29 de diciembre de 2007

Los testigos / Julio Cortazar


Descubrí este cuento hace muy poco y me pareció genial. Un humor absurdo de un escritor realmente mágico.
Espero les guste! Saludos!


Cuando le conté a Polanco que en mi casa había una mosca que volaba de espaldas, siguió uno de esos silencios que parecen agujeros en el gran queso del aire. Claro que Polanco es un amigo, y acabó por preguntarme cortésmente si estaba seguro. Como no soy susceptible le expliqué en detalle que había descubierto la mosca en la página 231 de Olver Twist, es decir que yo estaba leyendo Oliver Twist con puertas y ventanas cerradas, y que el levantar la vista justamente en el momento en que el maligno Sykes iba a matar a la pobre Nancy, vi tres moscas que volaban patas arriba. Lo que entonces dijo Polanco es totalmente idiota, pero no vale la pena transcribirlo sin explicar antes cómo pasaron las cosas.
Al principio a mí no me pareció tan raro que una mosca volara patas arriba si le daba la gana, porque aunque jamás había visto semejante comportamiento, la ciencia enseña que eso no es una razón para rechazar los datos de los sentidos frente a cualquier novedad. Se me ocurrió que a lo mejor el pobre animalito era tonto o tenía lesionados los centros de orientación y estabilidad, pero poco me bastó para darme cuenta de que esa mosca era tan vivaracha y alegre como sus dos compañeras que volaban con gran ortodoxia patas abajo. Sencillamente esta mosca volaba de espaldas, lo que entre otras cosas le permitía posarse cómodamente en el cielo raso; de tanto en tanto se acercaba y se adhería a él sin el menor esfuerzo. Como todo tiene su compensación, cada vez que se le antojaba descansar sobre mi caja de habanos se veía precisada a rizar el rizo, como tan bien traducen en Barcelona los textos ingleses de aviación, mientras sus dos compañeras se posaban como reinas sobre la etiqueta «made in Havana» donde Romeo abraza enérgicamente a Julieta. Apenas se cansaba de Shakespeare, la mosca despegaba de espaldas y revoloteaba en compañía de las otras dos formando esos dos insensatos que Pauwels y Bergier se obstinan en llamar brownianos. La cosa era extraña, pero a la vez tenía un aire curiosamente natural, como si no pudiera ser de otra manera; abandonando a la pobre Nancy en manos de Sykes (¿qué se puede hacer contra un crimen cometido hace un siglo?), me trepé al sillón y traté de lidiar más de cerca un comportamiento en el que rivalizaban lo supino y lo insólito. Cuando la señora Fotheringham vino a avisarme que la cena estaba servida (vivo en una pensión), le contesté sin abrir la puerta que bajaría en dos minutos y, de paso, ya que la tenía orientada en el tema temporal, le pregunté cuánto vivía una mosca. La señora Fotheringham, que conoce a sus huéspedes, me contestó sin la menor sorpresa que entre diez y quince días, y que no dejara enfriar el pastel de conejo. Me bastó la primera de las dos noticias para decidirme -esas decisiones son como el salto de la pantera- a investigar y a comunicar al mundo de la ciencia mi diminuto aunque alarmante descubrimiento.

Tal corno se lo conté después a Polanco, vi en seguida las dificultades prácticas. Vuele boca abajo o de espaldas, una mosca se escapa de cualquier parte con probada soltura aprisionada en un bocal e incluso en una caja de vidrio puede perturbar su comportamiento o acelerar su muerte. De los diez o quince días de vida, ¿cuántos le quedaba a este animalito que ahora flotaba patas arriba en un estado de gran placidez, a treinta centímetros de mi cara? Comprendí que si avisaba al Museo de Historia Natural, mandarían a algún gallego armado de una red que acabaría en un plaf con mi increíble hallazgo. Si la filmaba (Polanco hace cine, aunque con mujeres), corría el doble riesgo de que los reflectores estropeasen el mecanismo de vuelo de mi mosca, devolviéndolo en una de esas a la normalidad con enorme desencanto de Polanco, de mí mismo y hasta probablemente de la mosca, aparte de que los espectadores futuros nos acusarían sin duda de un innoble truco fotográfico. En menos de una hora (había que pensar que la vida de la mosca corría con una aceleración enorme si se la comparaba con la mía) decidí que la única solución era ir reduciendo poco a poco las dimensiones de mi habitación hasta que la mosca y yo quedáramos incluidos en un mínimo de espacio, condición científica imprescindible para que mis observaciones fuesen de una precisión intachable (llevaría un diario, tomaría fotos, etc.) y me permitieran preparar la comunicación correspondiente, no sin antes llamar a Polanco para que testimoniara tranquilizadoramente no tanto sobre el vuelo de la mosca como acerca de mi estado mental.

Abreviaré la descripción de los infinitos trabajos que siguieron, de la lucha contra el reloj y la señora Fotheringham. Resuelto el problema de entrar y salir siempre que la mosca estuviera lejos de la puerta (una de las otras dos se había escapado la primera vez, lo cual era una suerte; a la otra la aplasté implacablemente contra un cenicero) empecé a acarrear los materiales necesarios para la reducción del espacio, no sin antes explicarle a la señora Fotheringham que se trataba de modificaciones transitorias, y alcanzarle por la puerta apenas entornada sus ovejas de porcelana, el retrato de lady Hamilton y la mayoría de los muebles, esto último con el riesgo terrible de tener que abrir de par en par la puerta mientras la mosca dormía en el cielo raso o se lavaba la cara sobre mi escritorio. Durante la primera parte de estas actividades me vi forzado a observar con mayor atención a la señora Fotheringham que a la mosca, pues veía en ella una creciente tendencia a llamar a la policía, con la que desde luego no hubiese podido entenderme por un resquicio de la puerta. Lo que más inquietó a la señora Fotheringham fue el ingreso de las enormes planchas de cartón prensado, pues naturalmente no podía comprender su objeto y yo no me hubiera arriesgado a confiarle la verdad pues la conocía lo bastante como para saber que la manera de volar de las moscas la tenía majestuosamente sin cuidado; me limité a asegurarle que estaba empeñado en unas proyecciones arquitectónicas vagamente vinculadas con las ideas de Palladio sobre la perspectiva en los teatros elípticos, concepto que recibió con la misma expresión de una tortuga en circunstancias parecidas. Prometí además indemnizarla por cualquier daño, y unas horas después ya tenía instaladas las planchas a dos metros de las paredes y del cielo raso, gracias a múltiples prodigios de ingenio, "scotchtape" y ganchitos. La mosca no me parecía descontenta ni alarmada; seguía volando patas arriba, y ya llevaba consumida buena parte del terrón de azúcar y del dedalito de agua amorosamente colocados por mí en el lugar más cómodo. No debo olvidarme de señalar (todo era prolijamente anotado en mi diario) que Polanco no estaba en su casa, y que una señora de acento panameño atendía el teléfono para manifestarme su profunda ignorancia del paradero de mi amigo. Solitario y retraído como vivo, sólo en Polanco podía confiar; a la espera de su reaparición decidí continuar el estrechamiento del "habitat" de la mosca a fin de que la experiencia se cumpliera en condiciones óptimas. Tuve la suerte de que la segunda tanda de planchas de cartón fuera mucho más pequeña que la anterior, como puede imaginarlo todo propietario de una muñeca rusa, y que la señora Fotheringham me viera acarrearla e introducirla en mi aposento sin tomar otras medidas que llevarse una mano a la boca mientras con la otra elevaba por el aire un plumero tornasolado.

Preví, con el temor consiguiente, que el ciclo vital de mi mosca se estuviera acercando a su fin; aunque no ignoro que el subjetivismo vicia las experiencias, me pareció advertir que se quedaba más tiempo descansando o lavándose la cara, como si el vuelo la fatigara o la aburriera. La estimulaba levemente con un vaivén de la mano, para cerciorarme de sus reflejos, y la verdad era que el animalito salía como una flecha patas arriba, sobrevolaba el espacio cúbico cada vez más reducido, siempre de espaldas, y a ratos se acercaba a la plancha que hacía de cielo raso y se adhería con una negligente perfección que le faltaba, me duele decirlo, cuando aterrizaba sobre el azúcar o mi nariz. Polanco no estaba en su casa.

Al tercer día, mortalmente aterrado ante la idea de que la mosca podía llegar a su término en cualquier momento (era irrisorio pensar que me la encontraría de espaldas en el suelo, inmóvil para siempre e idéntica a todas las otras moscas) traje la última serie de planchas, que redujeron el espacio de observación a un punto tal que ya me era imposible seguir de pie y tuve que fabricarme un ángulo de observación a ras del suelo con ayuda de los almohadones y una colchoneta que la señora Fotheringham me alcanzó llorando. A esta altura de mis trabajos el problema era entrar y salir: cada vez había que apartar y reponer con mucho cuidado tres planchas sucesivas, cuidando no dejar el menor resquicio, hasta llegar a la puerta de mi pieza tras de la cual tendían a amontonarse algunos pensionistas. Por eso, cuando escuché la voz en el teléfono, solté un grito que él y su otorrinolaringólogo calificarían más tarde severamente. Inicié entonces un balbuceo explicativo, que Polanco cortó ofreciéndose a venir inmediatamente a casa, pero como los dos y la mosca no íbamos a caber en un pequeño espacio, entendí que primero tenía que ponerlo en conocimiento de los hechos para que más tarde entrara como único observador y fuera testigo de que la mosca podía estar loca, pero yo no. Lo cité en el café de la esquina de su casa, y ahí, entre dos cervezas, le conté.

Polanco encendió la pipa y me miró un rato. Evidentemente estaba impresionado, y hasta se me ocurre que un poco pálido. Creo haber dicho ya que al comienzo me preguntó cortésmente si yo estaba seguro de lo que le decía. Debió convencerse, porque siguió fumando y meditando, sin ver que ya no quería perder tiempo (¿y si ya estaba muerta, y si ya estaba muerta?) y que pagaba las cervezas para decidirlo de una vez por todas.

Como no se decidía me encolericé y aludí a su obligación moral de secundarme en algo que sólo sería creído cuando hubiera un testigo digno de fe. Se encogió de hombros, como si de pronto hubiera caído sobre él una abrumadora melancolía.

-Es inútil, pibe -me dijo al fin-. A vos a lo mejor te van a creer aunque yo no te acompañe. En cambio a mí...

-¿A vos? ¿Y por qué no te van a creer a vos?

-Porque es todavía peor, hermano -murmuró Polanco-. Mirá, no es normal ni decente que una mosca vuele de espaldas. No es ni siquiera lógico si vamos al caso.

-¡Te digo que vuela así! -grité, sobresaltando a varios parroquianos.

-Claro que vuela, así. Pero en realidad esa mosca sigue volando como cualquier mosca, sólo que le tocó ser la excepción. Lo que ha dado media vuelta es todo el resto -dijo Polanco-. Ya te podés dar cuenta de que nadie me lo va a creer, sencillamente porque no se puede demostrar y en cambio la mosca está ahí bien clarita. De manera que mejor vamos y te ayudo a desarmar los cartones antes de que te echen de la pensión, no te parece?

17 de diciembre de 2007

El pensamiento positivo



La nota que les dejo a contnuación fue publicada por La Nación, el 16 de Septiembre.
Espero que les parezca tan interesante como a mi. Tomense unos minutos que vale la pena!
Link a la nota
Un abrazo
Estanis

El poder del pensamiento en positivo

¿El vaso medio lleno o medio vacío? La mente es demasiado poderosa como para minimizar el efecto de nuestras ideas e intenciones sobre la realidad. De cómo y por qué aquello que pensamos determina en gran parte lo que nos sucede.

Atrévase: el artículo que usted comienza a leer sólo trae buenas noticias. En línea paralela con los escépticos, los trágicos, los eternos derrotados y aun los nihilistas –aunque sin malgastar energías en el enfrentamiento–, hay mucha gente en el mundo convencida de que todos podemos pensar en positivo y que esto nos conducirá, inevitablemente, a una mejor calidad de vida.

"El optimismo es aprendido –asegura Andrés López Pell, psicólogo, director de la Fundación para la Salud y la Educación (Funsaled) y autor de investigaciones sobre el tema–. Por lo tanto, se mejora a través de distintos recursos, entre ellos, la psicoterapia. Se puede traer un bagaje genético que marque una tendencia o la influencia de aspectos de crianza, pero todo es modificable. El optimismo no es ingenuidad ni fantasía: es un conjunto de expectativas respecto del futuro que nos permite interpretar verazmente la realidad. Si la canoa se está hundiendo, se está hundiendo. El punto es no llorar, sino intentar nadar (o aplicar otro recurso, que siempre existen) para ponerse a salvo."

Hugo Hirsch, director del Centro Privado de Psicoterapias (CPP), dice que ver el vaso medio lleno o medio vacío no es otra cosa que un hábito, y que un hábito es algo que podemos cambiar. "Se puede aprender a ver lo positivo de cada situación –dice Hirsch, un psicoterapeuta de larga trayectoria–. Hay personas que lo logran más fácilmente que otras; existen aquellos que lo hacen naturalmente, pero todos podemos entrenarlo por medio de distintos métodos, por ejemplo, la autoconciencia y el autoconocimiento, aprendiendo a identificar pensamientos negativos y cuestionándolos. Si tenemos en claro la propensión hacia el pensamiento negativo, somos conscientes de la dificultad para ver lo positivo. Es un buen inicio."

La búsqueda del bienestar (o de la felicidad) es una meta que parece haber nacido con el ser humano. Tema filosófico por excelencia –desde los griegos, primer escalón reflexivo de la cultura occidental, distintas escuelas y corrientes sumaron aportes sobre el tema–, su status científico fue sin embargo bastante relegado: hasta podría decirse que ciertas disciplinas arrojaron la propensión humana al bienestar o la felicidad a la estantería de los temas menores.

Beatriz Vera Poseck, licenciada en psicología por la Universidad Complutense de Madrid, escribe que durante muchos años la psicología se centró exclusivamente en el estudio de la patología y las debilidades del ser humano, y que esta perspectiva la convirtió en algo así como una "ciencia de la victimología", como si el estudio de la "parte positiva" de la existencia humana no tuviera (casi) sentido.

Sin embargo, cuando, en 1998, asumió como presidente de la Asociación Americana de Psicología, el psicólogo estadounidense Martin E. P. Seligman, nacido el 12 de agosto de 1942 en Albany, dio un contundente giro al estado de las cosas. Nacía así la psicología positiva.

Un golpe de timón
"Después de 25 años de estudiar la depresión, Seligman dijo basta –explica Hugo Hirsch–. Entonces comenzó a preguntarse por qué había muchos que, en lugar de deprimirse, eran o intentaban ser felices. Advirtió que desde fines de la Segunda Guerra Mundial, o quizás antes, todas las disciplinas vinculadas con la salud mental se habían ocupado únicamente de lo que andaba mal, de recuperar lo roto, por decirlo de alguna manera, pero poco y nada se había investigado para trabajar con lo bueno."

Hirsch plantea que la psicología positiva se orienta al hallazgo empírico de aquellos elementos que contribuyen al bienestar, la felicidad, la realización personal. "Por ejemplo –enumera–, las características familiares que tienen aquellos hogares con niños más sanos, o cómo incide el sentimiento de esperanza en el proceso de curación de las enfermedades. No es una escuela, no hay un único modelo, lo que sí existe es una búsqueda de investigaciones científicas que demuestren cómo es posible que alguien desarrolle una virtud. Se parte de un supuesto: que podemos ser felices, y se busca identificar factores que conduzcan a eso y producir material científico con evidencia empírica que permita que cualquiera los utilice. Por ejemplo, está demostrado científicamente que la actividad física regular mejora el estado de ánimo. Es bien práctico; la información les sirve tanto al profesional de la salud como al lego. Es una reacción al énfasis de más de 50 años de búsqueda de solución de la patología: más que identificar debilidades se busca señalar fortalezas y trabajar sobre ellas. Y es más probable que se consigan resultados trabajando sobre fortalezas que sobre debilidades."

Todo ser humano (sí, cada una de las personas que habitan este planeta) tiene un conjunto de fortalezas personales según Seligman: curiosidad, amor por el conocimiento, pensamiento crítico, ingenio, perspectiva, valentía, perseverancia, honestidad, vitalidad, amor (capacidad de amar y ser amado), generosidad, distintos tipos de inteligencia, sentido de la justicia, capacidad de liderazgo, don de perdonar, modestia, prudencia, autocontrol, aptitud para apreciar la belleza, disposición para agradecer, optimismo, sentido del humor, espiritualidad.
Y en tanto los tratamientos psicológicos habitualmente se focalizan directamente sobre los problemas que aquejan a la persona, Seligman postula que la psicoterapia positiva es una "estrategia de amortiguación", en la que el diálogo con el terapeuta se centra en incrementar las emociones positivas, las fortalezas, en lugar de las carencias.

"Pero la psicología positiva se vincula también con el concepto de resiliencia –agrega Hugo Hirsch–, que ha sido tomado de la física, y es la capacidad de los materiales de regresar a su estado inicial aunque hayan sido completamente alterados. Pero si lo utilizamos en psicología o en cualquier otra ciencia humana, resiliencia quiere decir más que eso, y es, por ejemplo, la capacidad que muestran las personas, por caso muchos niños, para atravesar circunstancias por demás difíciles o trágicas y salir fortalecidos de eso. Todos estos años aprendimos mucho sobre factores de riesgo. Sin embargo, olvidamos que un factor de riesgo no es necesariamente una condena."

Pensar, un arma poderosa
¿De qué se nutre un pensamiento? Según Andrés López Pell, "lo que se cree de las cosas es muchas veces una idea infundada que se adquirió a lo largo de la vida sin saber bien ni cuándo ni cómo, y que probablemente nunca haya sido sometida a un análisis racional. Seligman afirma que a menudo muchas de las creencias son prejuicios y, por lo tanto, sumamente inútiles. La indicación es tomar distancia de las explicaciones pesimistas, al menos hasta verificar su certeza".

El método propuesto por el creador de la psicología positiva consiste en un diálogo interno con uno mismo que permite discutir (sin intermediarios) acerca de la evidencia, las alternativas, las implicaciones y la utilidad de la creencia pesimista que la persona presenta y que habitualmente es un obstáculo para su propio bienestar. "Uno tiene que actuar como un detective, buscando evidencias de esa creencia", ironiza López Pell. "Aunque se obtengan pruebas que apoyen esa creencia –agrega el psicólogo–, generalmente la realidad estará a favor de rebatirla porque las ideas pesimistas tienen un punto débil: suelen exagerar algún aspecto de la realidad y los hechos pueden poner de manifiesto esas distorsiones, generalmente asociadas a explicaciones catastróficas. Los acontecimientos son siempre multideterminados, y las personas pesimistas suelen aferrarse a las explicaciones más negativas; por eso, la tarea consiste en desechar esa costumbre destructiva y habituarse a generar pensamientos más realistas y lógicos."

Hirsch explica que lo típico del pensamiento pesimista, según Seligman, es considerar: "Lo que me pasa de malo es lo único que me pasa, abarca toda mi vida, va a durar para siempre y yo soy responsable o culpable de eso".

¿Y cómo garantizar que la influencia de los aspectos inconscientes no atenten contra la intención de modificar nuestros patrones negativos de pensamiento? "Durante mucho tiempo –explica Hugo Hirsch– se puso tanto énfasis en lo inconsciente que les hemos restado demasiada importancia a los aspectos conscientes, que son los voluntarios. Pensar en términos positivos nos dispone a que algo salga razonablemente bien. Podemos ampliar nuestro margen de conciencia perfectamente. La felicidad depende más de desarrollar ese margen y, con esa conciencia, hacer algo. Porque de poco o nada sirve entender y entenderse sin autogestión: el autoconocimiento sin autogestión no sirve para nada. Tengo que conocer mis recursos, pero también saber cómo administrarlos."

Más sanos, más longevos
Diversos estudios científicos demuestran que de la mano del pensamiento positivo se suma mejor salud física y emocional. Andrés López Pell explica que una investigación realizada entre pacientes de la institución que dirige junto a Alexis Kasansew reveló que aquellos que habían incrementado su nivel de optimismo sufrían menos somatizaciones: malestar estomacal, taquicardia, náuseas, sensación de ahogo: "Toda la sintomatología que corresponde al estilo somático –dice López Pell–. Estas personas suelen ser más pesimistas, tienen peores expectativas sobre el futuro; responden al tipo de gente que cuando se divorcia, por ejemplo, cree que estará solo para siempre y, de ese modo, genera un círculo vicioso, una autoprofecía que posiblemente se cumplirá".

Pensar en positivo también nos hace más longevos. Un estudio de la Universidad de Yale, en Estados Unidos, encabezado por la doctora Becca Levy y realizado durante varias décadas sobre más de 600 personas mayores de 50 años, demostró que aquellos con una disposición más positiva hacia el envejecimiento vivían más tiempo (hasta un promedio de 7,5 años) y libres de enfermedades típicamente asociadas a la vejez.

En este sentido, la doctora Martina Casullo, directora del Departamento de Psicología de la Universidad de Palermo, profesora emérita de la UBA e investigadora principal del Conicet, dice que a menudo hacemos una asociación inmediata entre la vejez y el deterioro, "cuando también puede ser sinónimo de sabiduría; ¿por qué no mirarla también de esta manera?".

Casullo coordinó durante los dos últimos años el 1º y el 2º Encuentro Iberoamericano de Psicología Positiva en nuestra ciudad, organizado por la Universidad de Palermo, y que contó con la asistencia de más de un centenar de especialistas de todo el continente. "Seligman envió a un delegado, James Pawelski, que es hispanohablante, para que asistiera a la reunión de este año–comenta la psicóloga, sin disimular su entusiasmo– y el año pasado él mismo prologó la edición especial de la revista Psicodebate, que edita la Universidad, dedicada completamente a artículos sobre psicología positiva." (Psicodebate 7, revista de Psicología, Cultura y Sociedad de la Universidad de Palermo, Buenos Aires, 2006).

La especialidad del planteo no radica en lo "novedoso" de las ideas: el propio Martin Seligman dice que la psicología positiva no descubre nada nuevo en realidad, nada muy diferente de lo que el sentido común nos puede enseñar.

Temas olvidados
Martina Casullo plantea que en este inicio del siglo hay dos ejes que dominan el ambiente de la reflexión sobre la condición humana. "Uno es el respeto al aporte de las neurociencias –dice la psicóloga– y otro, el enfoque sociocultural. Hoy está demostrado que el medio ambiente no es sólo estresor y negativo, sino que también puede influir positivamente en el individuo. La psicología positiva de hace eco de este espíritu de época y recupera temas que han sido olvidados a pesar de que tienen una importancia central en el

bienestar de las personas: entre éstos, los valores, que constituyen en buena parte el capital psíquico del sujeto y que lo ayudan a buscar el bienestar a partir de sus posibilidades, de sus propios recursos. Si se trabaja desde allí, es posible que las expectativas sean más reales para cada uno de nosotros y enfrentemos menos frustraciones."

Casullo dice que un tema al que la psicología positiva da especial énfasis es la capacidad de perdonar. "Y no hablamos del perdón como sinónimo de reconciliación, o de anular la demanda ante una ofensa o un delito. Es, en realidad, un trabajo de autoperdón para lograr que la propia persona no se sienta culpable. El desarrollo de la capacidad de perdonar debería integrar programas de promoción y prevención de la salud, porque son muchas las personas que podrían beneficiarse si tuvieran la posiblidad de hablar y reflexionar sobre el tema."

La psicología positiva también enfoca su mirada hacia la influencia que tienen aspectos tales como la religiosidad, la vida cultural, la gratitud, el sentido del humor y la autoestima, o las estrategias puestas en marcha frente a los duelos, en la calidad de vida de los colectivos sociales, y ocupa buena parte de las investigaciones el estudio de cómo poblaciones de alto riesgo logran enfrentar (y superar) las negativas condiciones de vida que les tocan, es decir, la resiliencia.

Martina Casullo comenta que el enfoque de la psicología positiva tiene especial aceptación entre sectores medios y bajos, "por la necesidad concreta de sobrevivir en ambientes más adversos –reflexiona–. Por ahora, para sectores más ligados a lo intelectual no se trata de un pensamiento de primera línea… Se lo ve facilista o simplista, se lo asocia a la new age sin tener en cuenta que se gestó y se está desarrollando en ámbitos académicos y científicos, y tampoco se tiene en cuenta lo más importante: que contempla temas esenciales de la vida, que recupera lo mejor de la psicología humanística y existencial y de la psicología social".

El secreto radica, todo parece, en desarrollar recursos que apunten a la prevención y que permitan que cada persona enfrente mejor y más dotada con sus recursos, reconociéndolos, su propio proyecto de vida.

"El balance de lo que se hizo durante el siglo XX es negativo –dice Martina Casullo, ensayando una sonrisa que oscila entre el realismo más cruel y la tímida esperanza–. No hacen falta ni más resentimientos y ni más broncas. Tenemos que tener un propósito, y este enfoque puede ayudarnos a ir tras él."
Por Gabriela Navarra


La paradoja de Seligman

Parece mentira, pero el hombre que firmó el acta fundacional de la psicología positiva pasó más de la mitad de su vida estudiando la depresión: Martin E. Seligman, director del Centro de Psicología Positiva de la Universidad de Pensilvania, EE.UU, desafió a sus colegas y, tras haber sido nombrado presidente de la Asociación Americana de Psiquiatría, en 1998, destinó todos sus esfuerzos al desarrollo de una tendencia que algunos ya consideran escuela y que, aseguran, gana adeptos día a día.

“Seligman pasó muchos años de su vida estudiando cómo las personas que sufren depresión llegaban a un estado que llaman de desamparo aprendido y que consiste básicamente en considerar que no tienen ninguna alternativa viable para cambiar esa situación –explica Andrés López Pell–. En determinado momento, invirtió sus preguntas y comenzó a buscar respuestas acerca de cómo existían sujetos que, aun sometidos a los peores estresores y situaciones difíciles, siempre eran capaces de salir adelante.

Seligman fue uno de los primeros investigadores en demostrar, por ejemplo, que, alcanzado cierto nivel mínimo que garantice la cobertura de las necesidades básicas, tener mayor dinero no es un pasaporte hacia la felicidad. Y de esto, fundamenta, dan fe los estudios sobre la depresión en sociedades económicamente desarrolladas y opulentas.

Seligman plantea que existen tres tipos de felicidad, aplicados a tres niveles de vida diferentes: “La vida placentera, la vida buena y la vida con sentido –dice–. Para alcanzar el primer tipo de felicidad debemos intentar disfrutar de los mayores placeres posibles y echar mano de métodos que nos permitan saborearlos y disfrutarlos mejor: compartirlos con los demás, aprender a describirlos y recordarlos, y usar técnicas como la meditación para ser más conscientes de esos placeres. El segundo nivel, mucho menos superficial y pasajero, es lo que Aristóteles llamó eudaimonia y que ahora denominamos flow, o estado de flujo, y que consiste en encontrar las propias virtudes y los talentos, y ponerlos a nuestro servicio, viviendo experiencias que nos dejen absortos, fuera del tiempo. Finalmente, la vida con sentido supone encontrar alguna causa, motivo o tarea más grande que uno mismo, estar el servicio de los demás de alguna forma, y es la que permite una felicidad más profunda y duradera.”

Para pensar en positivo
Tener en cuenta estas claves pueden ayudar a reformular nuestra forma de sentir, pensar y actuar.

1.- Evitar las ideas del tipo “todo o nada”. La realidad no es “blanco y negro” o “buena o mala”. Si pensamos en esos términos, somos rígidos y no damos lugar a matices o puntos de vista.

2.- No generalizar demasiado. Alguien mintió o no acudió a la cita, pero eso no significa que ocurra en todos los casos. Conclusiones que comiencen con “siempre” o “nunca” suelen conducir a exageraciones.

3.- No focalizar en el peor detalle. Las situaciones tienen distintos puntos de vista. Si elegimos centrarnos en lo peor, todo se verá mal. Por ejemplo, dar más importancia a críticas que a elogios.

4.- No minimizar lo bueno. Siempre hay algo positivo para destacar. Si lo pasamos por alto o lo desvalorizamos, perdemos la oportunidad de apreciar sus ventajas.

5.- Por menos o por más. Nos equivocamos tanto cuando exageramos la importancia de un problema como cuando minimizamos nuestras capacidades para afrontarlo.

6.- Evitar las predicciones. Ante indicios confusos o que nos despiertan ansiedad, anticipamos la peor conclusión. Pensar que algo saldrá mal incide en su resultado.

7.- Decir “no” a las suposiciones. En nuestra comunicación cotidiana es frecuente que creamos que otro (amigo, pareja, compañero) piensa o siente de un modo. ¿Cómo sabemos que es así? Preguntar es mejor que suponer.

8.- Huir de la victimización. Frases o sentimientos como “¿por qué me toca siempre a mí?” o “siempre tengo mala suerte” o “¿por qué a los otros sí y a mí no?” nos alejan de la responsabilidad sobre nuestros actos.

9.- No poner ni ponernos etiquetas. Al equivocarnos, no toda nuestra persona merece ser descalificada; y algo similar ocurre cuando otros cometen errores. No es lo mismo decir “esto lo hice” que “soy un tonto”. Pero atención: tampoco responsabilizar a los demás por errores propios.

10.- Poner límites a la propia responsabilidad. Si nos creemos responsables de cada problema (una separación, un hijo que desaprueba, etc.) sólo sentiremos culpa. Esta idea, sin embargo, oculta otra, más negativa aún: creer que todo está bajo nuestro control.

Lucha siempre
Me ha ocurrido muchas veces que he dejado a un amigo o conocido en condiciones desastrosas, ya de salud, económicas o de trabajo. Y me he preguntado con miedo cómo habría hecho para resistir, en qué habría acabado su situación. Y muchas veces, reencontrándolo después de años, he descubierto que estaba bien, alegre, lleno de vida, con una nueva actividad, a veces con una nueva esposa o un nuevo marido. Y he entendido que, en realidad, no podemos decir que la vida de una persona está acabada, porque todos poseemos enormes capacidades que no utilizamos y la vida siempre nos ofrece una nueva oportunidad, antes impensable. Pero se ponen en juego cosas muy profundas. Cuando estás duramente derrotado, o cuando enfrentas una enfermedad mortal, te alejas de la realidad, te repliegas en ti mismo; es un poco como su estuvieras muerto. Y cuando te recuperas, cuando te curas, es como si te fuese dada una segunda vida, y te invade un deseo febril de hacer, de tener nuevas experiencias. Un amigo mío, que se recuperó de un tumor considerado incurable, se compró un bellísimo barco con el que sale a navegar por el Mediterráneo. Otro ha escrito un libro que ha tenido un éxito inesperado. Una amiga se ha hecho famosa haciendo publicidad, otra ha adoptado un niño, una tercera simplemente se ha dedicado a gozar de las cosas bellas: un baño en el mar, su jardín, un viaje, una fiesta, y cuando hablas con ella te serena. Por eso nunca hay que decir : “No hay nada que hacer”; “qué se le va a hacer, no puedo tener hijos”; “qué se le va a hacer, no me gradué”; “qué se le va a hacer, me llegó la menopausia”; “qué se le va a hacer, estoy jubilado”. No tiene sentido: es como decir “qué se le va a hacer, se terminó la liquidación”. Si la liquidación se terminó, hay otras infinitas posibilidades de compras. Y no hay que perder tiempo en lamentarse de no tener más esto o aquello, ni de rumiar nuestros errores o las maldades que han cometido los demás. Errores cometemos todos y todos padecemos las maldades ajenas. No se trata de ser optimista solamente: tenemos que hacer las cosas que nos gustan, que nos estimulan, e ignorar las demás. No hables con los que te resultan antipáticos, con los que te irritan, y no veas películas que no te interesan; evita los programas de televisión que te fastidian. Y si encuentras algo que realmente tiene valor, lucha por realizarlo. Debes estar tan vivo a los noventa años como a los veinte. Y lucha sin miedo, con placer, con el gusto de hacer algo como si fuera una competencia de esquí, o de tenis o una maratón.

Por Francesco Alberoni

El arte de fluir

En el libro Pensamiento positivo (RBA Libros), Miriam Subirana y Ramón Ribalta explican que la modificación de viejos hábitos o creencias es la clave para transformar nuestros patrones de pensamiento. Las motivaciones, las visualizaciones, las afirmaciones positivas y la meditación, definida como “el poder del pensamiento concentrado”, son buenas herramientas. La meditación, desafían sus adeptos, no tiene nada de complicado. Se puede comenzar repitiendo palabras sencillas (“amor”, “paz”, “luz”), en voz alta o en silencio, durante lapsos de 10 a 20 minutos, en lugar y situación tranquilos, cómodamente ubicados, respirando en forma pausada y consciente. El fenómeno está lo suficientemente estudiado y los resultados son contundentes: por derecho y por revés, meditar hace bien.

Subirana y Ribalta dan ejemplos de pensamientos innecesarios (generalmente referidos al pasado; por ejemplo: “Si hubiera estado ahí no habría sucedido esa desgracia”), negativos (del tipo “todo va a salir mal”), y en tanto dicen que esta clase de pensamientos –más allá de la razón que uno tenga acerca de lo que expresan– nos vuelven perdedores porque estimulan un estado de “polución mental”, un pensamiento positivo, por sencillo que sea, siempre genera un beneficio… y no daña a nadie.

Simon Reynolds, en Mejor que el chocolate (Ed. V&R), enumera 50 técnicas para ser más felices: registrar qué cosas nos hacen bien, practicar actividad física, ser disciplinados, agradecer, reír, dormir mejor, tener metas altas, cultivar la amistad, no hacer del dinero la prioridad de la vida, expresar el cariño, mantenernos ocupados, tener un propósito vital. Reynolds explica el concepto de “fluir” (flow), introducido por el psicólogo de origen húngaro (y apellido impronunciable) Mihaly Csikszentmihalyi, uno de los aportes más importantes para explicar las claves del disfrute. El fluir consiste en realizar una actividad con cierto nivel de complejidad, ver claramente que avanzamos en ella, usar en eso toda nuestra concentración, y sentir que tenemos el control.

Los expertos aseguran que cuanto más “fluimos” más felices somos. ¿Y cómo?

El propio Martin Seligman da ejemplos de fluir. Dice que él es jugador de bridge, un entretenimiento muy común entre los estadounidenses mayores. “El promedio de edad de quienes participan en los torneos es de 70 años, una época de la vida en que es frecuente sentir dolores y molestias físicas –reflexiona–. Sin embargo, ninguno de ellos se queja de nada mientras juega. Están completamente absortos en lo que hacen, se olvidan de todo.”

5 de diciembre de 2007

Honorio Bustos Domecq

Algunos ya sabrán que este "autor" fue el seudónimo que utlizaron Borges y Bioy Casares para escribir entre otros relatos, una serie de cuentos policiales excelentes que se publicaron en 1942. Mas info en la página digital.
Les dejo un extracto de esa página donde relatan un poco la intimidad

de esa iniciativa literaria.
Espero les guste, estoy tratando de conseguir algunos de los cuentos para postearlos por aqui.
Estanis


Las Noches de Goliadkin y los demás relatos policiales incluidos en Seis problemas para don Isidro Parodi son parte de un riquísimo testimonio de escritura conjunta que nació de un tercer autor distinto de Borges y Bioy Casares: H. Bustos Domecq. Esta singular mezcla dio como resultado una nueva síntesis literaria basada en una relación dialéctica entre el policial clásico inglés y la crítica burlesca que ambos escritores realizan a diversos aspectos de la sociedad argentina de los años 40.

Reconozcamos, sin embargo, que este socrático Bicho Feo es irresistible. ¡Diablo de hombre! Con una carcajada que me desarma, admite la rotunda validez de mis argumentos; con una carcajada contagiosa, reitera, persuasivo y tenaz, que su libro y nuestra vieja camaradería exigen mi prólogo (Borges 1995: 15).

La cita anterior es un fragmento del Discurso liminar de don Gervasio Montenegro, texto con el que este miembro de la Academia Argentina de Letras e íntimo amigo del autor Honorio Bustos Domecq, a quien íntimamente llama Bicho Feo, le prologa su colección de cuentos policiales Seis problemas para don Isidro Parodi. Desde luego, don Gervasio es tan apócrifo como don Honorio.

El rimbombante y ampuloso prólogo de Montenegro, en el que se permite lanzar todo tipo de juicios que condenan o consagran diversas prácticas presentes en la sociedad argentina de los años 40, es un hilarante anticipo del tono burlón y paródico que contiene la media docena de relatos policiales escritos conjuntamente por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares.

Cada una de las historias incluidas en Seis problemas... presenta el mismo procedimiento: Parodi, un peluquero encarcelado por un asesinato que no cometió, recibe en su celda a diversos personajes acusados por un crimen o relacionados con él. Luego de que las visitas le entregan su versión de los hechos al improvisado detective, Parodi consigue atar los cabos sueltos y determinar las verdaderas culpabilidades sin necesidad de moverse de su celda.

Como resultado de su espectacular olfato policial a distancia, las circunstancias de este improvisado detective son tan paródicas como paradójicas: resuelve brillantemente intrincados problemas criminales, sin embargo es incapaz de demostrar su propia inocencia:

Esta endeble estructura, endeble e inverosímil, permite que don Isidro acceda a los universos más surrealistas y a la resolución de los problemas más abstrusos con el sólo concurso de su inteligencia. Es, por tanto, un hombre que mantiene una línea abierta con el mundo por una única vía, la espiritual, y, a partir de ahí, se expande una correlación de corte matemático que adquiere su justa correspondencia, o verosimilitud, con la realidad (Juristo).

Esta compleja premisa le sirve de pie a los autores para deshacer y parodiar la construcción clásica del tradicional género de enigma. Burlándose de las narraciones policiales y del contexto sociocultural de la época, Borges y Bioy Casares consiguen crear un nuevo subgénero de relato de enigma. Se intentará demostrar esta afirmación a partir del análisis del cuento Las noches de Goliadkin , el segundo de los seis problemas que resuelve don Isidro.

Estructura clásica de cuentos anticlásicos:
Respecto de su concepción del cuento y de los géneros, Borges afirmó lo siguiente:

Uso la palabra `cuento´ entre comillas, que no sé si lo es o qué es, pero, en fin, el tema de los géneros es lo de menos. Croce creía que no hay géneros; yo creo que sí, que los hay en el sentido de que hay una expectativa en el lector. Si una persona lee un cuento, lo lee de un modo distinto de su modo de leer cuando busca un artículo en una enciclopedia o cuando lee una novela, o cuando lee un poema. Los textos pueden no ser distintos pero cambian según el lector, según la expectativa (Analítica).

Si bien Borges no creía en una estética determinada y teorizó de modo más bien indirecto y alejado de los cánones académicos mediante cuentos, consejos narrativos y algunos prólogos, para profundizar en el análisis de la estructura empleada en Las Noches de Goliadkin se utilizará como base la Tesis del cuento de Ricardo Piglia. Y para interpretar el sentido del relato objeto de este análisis, se seguirán de manera general los criterios de Umberto Eco en Obra Abierta .

Para Piglia, un cuento siempre cuenta dos historias, la oculta y la evidente. En ese sentido, Borges y Bioy Casares aplican en la estructura de Las Noches de Goliadkin un rasgo propio del género policial: la coexistencia de dos historias, la del crimen y la de la investigación. La primera historia, la del crimen, permanece oculta y encriptada dentro del relato. No obstante, es la que pone en marcha la historia de la investigación, la cual se narra al lector de manera abierta y evidente. Por lo tanto, el procedimiento habitual que se ejecuta en el género policial es contar la historia de la investigación hacia adelante o en orden cronológico. A medida que el relato de la pesquisa avanza, el lector va reconstruyendo hacia atrás la historia del crimen, la cual cobra pleno sentido una vez que el receptor concluye el relato.

La historia de la investigación en Las Noches de Goliadkin se origina por el siguiente crimen: Gervasio Montenegro, un famoso y pedante actor, es acusado del robo de una valiosa joya y de asesinar a dos personas. Lo primero que llama la atención es que nuevamente reaparece el nombre del autor del prólogo de Seis Problemas... ya no en su rol de miembro de la Academia Argentina de Letras, sino que como principal sospechoso. Con esto, los autores establecen uno más de sus burlescos juegos literarios: un autor apócrifo, H. Bustos Domecq, inventa un personaje que bautiza con el nombre de un amigo ficticio con el fin de reírse ficticiamente de él, pues es evidente que el soberbio y despectivo discurso que domina a Montenegro-actor se condice con el pretencioso y denso discurso del Montenegro-prologuista.

Volviendo al relato de la investigación, Montenegro llega de mala gana a la celda 273 de Parodi haciendo patente su nula convicción de que un presidiario consiga demostrar su inocencia. Con marcada arrogancia le expone a Parodi los detalles de su tragedia, la cual se inicia en un largo viaje en tren de La Paz a Buenos Aires en el que comparte camarote con Goliadkin, comerciante de joyas al que Montenegro describe desdeñosamente : “se trata de un ruso, de un judío, cuya impronta en la placa fotográfica de mi memoria es decididamente débil. Era más bien rubio, fornido, de ojos atónitos; se daba su lugar: se precipitaba siempre a abrirme las puertas” (Borges1995: 37).

Montenegro reitera este tono pedante para referirse al resto de los pasajeros del convoy con quienes entabla contacto: la baronne Puffendorf-Duvernois, “una mujer ya hecha, sin la fatal insipidez de las colegialas, curioso espécimen de nuestro tiempo, de cuerpo estricto, modelado por el lawntennis, una cara tal vez basée, pero sutilmente comentada por cremas y cosméticos” (Op.cit); el joven poeta catamarqueño Bibiloni, sobre el que afirma que “los lentes bicicleta, la corbata de moño y elástico, los guantes color crema, me hicieron creer que me hallaba ante uno de los innumerables pedagogos que nos ha deparado Sarmiento” (Ibíd.: 38); el padre Brown, sobre quien confiesa que “lo miraba con cierta envidia. Los que tenemos la desgracia de haber perdido la fe del carbonero y del niño no hallamos en la fría inteligencia el bálsamo reconfortante que brinda a su rebaño la Iglesia” (Ibíd.: 39).

Respecto del último pasajero con el que mantiene contacto, el actor expresa que “ es imposible, aunque deseable, olvidar al barbudo y apopléjico coronel Harrap, típico ejemplar de la vigorosa vulgaridad de un país que ha logrado el gigantismo, pero que ignora los matices, las nuances, que no desconoce el último pillete de una trattoria de Nápoles y que son la marca de fábrica de la raza latina” (Ibíd.:37). Luego de esta postrera descripción viene la réplica de Parodi, fiel reflejo de la agudeza local:

—No sé dónde queda Nápoles, pero, si alguien no le arregla este asunto, a usted se le va a armar un Vesubio que no le digo nada (Op.cit).

Una buena explicación sobre el pintoresco carácter del habitante de la celda 273 se encuentra en un análisis de la crítica Cristina Parodi, quien afirma lo siguiente acerca del detective sedentario :

Es la única voz detrás de la cual hay una conciencia que pone un orden al caos verbal de las historias. Detrás de esa voz mesurada, sobria, socarrona, hay un ´criollo viejo´, solitario (aunque no ha elegido su aislamiento) y sabio. Su sabiduría no proviene de una inteligencia sobrehumana ni de conocimientos extraordinarios, como es, por ejemplo, el caso de Holmes (...) Lejos de los personajes creados por el género, don Isidro carece de rasgos exóticos: el abundante tiempo libre de que dispone no está ocupado por la ejecución del violín, la esgrima o el cultivo de orquídeas; a veces, se distrae jugando a las barajas; en lugar de estimularse con cocaína, disfruta del mate.

En suma, el saber práctico de este eficiente detective amateur es producto de la escuela de la vida y de la calle en el contexto del subdesarrollo social latinoamericano, en oposición a los cultos y sofisticados detectives que protagonizan aventuras policíacas en modernas ciudades del primer mundo.

La historia de la investigación, en cuyos intersticios comenzamos a descifrar la historia del crimen, prosigue de la siguiente forma: Montenegro le cuenta a Parodi que Goliadkin porta una joya valiosísima que, según él, le robó a su amante, la princesa Claudia Fiodorovna, quien por falta de recursos se vio obligada a emigrar a Buenos Aires para dedicar su vida a administrar un local de mala fama. El ruso le explica al actor que, debido a la humillante situación de su ex pareja y para demostrarle que su amor había sido sincero, decidió viajar para devolverle su joya.

Durante l a tercera noche, Bibioni es asesinado; al cuarto día, Goliadkin pierde el diamante jugando a los naipes con Montenegro. Sin embargo, como el ruso viaja con una copia de la joya, puede interpretarse que lo engañó para conservar el original. Esa misma noche, Goliadkin es arrojado del tren y Montenegro es acusado por el crimen.

Hasta ahí la historia de la investigación o la historia evidente del relato. Tras meditar por un par de días en su celda, Parodi manda llamar a Montenegro para entregarle sus conclusiones, momento en que comienza a revelarse la segunda historia del relato. Vale decir, la historia oculta, la del crimen. Con sorprendente lógica, Parodi le evidencia a Montenegro que sin querer se vio envuelto en el intento de robo del diamante de Goliadkin por parte de una banda integrada por Bibiloni, la baronesa, el coronel Harrap y el falso padre Brown. Los delincuentes jamás sospecharon que, tras el juego de naipes en el que perdió el diamante con Montenegro, Goliadkin le entregaría al actor la joya real y retendría la falsa. ¿Por qué? Porque el ruso estaba conciente de que si la banda de ladrones lo eliminaba, la única alternativa que tenía para hacerle llegar la joya a su ex amante y redimirse, era entregándosela a un tercero.

Borges y el policial: sublimación de la sabiduría popular

En sus resoluciones, además de descubrir a los verdaderos criminales don Isidro desarrolla un discurso de tono crítico y moralista:

Su método consiste en una mezcla de sentido común, cinismo y desconfianza de las apariencias. Si bien él es una parodia de los detectives convencionales del relato policial, también es una suerte de parodia al revés, por exclusión, de todos los fantásticos atributos que se han acumulado alrededor de las figuras de Dupin, Holmes, Nero Wolfe y Lord Peter Wimsey (Balderston) .

Por más que la solución de un caso se apegue a una estricta lógica, no significa que sea menos fantástica e increíble, considerando que el peluquero no ha ido al lugar del crimen, no busca pista alguna, ni interroga a todos los involucrados. La resolución es tan extraordinaria, que incluso el arrogante Montenegro la considera digna de él, razón por la cual se la apropia descaradamente, como observamos en las últimas líneas del cuento:

—Es la vieja historia —observó—. La rezagada inteligencia confirma la intuición genial del artista. Yo siempre desconfié de la señora Puffendorf-Duvernois, de Bibiloni, del padre Brown y, muy especialmente, del coronel Harrap. Pierda cuidado, mi querido Parodi: no tardaré en comunicar mi solución a las autoridades (Borges 1995 : p.47).

En diversas entrevistas, Borges declaró que el policial era su género favorito. Fue asiduo lector de las obras de Poe y de sus sucesores. Cuentos como La Muerte y la brújula consagraron al escritor argentino como un innovador y un destacado heredero de esa tradición.

Sin embargo, en las singulares historias incluidas en Seis Problemas... , Borges se distancia burlonamente del policial clásico: juega, abusa y extrema sus recursos, arriesgando incluso la verosimilitud de sus relatos; satiriza ciertos tipos porteños y alude constantemente a los vicios y defectos de la época; por si fuera poco, incluye chistes internos y juegos inteligibles sólo para él y Bioy Casares.

Pese a esto, se concuerda con Cristina Parodi cuando afirma que no viola las normas y características propias de los relatos de enigma:

No llegan a afectar las leyes ni las convenciones mayores del género. En los policiales de enigma, el espacio cerrado o limitado suele funcionar como una condensación del espacio social entero. A la celda de don Isidro llegan todas las voces de la ciudad que se extiende fuera de la penitenciaría, es una metonimia de todos los modos del habla de Argentina de la época.

En ese sentido, Seis problemas... puede definirse como un laberinto verbal cuyo protagonista es el lenguaje. Es un universo de voces que cuentan historias, cada una con su tono propio y desde un punto de vista particular, sin que detrás de ellas exista una conciencia que les permita advertir la singular manera en que relatan. Los personajes sólo son discursos, perspectivas y modos de hablar que entran en conflicto, se interrumpen, se superponen, se contradicen. Y Parodi es el filtro que organiza ese fenómeno a través de su fantástica lógica.

Un tercer autor: HBD.
Por su intención paródica y por las constantes burlas y críticas sociales que caracterizan a las aventuras de Parodi, guardando las proporciones se puede decir que Borges es a la novela policial lo que Cervantes es a la novela de caballería. Claro que para dar el salto que significó Seis Problemas... y obtener ese resultado, Borges requería de un Sancho: Bioy. Gracias a él y con él, puedo crear su Quijote particular: Parodi.

De ahí que se pueda afirmar que Honorio Bustos Domecq (HBD) es un nuevo ente creativo, que no es ninguno de los dos autores:

No hay en Borges ni en Bioy una obra semejante en su lucidez satírica y ésta es la ventaja de Bustos Domecq en su argentinidad con respecto a los dos autores antes citados. Se podrá decir que la obra de Borges es más límpida, profunda, más matizada, más doliente... se dirá que la de Bioy planea en su fantástica visión hacia cielos que don Isidro Parodi ni siquiera puede vislumbrar. Pero la gracia, la desenvoltura, la falta de cualquier gravedad es patrimonio de Bustos Domecq (Juristo: Op.cit).

Se trata, entonces, de un tercer autor, con vida y estilo literario propio.

El seudónimo Honorio Bustos Domecq fue creado a partir de los apellidos de los tatarabuelos de los autores: Bustos, de Borges, y Domecq, de Bioy. En múltiples entrevistas, ambos amigos declararon que se divirtieron mucho trabajando en conjunto, al punto que Borges recuerda los orígenes de esta colaboración como uno de los principales hitos de su existencia:

One of the chief events of these years —and of my life— was the beginning of my friendship with Adolfo Bioy Casares. We met in 1930 or 1931, when he was seventeen and I was just past thirty. It is always taken for granted in these cases that the older man is the master and the younger his disciple. This may have been true at the outset, but several years later, when we began to work together, Bioy was really and secretly the master (Borges 1970: 86).

Por su lado, Adolfo Bioy Casares entrega sorprendentes datos acerca de las intenciones originales de la dupla:

Cuando empezamos a colaborar nos sentíamos alineados en una campaña en favor de la trama y de la escritura deliberada, eficaz y consciente. Íbamos a escribir cuentos policiales clásicos como los de la literatura inglesa hasta los años cincuenta, cuentos en los que había un enigma con resolución nítida, poca sicología, los personajes necesarios y la reflexión apenas indispensable. Resultó que escribimos de un modo barroco, acumulando bromas al punto que por momentos nos perdíamos dentro de nuestro propio relato, y alguno de los dos preguntaba: “¿Qué es lo que iba a pasar con ese personaje? ¿Qué íbamos a escribir?”. Esto es casi patético porque ambos nos jactábamos de ser muy deliberados. Es como si el destino se hubiera burlado de nosotros (Bioy Casares 1994: 112).

De modo impensado, H. Bustos Domecq adquirió autonomía y entidad propia, fenómeno que ambos escritores reconocieron. Por lo mismo, Borges nunca atribuyó a él o a Bioy idea alguna ni el más mínimo párrafo de sus textos en colaboración, pues sentía el firme convencimiento de que los frutos del trabajo en conjunto constituían el nacimiento y la existencia de un nuevo autor: “ A third man, Honorio Bustos Domecq, emerged and took over. In the long run he ruled us with a rod of irony and to our amusement, and later to our dismay, he became utterly unlike ourselves, with his own whims, his own puns, and his own very elaborate style of writing” (Borges: Op.cit). Un nuevo escritor cuya técnica de composición, según el propio Borges, era una especie de injerto entre Alfred Hitchcock y los Hermanos Marx.

Maestro y discípulo se arman de parodia: crítica a la Argentina de los años 40

Seis Problemas... parte de la intención de parodiar el clásico recurso del detective limitado: investigadores ciegos, sordos, lisiados o enamorados, que muestran impedimentos para actuar normalmente. Pero en don Isidro la parodia es doble, pues además se satiriza con descaro a ciertos tipos argentinos.

En el caso de Las Noches de Goliadkin , los dichos y juicios de Parodi representan la simpleza del pueblo, la picardía e inteligencia criolla. Por su lado, el rebuscado y siútico lenguaje empleado por Montenegro aluden a un frívolo arribismo social y a molestas pretensiones de erudición, fenómenos que Borges y Bioy observaron en diferentes círculos de la década de los cuarenta.

Parodi surge de la necesidad que tenían ambos escritores de criticar esta clase de situaciones desde una perspectiva nacionalista:

(Buscan) Ajustar las cuentas de su argentinidad a través del lenguaje. Pienso que, hoy día, lo que queda de este libro es ese esfuerzo memorable por dar entidad a ciertos argentinismos y llenarlos de significación plástica. Sabido es que hubo en Argentina escritores llamados populares, entre ellos Roberto Arlt, a los que Borges y en general todo el grupo Sur despreciaban por su descuido idiomático. Esta novela es una respuesta, inteligente por lo demás, para deshacer algunos malentendidos sobre la supuesta `antiargentinidad´ de sus autores. El resultado es espléndido y digno de la inteligencia casi perversa de Jorge Luis Borges (Juristo: Op.cit).

De ahí que, en palabras de Alfonso Reyes, “amén del interés del enigma, el libro adquiere un valor de testimonio social” (1959: 308) , pues la parodia al policial fue utilizada como marco y excusa para llevar a cabo una crítica humorística a ambientes, personajes y formas de expresión que se daban en el Buenos Aires de aquellos años.

Nueva síntesis: el cuento policial trasnochador
Borges, en conjunto con Bioy, a través de un tercer autor llamado H. Bustos Domecq, crea una nueva síntesis literaria que se basa en una relación dialéctica entre el policial clásico inglés (tesis) y la abierta burla que ambos escritores realizan a diversos aspectos de la sociedad argentina de los años 40 (antítesis).

Por lo tanto, cada uno de los relatos de Seis problemas... , incluido el cuento analizado, es producto de la ingeniosa mezcla de parodias al relato de enigma convencional, con circunstancias, personajes, actos de habla, modismos, en fin, que aluden con humor crítico al contexto social de la época.

Esta singular mezcla dio como resultado un cuento policial criollo, localista, burlesco, pícaro, juguetón. Cuento que, en honor a la obra objeto de este estudio, se denominará policial trasnochador , en el sentido de que se trata de relatos policiales parranderos, despiertos, fiesteros, despabilados, noctámbulos. En definitiva, de un nuevo subgénero de relato de enigma (síntesis).

Las Noches de Goliadkin y el resto de los relatos incluidos en Seis problemas... son parte de un riquísimo testimonio de escritura conjunta que nació de un tercer autor distinto de Borges y Bioy Casares, H. Bustos Domecq, fenómeno que “establece el trueque más fértil de la literatura Argentina” (Paoletti: 15) y tal vez de Hispanoamérica.

Con certeza se trató de uno de los más prolíficos divertimentos que se ha permitido la literatura en lengua castellana. Sin embargo, “creo advertir una velada impaciencia en el rostro de mi lector. Hoy por hoy, los prestigios de la aventura priman sobre el pensativo coloquio. Suena la hora del adiós. Hasta aquí hemos marchado de la mano; ahora estás solo, frente al libro.

2 de diciembre de 2007

Beowulf / Capítulo III


Capítulo III
De Beowulf y la Batalla Final

Habían pasado cincuenta inviernos y cierto hombre que no era bien visto en la corte, y que se esforzaba por hacerse agradable a su señor, le ofreció un día una copa de oro adornada con piedras maravillosas. Interrogado severamente acerca de la procedencia de la copa, acabó por confesar el robo: la había sustraído de una cueva, en el bosque, mientras el guardián dormía. El guardián era un enorme dragón. Los guerreros que lo vieron instaban a su señor a que se apoderase de todo el tesoro. Pero a Beowulf no el importaban las riquezas, le repugnaba el robo, y
castigó al ladrón. Entre tanto, la bestia había notado que el oro desaparecía y husmeando, husmeando, advirtió que un extraño había entrado en la cueva mientras él dormía.
El dragón, enfurecido, sintió que su pecho se enardecía y, lanzándose a través de los campos y pueblos, esparció el terror y la muerte por doquier, sembrando de desolación todos aquellos lugares por los que pasaba. Un gran clamor de lamentos se alzaba, una tremenda desgracia había caído sobre la tierra de los godos.
Los súbditos acudía a tropel a quejarse a Beowulf y a rogarle que los librase del monstruo. Los guerreros temblaban y Beowulf habló en los siguientes términos:
—Ha llegado el momento de ir a la cueva a buscar al dragón; yo lucharé contra el guardián del tesoro. Con doce hombres y con el ladrón como guía, se dirigió al
lugar. Cuando hubieron llegado cerca, se sentó un momento el anciano héroe junto a la roca, con el ánimo entristecido. No era el miedo lo que abatía al vencedor de Grendel y de la madre de éste, sino un lúgubre presentimiento que lo sobrecogía, advirtiéndole que la muerte estaba cercana y le murmuraba:
—Despídete de tus fieles.
Así lo hizo.
Poco después se levantó para dirigirse con paso rápido al muro de piedra en el que se abría la cueva. De las profundidades de la caverna salió una nube de fuego. Todo el monte pareció incendiarse. Beowulf sintió ardientes quemaduras, su pelo se chamuscó debajo del yelmo. Quedó cegado por las llamas, pero Beowulf
no se arredró por ello, sino que llamó con voz fuerte al enemigo, incitándolo a combatir. El dragón oyó la llamada y, envuelto en una nube de fuego, resoplando, salió de las profundidades de su guarida para golpear con sus gigantescos miembros anillados el escudo del héroe, el cual resistió a pie firme el ataque con el
hacha en alto, preparado para herir, lanzando un golpe que el monstruo pudo esquivar, retrocediendo.
Beowulf atacó de nuevo y el gigante echó llamas por la boca arrojándolas contra el escudo, hasta que se puso al rojo y se fundió e incluso la misma coraza del héroe enrojeció, hasta quemarle la piel.
Pero el soberano de los godos todavía pudo lanzar un golpe con el hacha que se escurrió por encima de la pata escamosa del dragón, hiriéndole solo levemente; esto, obviamente, irritó la furia de la bestia. Las llamas brotaron caudalosamente de sus fauces, chisporroteando las centellas, mientras su aliento emponzoñado
hervía. El viejo guerrero titubeaba ya; si su arma no le ayudaba, estaba perdido.
De un saltó se colocó junto a él el valiente Wiglaf, su escudero fiel. Éste no había podido resistir por más tiempo la espera y había gritado a sus compañeros:
—¡Ayudemos a nuestro señor! Él siempre nos ha defendido,
¡Ahora es nuestro turno! Prefiero mil veces que me consuma el fuego a que muera mi rey. Los demás vacilaron, pero Wiglaf corrió junto a su señor y a través del vapor y de las llamas atacó el dragón. El monstruo se había ensañado con la coraza de Beowulf y echó el aliento en el rostro de éste, no protegido por el yelmo, ya
medio fundido. Se encontraba indefenso para el combate y, rehaciéndose a la desesperada, dejó un flanco al descubierto al iniciar su postrer ataque. Recibió un golpe en el costado sin protección, cayendo vencido. Reuniendo el último esfuerzo y el definitivo hálito de vida, el anciano Beowulf consiguió partir con su hacha
la cabeza del dragón que, retorciéndose bruscamente, cayó muerto casi al instante. Pero también el héroe había caído, cegado por el pestilente aliento del monstruo.
Wikleif se inclinó sobre su rey y señor a tiempo de oírle murmurar:
—Esto es el fin. El fuego me consume, refréscame. Dame agua, me desvanezco.
Rápidamente, el fiel y valeroso escudero buscó agua para rociar con ella la cara del héroe; lo despojó de sus armas.
—¡Ah —suspiró Beowulf—, como desearía dejar estas armas a mi hijo! Ahora parto de este mundo al oscuro reino de las tinieblas sin dejar sucesor. ¿Quién poseerá el reino que durante cincuenta años defendí de todos sus enemigos? ¡Pronto, corre a
la cueva, tráeme los tesoros! Al héroe moribundo le consuela el brillo del botín…¡Corre y tráeme el tesoro antes de que mis fuerzas desfallezcan, antes de que me falte la luz! Wiglaf partió a cumplir la última orden.
Ayudado por los otros guerreros, fue amontonando las riquezas justo al lado donde yacía Beowulf, quien, al contemplar con ojos turbios tan brillantes y relucientes maravillas, susurró:
—Esto es lo que gané para mis hombres! ¡La herencia de Beowulf! Que les sirva para la felicidad, a ellos, valientes leones godos. A mí constrúyanme un túmulo a la orilla del mar, en una colina que mire por encima de las olas, que sirva de guía a los navegantes y que lleve por nombre «Monte de Beowulf».
Los ojos se le velaban. Alargó la mano hacia el cuello de su fiel amigo.
—Eres el último de nuestra estirpe; la muerte se los llevó a todos…Los nobles héroes…
Y su espíritu voló al Wælhalla. Los guerreros permanecían en silencio.
Horas después cavaron una fosa y sobre ella erigieron un túmulo muy alto y visible desde muy lejos, según los últimos deseos del rey. Y en diez días acabaron la monumental obra, el mayor túmulo que jamás se haya conocido. En él enterraron también el tesoro, lo mismo que en otros tiempos, cuando el dragón lo guardaba. Rodearon después, en procesión fúnebre, los doce más nobles guerreros, a caballo, el monumento, entonando el De profundis en honor del monarca y cantaron sus gestas, alabando sus luchas contra héroes, monstruos y gigantes, como correspondía
a una muerte tan heroica como la suya. Y todos los pueblos supieron lo sucedido.
Y todos lloraron la muerte del héroe Beowulf.

APÉNDICE: NOMENCLATURA

Nota: En la presente compilación se han incluido todos los nombres propios que son utilizados en la versión original pero que en mi versión no se encuentran. Esto se debe primero a que por cuestión de espacio y para que la historia no pierda el hilo me vi obligado a suprimirlos y además no eran muy relevantes en la historia sino que muchas veces se los incluía en la versión original, que estaba compuesta en poema, para cerrar las rimas.

Abel: Asesinado por Caín, su hermano. Génesis iv, 8.
Alfhere: Pariente de Wiglaf.
Ashhere: El consejero de Hrothgar, hermano de Yrmenlaf.
Beanstan: Padre de Breca.
Beow o Beowulf: Rey danés, hijo de Scyld, padre de Healfdene.
Beowulf: Hijo de Edgetheow; sobrino de Hygelac.
Brec: Hijo de Beanstan; rey de los Brondings.
Brondings: Tribu no identificada.
Caín: Asesino de Abel, su hermano más joven; Padre de todos los monstruos.
Daneses: El pueblo de Hrothgar, también llamados Scyldings.
Daneses medios: El pueblo de Hnæf. Posiblemente son los Jutos.
Dayraven: El mejor de los Francos.
Eadgils: Príncipe sueco, hijode Ohthere, hermano de Eanmund.
Eanmund: Príncipe sueco, hijo de Ohthere, hermano más joven de Eadgils.
Earna-Ness: Un cabo en la tierra de los godos (Earn: águila).
Edgelaf: Padre de Unferth, el envidioso.
Edgetheow: Un Waymunding que se casó con la hija única del rey godo Hrethel; asesino de Heatholaf; padre de Beowulf.
Edgewela: Un rey danés muy poco conocido.
Eofor: Guerrero godo, asesino de Ongentheow; hijo de Wonred; hermano de Wulf; esposo de la hija de Hygelac.
Eomer (¿eomer?..si!!! J): Hijo de Offa.
Eormenric: El famoso rey de los godos del este.
Esker: El mejor de los guerreros de Hrothgar.
Finn: Rey de los Fisios del este, monarca de los Jutos; hijo de
Folcwalda; esposo de Hildeburgh.
Fitela: Sobrino (e hijo) de Sigemund.
Folcwalda: Padre de Finn.
Francos: Pueblo bajo las ordenes de los reyes Merovingios; también llamados Hugas; enemigos de los godos.
Freawaru: Hija de Hrothgar.
Frisios: Pueblo dividido en Frisios del este (pueblo de Finn) y
Frisios del Oeste(tributarios de los francos).
Froda: Rey de los Heathobards, padre de Ingeld. Asesinado por los daneses.
Garmund: Padre de Offa.
Gifthas: Una tribu germánica del este.
Godos: El pueblo de Beowulf, en la actualidad habitantes del pueblo Gotarike en el sur de Suecia.
Grendel: Ogro asesinado por Beowulf; descendiente de Caín.
Guthlaf: Un súbdito danés de Hnæf, luego de Hengest.
Halga: El hermano más joven de Hrothgar; padre de Hrothulf.
Hama: Heroe que escapó de Eormenric con el collar Brising.
Hareth: Padre de Hygd.
Hathkin: Segundo hijo de Hrethel, el cual lo sucede, habiendo matado a su hermano mayor, Herebeald, por accidente.
Healfdene: Rey de los daneses, hijo del Beowulf el danés; padre de Heorogar, Hrothgar, Halga y (?) Ursula.
Heardred: Rey godo, hijo de Hygelac e Hygd. Killed by Onela.
Heathobards: El pueblo de Ingeld, enemigos de los daneses.
Heatholaf: Un Wylfing, asesinado por Edgetheow.
Helmings: La familia de Wealhtheow.
Hemming: Pariente de Offa y Eomer.
Hengest: Lider de los daneses (daneses medios) luego de la muerte de Hnæf.
Heorogar: Rey danés, el hermano mayor de Hrothgar.
Heorot: La fortaleza de Hrothgar. Este lugar muy probablemente se encuentra ahora cerca de Lejre Roskilde. (heorot:ciervo)
Heoroweard: El hijo de Heorogar; no lo sucedió, tal vez porque era muy joven.
Herebeald: El hijo mayor de Hrethel; asesinado por Hathkin.
Heremod: Tirano danés.
Hereric: Tío de Heardred. Posiblemente el hermano de Hygd.
Hetware: Tribu Franca.
Hildeburgh: Esposa de Finn; hija de Hoc; hermana de Hnæf.
Hnæf: Hijo de Hoc, hermano de Hildeburgh; lider de los daneses medios.
Hoc: Padre de Hnæf y de Hildeburgh.
Hrefnawudu: ‘El bosque de los cuervos’, el bosque sueco donde Ongentheow mató a Hathkin.
Hreosnabeorgh: Una colina en la tierra de los godos.
Hrethel: Rey de los godos; padre de Hygelac.
Hrethric: Hijo de Hrothgar y Wealhtheow; hermano mayor de Hrothmund.
Hronesness: Un cabo en la tierra de los godos (Hron: ballena).
Hrothgar: Rey de los daneses.
Hrothmund: Hijo de Hrothgar, hermano de Hrethric.
Hrothulf: Hijo de Halga; sobrino de Hrothgar.
Hrunting: La espada de Unferth
Hugas: Los Francos que Hygelac atacó.
Hunlaf: Padre de uno de los seguidores de Hnæf.
Hygd: Esposa de Hygelac, hermana de Hareth.
Hygelac: Rey de los godos; tío de Beowulf. Murió en una batalla contra los frisios en el año 521.
Ingeld: Hijo de Froda; príncipe de los Heathobards; esposo de Freawaru. Merovingio, el: El rey de los Francos.
Nailing: La espada que Beowulf tomó de Dayraven.
Offa: Rey de los Anglos en Angeln.
Ohthere: Hijo de Ongentheow el Sueco; hermano mayor de
Onela; padre de Eanmnd y Eadgils.
Onela: Hermano de Ohthere y su sucesor, esposo de Ursula.
Ongentheow: Rey sueco, padre de Ohthere y Onela; asesino de Hathkin.
Oslaf: Seguidor danés de Hengest.
Scyld: Fundador de la Casa Real danesa, los Scyldings.
Scyldings: Descendientes de Scyld; la familia de la Casa Real.
Scylfings: La familia real Sueca.
Shefing: Hijo de Sheaf.
Sigemund: Hijo de Wæls; padre y tío de Fitela; conquistador del dragón Fafnir.
Suecos: Los Suecos de la Suecia este-central eran los vecinos de los godos.
Swerting: La abuela de Hygelac.
Unferth: Hijo de Edgelaf; Consejero de Hrothgar.
Ursula: Hija de Healfdene.
Wæls: Padre de Sigemund.
Waymundings: La familia de Wiglaf, Weoxstan y Beowulf.
Wealhtheow: La reina de Hrothgar.
Wendels: Vandalos.
Weoxstan: Padre de Wiglaf.
Wiglaf: Hijo de Weoxstan; un Waymunding, pariente de Beowulf y su escudero más fiel.
Withergyld: Un guerrero Heathobard.
Wonred: Padre de Eofor y Wulf.
Wulf: Hermano de Eofor, hijo de Wonred.
Wulfgar: Principe de los Vandalos; el heraldo de Hrothgar.
Wylfings: Una tribu germánica.
Yrmenlaf: El hermano más joven de Ashhere.

Beowulf / Capítulo II



Capítulo II
La venganza de Gréndel

A la mañana siguiente a la muerte de Gréndel, el palacio estaba rodeado por los daneses que acudían para enterarse de lo ocurrido. Casi ninguno de ellos había podido dormir a causa de los gritos. Mientras observaban la garra del ogro que colgaba del techo, se relataban unos a otros los detalles de la lucha.
Un reguero de sangre salía del palacio y se internaba en el bosque. Parecía indicar el camino por el que Grendel había huido. Algunos hombres decidieron seguir ese rastro, ayudados por las pisadas del monstruo, que habían marcado la tierra con grandes huellas.
De regreso al Herot, contaron a todos lo que habían visto. Siguiendo el camino indicando por las manchas de sangre, habían llegado hasta un lago donde las aguas hervían rojas y se revolvían en un furioso oleaje. Estaban seguros de que allí se
había arrojado su enemigo.
Hrothgar entró al palacio acompañado por la reina. A medida que ambos subían por las gradas, podían contemplar de cerca la garra de Grendel colgando del techo dorado. Aquella zarpa era tan espantosa que tenía en cada dedo una uña de acero. Decían
que nunca una espada, por dura que fuese, hubiera podido abatir a la fiera o cortar su garra. Ya en la sala, el rey pidió que llamaran a Beowulf.
—Hace aún poco tiempo pensaba que nunca acabaría esta
desgracia. Mi sala estaba roja de sangre. Desde ahora —le dijo— , te doy mí afecto y te tengo por hijo. Respeta este vínculo y guárdalo por siempre. Nada en la tierra te habrá de faltar de las cosas que tengo.
—Hubiera deseado que no escapara, pero no pude impedirlo —dijo el godo—. Resistimos con valentía, pero escapó cuando su brazo se desprendió del resto de su cuerpo. De todos modos, vivirá poco tiempo.
Unferth, el envidioso, permaneció a un costado, sin que nadie lo viera, masticando su odio. Ciertamente, Beowulf había demostrado tener mucho valor para matar al ogro. El nunca se hubiera atrevido a hacerlo. Pero todos parecían olvidar que
Beowulf no era el único que había quedado con vida después de la lucha. La leyenda de las criaturas decía que eran dos los monstruos que vagaban en la noche. Unferth lo recordaba, aunque no tenía intenciones de decirlo.
El rey ordenó que arreglaran el Herot inmediatamente. En los muros se colocaron inmensos tapices, que causaban asombro por las escenas tejidas en ellos. Podía contemplarse la historia de los daneses, tramada en finas hebras de lana de distintos tonos. Luego se repararon los bancos y los acomodaron alrededor de las
mesas. Sólo el techo había quedado intacto.
Cuando el Herot lució por fin como antes, Hrothgar reunió a sus caballeros en la sala para organizar una ceremonia. Todos los famosos varones tomaron asiento en la morada presididos por el monarca.
El rey le entregó a Beowulf un estandarte dorado, una cota, un yelmo y una espada excelente. El yelmo estaba adornado con una banda de hierro trenzada que servía para protegerse del golpe mortal de una espada. Ordenó traer ocho caballos, todos de
distintos colores, cuyas riendas y correajes estaban cubierto por láminas de oro. Uno de ellos llevaba una montura adornada con joyas, pues era la silla del monarca.
La reina se acercó a Beowulf y le entregó dos brazaletes de oro trenzado, una cota de malla y un collar como no ha habido en el mundo.
Entonces, organizaron una fiesta tan grande como las que antes solían realizar. El arpa comenzó a sonar mientras los daneses acudían con jarras de vino.
Al llegar la noche, Hrothgar se retiró cansado a su alcoba. Los guerreros apartaron los bancos y extendieron jergones y mantas sobre el suelo para descansar. Luego de quitarse las armas, cerraron las puertas y ventanas del palacio para mantenerse
a resguardo del frío de la noche.
Recién entonces, godos y daneses se entregaron al sueño. Beowulf se retiró a una alcoba especial que le fue asignada.
Pasada la medianoche, la puerta principal del palacio se abrió de par en par y un viento helado penetró en la sala.
La madre de Gréndel, una ogresa tan repugnante como su cría, estaba de pie en la entrada. Su diabólica figura se recortaba contra una tenue luz que venía de afuera. Miraba a cada uno de los guerreros con rencor, dispuesta a devorarlos para vengar la
muerte de su hijo.
El terror se apoderó de todos. Los hombres atinaron a empuñar los hierros que estaban sobre los bancos y tomaron los escudos.
Al ver que los caballeros se armaban, la ogresa quiso alejarse rápidamente de la sala. Pero antes de irse, atrapó a Esker, el varón que Hrothgar más estimaba, y escapó con él a su ciénaga.
Por la mañana, los hombres miraban aterrados hacia el techo del palacio sin poder creer lo que veían: la ogresa se había llevado la garra sangrienta de su hijo. El rey ordenó que Beowulf acudiera a su sala y lo puso al tanto de lo que había sucedido.
—Esker, mi mejor guerrero, está sin vida . Una ogresa monstruosa le dio muerte con sus manos y escapó arrastrando su cuerpo.
La leyenda decía que eran dos los ogros. Ayer castigaste a uno, a Gréndel.. Fue su madre la que anoche atacó el palacio para cobrarse la muerte de su espantoso hijo.
—Hrothgar, seguiré su rastro. No escapará, ya se meta en la tierra, ya corra a los bosques o al fondo del mar. Donde quiera que esté, la hallaré.
—Aún no conoces el horrible paraje donde vive. Es un lugar despiadado como los que lo habitan. Un río se vierte desde el monte y se hunde en la tierra al pie de las rocas. Desde sus orillas, puede verse un fangal repugnante sobre el que se inclina un
bosque nevado. Las ramas de los árboles se dejan caer sobre el lago y lo ensombrecen. Cada noche se producen allí unos espantosos prodigios: las aguas foguean como si un ejército de guerreros estuviera sumergido en ellas disparando las armas más poderosas.
Mal sitio es aquel. Cuando el viento se levanta, el oleaje se eleva oscuro hasta las nubes. Entonces, el aire se espesa y el cielo estalla en agua.
Beowulf lo escuchaba tratando de imaginar aquel lugar.
—Ve allí, si te atreves —dijo el rey—. Pero antes de partir, debes saber algo: ningún sabio varón ha conocido jamás el fondo de esas aguas. Nada puede decirte de lo que en ellas está sumergido.
Rápidamente se organizó una tropa para acompañar al godo hasta el lago. Hrothgar también se puso en marcha. Siguieron las huellas de la ogresa, caminando por las sendas de los bosques y a través de los campos abiertos. Trataban de no perder el rastro al cruzar los fangales. Recorrieron caminos de rocas quebradas
donde el paso se hacía difícil, pues sus senderos eran tan angostos que sólo podía pasar un hombre por vez. Al fin, llegaron a un bosque que volcaba sus ramas a un precipicio gris. Era una selva penetrada por las sombras. Abajo, las
aguas del lago se revolvían con sangre. Hrothgar ordenó que un guerrero se adelantara para inspeccionar la zona. El danés trepó sobre un risco para observar por
qué camino les convenía acercarse a la orilla; pero antes de que pudiese hacerlo, su mirada tropezó con una escena horrible: la cabeza de Esker estaba tirada sobre el barro.
El guerrero regresó y contó lo que había visto. Todos se sentaron en silencio, sin dejar de mirar el lago, pues no podían apartar sus miradas de aquel espectáculo. Enormes serpientes, que no dejaban de moverse, estaban nadando en las aguas. En las rocas, se veían monstruos echados, extraños dragones tendidos boca abajo.
Entonces, el cuerno tocó sus sones de guerra. Al oír aquel sonido, todas las criaturas emprendieron la huida con desconfianza.
Sus cuerpos se teñían de rojo al atravesar las aguas. Beowulf empuñó su arco, lo atravesó con una flecha y apuntó a una de las bestias. El arma logró penetrar en su pecho y quedó incrustada en él. La serpiente cayó en el lago y empezó a nadar
lentamente. Los demás guerreros comenzaron a lanzarle harpones hasta sacarla del agua. Su cuerpo áspero y brillante quedó tendido sobre la tierra, a la vista de todos.
El príncipe de los godos, decidido a entrar en el agua, se equipó con su arnés de combate. Le colocaron la cota de malla para proteger su cuerpo de las garras de los monstruos. Su cabeza estaba cubierta por el yelmo, cuyas bandas de hierro impedirían que nada lo hiriese.
Unferth se acercó entonces a la orilla. Seguro de que el godo moriría, le dijo:
—Si precisas ayuda, puedo prestarte mi espada, la Hrunting.
Beowulf no le contestó. Mientras continuaba preparándose, observaba la espada que el danés le ofrecía. Su hoja mostraba señales venenosas, pues había sido endurecida con la sangre de las guerras.
—Nunca me ha fallado en ninguna de mis batallas —insistió
Unferth, pero el godo seguía sin hablar.
—¿Acaso eres tan arrogante como para negarte a usarla? ¿O prefieres que tu sangre se mezcle con la del ogro dentro de las aguas?
—Tú sólo amenazas, pero no te vistes para bajar. Déjame en paz ahora —le dijo Beowulf.
Entonces, se despidió del rey:
—Hrothgar, heredero de Healfdene y gran soberano, parto en busca de la ogresa. Si muero, protege a mis hombres. A Hygelac, envíale los regalos que ya me entregaste: deseo que sepa que fuiste generoso conmigo.
El godo se acercó lentamente a la orilla. Las aguas enrojecidas comenzaban a mojarlo mientras sus pies se hundían en el lodo blando. Así siguió avanzando, hasta que su cuerpo estuvo sumergido.
Gran parte del día estuvo nadando sin poder dar con el fondo.
Una y otra vez intentaba hundirse con grandes impulsos, pero el lago era demasiado profundo. Los daneses y los godos, que lo observaban desde el risco, veían cómo su cuerpo emergía húmedo y volvía a desaparecer con rapidez. Todo era en vano.
La madre de Grendel advirtió que un hombre se encontraba en sus aguas. Desde su guarida lo veía descender, temiendo que pretendiera invadir su mansión.
Nadó entonces hasta hallarse debajo de aquel cuerpo y lo atrapó velozmente con sus feroces garras. Nadie pudo verla, pues no asomó a la superficie. Bajó hasta su cueva en el fondo del lago, arrastrando al godo, que no conseguía valerse del hierro para
detenerla. Las bestias marinas lo rodeaban y mordían su cota una y otra vez.
El guerrero se sentía desvanecer, sus fuerzas disminuían a causa de los intensos ataques. Atrapado por la ogresa y cercado por esos engendros, perdió el conocimiento.
Cuando más tarde pudo reaccionar, se encontró en una gruta submarina, donde vivía la ogresa. El techo impedía que las olas furiosas penetrasen en aquel recinto húmedo y maloliente. Una hoguera de llamas brillantes iluminaba la estancia. Lentamente,
Beowulf pudo acostumbrarse a aquella luz. Recién entonces vio a la ogresa, que lo observaba como si fuera un monstruo nunca visto.
El guerrero alzó su espada y la lanzó sobre la cabeza de su enemiga, pero el golpe no logró dañarla. Arrojó, entonces, su espada al suelo, dispuesto a valerse sólo de sus manos.
Agarró a la ogresa por el hombro y, con una fuerza terrible, hizo que cayera a tierra. Pero también ella era fuerte y pudo derribarlo.
El godo cayó y la bestia se le colocó encima. Su mirada era despiadada. Sin que él pudiera advertirlo, sacó una daga ancha y brillante y trató de matarlo. Pero ni la punta, ni el filo de la daga pudieron atravesar la cota anillada del guerrero.
Beowulf logró levantarse del suelo y se apartó de ella. Buscaba impaciente algo que pudiera servirle para atacarla. De pronto, vio un hierro impresionante que colgaba de una pared de la cueva.
Era una espada valiosa y de filo potente, tan pesada que ningún otro hombre hubiera podido manejarla, pues había sido forjada por gigantes.
Mientras Beowulf luchaba en aquella cueva, arriba, en la orilla del lago, Hrothgar y sus guerreros observaban atentos las aguas.
El lago seguía hirviendo furioso, teñido de sangre. Los sabios ancianos decían que el héroe ya no regresaría. Muchos pensaban que la madre de Grendel lo había abatido.
—Tal vez ni siquiera la ha encontrado. Seguramente ha sido
devorado por alguna de esas serpientes —dijo Unferth, señalando las bestias que se revolvían en el lago.
Nadie podía desmentirlo, pues el cuerpo del godo no aparecía por ningún lado. Desde que lo habían visto sumergirse por última vez, no había vuelto a la superficie.
—No existe nadie capaz de soportar tanto tiempo debajo del agua. Ni siquiera el más valiente de los hombres puede hacerlo —dijo el envidioso danés que, como el resto, desconocía la existencia de la cueva—. Regresemos al palacio. Nada tenemos que
hacer aquí.
Los daneses, que ya habían perdido toda esperanza de volver a ver a Beowulf, aceptaron la propuesta de Unferth y se dispusieron a retornar al Herot. Sólo los godos se quedaron a esperarlo.
Pero en la profundidad del lago, dentro de la cueva, Beowulf aún seguía luchando. Había tomado la espada de los gigantes y la sostenía firmemente en sus manos. Sabía que era su última oportunidad.
Si fallaba, la ogresa se echaría sobre él para devorarlo y su cuerpo no volvería a salir de las aguas.
Calculó bien el golpe. Respiró hondo y descargó la espada sobre su enemiga lanzando un grito de guerra tan fuerte que todas las bestias del lago se estremecieron. La madre de Grendel cayó herida.
De pie, junto al cuerpo de la ogresa, Beowulf vigilaba cada uno de sus movimientos mientras agonizaba. Su cuerpo reptaba como el de una serpiente que ha sido atrapada, hasta que por fin se quedó inmóvil.
Recién entonces, el godo decidió explorar la cueva. La luz de la hoguera alumbraba lo suficiente. Todavía empuñaba su hierro con fuerza, pues creía que podía serle útil si otra fiera se presentaba.
Delgados hilos de agua oscura recorrían las paredes de la cueva. Las rocas parecían brillar cuando el fuego de la hoguera las iluminaba. En los rincones de la gruta, encontró increíbles tesoros: algunos estaban bastante herrumbrados. Los malditos
ogros debían haberlos robado hacía mucho tiempo. Nadie los habría encontrado jamás.
El camino empezaba a apagarse a medida que se alejaba de la hoguera. Más adelante, pudo vislumbrar que se abría nuevamente en otra cueva. Con cautela y observando todo detenidamente, penetró en ella.
Allí encontró en su lecho a Gréndel; su cuerpo yacía sin vida.
A su lado, estaba el brazo que la ogresa había robado del palacio.
Beowulf alzó la espada de los gigantes y le cortó la cabeza.
Pero cuando el filo del arma se manchó con la sangre venenosa del ogro, el hierro comenzó a derretirse.
Tomó la cabeza de Grendel y el puño labrado con joyas de la espada cuya hoja se había derretido, y se dirigió a la entrada de la cueva para regresar. Nadó hacia arriba hasta llegar a la orilla del lago, sin que ninguna de las serpientes marinas se le acercara.
La tropa de los godos, que aún lo aguardaba, fue a su encuentro en cuanto lo vieron salir. Le quitaron el yelmo y la cota de malla. Limpiaron su rostro y su cuerpo, pues estaban empapados en sudor y manchados con el agua sucia e inmunda del lago.
Beowulf se sentó a descansar unos instantes.
—Ahora sí, podremos regresar a nuestras tierras —les dijo a sus godos, mientras miraba cómo las aguas se tranquilizaban de a poco.
Retornaron al Herot. Entre cuatro guerreros cargaban la cabeza de Gréndel, clavada en una gigantesca lanza. Atrás quedaba un cuantioso tesoro, escondido para siempre debajo de las aguas.
Los daneses estaban en la sala del palacio. Hrothgar se lamentaba por la ausencia de Beowulf, pues había demostrado ser un fiel guerrero.
—El godo ya no volverá —insistía Unferth—. Debemos prepararnos para la noche, porque es la ogresa la que va a regresar.
Si nos encuentra aquí, nos devorará a todos en venganza por la muerte de su hijo.
De pronto, se hizo silencio. Beowulf, que estaba entrando a la sala, alcanzó a oír las palabras del danés.
—Ya no te preocupes —le dijo—, ella está muerta en el fondo del lago. Aquí tienes la cabeza de Gréndel. No precisé de tu espada para cortarla.
Dejó la cabeza del ogro en el medio de la sala. Luego se inclinó ante el rey y le relató lo sucedido en la cueva. Como obsequio, le entregó el puño de la espada de los gigantes.
—Es una joya valiosa, que perteneció a los ogros. Tú debes conservarla.
Hrothgar, admirado por aquella pieza, la sostenía entre manos. Una antigua querella estaba grabada en esa vieja reliquia, donde se refería la historia de los gigantes que había muerto ahogados en una tormenta. Tenía una guarda de oro en la que estaba
escrito, con runas de exacto valor, para quién se había hecho ese hierro.
A la mañana siguiente, los godos se dieron prisa, pues ansiaban partir. La vela se alzó en el mástil. La madera del barco crujía.
Por fin, los godos se alejaron de Dinamarca rumbo a las tierras lejanas del rey Hygelac. Nunca más se supo que otros monstruos atacaran el Herot.
Los godos fueron recibidos en su tierra con gran alegría y la gloria de Beowulf aumentó hasta el punto de que los godos que ya habían comunicado al héroe la triste noticia del fallecimiento, en su ausencia, del noble señor Hygelac, en lucha contra
los frisios— comprendieron que había de ser aquél quien sucediera a éste. Beowulf sucedió en el trono a su desdichado predecesor y gobernó a los godos durante muchos años, alcanzando gran fama y completa felicidad y siendo honrado por todos.

Beowulf / Capítulo I



Capítulo I
De Grendel, el derramador de sangre

Como todos los días, Hrothgar bajó de su habitación al amanecer para reunirse en la sala del Herot con sus invitados. Mientras desayunaba, Wulfgar, su heraldo, se acercó y le dijo:
—Mi señor, ha desaparecido uno de tus guerreros
—¿Como puede ser?
—Nadie lo sabe, mi rey
—¿Y por qué ha desaparecido?.
—Tampoco se sabe
El monarca consultó con Esker, el mejor de sus caballeros, pero tampoco él sabía los motivos de la fuga. El guerrero había huido durante la noche, sin dejar ningún rastro. Hrothgar estaba asombrado. ¿Por que habría de escapar uno de mis guerreros?. No tenía razones —se decía a si mismo— Era un hombre muy rico. ¡Que extraño que decidiera marcharse!.
Tres días después, a la mañana temprano, Wulfgar volvió y le
dijo:
—Cuatro de tus guerreros han desaparecido anoche.
—¿Otra vez? ¿Cómo ha sucedido?
—Nadie lo sabe, señor
—¿Y por qué han desaparecido?
—Tampoco se sabe. Pero puedo decirte que esta vez si han dejado rastros. Hemos encontrado manchas de sangre en el piso de tu palacio.
Hrothgar mandó a llamar inmediatamente a Esker. Le ordenó que revisara el palacio entero y el bosque que lo rodeaba, cada milla, cada pulgada. El guerrero reunió a las huestes armadas con escudos y espadas de gran filo. No hubo sitio que no revisaran minuciosamente. Pero no encontraron nada.
El monarca comenzó a dudar de que los guerreros se hubieran ido por propia voluntad. Algo les debía haber sucedido, aun que ignoraba qué. Consultó con su consejo de sabios, pero no obtuvo una respuesta satisfactoria. Suponían que algún enemigo
los había secuestrado, pero no había rastros de extranjeros en el palacio ni en las cercanías. Otros guerreros daneses desaparecieron las noches siguientes.
Todo ocurría cuando la nieve era cubierta por el negro de las sombras. Al amanecer, el heraldo le comunicaba al rey lo que había sucedido. Cada mañana, Hrothgar bajaba preocupado de su alcoba. Cuando veía que Wulfgar se le acercaba, ya sabía lo
que venía a decirle. Durante la tarde, mientras compartían su estancia en el palacio, todos hablaban de las desapariciones nocturnas. El rey de los daneses recordó algunos relatos que circulaban por su reino. Nunca hasta ese momento les había prestado atención, pues creía que se trataba sólo de leyendas. La gente del
pueblo aseguraba que existían dos grandes espíritus, seres malignos que siempre rondaban en torno a una ciénaga. Uno tenía el aspecto de una hembra, mientras que el otro vagaba en forma de hombre y su tamaño era mayor. Lo llamaban Gréndel. Ambos
merodeaban oscuras loberas y riscos inhóspitos. Cuando el cielo comenzó a enrojecer de a poco y el sol ya había dejado de entibiar la nieve, el rey se retiró a dormir. La fiesta había terminado. Los caballeros cerraron las puertas y ventanas
del palacio para que el frío no entrara en la sala y se acomodaron sobre las mantas para dormir. Esker montó guardia con dos guerreros fuera del palacio.
Mientras esto sucedía en el Herot, una criatura oscura y repugnante marchaba hacia allí, como todas las noches.
Grendel vivía en las grutas y en los fangales donde el agua de lluvia se estancaba. Era un antiguo descendiente de Caín, que aborrecía a todo ser que no fuera como él.
Se desplazó con sus torpes movimientos hasta acercarse al Herot. Desde los lindes del bosque, observó la mansión. El ruido de la música que tanto lo atormentaba había cesado. Ni Esker ni sus compañeros pudieron verlo cuando entró al palacio, pues lo rodeaba una espesa tiniebla que desdibujaba sus formas. Los gritos llegaron a oídos de la guardia cuando ya era tarde. Esker alcanzó a divisar a lo lejos la silueta del ogro que se internaba en el bosque con los guerreros atrapados en las garras. Grendel logró escapar arrastrando a su ciénaga a los quince hombres que estaban dentro del Herot.
Los que no creían en la existencia del monstruo, desde ese día le temieron.
Al amanecer, el palacio estaba envuelto en llanto. Los gritos se expandían por la comarca a medida que la historia iba recorriendo las casas. No fue necesario que el heraldo le comunicara la noticia al rey. Hrothgar supo qué había pasado apenas escuchó el primer lamento. Todo su reino era una tragedia. Tampoco él había creído hasta ese día en la leyenda de las dos criaturas.
Desde esa noche, el ogro no les dio tregua. había probado la carne humana y ya ningún otro alimento lo satisfacía. Esperaba ansiosamente la caída del sol para ir en busca de sus presas.
Hrothgar observaba cada noche cómo sus guerreros abandonaban
el Herot, huyendo de la furia del monstruo que acechaba en la oscuridad. Buscaban un lecho seguro, en algún sitio apartado, a salvo del peligro. El rey se cercioraba que nadie quedara en la sala antes de retirarse. Las noches de luna, una tenue luz penetraba por los ventanales más altos y recorría el desolado palacio.
No existía sitio más desierto.
Doce años duró el asedio de Grendel y su historia se difundió en aquel tiempo por tierras extranjeras. Se decía que todas las riquezas de Dinamarca no bastaban para saciar al ogro que habitaba en una ciénaga maldita, escondida en las sombras. Sin embargo, nadie podía describirlo, pues aquel que lo hubiera visto
no había sobrevivido.
Fue así como los godos supieron de Gréndel. Una gran amistad los unía a los daneses. Beowulf fue uno de los primeros en enterarse de la historia y decidió viajar a Dinamarca. En aquel entonces, era un joven vasallo y sobrino de Hygelac, el rey. Se
decía que superaba en fuerza a todos los hombres vivos que había en el mundo.
Antes de emprender el viaje, los godos consultaron a sus sabios, los ancianos que podían ver el futuro. Organizaron una ceremonia en la que sacrificaron un verraco, el cerdo más grande que había en la comarca. El animal gritó tanto que sus quejidos alcanzaron a oírse en muchos países. Tenía una voz casi humana.
Todos los pájaros que lo oyeron acudieron al lugar y volaron en círculo sobre el cuerpo del animal muerto durante horas. Los sabios entendieron que era un buen augurio y, una vez terminada la ceremonia, le comunicaron al rey su respuesta: el viaje a las tierras danesas sería exitoso.
Se eligió a los quince guerreros más valientes para acompañar al joven godo a Dinamarca y, a la mañana siguiente, iniciaron los preparativos para el viaje. El barco, que flotaba al pie de los peñascos, era uno de los más bellos viajeros del agua. Su casco, de madera dura y resistente, remataba la figura de un ave
cuyas alas abiertas parecían sostener la proa. La cabeza del ave se erguía esbelta, como si mirara fijamente el horizonte. Numerosos escudos labrados protegían las bordas de la nave, que fue equipada con todo lo necesario para la guerra: armas de hierro, pesadas espadas y arneses.
Cuando todo estuvo listo, la vela se alzó en el mástil y el viento la desplegó. Los godos se hicieron al mar y se alejaron del sur de la península escandinava.
El navío avanzaba, rodeado de espuma, rumbo al camino de las ballenas. Un día después, los godos divisaron la costa de Dinamarca, con sus montañas y escollos brillando a la luz del mediodía. Atracaron el barco en la arena y desembarcaron.
Desde lo alto de un risco, un vigía danés que custodiaba la costa los vio descender. Su misión era vigilar que aquellas tierras no fueran atacadas por naves enemigas. Empuñó su lanza y cabalgó hacia la orilla para averiguar qué tropa era esa. Sin descender de su caballo, se dirigió al enemigo mejor armado:
—¿De donde vienen?
—Somos godos, fieles vasallos del rey Hygelac— respondió Beowulf
—¿Y que los trae a Dinamarca?
—Hemos venido al encuentro de tu rey. Nos trae aquí una alta misión.
—¿Y cuál es esa misión, si es que puedes revelarla?
—No voy a ocultarte el motivo de nuestra presencia. Sabemos, si es verdadero el relato que ha llegado a nuestros oídos, que tu pueblo es asediado por un enemigo que se oculta en la noche— explicó el godo. El vigía asintió, asombrado de que el
recién llegado supiera de Gréndel.
—Vengo a ofrecer mí ayuda a Hrothgar, para enfrentar al monstruo.
El vigía juzgó a sus tropas leales y les permitió seguir adelante.
Ordenó a los hombres que estaban bajo su mando que custodiasen la nave de los godos y se ofreció a acompañarlos.
A lo lejos, alcanzaron a ver la mansión del rey, construida con piezas de madera y decorada con oro. Su reflejo llegaba hasta las tierras más lejanas. El guía les indicó el camino y se despidió de ellos para regresar a la costa.
Las anillas de hierro gemían en las cotas cuando los godos entraron al palacio. Dejaron sus escudos cerca de la pared y apilaron sus lanzas, que eran varas de fresno con puntas de hierro.
El heraldo del rey fue a su encuentro, sin disimular su asombro al ver armas tan extrañas.
—Soy Wulfgar, mensajero del rey— se presentó—. ¿De donde vienen?
—Venimos de las tierras del rey Hygelac.
—¿Cómo te llamas?— preguntó al que le había respondido antes.
—Mi nombre es Beowulf y desearía hablar con tu señor.
Hrothgar estaba reunido con sus vasallos en la sala del palacio cuando Wulfgar le comunicó la llegada de los godos y su solicitud de verlo.
—Es un buen capitán el que manda a los hombres. Lo llaman Beowulf.
El rey se quedó pensativo. Recordaba haberlo conocido cuando era niño. Sabía que su padre, el príncipe Ekto, se había casado con la hermana de Hygelac. Beowulf era el sobrino del rey godo.
Según la gente del mar, el joven tenía en su puño la fuerza de treinta hombres.
—Corre hasta ellos y diles que vengan —ordenó—. Hazles saber que nuestro pueblo les da la bienvenida. Wulfgar se acercó a los godos y les dio la respuesta de Hrothgar. Antes de entrar en la sala, les pidió que se despojaran de su lanzas y escudos: no era costumbre presentarse armado ante el rey. Beowulf dispuso que algunos se que quedaran a custodiar las armas, mientras que los demás ingresaron con él al Herot y se acercaron al trono del rey.El joven godo que estaba al mando del tropa fue el primero en inclinarse ante Hrothgar: lo saludó con respeto y se presentó.
—No conocía aún tu sala. La gente de mar afirma, con razón, que es la más hermosa de las moradas. Dicen también que, cuando la luz de la tarde se oculta, queda sola bajo el cielo, desierta y abandonada a su suerte. Fue en mí tierra natal donde tuve noticias de tu lucha con Gréndel. Hemos venido aquí desde muy lejos,
para enfrentarnos con ese ogro. Beowulf había oído que el monstruo atacaba sin armas. También él deseaba luchar sin ayuda de espada ni de escudo. Lo desafiaría
con sus manos, aunque sabía que si Grendel lo vencía, lo devoraría.
—Muchas noches, mis hombres —le dijo el rey—, alzando sus espadas, juraban permanecer en el Herot y enfrentar a Gréndel.
Al día siguiente, el palacio amanecía teñido en sangre y el número de mis vasallos disminuía. Nada detiene a ese monstruo.
Unferth, el hijo de Edgelaf, estaba sentado a los pies de Hrothgar.
Había escuchado a Beowulf atentamente y lo envidiaba. No podía admitir que ningún guerrero fuera más valiente que él.
—Beowulf —lo increpó—, ¿eres tú el que hace tiempo se desafió en las aguas con Breca?
El godo se sorprendió por la pregunta. Le contestó que sí, aunque no comprendía por qué el danés se refería a esa vieja lucha.
—¿No cruzaron ambos el mar exponiendo sus vidas?
—Así fue como lo hicimos.
—¿Pero nadie los previno de que no lo hicieran?
—Nos aconsejaron que desistiéramos de nuestro proyecto, pero ambos queríamos hacerlo.
Unferth se puso de pie y todas las miradas se dirigieron a él. Feliz por haber logrado concentrar la atención, prosiguió:
—¿Cuántos días duró aquella lucha?
—Siete días.
—¿Y Breca te venció porque tenía más fuerza que tú?
Sin dar tiempo a que Beowulf respondiera, Unferth avanzó en los detalles de esa vieja historia de mar, mientras recorría la sala de una punta a la otra. El auditorio aumentaba a medida que hablaba.
—Te echaste al mar agitando los brazos para avanzar en el agua. De pronto, una tempestad invernal encrespó las olas de tal manera que perdiste tu dominio sobre ellas. La victoria fue de Breca, pues no se dejó abatir ni por la furia del mar ni por los animales que a ti te derrotaron en un rápido combate. Ahora sé
que te espera un fracaso mayor aún: Grendel te matará fácilmente, si te quedas a su alcance. Unferth volvió a sentarse a los pies de Hrothgar. Tomó su
copa labrada en bronce y bebió el vino sin mirar a nadie, disfrutando en silencio del efecto que sus palabras habían producido.
El ánimo de todos decaía. El alivió que había sentido con la llegada de los godos se desmoronaba. Hasta hacía un momento, creían que Beowulf derrotaría al ogro. Ahora, comenzaban a perder las esperanzas.
El godo caminó despacio hasta encontrarse en el medio de la sala. Seguro y tranquilo, se dirigió a su adversario:
—En verdad, amigo, ignoro el motivo de tus calumnias, pero puedo asegurar a todos que nadie ha podido igualar mis hazañas en el mar.
—¿Por qué habría yo de mentir y no tú? —dijo astutamente Unferth.
—Ciertamente, es tu palabra contra la mía, pero al menos permíteme relatar mí versión de esa historia.
—Nada nos complacería más que un relato mentiroso, pues estamos habituados a los relatos fantásticos.
Beowulf no le contestó. Prefirió comenzar con su versión de
la lucha:
—Es cierto que Breca y yo decidimos jugarnos las vidas en las aguas. Nos echamos al mar empuñando con fuerza las espadas que nos protegían de las ballenas. Pero Breca no pudo sacar me ventaja, pues era yo quién evitaba que se quedara atrás. Así
nadamos cinco días, hasta que la marea nos separó. También es cierto que sobrevino una tormenta helada y el viento norte se alzó con fuerza. Una bestia marina me arrastró hasta las profundidades, pero pude alcanzarla con el hierro de mí espada.
Los daneses escuchaban perplejos.
—Al amanecer —continuó Beowulf—, los monstruos yacían heridos en la playa. Las aguas se calmaron cuando brilló el sol y así pude divisar las rocas de la costa. Nueve alimañas mató mí hierro. No supe jamás de nadie que sostuviera una batalla tan
dura en el fondo del mar.
El auditorio estaba desorientado: no sabían a quién creer. No conocían aún a Beowulf, aunque de él se contaban historias asombrosas.
Y, si bien nunca habían oído que Unferth hubiera sostenido tan fieros combates, sentían aprecio por él. El godo lo sabía. Fue por eso que le brillaron los ojos cuando lo desafió:
—Y si tu valor es tan grande, ¿por qué no enfrentas tú a Gréndel?
Unferth permaneció en silencio. Tuvo que aceptar que la victoria era de Beowulf, pero sólo por el momento.
—Esta noche —prosiguió el godo—, tendrás oportunidad de medir nuestra fuerza y nuestro coraje. Y mañana todos podrán regresar sin miedo al palacio —concluyó, y su voz quedó resonando en la sala.
Terminada la disputa, se reanudó el festejo. Hrothgar intentaba disfrutar de la reunión, pero sus temores por lo que fuera a suceder esa noche no lo abandonaban. Antes de retirarse a su alcoba, entregó el mando a Herot a Beowulf.
—Eres el primero a quien cedo mí palacio. Cuida de él y espera al ogro. Si no pierdes la vida en la batalla, tendrás cuanto quieras.
Sólo los guerreros godos permanecieron en la sala. Beowulf se despojó de su cota de malla, su yelmo y su espada: había prometido luchar sin armas. Se recostó en uno de los bancos, mientras sus compañeros se preguntaban si volverían con vida a su
patria. Sabían que muchos daneses habían encontrado la muerte en ese lugar.
Ya entrada la noche, Grendel salió de la ciénaga. Caminó hacia Herot por la tierra mojada, protegido por la oscuridad. Mientras atravesaba el bosque, dejaba tras de sí grandes huellas de barro.
Le bastó con tocar los cerrojos de hierro con sus inmensas garras para romperlos e ingresar al palacio. Avanzó lentamente por el pavimento de colores tan distintos a él. Sus ojos brillaban como el fuego.
Le sorprendió ver a tantos guerreros, pues hacía tiempo que merodeaba el Herot sin hallar rastro humano. En la penumbra de la sala, sonreía exhibiendo sus dientes afilados: saboreaba de antemano el inesperado banquete.
Antes de que los guerreros atinaran a reaccionar, atrapó a su primera presa. El yelmo de la víctima, adornado con la figura del verraco, rodó a los pies de Beowulf. Los godos se apresuraron a tomar las armas, pero la horrible visión del monstruo bebiendo la sangre del guerrero los paralizó. Beowulf fue el único que permaneció
acostado, sin moverse siquiera. De ese modo pretendía llamar la atención del ogro.
Grendel extendió su garra y lo palpó. Apenas sintió el roce, el godo se alzó, dispuesto al ataque, y atrapó con fuerza la garra. El gigante forcejeó para soltarse, pero Beowulf no cedió.
El palacio retumbaba con la lucha. Era increíble ver cómo resistía tan dura batalla. Gruesos tirantes de hierro permitían que se sostuviera en pie. Dentro de la sala, los bancos de madera caían destrozados unos sobre otros. Un rugido poderoso y extraño
se oía en toda la comarca. Los daneses estaban tan espantados que no se atrevían a acercarse.
Decididos a darle muerte, los godos empuñaron sus espadas y lo atacaron, pero no lograron herirlo. Ni el mejor hierro podía lastimarlo. Las espadas parecían perder el filo al contacto con su cuerpo. El ogro hechizaba las armas en cuanto rozaban su piel: esa era su magia.
Mientras tanto, Beowulf continuaba aferrando la garra.
Su fuerza le permitía resistir el forcejeo, que cada vez era mayor.
De pronto, el grito de dolor más espantoso resonó en toda la tierra. Algunos reyes de continentes lejanos despertaron de su sueño preguntándose qué había provocado aquel grito. Los godos se tiraron al suelo y se cubrieron los oídos con mantas.
Beowulf le había arrancado el brazo a Gréndel. La fuerza de su puño había vencido al ogro. Herido de muerte, el monstruo huyó a ocultarse a su guarida.
Los godos contemplaron absortos el brazo y la garra de Grendel que Beowulf sostenía entre sus manos. Satisfecho, se dirigió hacia la entrada del palacio y colgó su trofeo del techo del Herot.
El brillo de la sala contrastaba con el áspero y tosco brazo del ogro.