—, supongo que en su momento les debió parecer muy importante. Pero lo que quiero decir es que quedaron edificios en pie, después de todo. Y sólo duró unos cuantos meses.
—¿Quién... ganó? —dijo ahogadamente Anderson.
El técnico de reparaciones se rió con disimulo.
—¿Ganar? Qué pregunta tan extraña. Bien, quedó más gente en el bloque del Este, si es lo que quiere decir. De cualquier forma, la importancia de la guerra del ‘61, y estoy seguro de que sus profesores de historia dejarían esto bien claro, fue que aparecieron los swibbles. R.J. Wright sacó su idea de los refugiados que iban de Campo en Campo que aparecieron en esa guerra. Así que en el ‘75, cuando la guerra de verdad llegó, tenía un montón de swibbles. —Pensativamente, añadió—: De hecho, yo diría que la guerra de verdad fue una guerra por los swibbles. Quiero decir, fue la última guerra. Fue la guerra entre la gente que quería los swibbles y aquellos que no los querían. —Con satisfacción, terminó diciendo—: Huelga decirlo, nosotros ganamos.
Después de un lapso, Courtland consiguió preguntar:
—¿Qué les sucedió a los otros? Aquellos que... no querían a los swibbles.
—Vaya —dijo finamente el técnico de reparaciones—, los swibbles se encargaron de ellos.
Temblando, Courtland dejó caer su pipa.
—No sabía eso.
—¿Qué quiere decir? —exigió saber con voz ronca Pesbroke—. ¿Cómo se encargaron de ellos? ¿Qué hicieron?
Atónito, el técnico de reparaciones sacudió la cabeza.
—No sabía que había tanta ignorancia en estos niveles. —Estar en la posición de experto le gustaba; sacando pecho, procedió a explicar al círculo de rostros atentos lo fundamental de la historia—. El primer swibble A-propulsado de Wright era tosco, por supuesto. Pero cumplía su propósito. Originalmente, era capaz de diferenciar a los refugiados en dos grupos: aquellos que eran trigo limpio realmente y aquellos que fingían. Aquellos que llegaban para después irse de vuelta a sus lugares de procedencia... que no eran realmente leales. Las autoridades querían saber cuales de los refugiados provenían realmente de Occidente y cuales eran espías y agentes secretos. Esa era la función original de los swibbles. Pero eso no es nada comparado con la actualidad.
—No —se mostró de acuerdo Courtland, petrificado—. Nada en absoluto.
—Ahora —dijo lisa y llanamente el técnico de reparaciones—, ya no se encargan de esas tareas tan vulgares. Es absurdo esperar hasta que un individuo haya abrazado una ideología contraria, y esperar entonces que la abandone. En cierto modo es irónico, ¿verdad? Después de la guerra del ‘61 realmente sólo había una ideología contraria: aquellos que se oponían a los swibbles.
Rió alegremente.
»Así que los swibbles diferenciaron a aquellos que no querían ser diferenciados por los swibbles. Oh, dios mío, esa fue toda una guerra. Porque no fue una guerra sucia, con muchas bombas y napalm. Fue una guerra científica, nada de hacer daño de forma aleatoria. Consistió en que los swibbles bajasen a los sótanos, ruinas y lugares escondidos y sacasen a la luz a las Contrapersonas una a una. Hasta que los tuvieron a todos ellos. De esta forma ahora —terminó, recogiendo su equipo— no tenemos que preocuparnos por guerras ni nada de ese estilo. No habrá más conflictos, porque no tenemos ideologías contrarias. Como Wright demostró, no importa qué ideología tengamos; no importa si es Comunismo, Capitalismo, Socialismo, Fascismo o Esclavismo. Lo que es importante es que todos nosotros estemos completamente de acuerdo, que todos seamos absolutamente leales. Y desde que tenemos los swibbles... —guiñó un ojo significativamente a Courtland—. Bien, como nuevo poseedor de un swibble usted ya conoce las ventajas. Conoce la sensación de seguridad y satisfacción al saber con certeza que su ideología es totalmente congruente con la del resto del mundo. Que no hay ni una posibilidad, que ni por asomo puede estar descarriado... y de que algún swibble que pase por ahí se lo coma a usted.
Fue MacDowell quien logró acercarse a él primero.
—Sí —dijo irónicamente—. Ciertamente suena como lo que mi mujer, las niñas y yo queremos.
—Oh, debe tener un swibble propio —apremió el técnico de reparaciones—. Reflexione... si tiene su propio swibble, se ajustará a usted automáticamente. Le mantendrá en el buen camino sin esfuerzo ni jaleos. Siempre sabrá que no se va a desviar... recuerde el eslogan de los swibbles: ¿Por qué ser legal a medias? Con su propio swibble, su perspectiva será corregida sin dolor alguno... pero si está a la espera, si tiene la esperanza de estar en el camino correcto, oh, uno de estos días puede entrar en la sala de estar de un amigo y su swibble puede simplemente partirle en dos y sorberlo. Por supuesto —reflexionó— un swibble que pase por ahí también puede cogerle a tiempo de enderezarlo. Pero normalmente es demasiado tarde. Normalmente... —sonrió—. Normalmente la gente está más allá de la redención una vez que ha empezado.
—¿Y su trabajo —murmuró Pesbroke— es mantener a los swibbles operativos?
—Se desajustan, si se les deja a su aire.
—¿No es una especie de paradoja? —prosiguió Pesbroke—. Los swibbles nos mantienen ajustados y nosotros los mantenemos ajustados a ellos... es un círculo cerrado.
El técnico de reparaciones estaba intrigado.
—Sí, es una forma interesante de verlo. Pero debemos mantener controlados a los swibbles, por supuesto. Así no se mueren —tembló—. O aún peor.
—¿Mueren? —dijo Hurley, aún sin comprender—. Pero si realmente se fabrican... —frunciendo el ceño añadió—: O son máquinas o están vivos. ¿Cuál de ellas?
Pacientemente, el técnico de reparaciones explicó la física elemental.
—El germen swibble es un fenotipo orgánico cultivado en un medio proteínico bajo condiciones controladas. El tejido neurológico controlador que forma la base del swibble está vivo, ciertamente, en el sentido de que crece, piensa, se alimenta, excreta deshechos. Sí, definitivamente está vivo. Pero el swibble, como un todo funcional, es un objeto fabricado. El tejido orgánico se inserta en un contenedor principal que se sella. Yo ciertamente no reparo eso; le aporto nutrientes para restaurar un adecuado equilibrio dietético e intento ocuparme de los organismos parásitos que se cuelan dentro. Trato de mantenerlo ajustado y sano. La estabilidad del organismo es, por supuesto, totalmente mecánica.
—¿El swibble tiene acceso directo a las mentes humanas? —preguntó Anderson, fascinado.
—Naturalmente. Es un metazoo telepático desarrollado artificialmente. Y con él, Wright resolvió el problema básico de los tiempos modernos: la existencia de diversas facciones ideológicas enfrentadas y beligerantes, la presencia de la deslealtad y la disensión. En palabras del famoso aforismo del General Steiner: La guerra es una extensión de las discrepancias de las cabinas electorales al campo de batalla. Y el preámbulo de la Carta Mundial de Derechos: La guerra, si va a ser eliminada, debe ser eliminada de las mentes de los hombres, porque es en las mentes de los hombres donde comienzan las discrepancias. Hasta 1963, no había forma de entrar en las mentes de los hombres. Hasta 1963, el problema era irresoluble.
—Gracias a Dios —dijo Fay claramente.
El técnico de reparaciones no la escuchó; estaba ensimismado con su propio entusiasmo.
—Pero mediante el swibble, hemos conseguido transformar el problema sociológico básico de la lealtad en una rutina técnica: de mero mantenimiento y reparación. Nuestra única preocupación es mantener los swibbles funcionando correctamente, el resto es cosa suya.
—En otras palabras —dijo Courtland débilmente— ustedes los técnicos de reparaciones son el único control que se ejerce sobre los swibbles. Ustedes representan a toda la humanidad frente a esas máquinas.
El técnico de reparaciones reflexionó.
—Supongo que sí —admitió modestamente—. Si, es correcto.
—Si no fuese por ustedes, ellos controlarían condenadamente bien a la raza humana.
El pecho huesudo se hinchó de complacencia, arrogancia confiada.
—Supongo que es cierto.
—Mire —dijo Courtland con voz poco clara. Sujetó al hombre por el brazo—. ¿Cómo demonios puede estar seguro? ¿Realmente están al mando?
Una descabellada esperanza crecía en su interior: mientras los hombres tuviesen poder sobre los swibbles había una oportunidad de devolver las cosas a su sitio. Los swibbles podían ser desarmados, desmontados pieza a pieza. Mientras los swibbles tuviesen que someterse a las reparaciones de los humanos quedaba un resquicio de esperanza.
—¿Qué dice, señor? —indagó el técnico de reparaciones—. Por supuesto que estamos al mando. No se preocupe. —Firmemente, se liberó de los dedos de Courtland—. Ahora, ¿dónde está su swibble? —paseó la vista por el cuarto—. Tendré que apurarme, no queda mucho tiempo.
—No tengo swibble —dijo Courtland.
Por un momento no se percató. Entonces una extraña e intrincada expresión atravesó el rostro del técnico de reparaciones.
—¿No tiene swibble? Pero usted me dijo...
—Algo ha salido mal —dijo Courtland con voz ronca—. No existen los swibbles. Es demasiado pronto... aún no han sido inventados. ¿Comprende? ¡Vino demasiado pronto!
Los ojos del joven se abrieron como platos. Aferrando su equipo, reculó dos pasos a trompicones, parpadeó, abrió su boca e intentó hablar.
—¿Demasiado... pronto? —Empezaba a comprender. De repente parecía mayor, mucho más viejo—. Ya me extrañaba. Todos los edificios intactos... el mobiliario arcaico. ¡La máquina de transmisión debe estar fuera de fase! —La furia le inundó—. Ese servicio instantáneo... Sabía que los envíos deberían haber seguido con el viejo sistema mecánico. Les dije que hiciesen test más potentes. Señor, nos va a costar un ojo de la cara; me sorprendería que siquiera consiguiésemos arreglar este desaguisado.
Agachándose con furia, metió precipitadamente su equipo en el maletín. Con un solo movimiento lo cerró y le echó llave, se enderezó y saludó respetuosamente a Courtland.
—Buenas tardes —dijo con frialdad. Y se desvaneció.
El círculo de observadores se quedó sin nada que observar. El técnico de reparación de swibbles se había marchado por donde había venido.

Después de un tiempo, Pesbroke se giró y señaló al hombre que estaba en la cocina.
—Puede perfectamente apagar la grabadora —murmuró lóbregamente—. No hay nada más que grabar.
—Buen Dios —dijo Hurley, temblando—. Un mundo dominado por máquinas.
Fay tiritó.
—No puedo creer que aquel hombrecito tuviese tanto poder; pensaba que era sólo un operario inexperto.
—Estaba por completo al mando —dijo Courtland amargamente.
El silencio les rodeó.
Uno de los niños bostezó somnolientamente. Fay se volvió de improviso hacia ellos y los llevó eficientemente de vuelta al cuarto.
—Es hora de que vosotros dos estéis en la cama —ordenó con falsa jovialidad.
Protestando de mala gana, los dos niños desaparecieron y la puerta se cerró. Poco a poco la sala de estar cobró vida. El hombre de la grabadora comenzó a rebobinar la cinta. La taquígrafa judicial recogió temblorosamente sus notas y guardó sus lápices. Hurley encendió un puro y se quedó de pie echando bocanadas caprichosamente, con el rostro lóbrego y sombrío.
—Supongo —dijo finalmente Courtland— que todos lo habremos dado por bueno, que hemos asumido que no es una broma.
—Bien —señaló Pesbroke—, él se desvaneció. Eso debería ser prueba suficiente. Y todos los trastos que sacó de ese maletín...
—Será dentro de nueve años —dijo pensativamente Parkinson, el electricista—. Wright ya debe haber nacido. Busquémosle y clavémosle un cuchillo.
—Ingeniero de la Armada —asintió MacDowell—. R.J. Wright. Debe ser posible localizarlo. Quizás podamos evitar que suceda.
—¿Cuánto tiempo creen que la gente como él podrá mantener bajo control a los swibbles? —preguntó Anderson.
Courtland se encogió de hombros con cansancio.
—Ni idea. Quizás años... puede que un siglo. Pero más tarde o más pronto sucederá algo, algo que no se esperan. Y entonces toda esa maquinaria depredadora acabará con todos nosotros.
Fay se estremeció intensamente.
—Suena horrible; me alegro de que no vaya a suceder por el momento.
—Tú y el técnico de reparaciones —dijo Courtland amargamente—. Mientras no os afecte a vosotros...
Los nervios a flor de piel de Fay terminaron por estallar.
—Lo discutiremos más tarde —sonrió nerviosamente a Pesbroke—. ¿Más café? Traeré más —girando sobre sus talones, salió apresuradamente de la sala de estar y entró en la cocina.
Mientras llenaba la cafetera de agua, el timbre de la puerta sonó quedamente.
Todo el mundo en el cuarto se estremeció. Se miraron entre ellos, mudos y horrorizados.
—Ha vuelto —dijo Hurley con voz poco clara.
—Quizás no sea él —sugirió Anderson sin mucha convicción—. Quizás son la gente de la cámara, por fin.
Pero ninguno de ellos fue hasta la puerta. Después de un lapso, el timbre volvió a sonar, durante más tiempo y más insistentemente.
—Tenemos que atenderlo —dijo petrificado Pesbroke.
—No seré yo —dijo temblorosamente la taquígrafa judicial.
—Este no es mi apartamento —apuntó MacDowell.
Courtland se acercó a la puerta tenso. Incluso antes de agarrar el tirador, sabía de qué se trataba. Enviado usando la transmisión instantánea reparada. Algo para llevar al personal y los técnicos de reparaciones directamente a sus destinos. Para que el control de los swibbles pudiese ser absoluto y perfecto, para que nada saliese mal.
Pero algo había salido mal. El control se había jugado una mala pasada a sí mismo. Había funcionado cabeza abajo, completamente sin control. Autoderrotándose, haciéndose inefectivo: era demasiado perfecto. Aferrando el tirador, abrió la puerta.
En el vestíbulo había cuatro hombres. Llevaban uniformes grises y gorras. El primero de ellos se quitó la gorra, miró una hoja de papel impreso y señaló educadamente con la cabeza a Courtland.
—Buenas tardes, señor —dijo alegremente. Era un hombre fornido, ancho de hombros, con una mata de poblado pelo castaño sobre su frente reluciente de sudor—. Nosotros... uh... estamos un poco perdidos, me temo. Nos ha llevado un rato llegar hasta aquí.
Mirando al interior del apartamento, ajustó su pesado cinturón de cuero, metió su hoja de instrucciones en su bolsillo y frotó sus grandes y competentes manos una contra la otra.
—Está abajo, en el maletero —anunció, dirigiéndose a Courtland y el resto de la gente de la sala de estar—. Díganme dónde lo quieren y lo subiremos. Necesitamos un sitio bien amplio, aquella pared de allí junto a la ventana podría valer.
Dándose la vuelta, él y sus hombres se dirigieron con bríos hacia el ascensor de servicio.
—Estos swibbles último modelo ocupan un montón de espacio.

Fin

14 de mayo de 2008

10 años sin Frank


Este es mi pequeño homenaje a 10 años del fallecimiento (14-05-98) del gran Frankie "blue eyes" Sinatra. Espero que les guste y disfruten de su voz. Realmente un genio.
Un abrazo
Estanis




My Way

And now, the end is near;
And so I face the final curtain.
My friend, Ill say it clear,
Ill state my case, of which Im certain.

Ive lived a life thats full.
Ive traveled each and evry highway;
And more, much more than this,
I did it my way.

Regrets, Ive had a few;
But then again, too few to mention.
I did what I had to do
And saw it through without exemption.

I planned each charted course;
Each careful step along the byway,
But more, much more than this,
I did it my way.

Yes, there were times, Im sure you knew
When I bit off more than I could chew.
But through it all, when there was doubt,
I ate it up and spit it out.
I faced it all and I stood tall;
And did it my way.

Ive loved, Ive laughed and cried.
Ive had my fill; my share of losing.
And now, as tears subside,
I find it all so amusing.

To think I did all that;
And may I say - not in a shy way,
No, oh no not me,
I did it my way.

For what is a man, what has he got?
If not himself, then he has naught.
To say the things he truly feels;
And not the words of one who kneels.
The record shows I took the blows -
And did it my way!



Bad Bad Leroy Brown

Now the south side of chicago
Is (its) the baddest part of town
And if you (youre gonna) go down there, you better (just) beware
Of a man (cat) named leroy brown

Now leroy (brown) hes trouble
And he stands about six feet four
All the downtown ladies call him: treetop lover
The studs they call him: sir

(yeah) hes bad, bad leroy brown
Meanest (baddest) man (cat) in the whole damn town
Badder that old king kong
(and( (hes) meaner that a junkyard dog

Now leroy hes a gambler
And he likes (digs) his (those) fancy clothes
He likes to wave his (that) (great big / big fat) (shinny) diamond ring(s)
Under (in front of) everybodys nose

Hes got a custom continental
Hes got an eldorado too
Hes got a 22 (32) gun in his pocket for fun
Hes got a razor in his (the razor in the) shoe

(yeah) hes bad, bad leroy brown
Meanest (baddest) man (cat) in the whole damn town
Badder that old king kong
(and (hes) meaner that a junkyard dog

Now friday - bout a week ago
Leroy shootin dice
And at the end (edge) of the bar, sat (was) a lady (chick) named dorris (morris)
Man she sure looked nice

And (well/then) he layed his eyes upon her
Thats when the big scene (trouble soon) began
And leroy brown he learned a lesson bout messin
With the wife of a jealous man

(yeah) hes bad, bad leroy brown
Meanest (baddest) man (cat) in the whole damn town
Badder that old king kong
(and) (hes) meaner that a junkyard dog


Pueden ver mas info acerca de su carrera artistica en:IMDB.com

11 de mayo de 2008

Historia de un muerto contada por él mismo / Alejandro Dumas

Lindo cuento de este gran escritor. Espero les guste!
Saludos
Estanis

Historia de un muerto contada por él mismo
Alejandro Dumas

Una noche de diciembre estábamos reunidos tres amigos en el taller de un pintor. Hacía un tiempo sombrío y frío, y la lluvia golpeaba los cristales con un ruido continuo y monótono.
El taller era inmenso y estaba débilmente iluminado por la luz de una chimenea en torno a la que conversábamos.
Aunque todos fuéramos jóvenes y joviales, la conversación había tomado, a pesar nuestro, un aire de aquella noche triste, y las palabras alegres se habían agotado rápidamente.
Uno de nosotros reanimaba constantemente la hermosa llama azul de un ponche que arrojaba sobre todos los objetos circundantes una claridad fantástica. Los inmensos bosquejos, los cristos, las bacantes, las madonas, parecían moverse y danzar sobre las paredes, como grandes cadáveres fundidos en el mismo tono verdoso. Aquel vasto salón, resplandeciente de día por las creaciones del pintor, lleno de sus sueños, había tomado aquella noche en la penumbra, un carácter extraño.
Cada vez que la pequeña cuchara de plata volvía a caer en el tazón lleno de licor encendido, los objetos se reflejaban sobre los muros con formas desconocidas y con tintes inauditos; desde los viejos profetas de barbas blancas hasta esas caricaturas que cubren las paredes de los talleres, y que parecen un ejército de demonios como los que aparecen en sueños o como los que dibujaba Goya. Además, la calma brumosa y fría del exterior aumentaba lo fantástico del interior; cada vez que mirábamos aquella claridad por un instante, nos veíamos a nosotros mismos con rostros de un gris verdoso, con los ojos fijos y brillantes como rubíes, los labios pálidos y las mejillas hundidas. Quizá lo más impresionante era una máscara de yeso, moldeada sobre el rostro de uno de nuestros amigos, muerto hacía algún tiempo, máscara que, colgada cerca de la ventana, recibía en su perfil el reflejo del ponche, lo que le daba una fisonomía extrañamente burlona.
Todo el mundo ha sufrido como nosotros la influencia de salones vastos y tenebrosos, como los describe Hoffmann o como los pinta Rembrandt; todo el mundo ha experimentado, al menos una vez, esos miedos sin causa, esas fiebres espontáneas a la vista de objetos a los que el rayo pálido de la luna o la luz dudosa de una lámpara otorgan una forma misteriosa; todo el mundo se ha encontrado en una habitación grande y sombría, junto a un amigo, escuchando algún cuento inverosímil y experimentado ese terror secreto que puede cesar de golpe encendiendo una lámpara o hablando de otra cosa; lo que evitamos hacer, porque es muy grande la necesidad de emociones, verdaderas o falsas, que tiene nuestro pobre corazón.
En fin, aquella noche, éramos tres. La conversación, que nunca toma la línea recta para llegar a su meta, había seguido todas las fases de nuestras ideas veinteañeras: unas veces ligera como el humo de nuestros cigarrillos, otras vivaz como la llama del ponche, en las demás, sombría como la sonrisa de aquella máscara de yeso.
Habíamos llegado a un punto en el que no hablábamos siquiera; los cigarros, que seguían el movimiento de las cabezas y de las manos, brillaban como tres aureolas girando en la sombra.
Era evidente que el primero que abriera la boca y que turbara el silencio, aunque fuera para una broma, causaría inquietud a los otros dos; hasta tal punto estábamos sumidos, cada uno por nuestro lado, en una ensoñación miedosa.
-Henri -dijo el que vigilaba el ponche, dirigiéndose al pintor-, ¿has leído a Hoffman?

-¡Por supuesto! -respondió Henri.

-Y, ¿qué piensas de él?

-Pienso que es admirable, y tanto más, porque creía evidentemente en lo que escribía. Por lo que a mí respecta, sólo sé que cuando lo leía por la noche, me iba a la cama, frecuentemente, sin cerrar mi libro y sin atreverme a mirar detrás de mí.

-¿O sea, que te gusta lo fantástico?

-Mucho.

-¿Y a ti? -preguntó dirigiéndose a mí.

-También.

-Pues bien, voy a contarles una historia fantástica que me ocurrió.

-Esto no podía acabar de otro modo; cuenta.

-¿Es una historia que te ocurrió a ti mismo? -pregunté.

-A mí mismo.

-Pues cuenta, hoy estoy dispuesto a creer todo.

-Tanto más, cuanto que, palabra de honor, puedo afirmar que soy el héroe.

-Bueno, adelante, te escuchamos.

Dejó caer la pequeña cuchara en el tazón. La llama se apagó poco a poco, y permanecimos en una oscuridad casi completa, con sólo las piernas iluminadas por el fuego de la chimenea.

Él comenzó:

-Una noche, hará aproximadamente un año, hacía el mismo tiempo que hoy, el mismo frío, la misma lluvia, la misma tristeza. Yo tenía muchos enfermos, y después de haber hecho mi última visita, en lugar de ir un instante a Les Italiens como tenía por costumbre, hice que me llevaran a mi casa. Vivía en una de las calles más desiertas del barrio Saint-Germain. Estaba muy cansado y me acosté pronto. Apagué la lámpara y, durante algún tiempo, me entretuve mirando el fuego, que ardía y hacía danzar grandes sombras sobre la cortina de mi cama; finalmente, mis ojos se cerraron y me dormí.
Hacía aproximadamente una hora que dormía cuando sentí una mano que me sacudía vigorosamente. Me desperté sobresaltado, como quien espera dormir mucho tiempo, y observé con asombro al visitante nocturno. Era mi criado.

-Señor -me dijo-, levántese inmediatamente, le buscan para que visite a una joven que se muere.

-¿Y dónde vive esa joven? -le pregunté.

-Casi enfrente; además, ahí está la persona que ha venido por usted para acompañarle.

Me levanté y me vestí apresuradamente, pensando que la hora y la circunstancia harían perdonar mi vestimenta; cogí mi lanceta y seguí al hombre que me habían enviado.
Llovía a cántaros.
Afortunadamente, no tuve más que atravesar la calle y al instante estuve en casa de la persona que reclamaba mis cuidados. Vivía en un palacete vasto y aristocrático. Crucé un gran patio, subí los peldaños de una escalinata y pasé por un vestíbulo donde se hallaban unos criados aguardándome. Me hicieron subir un piso y pronto me encontré en la habitación de la enferma. Era una gran habitación con viejos muebles de madera negra esculpida. Una mujer me introdujo en aquella habitación a la que nadie nos siguió. Fui dirigido hacia una gran cama de columnas, tapizada con una antigua y rica tela de seda, y vi, sobre la almohada, la más encantadora cabeza de madona que jamás haya soñado Rafael. Tenía unos cabellos dorados como una ola del Pactolo, enmarcando un rostro de un perfil angelical, los ojos semicerrados y la boca entreabierta dejaba ver una doble hilera de perlas. Su cuello resplandecía de blancura, puro de líneas; su camisa entreabierta insinuaba un pecho hermoso capaz de tentar a San Antonio y, cuando cogí su mano, recordé esos brazos blancos que Homero da a Juno. En fin, aquella mujer era una mezcla del ángel cristiano y de la diosa pagana; todo en ella revelaba la pureza del alma y la fogosidad de los sentidos. Hubiera podido pasar al mismo tiempo por la santa Virgen o por una bacante lasciva, enloquecer a un sabio y dar la fe a un ateo. Cuando me acerqué a ella, sentí a través del calor de la fiebre ese perfume misterioso hecho de todos los perfumes que emana la mujer.
Permanecí sin recordar la causa que me había llevado allí, mirándola como una revelación y sin encontrar nada semejante ni en mis recuerdos ni en mis sueños. Cuando ella volvió la cabeza hacia mí, abrió sus grandes ojos azules y me dijo:

-Sufro mucho.

Sin embargo, no tenía casi nada. Una sangría y estaba salvada. Cogí mi lanceta y en el momento de tocar aquel brazo tan blanco, mi mano tembló. Pero el médico se impuso al hombre. Cuando abrí la vena, corrió una sangre pura como de coral en fusión, y ella se desvaneció.
Ya no quise dejarla. Me quedé a su lado. Experimentaba una secreta felicidad por tener la vida de aquella mujer entre mis manos. Detuve la sangre, ella volvió a abrir poco a poco los ojos, se llevó la mano que tenía libre a su pecho, se giró hacia mí, y mirándome, con una de esas miradas que condenan o salvan, me dijo:

-Gracias, sufro menos.

Había tanta voluptuosidad, tanto amor y tanta pasión alrededor de ella que yo estaba clavado en mi sitio, contando cada latido de mi corazón por los latidos del suyo, escuchando su respiración todavía un poco febril, y diciéndome que si había alguna cosa del cielo en esta tierra, debía ser el amor de aquella mujer.
Se durmió.
Yo estaba arrodillado sobre los peldaños de su cama, como un sacerdote en el altar. Una lámpara de alabastro colgada del techo lanzaba una claridad encantadora sobre todos los objetos. Estaba solo a su lado. La mujer que me había introducido había salido para anunciar que su ama estaba bien y que no se necesitaba a nadie. Era verdad, su ama estaba allí, tranquila y hermosa como un ángel dormido en su plegaria. En cuanto a mí, yo estaba loco...
Pero no podía quedarme en aquella habitación toda la noche. Por tanto, salí también sin hacer ruido para no despertarla. Receté algunos cuidados al irme, y dije que volvería al día siguiente.
Cuando regresé a mi casa, estuve desvelado por su recuerdo. Comprendí que el amor de aquella mujer debía ser un encantamiento eterno hecho de ensoñación y de pasión; que debía ser púdica como una santa y apasionada como una cortesana; concebí que debía ocultar al mundo todos los tesoros de su belleza, y que a su amante debía entregarse desnuda por entero. En fin, su imagen quemó mi noche, y cuando llegó la claridad yo estaba locamente enamorado.
Más tarde, tras los pensamientos locos de una noche agitada, llegaron las reflexiones. Me dije que un abismo infranqueable me separaba de aquella mujer; que era demasiado bella para no tener un amante; que debía ser demasiado amado para que ella le olvidase, y me puse a odiar sin conocer a aquel hombre, a quien Dios daba tanta felicidad en este mundo, para que pudiera sufrir, sin protestar, una eternidad de dolores.
Esperaba impaciente la hora a la que podía presentarme en su casa, y el tiempo que pasé esperándola me pareció un siglo.
Finalmente, llegó la hora y salí.
Cuando llegué, me hicieron entrar en una reducida habitación exquisita, de un rococó furioso, de un pompadour sorprendente; estaba sola y leía. Un gran vestido de terciopelo negro la ceñía por todas partes, no dejando ver, como en las vírgenes del Perugino, más que las manos y la cabeza. Tenía el brazo que yo había sangrado coquetamente en cabestrillo y extendía ante el fuego sus pequeños pies, que no parecían hechos para caminar sobre esta tierra. Esa mujer era tan completamente bella que Dios parecía haberla dado al mundo como un esbozo de los ángeles.
Me tendió la mano y me hizo sentar a su lado.

-¿Tan pronto levantada, señora? -le dije-, usted es imprudente.

-No, soy fuerte -me contestó sonriendo-, he dormido muy bien y, además, no estaba enferma.

-Sin embargo, decía que sufría.

-Más del pensamiento que del cuerpo -dijo con un suspiro.

-¿Tiene alguna pena, señora?

-Oh, una profunda. Afortunadamente, Dios también es médico y ha encontrado la panacea universal, el olvido.

-Pero hay dolores que matan -le dije.

-Y bien, la muerte o el olvido, ¿no es lo mismo? La una es la tumba del cuerpo, la otra la tumba del corazón, eso es todo.

-Pero usted, señora -dije-, ¿cómo puede tener una pena? Está demasiado alta para que la alcance, y los dolores deben sentirse bajo sus pies como las nubes bajo los pies de Dios; las tormentas para nosotros, para usted la serenidad.

-Eso es lo que le engaña -continuó ella-, y lo que prueba que toda su ciencia se detiene ahí, en el corazón.

-Y bien -le dije-, trate de olvidar, señora. Dios permite a veces que una alegría suceda a un dolor, que la sonrisa suceda a las lágrimas, ¿cierto?; y cuando el corazón de aquel que prueba está demasiado vacío para llenarse solo, cuando la herida es demasiado profunda para cerrar sin ayuda, envía al camino de aquella a la que quiere consolar otra alma que la comprende porque sabe que se sufre menos sufriendo a dúo; y llega un momento en que el corazón vacío se llena de nuevo o la herida cicatriza.

-¿Y cuál es el dictamen, doctor -me dijo ella-, con qué cura semejante herida?

Se hizo un silencio bastante largo durante el cual admiré aquel rostro divino, sobre el que la media luz filtrada a través de las cortinas de seda arrojaba tintes encantadores, y admiré también aquellos hermosos cabellos de oro, no sueltos como en la víspera, sino alisados sobre las sienes y cogidos en la nuca.
Desde el principio, la conversación había adoptado un aire triste; por eso aquella mujer me pareció más radiante aún que la primera vez, con su triple corona de belleza, pasión y dolor. Dios la había probado con el dolor y era preciso que aquel a quien ella diera su alma aceptara la misión, doblemente santa, de hacerle olvidar el pasado y esperar el futuro.
Por eso permanecí ante ella, no ya loco como lo estaba la víspera ante su fiebre, sino recogido ante su resignación. Si me hubiera sido dada en aquel momento, habría caído a sus pies, le habría cogido las manos y hubiera llorado con ella como con una hermana, respetando al ángel y consolando a la mujer.
Pero ¿cuál era aquel dolor que había que hacer olvidar, que había causado aquella herida sangrante todavía? Era lo que yo ignoraba, lo que debía adivinar, porque ya existía entre la enferma y el médico suficiente intimidad para que me confesase una pena, pero no la suficiente para que me contara la causa. Nada a su alrededor podía ponerme sobre la pista. En la víspera, nadie había ido a su cabecera para inquietarse por ella; al día siguiente, nadie se presentaba para verla. Aquel dolor debía estar, pues, en el pasado y reflejarse sólo en el presente.

-Doctor -me dijo de pronto saliendo de su ensoñación-, ¿podré bailar pronto?

-Sí, señora -le dije yo, asombrado por aquella transformación.

-Es que tengo que dar un baile hace mucho tiempo programado -continuó ella-; ¿vendrá, verdad? Debe tener una opinión malísima de mi dolor que, haciéndome soñar de día, no me impide bailar de noche. Es que verá, es uno de esos pesares que hay que empujar al fondo del corazón para que el mundo no sepa nada; una de esas torturas que debemos enmascarar con una sonrisa para que nadie las adivine. Quiero guardar para mí sola lo que sufro, como otro guardaría su alegría. Este mundo, que tiene envidia y celos al verme bella, me cree feliz, y es una convicción que no quiero quitarle. Por eso bailo, con riesgo de llorar al día siguiente, pero de llorar sola.
Me tendió la mano con una mirada indefinible de candor y de tristeza, y me dijo:

-¿Hasta pronto, verdad?

Yo llevé su mano a mis labios y salí.

Llegué a mi casa atontado.

Desde mi ventana veía las suyas; y me quedé todo el día mirándolas, oscuras y silenciosas. Me olvidaba de todo por aquella mujer; no dormía, no comía; por la noche tenía fiebre, al día después por la mañana, delirio, y a la noche siguiente estaba muerto.»

-¡Muerto! -exclamamos nosotros.

-Muerto -contestó nuestro amigo con un acento de convicción imposible de transcribir-, muerto como Fabien cuya máscara está ahí.

-Continúa -le dije.

La lluvia golpeaba contra los cristales. Volvimos a echar leña en la chimenea, cuya llama roja y viva disminuía un poco la oscuridad que invadía el taller.

Él continuó:

-A partir de ese momento, sólo experimenté una conmoción fría. Fue, sin duda, el momento en que me arrojaron a la fosa.

Ignoro desde hacía cuánto tiempo estaba sepultado, cuando oí confusamente una voz que me llamaba por mi nombre. Me estremecí de frío sin poder responder. Algunos instantes después, la voz volvió a llamarme; hice un esfuerzo para hablar, pero, al moverse, mis labios sintieron el sudario que me cubría de la cabeza a los pies. A pesar de ello conseguí articular débilmente estas palabras:

-¿Quién me llama?

-Yo -respondió.

-¿Quién eres tú?

-Yo.

Y la voz iba debilitándose como si se hubiera perdido en el viento o como si no hubiera sido más que un ruido pasajero de las hojas.
Por tercera vez, todavía mi nombre llegó a mis oídos, pero esta vez el nombre pareció correr de rama en rama, de tal modo que el cementerio entero lo repitió sordamente, y oí un ruido de alas, como si mi nombre, pronunciado de pronto en el silencio, hubiera hecho volar una bandada de pájaros nocturnos.
Mis manos se elevaron hasta mi rostro como movidas por resortes misteriosos. Aparté silenciosamente el sudario que me cubría y traté de ver. Me pareció que despertaba de un largo sueño. Sentía frío.
Siempre recordaré el espanto sombrío del que estaba rodeado. Los árboles no tenían hojas y sus ramas descarnadas se retorcían dolorosamente como grandes esqueletos. Un débil rayo de luna, que penetraba a través de las nubes negras, iluminaba un horizonte de tumbas blancas que parecían una escalera hacia el cielo. Todas aquellas voces indefinidas de la noche que presidían mi despertar parecían cargadas de misterio y terror.
Volví la cabeza y busqué a quien me había llamado. Estaba sentado junto a mi tumba, espiando todos mis movimientos, la cabeza apoyada en las manos y una sonrisa extraña bajo su mirada horrible.
Tuve miedo.

-¿Quién es? -le dije reuniendo todas mis fuerzas-, ¿por qué me ha despertado?

-Para prestarte un servicio -me respondió.

-¿Dónde estoy?

-En el cementerio.

-¿Quién es?

-Un amigo.

-Déjeme en mi sueño.

-Escucha -me dijo-, ¿te acuerdas de la tierra?

-No.

-¿No echas de menos nada?

-No.

-¿Cuánto hace que duermes?

-Lo ignoro.

-Yo te lo diré. Estás muerto desde hace dos días, y tu última palabra ha sido el nombre de una mujer en lugar de ser el del Señor. Hasta el punto de que tu cuerpo sería de Satán, si Satán quisiera cogerlo. ¿Comprendes?

-Sí.

-¿Quieres vivir?

-¿Usted es Satán?

-Satán o no, ¿quieres vivir?

-¿Nada más que vivir?

-No, volverás a verla.

-¿Cuándo?

-Esta noche.

-¿Dónde?

-En su casa.

-Acepto -dije yo tratando de levantarme-. ¿Cuáles son tus condiciones?

-No te las pongo -me respondió Satán-; ¿crees acaso que de cuando en cuando no soy capaz de hacer el bien? Esta noche ella da un baile y te llevo a él.

-Vayamos, pues.

-Vayamos.

Satán me tendió la mano y me encontré de pie.

Describir lo que experimenté sería cosa imposible. Sentía que un frío terrible helaba mis miembros; es todo cuanto puedo decir.

-Ahora -continuó Satán-, sígueme. Comprende que no te haga salir por la puerta principal, el portero no te dejaría pasar, querido; una vez aquí, no se sale. Sígueme, pues. Vamos primero a tu casa, donde te vestirás; porque no puedes ir al baile con el traje que llevas, tanto más, cuanto que no es un baile de disfraces; pero envuélvete bien en tu sudario, porque la noche es fría y podrías enfermar.
Satán se echó a reír como ríe Satán, y yo seguí caminando tras él.

-Estoy seguro -continuó- de que pese al servicio que te hago, no me amas todavía. Así están hechos los hombres, ingratos con sus amigos. No es que censure la ingratitud; es un vicio que yo inventé y es uno de los más difundidos, pero me gustaría verte menos triste. Es la única gratitud que te pido.
Yo le seguía, blanco y frío como una estatua de mármol que un resorte oculto hace moverse; sólo que en los momentos de silencio habría podido oírse a mis dientes chocar bajo un estremecimiento glacial y a los huesos de mis miembros crujir a cada paso.

-¿Llegaremos pronto? -dije con esfuerzo.

-¡Impaciente! -dijo Satán-. ¿Es muy hermosa?

-Como un ángel.

-Ay, querido -continuó riendo-, hay que confesar que adoleces de delicadeza en tus palabras; acabas de hablarme de ángel, a mí, que lo he sido; tanto más, cuanto que ningún ángel haría por ti lo que yo hago hoy. Pero te perdono; hay que perdonarle algo a un hombre muerto hace dos días. Además, como te decía, esta noche estoy muy alegre; hoy han ocurrido en el mundo cosas que me encantan. Creía que a los hombres degenerados algo los había vuelto virtuosos desde hace algún tiempo, pero no, son siempre los mismos, tal como los creé. Y bien, querido, rara vez he visto jornadas como ésta. He cosechado, desde ayer, seiscientos veintidós suicidas sólo en Europa, y entre ellos hay más jóvenes que viejos, lo cual es una pérdida porque mueren sin hijos; dos mil doscientos cuarenta y tres asesinatos, sólo en Europa; en las demás partes del mundo, ni llevo la cuenta. Con ellas me pasa lo que a los mayores capitalistas, no puedo enumerar mi fortuna. Dos millones seiscientos veintitrés mil novecientos setenta y cinco nuevos adulterios; eso es menos sorprendente debido a los bailes; doscientos jueces que se han vendido, ordinariamente, tenía más. Pero lo que mayor placer me ha dado son veintisiete muchachas, la mayor de las cuales no tenía dieciocho años, que han muerto blasfemando de Dios. Cuenta, querido, todo eso es un ingreso aproximado de dos millones seiscientas veintiocho mil almas sólo en Europa. No cuento los incestos, las falsificaciones de moneda, las violaciones: pura calderilla. Por eso, haciendo una media de tres millones de almas que se pierden al día, calcula en cuánto tiempo el mundo entero será mío. Me veré obligado a comprarle a Dios el paraíso para agrandar el infierno.

-Comprendo tu alegría -murmuré yo acelerando el paso.

-Me dices eso -continuó Satán- con aire sombrío y de duda; ¿tienes miedo de mí porque me ves cara a cara? ¿Soy tan repulsivo? Razonemos un poco, por favor. ¿Qué sería del mundo sin mí? ¿Un mundo que tuviera sentimientos procedentes del cielo y no pasiones procedentes de mí? El mundo moriría de rencor, querido. ¿Quién ha inventado el oro? Yo. ¿El juego? Yo. ¿El amor? Yo. ¿Los negocios? También yo. Y no comprendo a los hombres que parecen odiarme tanto. Sus poetas, por ejemplo, que hablan de amor puro, no comprenden que al mostrar el amor que salva, inspiran la pasión que pierde, porque gracias a mí, lo que siempre buscan no es una mujer como la Virgen, sino una pecadora como Eva. Y tú mismo, en este momento, tú que todavía tienes el frío de un cadáver y la palidez de un muerto, no es un amor puro lo que vas a buscar junto a aquella a la que te llevo, sino una noche de voluptuosidad. Ves, pues, que el mal sobrevive a la muerte, y que si el hombre tuviera que escoger, preferiría la eternidad de la pasión a la dicha, y la prueba es que, por algunos años de pasión sobre la tierra, pierde la eternidad de la dicha en el cielo.

-¿Llegaremos pronto? -dije yo porque el horizonte iba renovándose siempre y caminábamos sin avanzar.

-Siempre impaciente -replicó Satán-, aun cuando trato de abreviar la ruta cuánto puedo. Comprende que no puedo pasar por la puerta, hay una gran cruz y ésta es mi aduana. Cuando viajo y me tropiezo con ella, me detendría, me vería obligado a santiguarme; y puedo cometer un crimen, pero no un sacrilegio, y además, como ya te he dicho, no te dejarían pasar. ¿Crees que te mueres, que te entierran, y que un buen día te puedes marchar sin decir nada? Te equivocas, querido; sin mí habrías tenido que esperar a la resurrección eterna, cosa que habría sido larga. Sígueme y estate tranquilo, llegaremos. Te he prometido un baile y lo tendrás; yo cumplo mis promesas y mi firma es conocida.
Había en esa ironía de mi siniestro compañero un fatalismo que me helaba; todo cuanto acabo de decirles, creo oírlo todavía.
Caminamos algún tiempo más, luego llegamos a un muro ante el que estaban amontonadas tumbas formando escalera. Satán puso el pie en la primera y, contra su costumbre, caminó sobre las piedras sagradas hasta que estuvo en la cima de la muralla.
Yo vacilé en seguir el mismo camino, tenía miedo.
Me tendió la mano diciéndome:

-No hay peligro; puedes poner el pie encima, son conocidos.

Cuando estuve a su lado me dijo:

-¿Quieres que te haga ver lo que sucede en París?

-No, sigamos.

Saltamos del muro a tierra.

La luna, bajo la mirada de Satán, se había velado como una joven bajo una mirada descarada. La noche estaba fría, todas las puertas se hallaban cerradas, todas las ventanas oscuras, todas las calles silenciosas; se hubiera dicho que nadie había pisado hacía mucho tiempo el suelo sobre el que caminábamos; todo a nuestro alrededor tenía un aspecto fantasmal. Se podía creer que, cuando el día llegase, nadie abriría las puertas, ninguna cabeza se asomaría a las ventanas y nadie turbaría el silencio. Creía caminar por una ciudad muerta hacía siglos y reencontrada en unas excavaciones; en fin, la ciudad parecía estar despoblada en provecho del cementerio.
Caminábamos sin oír un ruido, sin encontrar una sombra; la caminata fue larga a través de aquella ciudad espantosa de silencio y de reposo; finalmente, llegamos a nuestra casa.

-¿La reconoces? -me dijo Satán.

-Sí -respondí sordamente-, entremos.

-Espera, tengo que abrir. También fui yo el que inventó el robo; tengo una segunda llave de todas las puertas, excepto la del paraíso, por supuesto.

Entramos.
La calma exterior continuaba en el interior; era horrible.
Yo creía soñar, no respiraba ya. Imagínense volviendo a entrar en su habitación donde habían muerto hace dos días, encontrando todas las cosas tal como estaban durante su enfermedad, con el sello de ese aire sombrío que da la muerte; volviendo a ver los objetos ordenados, como si ya no tuvieran que ser tocados por ustedes. La única cosa animada que había visto desde mi salida del cementerio fue mi gran péndulo, a cuyo lado había un ser humano muerto, y continuaba contando las horas de mi eternidad como había contado las de mi vida.
Fui a la chimenea, encendí una vela para cerciorarme de la verdad, porque todo cuanto me rodeaba se me aparecía a través de una claridad pálida y fantástica que me daba, por así decir, una visión interior. Todo era real; aquella era mi habitación. Vi el retrato de mi madre, sonriéndome como siempre; abrí los libros que leía algunos días antes de mi muerte; solamente la cama no tenía ropa, y había sellos en todas partes.
En cuanto a Satán, se había sentado al fondo y leía atentamente la Vida de los Santos.
En aquel momento pasé ante un gran espejo y me vi en mi extraño atuendo, cubierto de un pálido sudario con los ojos apagados. Dudé de aquella vida que me devolvía un poder desconocido y me llevé la mano al corazón.
Mi corazón no latía.
Me llevé la mano a la frente y estaba fría como el pecho, el pulso mudo como el corazón; reconocía todo lo que había abandonado; así pues, sólo el pensamiento y los ojos vivían en mí.
Lo horrible además era que no podía apartar mi mirada de aquel espejo que me devolvía mi imagen sombría, helada y muerta. Cada movimiento de mis labios se reflejaba como la horrible sonrisa de un cadáver. No podía moverme del sitio; no podía gritar.
El reloj dejó oír ese zumbido sordo y lúgubre que precede al campaneo de los viejos péndulos, y dio las dos; luego todo recuperó la calma.
Algunos instantes después, una iglesia vecina sonó a su turno, luego otra, luego una más.
En un rincón del espejo veía a Satán que se había dormido sobre la Vida de los Santos.
Conseguí volverme. Había un espejo frente a aquel en el que miraba, de modo que me veía repetido millares de veces con esa claridad pálida que da una sola vela en una sala grande.
El miedo había llegado a su colmo; lancé un grito.
Satán se despertó.

-He aquí, sin embargo -me dijo mostrándome el libro-, con qué se quiere dar virtud a los hombres. Es tan aburrido que me he dormido, yo que velo desde hace seis mil años. ¿Todavía no estás preparado?

-Sí -repliqué maquinalmente-, ya estoy.

-Date prisa -contestó Satán-, rompe los sellos, coge tus ropas y oro sobre todo, mucho oro; deja tus cajones abiertos, y mañana la justicia encontrará el modo de condenar a algún pobre diablo por rotura de sellos; será mi pequeña ganancia.

Me vestí. De vez en cuando me tocaba la frente y el pecho; los dos estaban fríos.

Cuando estuve preparado, miré a Satán.

-¿Vamos a verla? -le dije.

-Dentro de cinco minutos.

-¿Y mañana?

-Mañana -me dijo- recuperarás tu vida ordinaria; yo no hago las cosas a medias.

-¿Sin condiciones?

-Sin condiciones.

-Salgamos -le dije.

-Sígueme.

Bajamos.

Al cabo de unos instantes estábamos en la casa a la que me habían llamado cuatro días antes.

Subimos.
Reconocí la escalinata, el vestíbulo, la antecámara. Los accesos al salón estaban llenos de gente. Era una fiesta deslumbrante de luces, flores, pedrerías y mujeres.
Estaban bailando.
A la vista de aquella alegría, creí en mi resurrección.
Me incliné al oído de Satán, que no me había abandonado.

-¿Dónde está ella? -le dije.

-En su coqueta.

Esperé a que la contradanza hubiera terminado. Crucé el salón; los espejos con luces de velas reflejaron mi imagen pálida y sombría. Volví a ver aquella sonrisa que me había helado; pero allí ya no había soledad, estaba la gente; no era el cementerio, era un baile; no era la tumba, era el amor. Me dejé embriagar y olvidé por un instante de dónde venía sin pensar en otra cosa que en aquello por lo que había ido.
Llegado a la puerta de la habitación, la vi; se veía más bella y encantadora que nunca. Me detuve un instante como en éxtasis; iba ceñida por un vestido de blancura resplandeciente, con los hombros y los brazos desnudos. Volví a ver, más con la imaginación que en realidad, un pequeño punto rojo en el lugar que yo había sangrado. Cuando apareció, estaba rodeada de jóvenes a los que apenas escuchaba; alzó indolentemente sus hermosos ojos llenos de voluptuosidad, me vio, pareció dudar al reconocerme, luego, poniendo una sonrisa encantadora, dejó a todo el mundo y se acercó a mí.

-Ya ve que soy fuerte -me dijo.

La orquesta se dejó oír.

-Y para probárselo -continuó cogiéndome del brazo- vamos a bailar el vals juntos.

Dijo algunas palabras a alguien que pasaba a su lado. Yo vi a Satán junto a mí.

-Has cumplido tu promesa -le dije-, gracias; pero necesito esta mujer esta misma noche.

-La tendrás -me dijo Satán-, pero límpiate el rostro, tienes un gusano en la mejilla.

Y desapareció dejándome todavía más helado que antes. Como para volver a la vida apreté el brazo de aquella a la que iba a buscar desde el fondo de la tumba y la arrastré al salón.
Era uno de esos valses embriagadores en los que todo cuanto nos rodea desaparece, en los que no se vive más que uno para otro, en los que las manos se encadenan, en los que los cuerpos se confunden y los pechos se tocan. Yo bailaba con los ojos clavados en sus ojos, y su mirada, que me sonreía eternamente, parecía decirme: “¡Si supieras los tesoros de amor y de pasión que daré a mi amante! ¡Si supieras cuánta voluptuosidad hay en mis caricias, cuánto fuego tienen mis besos! A quien ame, daré ¡todas las bellezas de mi cuerpo, todos los pensamientos de mi alma, porque soy joven, porque soy amante, porque soy bella!”.
Y el vals nos arrastraba en un torbellino lascivo y veloz.
Esto duró mucho tiempo. Cuando la música cesó, éramos los únicos que seguíamos bailando.
Ella cayó en mis brazos, con el pecho oprimido, flexible como una serpiente, y alzó sobre mí sus grandes ojos que parecieron decirme: “¡Te amo!”.
La llevé a la habitación, donde estábamos solos. Los salones iban quedando desiertos.
Ella se dejó caer sobre un asiento alargado y mullido, cerrando a medias los ojos bajo la fatiga, como bajo un abrazo de amor.
Me incliné sobre ella, y le dije en voz baja:

-¡Si supiera cuánto la amo!

-Lo sé -me dijo ella-, y también yo lo amo.

Era para volverse loco.

-Daría mi vida -dije- por una hora de amor con usted, y mi alma por una noche.

-Escuche -dijo ella abriendo una puerta oculta en la tapicería-, dentro de un instante estaremos solos. Espéreme.

Ella me empujó suavemente, y me encontré solo en su dormitorio, todavía alumbrado por la lámpara de alabastro.
Todo tenía allí un perfume de misteriosa voluptuosidad imposible de describir. Me senté cerca del fuego porque tenía frío; me miré en el espejo, seguía estando muy pálido. Oí los coches que partían uno a uno; luego, cuando el último hubo desaparecido, se hizo un silencio solemne. Poco a poco mis terrores regresaron; no me atrevía a volverme, tenía frío. Me sorprendía que ella no viniese; contaba los minutos y no oía ningún ruido. Tenía los codos sobre las rodillas y la cabeza entre mis manos.
Entonces me puse a pensar en mi madre, en mi madre que lloraba en aquel momento a su hijo muerto, en mi madre para quien yo era toda la vida, y para la que no había tenido más que mis pensamientos secundarios. Todos los días de mi infancia volvieron a pasar ante mis ojos como un sueño. Vi que siempre que había tenido una herida que curar, un dolor que apagar, fue siempre a mi madre a quien recurrí. Quizá en el momento en que yo me preparaba para una noche de amor, ella se preparaba para una noche de insomnio, sola, silenciosa, junto a objetos que le recordaban a mí, o velando con mi solo recuerdo. ¡Qué horrible pensamiento! Tenía remordimientos; las lágrimas vinieron a mis ojos. Me levanté. En el momento en que me miraba en el espejo, vi una sombra pálida y blanca detrás de mí, mirándome fijamente.
Me volví; era mi hermosa amada.
Afortunadamente, mi corazón no latía, porque de emoción habría terminado por romperse.
Todo estaba silencioso, tanto fuera como dentro.
Me atrajo a su lado y pronto olvidé todo. Fue una noche imposible de contar, con placeres desconocidos, con voluptuosidades tales que se acercan al sufrimiento. En mis sueños de amor no encontré nada parecido a aquella mujer que tenía en mis brazos, ardiente como una Mesalina, casta como una madona, flexible como una tigresa, con besos que quemaban los labios, con palabras que quemaban el corazón. Había en ella algo tan potentemente atractivo, que hubo momentos en que tuve miedo.
Por fin, la lámpara comenzó a palidecer cuando el día empezaba.

-Escucha -me dijo aquella mujer-, hay que marcharse; ya llega el día, no puedes quedarte aquí; pero por la tarde, a primera hora de la noche te espero, ¿sí?

Por última vez, sentí sus labios sobre los míos. Ella apretó de modo convulso mis manos, y me marché.

Fuera seguía la misma quietud.

Caminaba como un loco, creyendo apenas en mi vida, sin pensar en ir a casa de mi madre o volver a la mía, ¡tanto embriagaba mi corazón aquella mujer!
Sólo sé de una cosa que se desea más que una primera noche pasada junto a una amante; una segunda.
La luz se había levantado, triste, pálida, fría. Caminé al azar por el campo desierto y desolado, para esperar la noche.
La noche llegó temprano.
Corrí a la casa del baile.
En el momento en que franqueaba el umbral de la puerta, vi a un viejo pálido y achacoso que bajaba la escalinata.

-¿Dónde va el señor? -me detuvo el portero.

-A casa de la señora de P... -le dije.

-La señora de P... -dijo él mirándome asombrado y señalándome al viejo-; ese señor es quien vive en este palacete; ella murió hace dos meses.

Lancé un grito y caí de espaldas.

-¿Y después? -pregunté yo, ansioso por saber más.

-¿Después? -dijo él gozando de nuestra atención y sopesando sus palabras-, después me desperté, porque todo eso no era más que un sueño.

1 de mayo de 2008

El pacifista / Arthur C. Clarke

Un excelente cuento del recientemente fallecido escritor. Me gustó mucho.
Saludos
Estanis



El pacifista
Arthur C. Clarke

Entré en el White Hart algo tarde aquella noche, y todo el mundo estaba ya agrupado en el rincón bajo la diana de los dardos, es decir, todos excepto Drew: no había desertado de su puesto y estaba sentado tras el mostrador, leyendo las obras completas de T. S. Eliot. Abandonó The Confidential Clerk lo bastante como para darme una cerveza y explicarme lo que pasaba.

-Eric ha traído una máquina de juegos.... hasta ahora ha derrotado a todo el mundo, y Sam está probando suerte.

En aquel momento una carcajada general anunció que Sam no había tenido más suerte que los demás, y me abrí paso entre la multitud para ver lo que pasaba.

Sobre la mesa había una caja metálica plana del tamaño de un tablero de ajedrez, dividida en cuadrados de una forma similar a éste. En el ángulo de cada cuadrado había un conmutador de dos posiciones y una pequeña luz de neón; el artefacto estaba conectado (dejando, por consiguiente, a oscuras la diana de los dardos), y Eric Rodgers estaba buscando una nueva víctima.

-¿Qué es lo que hace esa cosa? -le pregunté.

-Es una modificación del juego de las cruces y los círculos. Shannon me lo mostró cuando estaba en los Laboratorios Bell. Lo que tiene que hacer uno es completar el camino de un lado del tablero al otro, digamos por ejemplo de norte a sur, conectando esos conmutadores.' Imagínate que esa cosa forma una trama de calles, si quieres, y que esos neones son las luces de tráfico. Tú y la, máquina os alternáis en los movimientos. La máquina intenta bloquear tu camino construyendo uno propio en la dirección este-oeste: los pequeños neones se encienden para decirte en qué dirección desea moverse. Ninguno de los caminos tiene por qué ser una línea recta: puedes zigzaguear tanto como quieras; lo que importa es que sea continuo, y el que primero llega al otro lado es el que gana.

-Y será la máquina, supongo.

-Bueno, hasta ahora jamás ha sido derrotada.

-¿No puede uno lograr unas tablas, bloqueando el camino de la máquina para, al menos, no perder?

-Eso es lo que estamos intentando. ¿Quieres probar?

Dos minutos más tarde había entrado a formar par-te de las filas de los concursantes derrotados. La máquina había sorteado todas mis barreras y establecido su propio camino de este a oeste. No estaba convencido de que fuera invencible, pero evidentemente el juego era mucho más complicado de lo que parecía.

Cuando me hube retirado, Eric miró alrededor, al auditorio. Nadie parecía tener muchas ganas de presentarse voluntario.

-¡Ja! -dijo-. El hombre famoso. ¿Y tú, Purvis? Aún no lo has intentado.

Harry Purvis estaba de pie detrás de la multitud, con una mirada el mundo militar. Las armas: cohetes, bombas atómicas y' demás, son sólo una parte de ella, aunque es todo lo que conoce el público. En mi opinión, es mucho más fascinan. te el aspecto de la investigación operacional. Podría decirse que se relaciona con el cerebro más que con la fuerza bruta. En cierta ocasión oí que la definían como la forma de ganar guerras sin luchar en ellas, y no es una mala descripción.

»Bueno, todos conocéis los grandes ordenadores electrónicos que proliferaron como hongos en los a años cincuenta. La mayor parte de ellos habían sido construidos para ocuparse de problemas matemáticos pero, si pensáis detenidamente en ello, os daréis cuenta de que la misma guerra es un problema matemático. Es un problema tan complicado que los cerebros humanos no pueden abarcarlo, pues hay demasiadas variables. Hasta los grandes estrategas no pueden ver la totalidad del tema: los Hitlers y Napoleones siempre acaban cometiendo un error.

»Pero una máquina.... eso sería otro asunto. Un cierto número de gente brillante se dio cuenta de eso al acabar la guerra. Las técnicas que habían sido elaboradas para la construcción de ENIAC y los otros grandes ordenadores podían revolucionar la estrategia.

»De ahí surgió el Proyecto Clausewitz. No me preguntéis cómo es que sé de él, ni me pidáis demasiados detalles. Lo que importa es que muchos millones de dólares en equipo electrónico y algunos de los mejores cerebros Y científicos de los Estados Unidos fueron a parar a cierta caverna de las colinas de Kentucky, Siguen ahí, pero las cosas no han resultado como se esperaba.

»No sé que clase de experiencias tendréis respecto a los oficiales de alta graduación, pero hay un tipo que todos conoceréis, aunque sea sólo por las novelas. Se trata del militar de carrera pomposo, conservador, cuartelero, que ha llegado a la cima por pura presión de los que están debajo, que lo hace todo según las ordenanzas y las reglas, y que considera a los civiles como, en el mejor de los casos, unos neutrales poco amistosos. Os diré un secreto: este tipo de militar existe en la realidad. Hoy en día ya no es tan común, pero aún existe, y a veces no es posible hallar un destino seguro para él. Pero cuando eso ocurre, vale su peso en plutonio para El Otro Bando.

»Según parece, el general Smith era así. Naturalmente, éste no es su verdadero nombre. Su padre era senador, y aunque mucha gente del Pentágono había tratado con todas sus fuerzas conseguirlo, la influencia del viejo había impedido que se pusiera al general al mando de algo inocuo como, digamos, la defensa costera de Wyorning. En lugar de esto, por alguna mala jugarreta de la fortuna, fue nombrado responsable del Proyecto Clausewitz.

»Naturalmente, sólo le concernía el aspecto administrativo, no el científico, del trabajo. Todo hubiera ido bien si el general se hubiera sentido satisfecho con dejar que los científicos llevaran a cabo su trabajo mientras él se concentraba en lograr que la tropa saludase correctamente, en estudiar el coeficiente de reflexión de los suelos de los barracones y asuntos similares de gran trascendencia militar. Desgraciadamente, no fue así.

»El general había tenido una vida tranquila. Había sido, si se me permite citar a Wilde (y todo el mundo lo hace), un hombre de paz, excepto en su vida doméstica. Nunca había visto antes a científicos, y cuando lo hizo su shock fue considerable. Así que quizá no sea correcto echarle las culpas de lo que sucedió.

»Pasó bastante tiempo antes de que se diera cuenta de los objetivos y la finalidad del Proyecto Clausewitz y, cuando lo logró, se sintió bastante preocupado. Quizá esto le hiciera sentirse aún menos amistoso hacia el equipo científico pues, a pesar de todo lo que he dicho, el general no era absolutamente estúpido., Era lo bastante inteligente como para comprender que, si el proyecto tenía éxito, habría más ex-generales en el mercado de lo que todos los consejos de dirección combinados de la industria norteamericana podrían absorber sin problemas.

»Pero dejemos al general un instante y veamos a los científicos. Había unos cincuenta, así como un par de cientos de técnicos. Todos habían sido seleccionados cuidadosamente por el FBI, así que probablemente no había más de uno o dos que fueran miembros activos del partido comunista. Aunque luego hubo muchas acusaciones de sabotaje, por esta vez los camaradas fueron totalmente inocentes de lo que sucedió. Además, no se trató ciertamente de un sabotaje en el concepto estricto de esta palabra...

»El hombre que había diseñado en realidad el ordenador era un silencioso y pequeño genio matemático que había sido arrancado de una universidad y llevado a las colinas de Kentucky y al mundo de la Seguridad y las Prioridades, antes de que pudiera darse cuenta realmente de lo que sucedía. No se llamaba doctor Milquetoast (Apocado), pero es así como deberían haberle bautizado, y como nosotros le denominaremos.

»Para completar nuestro cuadro de protagonistas, será mejor que diga algo acerca de Karl. En ese momento al que me refiero, Karl estaba aún a medio construir. Como todos los grandes ordenadores, consistía en su mayor parte en grandes bancadas de unidades de memoria que podían recibir y archivar información hasta que ésta era necesitada. La parte creativa del cerebro de Karl, los analizadores e integradores, tomaban esta información y la elaboraban para producir respuestas a las preguntas que le eran formuladas. Dados todos los datos relevantes, Karl daba las respuestas correctas. Naturalmente, el problema era lograr que Karl tuviera todos los datos; no se podía esperar que obtuviera resultados correctos con una información inexacta o insuficiente.

»Fue responsabilidad del doctor Milquetoast diseñar el cerebro de Karl. Sí, sé que ésta es una forma burdamente antropomórfica de enfocar el problema, pero uno no puede negar que esos grandes ordenadores tienen personalidad propia. Es difícil explicarlo más detalladamente sin entrar en tecnicismos, así que simplemente diré que el pequeño Milquetoast tuvo que crear los circuitos, tremendamente complejos, que le permitieran a Karl pensar en la forma en que se suponía que debía hacerlo.

»Así que tenemos a nuestros tres protagonistas: el General Smith, suspirando por los tiempos de Custer; el doctor Milquetoast, perdido en los fascinantes laberintos científicos de su trabajo, y Karl, cincuenta toneladas de equipo electrónico, no animadas todavía por las corrientes que pronto le atravesarían.

»Pronto... pero no lo bastante para el General Smith. No nos mostremos muy duros con el general: probablemente alguien lo había presionado cuando se hizo evidente que el proyecto no cumplía los plazos previstos. Así que llamó al Dr. Milquetoast a su oficina.

»La entrevista duró más de treinta minutos, y el doctor dijo menos de treinta palabras. El general se pasó la mayor parte del tiempo haciendo comentarios sarcásticos acerca de las cifras de producción, fechas y atascos. Parecía tener la creencia de que el construir a Karl no era un proceso más complicado que el montaje en cadena de un automóvil último modelo: simplemente era una cuestión de ir ensamblando las piezas. El doctor Milquetoast no era la clase de hombre que se dedicaba a aclarar los conceptos erróneos de los demás, incluso aunque el general le hubiera dado la oportunidad. Salió de la oficina sintiéndose víctima de una considerable injusticia.

»Una semana más tarde resultaba evidente que la construcción de Karl aún se estaba retrasando mucho más. Milquetoast lo estaba haciendo lo mejor que podía, y no había nadie que pudiera hacerlo mejor. Tenían que resolverse problemas de una complejidad tal que estaban totalmente fuera de la posible comprensión del general. Y fueron resueltos; pero esto llevó tiempo, y no había tiempo que malgastar.

»En su primera entrevista, el general había tratado de ser tan amable como le era posible, y sólo había logrado mostrarse rudo. Esta vez trató de ser rudo, y dejaré que vosotros mismos imaginéis el resultado. Prácticamente insinuó que Milquetoast y sus colegas, no cumpliendo con los plazos, estaban haciéndose culpables de un delito de antiamericanismo.

»Desde este momento en adelante comenzaron a pasar dos cosas: las relaciones entre el ejército y los científicos se fueron deteriorando cada vez más y, por primera vez, el doctor Milquetoast comenzó a pensar seriamente' en las más amplias implicaciones de su trabajo. Siempre: había estado demasiado atareado, demasiado ocupado por los problemas inmediatos de su trabajo, como para considerar sus responsabilidades sociales. Aún seguía demasiado ocupado en aquel momento, pero esto no le impedía que se detuviera a reflexionar: "Aquí estoy -se decía a sí mismo-, uno de los mejores matemáticos puros, del mundo..., y, ¿qué estoy haciendo? ¿Qué ha sucedido con mi tesis sobre las ecuaciones diofantinas? ¿Cuándo voy a ocuparme de nuevo del teorema de los números primos? En resumen, ¿cuándo voy a volver a hacer un, trabajo serio?"

»Podía haber dimitido, pero no se le ocurrió. En cualquier caso, por debajo de aquel aspecto timorato y ensimismado, había un rasgo de tozudez. El doctor Milquetoast siguió trabajando, aún más enérgicamente que antes. La construcción de Karl prosiguió lentamente, pero con seguridad: soldaron las conexiones finales en su cerebro de una miríada de células, y los millones de circuitos fueron probados y comprobados por los mecánicos.

»Y un circuito, indistinguiblemente entrelazado con la multitud de sus compañeros, que llevaba a un grupo de células de memoria aparentemente idénticas a todas las, demás, fue comprobado por el doctor Milquetoast en persona, pues nadie más sabía que existiese.

»Llegó el gran día. Por intrincadas rutas, personas muy importantes fueron llegando a Kentucky. Toda una constelación de generales de muchas estrellas llegó del Pentágono. Hasta la Marina había sido invitada.

»Orgullosamente, el general Smith llevó a los visitan tes de caverna en caverna, de bancadas de memoria al redes selectoras, pasando por analizadores de matrices y tableros de input..., y finalmente a las hileras de máquinas de impresoras donde Karl imprimirla los resultados de sus deliberaciones. El general sabía muy bien los vericuetos: al menos, dijo casi todos los nombres bien. Hasta logró dar la impresión, a aquellos que no conocían la realidad, de que él era el verdadero responsable de Karl.

»-Ahora -dijo alegremente el'general-, le daremos un poco de trabajo. ¿Alguien quiere ponerle algunas sumas.

»Ante la palabra "sumas" los matemáticos se estremecieron, pero el -general no se dio cuenta de su paso en falso. Los altos mandos reunidos pensaron un rato. Luego, uno de ellos dijo arriesgadamente:

»-¿Cuánto es nueve multiplicado veinte veces por si mismo?

»Uno, de los técnicos, con un audible resoplido, apretó algunas teclas. Hubo un tableteo en una de las impresoras y, antes de que nadie pudiera parpadear dos veces, apareció la respuesta... los veinte dígitos de la misma.

(Comprobé el resultado más tarde. Para quien quiera saberlo, la respuesta es: 12.157.665.459.056.928.801. Pero volvamos a Harry y a su historia)

»Durante los siguientes quince minutos Karl fue bombardeado con trivialidades similares. Los visitantes se mostraban impresionados, aunque no había ninguna razón para suponer que hubieran podido descubrir un error en las respuestas, de haber existido.

»El general emitió una tosecilla. La aritmética más simple era lo más lejos a lo que podía llegar, y Karl apenas si había comenzado a calentarse.

»-Ahora pasaré el mando --dijo- al capitán Winkler.

»El capitán Winkler era un ensimismado y joven graduado de Harvard del que el general desconfiaba, sospechando, correctamente, que tenía más de científico que de militar. Pero era el único oficial que comprendía realmente lo que se suponía que debía hacer Karl y que podía ,explicar exactamente cómo lo hacía. El general pensó, irritado, cuando el capitán comenzó a dar su explicación a los visitantes, que tenía el aspecto de un maldito maestro de primaria.

»El problema táctico que formuló era complicado, pero la respuesta ya era conocida por todo el mundo, excepto por Karl. Era una batalla que había sido combatida y ganada hacía casi un siglo, y cuando el capitán Winkler concluyó su introducción, un general de Boston le susurró a su ayuda de campo:

»-Apuesto cualquier cosa a que algún maldito sudista ha amañado las cosas para que Lee gane esta vez. -No obstante, todo el mundo tenía que admitir que el problema era una forma excelente de comprobar las capacidades de Karl.

»Las cintas de datos desaparecieron en las enormes unidades de memoria: centellearon luces a lo largo de las consolas. Por todas partes sucedían cosas misteriosas.

»-Este problema -dijo orgullosamente el capitán Winkler- tardará cinco minutos en ser evaluado.

»Como en deliberada contradicción, una de las impresoras comenzó rápidamente a tabletear. Una tira de papel salió de la misma, y el capitán Winkler, con un aspecto bastante sorprendido ante la inesperada rapidez de Karl, leyó el mensaje. inmediatamente le colgó la mandíbula inferior, y se quedó contemplando el papel como si le resultase imposible creer lo que veían sus ojos.

»-¿Qué ocurre, capitán? -ladró el general.

»El capitán Winkler tragó saliva, pero pareció haber perdido la capacidad del habla. Con un mugido de impaciencia, el general le arrancó el papel. Entonces fue su turno de quedarse paralizado; pero, a diferencia de su subordinado, se puso además de un hermoso color rojo. Durante un instante pareció como algún pececillo tropical asfixiándose al ser sacado del agua; luego, no sin algunos forcejeos, el enigmático mensaje fue capturado por el general de cinco estrellas cuya graduación era superior a la de todos los presentes.

»Su reacción fue totalmente distinta. Rápidamente se partió de risa.

»Los oficiales de grado inferior se quedaron en un estado de injuriante suspense durante diez minutos. Pero, finalmente, las noticias se filtraron a lo largo del escalafón desde coroneles a capitanes y a tenientes, hasta que al fin no hubo un simple soldado de segunda en la base que no conociera la maravillosa noticia:

»Karl le había dicho al general Smith que era un pomposo babuino. Eso era todo.

»Aunque todo el mundo estaba de acuerdo con Karl, el asunto no podía ser dejado así. Obviamente, algo había ido mal. Algo, o alguien, había apartado la atención de Karl de la Batalla de Gettysburg.

»-¿Dónde -rugió el general Smith, recuperando al fin la voz- está el doctor Milquetoast?

»Ya no estaba presente. Se había retirado sigilosarnente de la habitación, tras haber gozado del gran momento. Naturalmente, más tarde llegaría su hora, pero bien valía la pena.

»Los frenéticos técnicos purgaron los circuitos y comenzaron a hacer pruebas. Alimentaron a Karl con una elaborada serie de multiplicaciones y divisiones que realizar: el equivalente, para una computadora, de los tests de lectura que se hacen a los niños. Todo parecía estar funcionando perfectamente. Así que le pusieron un problema táctico muy simple, que un subteniente podría resolver dormido.

»-Tírese al mar, general -fue la respuesta de Karl.

»Fue entonces cuando el general Smith se dio cuenta de que se estaba enfrentando con algo fuera de lo previsto en los Procedimientos Estándar de Operación. Se veía nada menos que &ente a un claro caso de insubordinación cibernética.

»Llevó varias horas de pruebas el descubrir exactamente lo que había sucedido. En algún recóndito rincón de la tremenda capacidad de memoria de Karl había una excelente colección de insultos, amorosamente reunida por el doctor Milquetoast. La había grabado en cinta, o bien incluido en las memorias de ferrita, y contenía todo aquello que le hubiera gustado decir él mismo al general. Pero no era eso todo lo que había hecho: aquello hubiera sido demasiado fácil, indigno de su genio. Había instalado también lo que sólo podía ser denominado como un circuito censor: le había dado a Karl el poder de discriminación. Karl examinaba, antes de resolverlo, cada problema que le era alimentado; si se refería a matemáticas puras, lo resolvía correctamente; pero si se trataba de un problema militar... allá iban los insultos. Al cabo de veinte minutos aún no se había repetido ni una sola vez, y las auxiliares femeninas habían tenido que ser enviadas fuera de la habitación.

»Hay que confesar que, al cabo de un tiempo, los técnicos estaban casi tan interesados en descubrir cuál sería la siguiente indignidad que lanzaría Karl contra el general Smith como en hallar el fallo en los circuitos. Había comenzado con simples insultos y sorprendentes referencias genealógicas, pero había pasado rápidamente a detalladas instrucciones que, incluso las más suaves, hubieran ocasionado un grave perjuicio a la dignidad del general, mientras que las más imaginativas hubieran puesto en peligro su integridad física. El hecho de que todos aquellos mensajes, a medida que iban emergiendo de las máquinas de escribir, fueran siendo clasificados inmediatamente como ALTO SECRETO, no le proporcionaba ningún consuelo a su destinatario. Sabía, con hosca certidumbre, que aquél iba a ser el secreto peor guardado de toda la guerra fría, y que ya iba siendo hora de que comenzase a buscarse un trabajo civil.

»Y así, caballeros -concluyó Purvis-, está la situación. Los ingenieros siguen tratando de desentrañar la maraña de circuitos que instaló el doctor Milquetoast y, sin duda alguna, lo lograrán algún día. Pero, mientras tanto, Karl sigue siendo un pacifista a ultranza. Se siente perfectamente a sus anchas jugando con la teoría de los números: calculando tablas de exponentes y ocupándose de problemas aritméticos. ¿Recuerdan el famoso brindis: "Brindo por las matemáticas puras... y porque jamás sean de utilidad práctica para nadie"? Karl hubiera brindado por eso muy a gusto...

»Tan pronto como alguien trata de colarle alguna pelota, se declara en huelga. Y, dado que tiene una memoria tan maravillosa, no hay forma de engañarle. Tiene casi todas las grandes batallas del mundo almacenadas en sus circuitos, y puede reconocer de inmediato cualquier variación de las mismas. Aunque se han llevado a cabo intentos de proponerle ejercicios tácticos camuflados como problemas matemáticos, descubre de inmediato el subterfugio y responde con algún otro comentario amable para el general.

»En cuanto al doctor Milquetoast, nadie pudo hacer nada contra él, porque rápidamente tuvo un colapso nervioso. Estuvo sospechosamente calculado al minuto, pero ciertamente tenía motivos para haberlo sufrido. Lo último qué oí de él es que estaba enseñando álgebra de matrices en un seminario teológico en Denver. Jura que ha olvidado todo lo que sucedió mientras trabajaba con Karl. Y quizá diga la verdad...

Hubo un repentino grito procedente de la parte trasera de la sala.

-¡He ganado! -gritó Charles Willis-. ¡Venid a ver!

Todos nos amontonamos bajo la diana de los dardos. Parecía ser cierto. Charlie había establecido un sendero en zigzag, pero continuo, desde un lado del tablero al opuesto, a pesar de los obstáculos que la máquina había intentado colocar en su camino.

-Dinos como lo has hecho -dijo Eric Rodgers.

Charlie pareció molesto.

-Lo he olvidado -dijo-. No he tomado nota de todos los movimientos.

Una voz sarcástica sonó en la parte trasera del gr4po.

-Pero yo sí -dijo John Christopher-. Has hecho trampa: has hecho dos jugadas seguidas.

Después de esto, lamento tener que admitir que se produjo un cierto desorden, y Drew tuvo que amenazar con la violencia para lograr restaurar la paz. No sé quién ganó finalmente en la discusión, pero no creo que importe mucho. Pues estoy de acuerdo con lo que Purvis comentó mientras tomaba el aparato y. examinaba sus circuitos.

-Mirad -dijo-, este aparato es únicamente un primo estúpido de Karl.... y ya podéis ver lo que ha hecho. Estas máquinas están comenzando a dejarnos como unos tontos. No pasará mucho antes de que comiencen a desobedecernos sin que haya necesidad de que un Milquetoast trastee en sus circuitos. Y entonces comenzará a darnos órdenes: después de todo, son lógicas.

Lanzó un suspiro.

-Cuando esto suceda, no podremos hacer nada al respecto. Simplemente, tendremos que decirles a los dinosaurios: haced un poco de sitio, aquí llega el Homo sapiens. Y el transistor heredará la Tierra.

No hubo ya más tiempo para filosofías pesimistas, 1 pues se abrió la puerta y el agente de policía Wilkins metió la cabeza por el hueco.

-¿Quién es el propietario del coche matrícula 1 CGC5 7 1 ? -preguntó-. Oh, es usted, señor Purvis. Tiene la luz de posición apagada.

Harry me miró amargamente y luego se alzó resigna, do de hombros.

-¿Ves? -me dijo-. Ya han empezado.
Y salió a la noche.