27 de abril de 2007

La última curda


Les dejo el último cuento que escribí hace solos unas semanas.
Espero les guste.

La última curda
Por Estanislao Zaborowski

La melancolía no es más que una recordación inconciente.
Gustave Flaubert


La noche se escurría entre mis dedos, con el sigilo que imparten las lágrimas contenidas. Allí parado, a espaldas de ella, buscaba el olvido en el néctar que disfrutan los cobardes mortales.
- Otro whisky – hice un vano esfuerzo para reconocer mi voz.
- Señor, es mi deber aconsejarle que beber un quinto trago puede que sea un exceso.
- Señor, es mi deber aconsejarle que se meta su recomendación en el culo – el índice de mi mano izquierda se agitó en el aire señalando mil fantasmas.
Giré recostándome sobre la barra, e intenté enfocar la mirada, en la espalda descubierta que dejaba entrever su vestido de seda negro. No pude evitar reconocer, que su belleza había aumentado exponencialmente. Su cabello negro reluciente, reposaba sobre su hombro como un velo enigmático que oculta un gran tesoro. Sus facciones se advertían más delicadas y femeninas. Sus caderas se habían afinado y sus piernas lucían tersas y bronceadas. El movimiento sensual, al ritmo del tango, hipnotizaba a los hombres que pasaban a su lado. Algunos de ellos, le susurraban al oído alguna palabra, otros simplemente admiraban su figura. También advertí un tercer grupo que la observaba desde la otra esquina del salón, esperando la posibilidad de lanzarse a su conquista.
Insulté por lo bajo al cruel destino que me había puesto en esta situación. Hace solo seis meses, esa mujer despertaba a mi lado todas las mañanas. Hace solo seis meses, desayunaba con su dulzura, almorzaba con su sonrisa y me acostaba con su piel sudando la mía. Maldije cien veces los amigos que manteníamos en común. Maldije mil veces a los recién casados y su recepción del civil. Me maldije a mi mismo, por la desgracia que me tocaba vivir.
- Debería ir en su busca y decirle que la extraña – el barman se había apoyado sobre la barra a mis espaldas y me leía la mente.
- ¿Y usted que se mete? – grité entre la euforia y el disgusto.
- Señor, hace media hora que me está contando su historia.
- ¡Mentiroso! ¡Metido de mierda! – el volumen de mi voz, atrajo la curiosidad de los trajes y vestidos que conversaban cerca de nosotros.
Sin escuchar su réplica, dí media vuelta y continué observando la Cleopatra de mi Egipto. La imaginé rodeada de flores en el jardín del eterno verano. Recostada sobre la hierba mientras el tímido sol sonroja sus mejillas. Esas imágenes me transportaron atrás en el tiempo, hasta casi palpar las últimas vacaciones que pasamos juntos. A ese viaje de enero, cuando el amor, alcanzó los límites inimaginables donde la pasión gobierna sobre las acciones. Recuerdo sin esfuerzo, las playas de arenas blancas, que se regocijaban ante las pisadas que dejaba mi entonces esposa. Esos quince días, ahora se hallaban bajo la niebla de la desesperanza. Intentando contener el incipiente llanto que batallaba entre la melancolía y la amargura, decidí acercármele e intentar intercambiar algunas palabras. Di dos pasos hacia el frente, tanteando el piso, como si evitara dejar huella alguna en el recorrido que tenía por delante. Al cabo de tres metros que me parecieron kilómetros, rocé la piel desnuda de su espalda con la yema de mis dedos humedecidos de sudor. Su cuerpo giró ciento ochenta grados y nuestros ojos se encontraron a tan solo unos centímetros. Centímetros que me parecieron tortuosos, inciertos y dubitativos. Antes de emitir algún sonido que se asemejara a un vocablo castellano, di media vuelta y observé que el barman me alentaba con ademanes poco disimulados. Otra vez frente a sus ojos almendrados y bajo una tímida inercia, balbucee las primeras palabras.
- Puedo escribir los versos más tristes esta noche… - el vocablo versos, patinó como una púa, sobre un disco en desuso.
Su dedo índice se posó sobre mis labios, simulando un gesto de silencio. Sentí que la adrenalina corría por mi cuerpo transportando consigo la fórmula de la felicidad.
- No hace falta que menciones nada – no puedo asegurar que sus palabras hayan sido exactamente esas, sin embargo preferí soñarlo así.
Mi cuerpo se acaloró elevando su temperatura hasta casi ahogarme. Un mareo repentino se apoderó de mis músculos y los dejó merced a un desconocido poder. Poder que manejaba mis emociones a su antojo. Poder que hacía con mi humanidad lo que le placía.
- Es mejor que nos vayamos de aquí. No quiero que hagas un espectáculo frente a mis amigos.
Su mano tomó la mía, y la apreté tanto como pude. Como si con aquella acción, pudiera impedir que huyera nuevamente de mí. Salimos al reflejo de la luna, que yacía sobre la calle como un testigo anódino.
Recorrimos a pie, las doce cuadras que separaban mi casa del salón de recepción. Intentaba caminar derecho y tomar bocanadas de aire cada un par de pasos. En el trayecto no mencionamos palabra alguna o por lo menos eso recuerdo. Aunque podría haberle recitado la divina comedia y no registrarlo. Sin embargo, tomé nota, de que su mano seguía unida a la mía. Como los enamorados que se enlazan en ese gesto demostrándole al mundo que se tienen el uno al otro.
Al llegar a la puerta de casa, logré con bastante esfuerzo, girar la llave e ingresar a la oscuridad, que una noche antes, me hundía en el mar del desconsuelo. Pero esta noche, no sería como las anteriores. Llevaba de la mano a mi mujer, y me disponía a rememorar con ella, los viejos enredos de sabanas.
Pasamos a la habitación besándonos con mutuo deseo y tanteando a ciegas, las paredes que nos rodeaban. Dos minutos después, nuestros cuerpos se unían con pasión.
A la mañana siguiente, los rayos del amanecer, entibiaron mis piernas que sobresalían del acolchado blanco que me cubría. Un agudo dolor en la sien, había extendido el mantel y desayunaba en mi cabeza. No abrí los ojos hasta pasada la media hora de conciencia. Cuando lo hice, mi estomago se quejó con un eco que resonó por los cuatro rincones. Me estiré, aún sin enfocar la totalidad de aquel cuadro, esperando encontrar alguna parte de su belleza. Mi asombro, al ver que no se encontraba allí, despertó mis sentidos adormecidos. No había nadie más en aquella cama, ni en aquella habitación ni en aquella casa. El silencio reinaba otra vez, mientras que la soledad y el vacío le susurraban ironías al oído.
Ahora que transcurrieron tres días de esa noche de éxtasis, puedo mirar hacia atrás y sentirme orgulloso de mi proeza. Aún alcoholizado, había logrado seducir a mi ex esposa y recordar viejos rituales de alcoba. O quizás no fue ella, sino su mejor amiga. O quizás su mejor amiga nunca se fijó en mí. O quizás mi inconciente, solo me ayudó a pasar amenamente, la última curda.

22 de abril de 2007

Way back into love / Hugh Grant


Este es uno de los temas principales de la mejor pelicula que ví en lo que va del año (Music & Lyrics). Para los que no la vieron, se las recomiendo ampliamente!
Les dejo el video de la peli, la letra en inglés y su traducción al español. Un abrazo! Estanis





Way back into love (En inglés)

I've been living with a shadow overhead
I've been sleeping with a cloud above my bed
I've been lonely for so long
Trapped in the past
I just can't seem to move on

I've been hiding all my hopes and dreams away
Just in case I ever need them again someday
I've been setting aside time
To clear a little space in the corners of my mind

All I want to do is find a way back into love
I can't make it through without a way back into love
Oh oh oh

I've been watching but the stars refuse to shine
I've been searching but i just don't see the signs
I know that it's out there
There's got to be something for my soul somewhere

I've been looking for someone to shed some light
Not somebody just to get me through the night
I could use some direction
And I'm open to your suggestions

All I want to do is find a way back into love
I can't make it through without a way back into love
And if I open my heart again
I guess I'm hoping you'll be there for me in the end

Oh oh oh

There are moments when I don't know if it's real
Or if anybody feels the way I feel
I need inspiration
Not just another negotiation

All I want to do is find a way back into love
I can't make it through without a way back into love
And if I open my heart to you
I'm hoping you'll show me what to do
And if you help me to start again
You know that I'll be there for you in the end

Oh oh oh

Way back into love (En español)

He vivido con una sombra en la cabeza
He soñado con una nube debajo de mi cama
He estado solo por mucho tiempo
Atrapado en el pasado, parece que no puedo seguir.

He estado guardando todas mis esperanzas y mis sueños
Por si algún día los vuelvo a necesitar
He apartado a un lado el tiempo para limpiar un pequeño espacio en los rincones de mi mente

Coro:
Todo lo que quiero es encontrar un camino de vuelta al amor
No puedo lograrlo sin un camino de vuelta al amor ohh!!

He mirado pero las estrellas se rehúsan a brillar
He buscado pero no veo las señales
Se que están ahí
Tiene que haber por ahí algo para mi alma.

He buscado alguien que me de luz
No solo alguien que me lleve por la noche
Podría usar instrucciones, y estoy abierto a sugerencias

Coro
Todo lo que quiero es encontrar un camino de vuelta al amor
No puedo lograrlo sin un camino de vuelta al amor
Y si abro mi corazon otra vez
Creo que tengo esperanzas de que estaras al final para mi

Hay momentos en que no se si es real
O si alguien siente lo mismo que yo
Necesito inspiración, no solo otra negociación.

Coro
Todo lo que quiero es encontrar un camino de vuelta al amor
No puedo lograrlo sin un camino de vuelta al amor
Y si abro mi corazon otra vez
Creo que tengo esperanzas de que estaras al final para mi.

18 de abril de 2007

El hombre de la multitud / Edgar Allan Poe

Les dejo un cuento de Edgar Allan Poe, espero que les guste!
Si quieren pueden ver su biografía en la sección dedicadas a las mismas!
Un abrazo.Estanis


El hombre de la multitud

Con razón se ha dicho de cierto libro alemán que es "lásst sich nicht lessen" (que no se deja leer). De igual modo existen algunos secretos que no se dejan descubrir. Hay hombres que mueren por la noche en sus camas, estrechando las manos de sus espectrales confesores y mirándoles con ojos lastimeros. Que mueren con la desesperación en el alma y opresiones en la garganta que no permiten ser descritas. De vez en cuando, la conciencia humana soporta cargas de un horror tan pesado que sólo pueden arrojarse en la misma tumba. De este modo, la mayoría de las veces queda sin descubrir el fondo de los crímenes.
No hace mucho tiempo, al declinar el día de una tarde otoñal, me encontraba yo sentado junto a la gran cristalera en rotonda del café D..., en Londres. Había pasado varios meses enfermo, pero ahora me hallaba convaleciente y al recuperar las fuerzas me sentía en uno de esos felices estados de ánimo que constituyen precisamente, el reverso del tedio; estados de ánimo de una gran agudeza, cuando la película de la visión mental desaparece y el intelecto electrificado sobrepasa con mucho su condición normal, del mismo modo que la razón viva y la voz pura de Leibniz supera ]a retórica débil y confusa de las Geórgicas. Simplemente respirar era una delicia y obtenía un placer positivo incluso de las fuentes que originariamente lo son de dolor. Me sentía tranquilo y con un profundo interés por todo. Con un cigarro en la boca y un periódico sobre bis rodillas, había estado distrayéndome gran parte de la tarde, ora recorriendo los anuncios, ora observando la mezclada concurrencia del establecimiento, sin dejar, de vez en cuando, de atisbar la calle a través de los ventanales empuñados por el humo. Esta última era una de las vías principales de la ciudad y durante todo el día rebosaba de animación.
Conforme iba haciéndose de noche, el gentío aumentaba. Cuando se encendieron las luces, dos densas y continuas corrientes de transeúntes comenzaron a entrar y salir del establecimiento. Nunca me había encontrado en una situación como aquélla y, por tanto, aquel mar tumultuoso de cabezas humanas me llenaba de una emoción deliciosamente nueva. Dejé de prestar atención a lo que sucedía en el interior del hotel para absorberme de lleno en la contemplación del exterior. Al principio mis observaciones adoptaron un cariz abstracto y general. Miraba a los transeúntes en masa y pensaba en ellos como formando una unidad amalgamada por sus características comunes. Pronto, sin embargo, descendí a los detalles y observé con minucioso interés las innumerables variedades de tipos, vestidos, aires, portes, aspectos y fisonomías.
La gran mayoría de los que pasaban tenían el aire satisfecho de gente ocupada y su única preocupación parecía ser la de abrirse paso entre la muchedumbre. Llevaban las cejas fruncidas y volvían sus ojos rápidamente en todas direcciones. Cuando eran empujados por otros transeúntes no daban el menor signo de impaciencia, sino que se componían un poco la ropa y continuaban su camino. Otros, todavía una gran mayoría, se movían intranquilos, mostraban el rostro enrojecido y hablaban gesticulando consigo mismo, como si precisamente se encontraran aislados por la misma densidad de la concurrencia que les rodeaba. Cuando se veían obstaculizados en su avance, esta gente dejaba pronto de murmurar para sí, pero doblaban sus gestos y esperaban con una, sonrisa ausente e inexpresiva en los labios el paso de las personas que impedían el suyo. Si les empujaban, se disculpaban con una inclinación ante los mismos que les habían empujado y parecían abrumados por la confusión. En estos dos grupos que he señalado no había nada especialmente característico. Sus prendas de vestir pertenecían a esa clase que se ha dado en llamar, decente. Sin lugar a dudas, se trataba de familias distinguidas: comerciantes, abogados, hombres de negocios, rentistas, los eupátridas y la clase media de la población, gente empleada y gente ocupada en sus mismos negocios. Todos ellos no llamaban demasiado la atención.
La tribu de los empleados era inconfundible, y yo en este punto distinguía dos grupos muy marcados. Por un lado, los jóvenes empleados de casas florecientes, jóvenes de chaquetas ajustadas, botines brillantes, cabello engomado y labios desdeñosos. Dejando aparte un cierto empaque que yo me atrevía a llamar de mesa de despacho, a falta de otra palabra, las maneras de esta clase de personas me parecían un exacto facsímil de las que se habían considerado como la perfección del buen tono cerca de doce o dieciocho meses antes. Usaban la gracia de desecho de la aristocracia, y ésta, pienso, puede ser la mejor definición de los mismos.
Los altos empleados de firmas sólidas resultaban inconfundibles. Se les conocía por sus chaquetas y pantalones blancos o marrones, diseñados para sentarse cómodamente, con corbatas negras y chalecos del mismo color, zapatos anchos y de sólida apariencia. Todos eran algo calvos y sus erguidas orejas, a causa de sostener los palilleros, habían adquirido el hábito de separarse en sus extremidades superiores. Me di cuenta de que al quitarse o ponerse el sombrero, siempre utilizaban las dos manos y que usaban relojes de cortas cadenas de oro de un modelo sólido y anticuado. Tenían la afectación de la respetabilidad, si es que realmente puede existir una afectación tan honorable.
Había muchos individuos de aspecto osado a quienes pronto reconocí como pertenecientes a la raza de los rateros elegantes que infestan todas las grandes ciudades. Vigilé con atención a esta calaña y me resultó difícil imaginar cómo podrían ser confundidos por caballeros por los mismos caballeros. Los puños de sus camisas, demasiado salientes, y sus aires de excesiva franqueza, habrían bastado para delatarlos.
Los tahúres, de los que identifiqué no pocos, eran todavía más fáciles de reconocer. Usaban gran variedad de trajes, desde el tramposo camorrista con chaleco de terciopelo, corbata de fantasía, cadena dorada y botones de filigrana, hasta el clérigo expulsado, tan parcamente vestido que nadie podía estar más alejado de sospechar de él. Todos, no obstante, se distinguían por cierto color moreno de su curtido cutis, por un apagamiento de los ojos y por la palidez de sus labios apretados. Además, había también otros dos rasgos, por los cuales yo siempre los distinguía: una tonalidad baja y cautelosa en la conversación y un pulgar excesivamente estirado, hasta formar ángulo recto con los demás dedos.
Muy a menudo, en compañía de aquellos pícaros, he observado otra clase de hombres algo diferentes en sus costumbres, pero, en definitiva, pájaros del mismo plumaje. Se les podría definir como caballeros que viven del cuerno. Parecen dividirse en dos batallones para devorar al público: el de los dandys y el de los falsos militares. En el primer grupo los rasgos característicos son: cabellos largos y sonrisas; en el segundo, levitas y ceños fruncidos.
Descendiendo en la escala de lo que se llama nobleza, encontré temas de meditación más oscuros y profundos. Vi traficantes judíos con ojos de halcón que brillaban en unas caras cuya única expresión era de abyecta humildad. Porfiados mendigos profesionales que apartaban a los pobres de mejor aspecto y a quienes sólo la desesperación les había lanzado en medio de la noche a implorar caridad. Inválidos débiles y depauperados a quienes la muerte había señalado con su mano y que se retorcían y se tambaleaban entre la muchedumbre, mirando suplicantes a todas partes como en busca de alguna posibilidad de consuelo, de alguna esperanza perdida. Modestas jóvenes que volvían de una larga y prolongada labor, hacia un hogar sin alegría y que retrocedían, más temerosas que indignadas, ante las miradas de los rufianes, cuyo contacto directo no podían evitar a pesar suyo. Prostitutas de todo género y edad: inequívocas bellezas en toda la flor de su feminidad que hacían recordar la estatua de Luciano, estatuas cuya superficie era como el mármol de Paros y cuyo interior estaba lleno de inmundicias; la repulsiva, completamente hundida en el fango; la arrugada y pintarrajeada bruja que intenta una última apariencia de juventud; la que es todavía una niña de formas sin modelar, pero que ya está entregada a las terribles coqueterías de su tráfico y ardiendo con feroz ambición por verse colocada al nivel de las mayores en el vicio... Borrachos innumerables e indescriptibles, unos harapientos y llenos de remiendos, haciendo eses, desarticulados, con caras tumefactas y ojos empañados; vestidos otros con trajes, aunque ya ajados y sucios, de aire fanfarrón y caras rubicundas, llevando los que en su día debieron ser buenos y que entonces estaban escrupulosamente bien cepillados; hombres que caminan con paso que resulta de una firmeza y elasticidad fuera de lo común, pero cuyos rostros están espantosamente pálidos y cuyos ojos brillan feroces y enrojecidos mientras procuran asirse con manos temblorosas a cualquier objeto que encuentren a su alcance... Junto a todos éstos, pasteleros, recaderos, cargadores de carbón, barrenderos, organilleros, domadores de monos, vendedores de canciones, artistas andrajosos y obreros cansados de todas clases; y todo este turbión moviéndose en medio de un recinto ensordecedor y de una desordenada vivacidad, que irritaba el oído con sus discordancias y producía una sensación dolorosa en los ojos.
A medida que la noche se hacía más profunda, más profundo se hacía en mí el interés por la escena, Rues cambiaba el carácter de la multitud, desapareciendo los aspectos más nobles al retirarse gradualmente la gente más ordenada, y se iban poniendo de relieve los aspectos más duros y groseros a medida que la última hora sacaba de sus guaridas a toda clase de seres abyectos y degradados. Pero la luz de los faroles de gas, débiles en un principio por tener que luchar con la luz del día, cobraban finalmente mayor vigor y arrojaba sobre todo una luz dominante. La oscuridad resultaba tan espléndida como ese ébano comparable con el estilo de Tertuliano. Los raros aspectos de la luz me encadenaban a examinar los rostros de los individuos, y aunque la rapidez con que pasaban ante el ventanal me impidiera echar más de una ojeada sobre cada rostro, me parecía que, dado mi peculiar estado mental, podía leer con frecuencia, en el breve intervalo de una mirada, la historia de largos años.
Estaba escudriñando a la multitud con la frente pegada al cristal cuando de pronto apareció ante mi vista el rostro de un anciano de unos sesenta y cinco o setenta años de edad, que inmediatamente atrajo y absorbió toda mi atención a causa de la peculiar idiosincrasia de su expresión.
Jamás había visto otra que se pareciese ni remotamente a ella. Recuerdo bien que mi primer pensamiento al verla fue que si Retsch la hubiera visto, la habría tomado como modelo preferente para sus interpretaciones pictóricas del demonio. Cuando intentaba, durante el - breve minuto de mi primera ojeada, realizar un rápido análisis del significado de aquella expresión, noté surgir, confusas y paradójicas en mi mente, ideas de un vasto poder mental, de cautela, de mezquindad, de avaricia, de instintos sanguinarios, de maldad, de terror, de alegría y de desesperación intensa y profunda. Me sentí singularmente sobrecogido, espantado y fascinado "¡ Qué historia más extraña ! -me dije a mí mismo-. ¡ Debe estar escrita dentro de su pecho!"
Entonces me acometió el fuerte deseo de mantener al viejo aquel al alcance de mí vista para saber más cosas de él. Me puse el gabán precipitadamente, cogí el sombrero y el bastón, salí a la calle, abriéndome paso entre la multitud, en la dirección por donde le había visto desaparecer, pues éste ya se había perdido de mi vista. No sin dificultad, al fin volví a verle; me acerqué y le seguí de cerca, aunque con precauciones, para no atraer su atención.
Tuve entonces una buena oportunidad para examinar su persona. Era de baja estatura, muy delgado y de apariencia débil. En conjunto, sus ropas estaban sucias y andrajosas, pero cuando algunas veces pasaba debajo de la luz de algún farol, pude darme cuenta de que su ropa blanca, aunque manchada, era de buen género, y si mi vista no me engañó, a través de un desgarrón del capote que le envolvía entreví el refulgir de un brillante puñal. Estas observaciones avivaron mi curiosidad y decidí seguir al desconocido donde fuera.
Había cerrado ya la noche y sobre la ciudad caía una densa niebla, que no tardó en convertirse en una lluvia constante y copiosa. Este cambio de tiempo produjo un raro efecto sobre la multitud, que se agitó toda ella inmediatamente con una nueva conmoción y quedó un poco oculta por una nube de paraguas. La oleada, los empellones y el zumbido aumentaron diez veces más. Por mi parte no me fijé mucho en la lluvia, ya que conservaba el ardor de una fiebre que corría por mis venas y que hallaba alivio con la humedad, aun cuando resultara un tanto peligroso. Me anudé un pañuelo alrededor del cuello y continué la marcha. Durante media hora, el viejo continuó abriéndose camino con dificultad por la gran calle, mientras yo le seguía pisándole materialmente los talones por miedo a perderle de vista.
Ni una sola vez volvió la cabeza para mirar hacia atrás. Luego se metió por una bocacalle, que aunque muy concurrida, no lo estaba tanto como la principal que había abandonado. Entonces se produjo un cambio visible en su proceder. Caminaba mucho más despacio y con menos decisión que antes; vacilando continuamente, cruzó y volvió a cruzar la calle sin motivo aparente y la multitud se hizo tan espesa que a cada uno de sus movimientos me veía obligado a seguirle más de cerca. La calle era larga y estrecha y su andar se prolongó casi una hora, durante la cual, los transeúntes habían disminuido gradualmente hasta reducirse al número de los que circulan al mediodía en Broadway cerca del parque, ya que tal es la diferencia existente entre la población londinense y la de la ciudad americana más poblada.
Una segunda desviación nos llevó a una plaza brillantemente iluminada y rebosante de vida. Allí el desconocido volvió a adquirir su anterior actitud. Hundió el mentón sobre su pecho, mientras sus ojos giraban con fiereza bajo sus cejas fruncidas, en todas direcciones, atisbando a todos los que le rodeaban. Apresuró su paso con firmeza, pero me sorprendió, sin embargo, que cuando hubo dado la vuelta a la plaza retrocediese sobre sus pasos. Fue mayor mi asombro al ver que repetía el mismo paseo varias veces, estando en uno de ellos a punto de descubrirme cuando se volvió con un súbito movimiento.
En tal ejercicio invirtió otra hora, al final de la cual nos encontramos menos obstaculizados por los transeúntes que al principio. Llovía con intensidad, el aire se hacía más frío y la gente se retiraba a sus casas. Con gesto de impaciencia, el vagabundo se metió por una calle relativamente desértica. Bajó por esta que tenía casi media milla de larga, andando con una energía que yo no podía ni siquiera imaginar en un hombre de. tanta edad, y que incluso me puso en un aprieto para seguirle. Después de unos cuantos minutos, nos encontramos en un mercado grande y concurrido que parecía ser cosa conocida del viejo. Éste volvió a adoptar su aire primitivo mientras andaba de arriba abajo, entre compradores y vendedores, sin objeto aparente. Durante la hora y media, o cosa así, que pasamos en aquel lugar me fue precisa mucha reserva para no perderle de vista sin atraer su atención. Afortunadamente, llevaba yo chanclos de goma y podía andar sin producir el menor ruido. Entraba en una tienda tras otra sin preguntar el precio y sin decir una palabra, contemplando todos los objetos con una mirada extraña y ausente. Estaba yo muy asombrado de su forma de proceder y tenía la firme decisión de no separarme de él hasta haber satisfecho en alguna medida la curiosidad que me inspiraba. Un reloj de sonoras campanadas dio las once y todo el mundo abandonó el mercado. Al bajar el cierre, un tendero dio un codazo al viejo y en el mismo momento vi que se estremecía. Se precipitó a la calle, miró ansiosamente a su alrededor durante un instante y luego corrió con gran velocidad por las numerosas y tortuosas callejuelas, hasta que llegamos una vez más a la gran calle de donde habíamos partido, la del café .... Sin embargo, no ofrecía el mismo aspecto de antes. Todavía estaba brillantemente iluminada con gas, pero la lluvia caía pesadamente y se veían muy pocas personas. El desconocido se puso pálido; dio pensativo unos pasos por la antes populosa avenida, y luego, exhalando un fuerte suspiro, torció en dirección al río, para adentrarse en una serie de calles apartadas y salir al fin frente a uno de los teatros principales. Estaban cerrando y el público salía apretadamente por las puertas. Vi al viejo abrir la boca como para respirar mientras se precipitaba entre el gentío; me parecía que la intensa angustia que se reflejaba en su cara habíase calmado en cierto modo. Volvió a hundir la cabeza sobre su pecho y apareció tal y como lo había visto la primera vez. Observé que entonces tomaba la misma dirección seguida por el público... No podía comprender lo extraño de sus actos.
A medida que avanzaba, la gente se iba esparciendo. Otra vez hizo visible su malestar e indecisión. Por algún tiempo siguió muy de cerca a un grupo de unos diez o doce alborotadores, pero éstos se fueron separando uno a uno, hasta quedar reducidos a tres en una estrecha y oscura calleja muy poco frecuentada. El extraño se detuvo y por un momento pareció quedar absorto en sus pensamientos. Entonces, con una rapidez muy marcada, prosiguió rápidamente un camino que nos condujo a las afueras de la ciudad, por lugares muy distintos de los que habíamos atravesado hasta entonces. Era el barrio más sucio de Londres, donde todo parece llevar la marca de la pobreza más deplorable y del crimen más desesperado. A la luz mortecina de un farol veíanse casas de madera, altas, viejas, carcomidas, como tambaleantes, que parecían inclinarse para su inmediata caída, en direcciones tan diversas y caprichosas que apenas se veían pasos entre ellas. Los adoquines estaban colocados al azar, más bien desplazados de su lugar, mientras que en el suelo crecía una profusa maleza. La porquería se acumulaba en las alcantarillas cegadas. Todo el ambiente estaba lleno de desolación. Sin embargo, mientras avanzábamos se reavivaron los ruidos de vida humana, creciendo gradualmente y, por último, nutridos grupos de la especie más baja de la población londinense se movían de arriba, abajo. De nuevo los ánimos del viejo comenzaron a encenderse como una lámpara que está próxima a extinguirse. Una vez más se lanzó hacia delante con un paso elástico. De pronto se volvió en una esquina, un ramalazo de luz cayó sobre nosotros y nos encontramos ante uno de los enormes templos de la intemperancia, uno de los palacios del demonio de la ginebra.
Era casi de día, pero aún se apretujaba un cierto número de miserables beodos, que entraban y salían por la ostentosa puerta. El viejo se adentró con un apagado grito de alegría, recobró su primitiva apariencia y se puso a pasear de arriba abajo, sin objeto aparente. No hacía, sin embargo, mucho tiempo que se dedicaba a ello, cuando un fuerte empujón hacia las puertas reveló que el dueño iba a cerrarlas a causa de la hora. Lo que observé entonces en el rostro del ser singular a quien yo había seguido tan pertinazmente fue algo más intenso que la desesperación. Con todo, no vaciló en su carrera, pero de pronto, con una energía loca, volvió sobre sus pasos al corazón del poderoso Londres. Huyó durante largo rato y rápidamente, mientras yo le seguía cada vez más asombrado, resuelto a no abandonar aquella pesquisa por la que sentía un interés cada vez más absorbente. Salió el sol mientras íbamos andando, y cuando hubimos llegado otra vez al más atestado centro comercial de la populosa ciudad, la ca4le del café .... presentaba ya un aspecto de bullicio y actividad semejante a lo que yo había visto la noche anterior. Y allí, en medio de la confusión que aumentaba por momentos, persistí en mí propósito de perseguir al extraño. Éste, como de costumbre, iba de una parte a otra y durante todo aquel día no salió del torbellino de aquella calle.
Cuando las sombras de la segunda noche iban llegando, me sentí mortalmente cansado, y parándome frente al vagabundo, le miré fijamente a la cara. No pareció darse cuenta de mi presencia y reanudó su paseo, en tanto que yo permanecí absorto en aquella contemplación. "Este viejo -pensé por fin- es el tipo y el genio del crimen profundo. No quiere permanecer nunca solo. Es el hombre entre la multitud. Sería inútil seguirle, pues no lograría averiguar nada sobre él ni sobre sus hechos. El peor corazón del mundo es un libro más repelente aún que el Hortulus Animae y tal vez una de las más grandes mercedes de Dios sea que es lüsst sich nicht lessen, que no se deja leer."

11 de abril de 2007

El caso de Lady Sannox / Arthur Conan Doyle

Espero que les guste el cuento que les dejo a continuación de este gran escritor inglés. Prometo acercarles pronto la biografía! Saludos. Estanis


Las relaciones entre Douglas Stone y la conocidísima lady Sannox eran cosa sabida tanto en los círculos elegantes a los que ella pertenecía en calidad de miembro brillante, como en los organismos científicos que lo contaban a él entre sus más ilustres cofrades. Por esta razón, al anunciarse cierta mañana que la dama había tomado de una manera resuelta y definitiva el velo de religiosa, y que el mundo no volvería a saber más de ella, se produjo, como es natural, un interés que alcanzó a muchísima gente. Pero cuando a este rumor siguió de inmediato la seguridad de que el célebre cirujano, el hombre de nervios de acero, había sido encontrado una mañana por su ayuda de cámara sentado al borde de su cama, con una placentera sonrisa en el rostro y las dos piernas metidas en una sola pernera de su pantalón, y que aquel gran cerebro valía ahora lo mismo que una gorra llena de sopa, el tema resultó suficientemente sensacional para que se estremeciesen ciertas gentes que creían tener su sistema nervioso a prueba de esa clase de sensación.

Douglas Stone fue en su juventud uno de los hombres más extraordinarios de Inglaterra. La verdad es que apenas si podía decirse, en el momento de ocurrir este pequeño incidente, que hubiese pasado esa juventud, porque sólo tenía entonces treinta y nueve años. Quienes lo conocían a fondo sabían perfectamente que, a pesar de su celebridad como cirujano, Douglas Stone habría podido triunfar con rapidez aún mayor en una docena de actividades distintas. Podía haberse abierto el camino hasta la fama como soldado o haber forcejeado hasta alcanzarla como explorador; podía haberla buscado con empaque y solemnidad en los tribunales, o bien habérsela construido de piedra y de hierro actuando de ingeniero. Había nacido para ser grande, porque era capaz de proyectar lo que otros hombres no se atrevían a llevar a cabo, y de llevar a cabo lo que otros hombres no se atrevían a proyectar. Nadie le alcanzaba en cirugía. Su frialdad de nervios, su cerebro y su intuición eran cosa fuera de lo corriente. Una y otra vez su bisturí alejó la muerte, aunque al hacerlo hubiese tenido que rozar las fuentes mismas de la vida, mientras sus ayudantes empalidecían tanto como el hombre operado. ¿No queda aún en la zona del sur de Marylebone Road y del norte de Oxford Street el recuerdo de su energía, de su audacia y de su plena seguridad en sí mismo?

Tan destacados como sus virtudes eran sus vicios, siendo, además, infinitamente más pintorescos. Aunque sus rentas eran grandes, y aunque era, en cuanto a ingresos profesionales, el tercero entre todos los de Londres, todo ello no le alcanzaba para el tren de vida en que se mantenía. En lo más hondo de su complicada naturaleza había una abundante vena de sensualidad y Douglas Stone colocaba todos los productos de su vida al servicio de la misma. Era esclavo de la vista, del oído, del tacto, del paladar. El aroma de los vinos añejos, el perfume de lo raro y exótico, las curvas y tonalidades de las más finas porcelanas de Europa se llevaban el río de oro al que daba rápido curso. Y de pronto lo acometió aquella loca pasión por lady Sannox. Una sola entrevista, con dos miradas desafiadoras y unas palabras cuchicheadas al oído, la convirtieron en hoguera. Ella era la mujer más adorable de Londres y la única que existía para él. Él era uno de los hombres más bellos de Londres, pero no era el único que existía para ella. Lady Sannox era aficionada a variar, y se mostraba amable con muchos de los hombres que la cortejaban. Quizá fuese esa la causa y quizá fuese el efecto; el hecho es que lord Sannox, el marido, parecía tener cincuenta años, aunque en realidad sólo hahía cumplido los treinta y seis.

Era hombre tranquilo, callado, sin color, de labios delgados y párpados voluminosos, muy aficionado a la jardinería y dominado completamente por inclinaciones hogareñas. Antaño había mostrado aficiones a los escenarios; llegó incluso a alquilar un teatro en Londres, y en el escenario de ese teatro conoció a miss Marion Dawson, a la que ofreció su mano, su título y la tercera parte de un condado. Aquella primera afición suya se le había hecho odiosa después de su matrimonio. No se lograba convencerle de que mostrase ni siquiera en representaciones particulares el talento de actor que tantas veces había demostrado poseer. Era más feliz con una azadilla y con una regadera entre sus orquídeas y crisantemos.

Resultaba problema interesantísimo el de saber si aquel hombre estaba desprovisto por completo de sensibilidad, o si carecía lamentahlemente de energía. ¿Estaba, acaso, enterado de la conducta de su esposa y la perdonaba, o era sólo un hombre ciego, caduco y estúpido? Era ése un problema propio para servir de pábulo a las conversaciones en los saloncitos coquetones en que se tomaba el té y en las ventanas saledizas de los clubes, mientras se saboreaba un cigarro. Los comentarios que hacían los hombres de su conducta eran duros y claros. Sólo un hombre habría podido hablar en favor suyo, pero ese hombre era el más callado de todos los que frecuentaban el salón de fumadores. Ese individuo le hahía visto domar un caballo en sus tiempos de universidacl, y su manera de hacerlo le hahía dejado una impresión duradera.

Pero cuando Douglas Stone llegó a ser el favorito, cesaron de una manera definitiva todas las dudas que se tenían sobre si lord Sannox conocía o ignoraha aquellas cosas. Tratándose de Stone no cabían subterfugios, porque, como era hombre impetuoso y violento, dejaba de lado las precauciones y toda discreción. El escándalo llegó a ser público y notorio. Un organismo docto hizo saber que había borrado el nombre de Stone de la lista de sus vicepresidentes. Hubo dos amigos que le suplicaron que tuviese en cuenta su reputación profesional. Douglas Stone abrumó con su soberbia a los tres, y gastó cuarenta guineas en una ajorca que llevó de regalo en su visita a la dama. Él la visitaba todas las noches en su propia casa, y ella se paseaba por las tardes en el coche del cirujano. Ninguno de los dos realizó la menor tentativa para ocultar sus relaciones; pero se produjo, al fin, un pequeño incidente que las interrumpió.

Era una noche de invierno, triste, muy fría y ventosa. Ululaba el viento en las chimeneas y sacudía con estrépito las ventanas. A cada nuevo suspiro del viento oíase sobre los cristales un tintineo de la fina lluvia que tamborileaba en ellos, apagando por un instante el monótono sonido del agua que caía de los aleros. Douglas Stone había terminado de cenar y estaba junto a la chimenea de su despacho, con una copa de rico oporto sobre la mesa de malaquita que tenía a su lado. Al acercarla hacia sus labios la miró a contraluz de la lámpara, contemplando con pupila de entendido las minúsculas escamitas de flor de vino, de un vivo color rubí que flotaban en el fondo. El luego llameante proyectaha reflejos súbitos sobre su cara audaz y de fuerte perfil. De grandes ojos grises, labios gruesos pero tensos, y de mandíbula fuerte y en escuadra, tenía algo de romano en su energía y animalidad. Al arrellanarse en su magnífico sillón, Douglas Stone se sonreía de cuando en cuando. A decir verdad, tenía derecho a sentirse complacido: contrariando la opinión de seis de sus colegas, había llevado a cabo ese mismo día una operación de la que sólo podían citarse dos casos hasta entonces, y el resultado obtenido superaba todas las esperanzas. No había en Londres nadie con la audacia suficiente para proyectar, ni con la habilidad necesaria para poner en obra, aquel recurso heroico.

Pero Douglas Stone había prometido a lady Sannox que pasaría con ella la velada, y eran ya las ocho y media. Había alargado la mano hacia el llamador de la campanilla para pedir el coche, cuando llegó a sus oídos el golpe sordo del aldabón de la puerta de calle. Se oyó un instante después ruido de pies en el vestíbulo, y el golpe de una puerta que se cerraba.

—Señor, en la sala de consulta hay un enfermo que desea verlo —dijo el ayuda de cámara.

—¿Se trata del mismo paciente?

—No, señor, creo que desea que salga usted con él.

—Es demasiado tarde exclamó Douglas Stone con irritación—. No iré.

—Ésta es la tarjeta del que espera, señor.

El ayuda de cámara se la presentó en la bandeja de oro que la esposa de un primer ministro había regalado a su amo.

—¡Hamil Alí Smyrna! ¡Ejem!, supongo que se trata de un turco.

—Así es, señor. Parece que hubiera llegado del extranjero, señor, y se encuentra en un estado espantoso.

—¡Vaya! El caso es que tengo un compromiso y he de marchar a otra parte. Pero lo recibiré. Hágalo pasar, Pim.

Unos momentos después, el ayuda de cámara abría de par en par la puerta y dejaba paso a un hombre pequeño y decrépito, que caminaba con la espalda inclinada, adelantando el rostro y parpadeando como suelen hacerlo las personas muy cortas de vista. Tenía el rostro muy moreno y el pelo y la barba de un color negro muy oscuro. Sostenía en una mano un turbante de muselina blanca con listas encarnadas, y en la otra, una pequeña bolsa de gamuza.

—Buenas noches —dijo Douglas Stone, una vez que el criado cerró la puerta—. ¿Habla usted inglés, verdad?

—Sí, señor. Yo procedo del Asia Menor, pero hablo algo de inglés, lentamente.

—Tengo entendido que usted quiere que yo le acompañe fuera de casa.

—En efecto, señor. Tengo gran deseo de que examine usted a mi esposa.

—Puedo hacerlo mañana por la mañana, porque esta noche tengo una cita que me impide visitar a su esposa.

La respuesta del turco fue por demás original.

Aflojó la cuerda que cerraba la boca del bolso de gamuza, y vertió un río de oro sobre la mesa, diciendo:

—Ahí tiene cien libras, y le aseguro que la visita no le llevará más de una hora. Tengo a la puerta un carruaje.

Douglas Stone consultó su reloj. Una hora de retraso le daría tiempo aún para visitar a lady Sannox. En otras ocasiones la había visitado a una hora más tardía. Aquellos honorarios eran muy elevados. En los últimos tiempos lo apremiaban los acreedores y no podía desperdiciar una ocasión así. Iría.

—¿De qué enfermedad se trata?—preguntó.

—¡Oh, es un caso muy triste! ¡Un caso muy triste y único! ¿Oyó usted hablar alguna vez de los puñales de los almohades?

—Nunca.

—Pues bien: se trata de unos puñales o dagas del Oriente que tienen gran antigüedad y que son de una forma característica, con la empuñadura parecida a lo que ustedes llaman un estribo. Yo negocio en antigüedades, y por esa razón he venido a Inglaterra desde Esmirna; pero regreso la semana que viene. Traje un gran acopio de artículos, y aún me quedan algunos. Para desconsuelo mío, entre esos artículos que me quedaban está uno de esos puñales de que le hablo.

—Permítame, señor, que le recuerde que tengo una cita —dijo el cirujano, con algo de irritación—. Limítese, por favor, a los detalles indispensables.

—Ya verá usted que éste lo es. Mi esposa tuvo hoy un desmayo hallándose en la habitación en que guardo mi mercancía, y se cayó al suelo, cortándose el labio inferior con ese maldito puñal de los almohades.

—Comprendo —dijo Douglas Stone poniéndose de pie—. Lo que usted quiere es que le cure la herida.

—No, no; porque es algo peor que eso.

—¿De qué se trata, pues?

—De que esos puñales están envenenados.

—¡Envenenados!

—Sí, y no existe nadie en Oriente ni en Occidente que sepa hoy de qué clase de veneno se trata y con qué se cura. Conozco esos detalles porque mi padre se dedicó a este negocio antes que yo, y porque estas armas envenenadas nos han dado mucho trabajo.

—¿Cuáles son los síntomas?

—Sueño profundo, y la muerte antes de las treinta horas.

—Y usted asegura que no existe cura posible. ¿Por qué razón entonces me paga una suma tan crecida de honorarios?

—Ninguna droga existe que pueda curar el envenenamiento, pero sí puede curarla el bisturí.

—¿De qué manera?

—El veneno es de absorción lenta. Permanece horas enteras en la misma herida.

—Según eso, podría limpiarse a fuerza de lavados.

—No, porque ocurre lo mismo que con las mordeduras de reptiles venenosos. E1 veneno es demasiado sutil y demasiado mortífero.

—Habrá que extirpar el órgano herido.

—Eso es; si la herida es en un dedo, se arranca el dedo. Es lo que decía siempre mi padre. Pero piense usted en dónde está la herida en este caso y en que se trata de mi esposa. ¡Es horrible!

Pero, en asuntos tan dolorosos, el hallarse familiarizado con ellos puede embotar la simpatía de un hombre. Para Douglas Stone aquel caso era ya interesante, e hizo a un lado como cosa sin importancia las débiles objeciones del marido, diciendo con brusquedad:

—Por lo que se ve, no hay otra alternativa. Es preferible perder un labio a perder una vida.

—Sí, reconozco que eso que dice es cierto. Bien, bien, es el destino, y no hay más remedio que aceptarlo. Tengo abajo el coche, vendrá usted conmigo y realizará la operación.

Douglas Stone sacó de un cajón su estuche de bisturíes y se lo metió al bolsillo, junto con un rollo de vendajes y un paquete de hilas. No podía perder más tiempo si había de visitar a lady Sannox. Dijo, pues, poniéndose el gabán:

—Estoy dispuesto, si no quiere usted tomar un vaso de vino antes de salir a la fría temperatura de la noche.

El visitante retrocedió, alzando la mano en señal de protesta:

—Se olvida usted de que soy musulmán y fiel cumplidor de los preceptos del profeta. Sin embargo, quisiera. que me dijese qué contiene la botella de cristal verde que se ha metido en el bolsillo.

—Es cloroformo.

—También su empleo nos está prohibido. Se trata de un líquido espirituoso y no podemos emplear semejantes productos.

—¡Cómo! ¿Consentirá que su esposa tenga que pasar por esta operación sin un anestésico?

—¡Oh, señor! Ella no se dará cuenta de nada. La pobre está sumida ya en el sueño profundo, el primer efecto de esa clase de veneno. Además la hice tomar nuestro opio de Esmirna. Vamos, señor, porque ha transcurrido ya una hora.

Cuando salieron a la oscuridad de la calle, una ráfaga de lluvia azotó sus caras, y la lámpara del vestíbulo, que se bamboleaba colgada del brazo de una cariátide de mármol, se apagó de golpe. E1 ayuda de cámara, Pim, cerró la pesada puerta empujando con todas sus fuerzas para vencer la resistencia del viento, mientras los dos hombres avanzaban con cuidado hasta la luz amarilla que indicaba el sitio donde esperaba el coche. Unos momentos después rodaban con estrépito hacia su punto de destino.

—¿Está lejos?—preguntó Douglas Stone.

—¡Oh, no! Vivimos en un lugar muy tranquilo próximo a Euston Road.

El cirujano oprimió el resorte de su reloj.de repetición y escuchó los golpecitos que le anunciaron la hora. Eran las nueve y cuarto. Calculó las distancias y el poco tiempo que le llevaría una operación tan sencilla. Para las diez tenía que llegar a casa de lady Sannox. A través de las ventanas empañadas, veía la danza de los borrosos faroles de gas que iban quedando atrás, y las ruedas del coche producían un blando siseo al pasar por un terreno de charcos y de barro. Frente a Douglas Stone blanqueaba débilmente en la oscuridad el turbante de su cliente. El cirujano palpó dentro de sus bolsillos y dispuso sus agujas, ligaduras y pinzas, para no perder tiempo cuando llegasen. Rabiaba de impaciencia y tamborileaba en el suelo con el pie.

El coche fue por fin perdiendo velocidad y se detuvo. Douglas Stone se apeó en el acto, y el comerciante de Esmirna lo hizo pisándole los talones, y dijo al cochero:

—Espere usted.

Era una casa de aspecto ruin en una calle sórdida y estrecha. El cirujano, que conocía bien su Londres, echó una rápida ojeada por la oscuridad, pero no observó nada característico: ni una tienda, ni movimiento alguno, nada, en fin, fuera de la doble fila de casas sin relieve en sus fachadas, de una doble faja de losas húmedas que brillaban a la luz de la lámpara y de un doble y estrepitoso correr del agua por los arroyos para precipitarse entre remolinos y gorgoteos por las rejillas de los sumideros. Se encontraron delante de una puerta descascarada y descolorida, en la que la débil luz que salía por el abanico de la parte superior servía para poner de relieve el polvo y la suciedad con que estaba cubierta. En el piso superior brillaba una débil luz amarilla en una de las ventanas del dormitorio. El comerciante turco llamó con fuertes golpes; cuando se volvió de cara a la luz Douglas Stone pudo ver que su cara se hallaba contraída de ansiedad. Corrieron un cerrojo, y apareció en el umbral una mujer anciana con una velita, resguardando la débil llama con su mano asarmentada.

—¿Sigue todo bien?—jadeó el mercader.

—La señora está tal como usted la dejó.

—¿No habló?

—No, duerme profundamente.

El comerciante cerró la puerta, y Douglas Stone avanzó por el estrecho pasillo, mirando con sorpresa en torno suyo. No había ni linóleo, ni esterilla, ni percha de sombreros. No vio otra cosa que gruesas capas de polvo y tupidas orlas de telarañas por todas partes. Sus firmes pisadas resonaban con fuerza por toda la casa en silencio, mientras subía detrás de la anciana por la tortuosa escalera.No había alfombra.

El dormitorio estaba en el segundo descansillo. Douglas Stone entró en él detrás de la anciana, y seguido inmediatamente por el mercader. Allí por lo menos había muebles, incluso con exceso. Se veía en el suelo un revoltijo y en los rincones, verdaderas pilas de vitrinas turcas, mesas incrustadas, cotas de malla, pipas de formas extrañas y armas grotescas. Por toda luz, había en la pared una lámpara pequeña sostenida por una horquilla. Douglas Stone la descolgó, se abrió paso entre los trastos viejos y se acercó a una cama que había en un rincón, y en la que estaba acostada una mujer vestida al estilo turco, con el yashmak y el velo. Sólo la parte inferior de la cara estaba al descubierto, y el cirujano pudo ver un corte dentado que zigzagueaba por todo el borde del labio inferior.

—Ya perdonará usted que esté tapada con el yashmak, sabiendo lo que los orientales pensamos acerca de las mujeres —dijo el turco.

Pero el cirujano pensaba en otra cosa distinta que el yashmak. Aquello no era una mujer para él, sino simplemente un caso. Se inclinó y examinó con cuidado la herida, y dijo:

—No existen señales de inflamación. Podríamos retrasar la operación hasta que se desarrollen los síntomas locales.

—¡Oh señor, señor! —dijo el mercader—. No ande con nimiedades. Usted no sabe lo que es esto. Esa herida es mortal. Yo sí que lo sé, y le doy la seguridad de que es absolutamente indispensable operar. Sólo el bisturí puede salvarle la vida.

—Sin embargo, yo me siento inclinado a esperar —dijo Douglas Stone.

—¡Basta ya! —exclamó irritado el turco—. Cada minuto que pasa tiene importancia, y yo no puedo permanecer aquí viendo cómo se va muriendo mi esposa. No me queda más que dar a usted las gracias por haber venido y marchar en busca de otro cirujano antes de que sea demasiado tarde.

Douglas Stone vaciló. No era agradable el tener que devolver las cien libras, pero si dejaba abandonado el caso tendría que hacerlo. Y si el turco estaba en lo cierto y la mujer fallecía, la posición de Douglas delante del juez de investigación podía resultar embarazosa.

—De modo que usted sabe por experiencia personal cuáles son los efectos de este veneno —le preguntó.

—Lo sé.

—Y me asegura que la operación es indispensable.

—Lo juro por todo cuanto es sagrado para mí.

—La cara quedará desfigurada espantosamente.

—Comprendo que la boca no quedará como para besarla con agrado.

Douglas Stone se volvió indignado hacia aquel hombre. Su manera de hablar era brutal. Pero los turcos hablan y piensan a su propia manera, y no era aquel un momento para dimes y diretes. Douglas Stone sacó un bisturí del estuche, lo abrió y tanteó con el dedo índice su filo agudo. Acto seguido, acercó más la lámpara a la cama. Por la rendija del yashmak lo miraban con fijeza dos ojos negros. Eran todo iris, distinguiéndose apenas la pupila.

—Le ha dado usted una dosis de opio muy fuerte.

—Sí, ha sido bastante buena.

El cirujano volvió a contemplar los ojos negros que lo miraban fijamente. Estaban apagados y sin brillo, pero pudo advertir que aparecía en ellos una lucecita de vida, y que le temblaban los labios.

—Esta mujer no está en estado absoluto de inconsciencia —dijo el cirujano.

—¿Y no será preferible emplear el bisturí mientras está insensible?

Ese mismo pensamiento había cruzado por el cerebro del cirujano. Sujetó con su fórceps el labio herido y dando dos rápidos cortes se llevó una ancha tira de carne en forma de V. La mujer saltó en la cama con un alarido espantoso Douglas Stone conocía aquella cara. Era una cara que le era familiar, a pesar del labio superior saliente y de la sangre que le manaba. La mujer siguió gritando y se llevó la mano a la herida sangrante. Douglas Stone se sentó al pie de la cama con su bisturí y su fórceps. La habitación giraba a su alrededor, y había sentido que detrás de sus orejas se le desgarraba algo como una cicatriz. Quien hubiese estado mirando, habría dicho que de las dos caras la suya era la más espantosa. Como si estuviere soñando una pesadilla, o como si hubiese estado mirando un detalle de una representación, tuvo conciencia de que la cabellera y la barba del turco estaban encima de la mesa, y de que lord Sannox se apoyaba en la pared apretándose el costado con la mano y riendo silenciosamente. Los alaridos habían dejado de oírse, y la cabeza horrenda había vuelto a caer encima de la almohada, pero Douglas Stone seguía sentado e inmóvil, mientras lord Sannox reía silenciosamente.

—La verdad es —dijo por fin —que esta operación era verdaderamente indispensable para Mary; no física, pero sí moralmente. Entiéndame bien, moralmente.

Douglas Stone se inclinó hacia adelante y empezó a juguetear con el fleco de la colcha de la cama. Su bisturí tintineó en el suelo al caer, pero el cirujano seguía sosteniendo su fórceps y algo más. Lord Sannox dijo con ironía:

—Tenía desde hace mucho tiempo el propósito de dar un pequeño ejemplo. Su carta del miércoles se extravió, y la tengo aquí en mi cartera. Me costó bastante trabajo la puesta en práctica de mi idea. La herida, dicho sea de paso, no tenía más peligrosidad que la que puede darle mi anillo de sello.

Miró vivamente a su silencioso acompañante, y levantó el gatillo de un revólver pequeño que guardaba en el bolsillo de la chaqueta. Pero Douglas Stone seguía jugueteando con la colcha. Entonces le dijo:

—Ya ve usted que, después de todo, ha acudido a la cita.

Al oír aquello, Douglas Stone rompió a reír. Fue la suya una risa larga y ruidosa. Quien no se reía ahora era lord Sannox. Sus facciones se aguzaron y cuajaron con una expresión parecida a la del miedo. Salió de puntillas de la habitación.

La anciana esperaba afuera.

—Atienda a su señora cuando se despierte —le dijo lord Sannox.

Luego bajó las escaleras y salió a la calle. El coche esperaba a la puerta, y el cochero se llevó la mano al sombrero. Lord Sannox le dijo:

—Juan, ante todo llevarás al doctor a su casa. Creo que hará falta asistirlo al bajar las escaleras. Dile a su ayuda de cámara que se ha puesto enfermo durante una operación.

—Muy bien, señor.

—Después llevarás a lady Sannox a casa.

—¿Y a usted, señor?

—Verás. Durante los próximos meses me hospedaré en el Hotel di Roma, en Venecia. Cuida de que me sea enviada la correspondencia, y dile a Stevens que el lunes próximo exhiba todos los crisantemos de color púrpura y que me telegrafíe el resultado.

5 de abril de 2007

El alquimista / H.P. Lovecraft

Disfruten del relato de este gran escritor. En la sección de biografías, esta públicada la suya.
Saludos!


Allá en lo alto, coronando la herbosa cima un montículo escarpado, de falda cubierta por los árboles nudosos de la selva primordial, se levanta la vieja mansión de mis antepasados. Durante siglos sus almenas han contemplado ceñudas el salvaje y accidentado terreno circundante, sirviendo de hogar y fortaleza para la casa altanera cuyo honrado linaje es más viejo aún que los muros cubiertos de musgo del castillo. Sus antiguos torreones, castigados durante generaciones por las tormentas, demolidos por el lento pero implacable paso del tiempo, formaban en la época feudal una de las más temidas y formidables fortalezas de toda Francia. Desde las aspilleras de sus parapetos y desde sus escarpadas almenas, muchos barones, condes y aun reyes han sido desafiados, sin que nunca resonara en sus espaciosos salones el paso del invasor.
Pero todo ha cambiado desde aquellos gloriosos años. Una pobreza rayana en la indigencia, unida a la altanería que impide aliviarla mediante el ejercicio del comercio, ha negado a los vástagos del linaje la oportunidad de mantener sus posesiones en su primitivo esplendor; y las derruidas piedras de los muros, la maleza que invade los patios, el foso seco y polvoriento, así como las baldosas sueltas, las tablazones comidas de gusanos y los deslucidos tapices del interior, todo narra un melancólico cuento de perdidas grandezas. Con el paso de las edades, primero una, luego otra, las cuatro torres fueron derrumbándose, hasta que tan sólo una sirvió de cobijo a los tristemente menguados descendientes de los otrora poderosos señores del lugar.

Fue en una de las vastas y lóbregas estancias de esa torre que aún seguía en pie donde yo, Antoine, el último de los desdichados y maldecidos condes de C., vine al mundo, hace diecinueve años. Entre esos muros, y entre las oscuras y sombrías frondas, los salvajes barrancos y las grutas de la ladera, pasaron los primeros años de mi atormentada vida. Nunca conocí a mis progenitores. Mi padre murió a la edad de treinta y dos, un mes después de mi nacimiento, alcanzado por una piedra de uno de los abandonados parapetos del castillo; y, habiendo fallecido mi madre al darme a luz, mi cuidado y educación corrieron a cargo del único servidor que nos quedaba, un hombre anciano y fiel de notable inteligencia, que recuerdo que se llamaba Pierre. Yo no era más que un chiquillo, y la carencia de compañía que eso acarreaba se veía aumentada por el extraño cuidado que mi añoso guardián se tomaba para privarme del trato de los muchachos campesinos, aquellos cuyas moradas se desperdigaban por los llanos circundantes en la base de la colina. Por entonces, Pierre me había dicho que tal restricción era debida a que mi nacimiento noble me colocaba por encima del trato con aquellos plebeyos compañeros. Ahora sé que su verdadera intención era ahorrarme los vagos rumores que corrían acerca de la espantosa maldición que afligía a mi linaje, cosas que se contaban en la noche y eran magnificadas por los sencillos aldeanos según hablaban en voz baja al resplandor del hogar en sus chozas.

Aislado de esa manera, librado a mis propios recursos, ocupaba mis horas de infancia en hojear los viejos tomos que llenaban la biblioteca del castillo, colmada de sombras, y en vagar sin ton ni son por el perpetuo crepúsculo del espectral bosque que cubría la falda de la colina. Fue quizás merced a tales contornos el que mi mente adquiriera pronto tintes de melancolía. Esos estudios y temas que tocaban lo oscuro y lo oculto de la naturaleza eran lo que más llamaban mi atención.

Poco fue lo que me permitieron saber de mi propia ascendencia, y lo poco que supe me sumía en hondas depresiones. Quizás, al principio, fue sólo la clara renuencia mostrada por mi viejo preceptor a la hora de hablarme de mi línea paterna lo que provocó la aparición de ese terror que yo sentía cada vez que se mentaba a mi gran linaje, aunque al abandonar la infancia conseguí fragmentos inconexos de conversación, dejados escapar involuntariamente por una lengua que ya iba traicionándolo con la llegada de la senilidad, y que tenían alguna relación con un particular acontecimiento que yo siempre había considerado extraño, y que ahora empezaba a volverse turbiamente terrible. A lo que me refiero es a la temprana edad en la que los condes de mi linaje encontraban la muerte. Aunque hasta ese momento había considerado un atributo de familia el que los hombres fueran de corta vida, más tarde reflexioné en profundidad sobre aquellas muertes prematuras, y comencé a relacionarlas con los desvaríos del anciano, que a menudo mencionaba una maldición que durante siglos había impedido que las vidas de los portadores del título sobrepasasen la barrera de los treinta y dos años. En mi vigésimo segundo cumpleaños, el añoso Pierre me entregó un documento familiar que, según decía, había pasado de padre a hijo durante muchas generaciones y había sido continuado por cada poseedor. Su contenido era de lo más inquietante, y una lectura pormenorizada confirmó la gravedad de mis temores. En ese tiempo, mi creencia en lo sobrenatural era firme y arraigada, de lo contrario hubiera hecho a un lado con desprecio el increíble relato que tenía ante los ojos.

El papel me hizo retroceder a los tiempos del siglo XIII, cuando el viejo castillo en el que me hallaba era una fortaleza temida e inexpugnable. En él se hablaba de cierto anciano que una vez vivió en nuestras posesiones, alguien de no pocos talentos, aunque su rango apenas rebasaba el de campesino; era de nombre Michel, de usual sobrenombre Mauvais, el malhadado, debido a su siniestra reputación. A pesar de su clase, había estudiado, buscando cosas tales como la piedra filosofal y el elixir de la eterna juventud, y tenía fama de ducho en los terribles arcanos de la magia negra y la alquimia. Michel Mauvais tenía un hijo llamado Charles, un mozo tan avezado como él mismo en las artes ocultas, habiendo sido por ello apodado Le Sorcier, el brujo. Ambos, evitados por las gentes de bien, eran sospechosos de las prácticas más odiosas. El viejo Michel era acusado de haber quemado viva a su esposa, a modo de sacrificio al diablo, y, en lo tocante a las incontables desapariciones de hijos pequeños de campesinos, se tendía a señalar su puerta. Pero, a través de las oscuras naturalezas de padre e hijo brillaba un rayo de humanidad y redención; el malvado viejo quería a su retoño con fiera intensidad, mientras que el mozo sentía por su padre una devoción más que filial.

Una noche el castillo de la colina se encontró sumido en la más tremenda de las confusiones por la desaparición del joven Godfrey, hijo del conde Henri. Un grupo de búsqueda, encabezado por el frenético padre, invadió la choza de los brujos, hallando al viejo Michel Mauvais mientras trasteaba en un inmenso caldero que bullía violentamente. Sin más demora, llevado de furia y desesperación desbocadas, el conde puso sus manos sobre el anciano mago y, al aflojar su abrazo mortal, la víctima ya había expirado. Entretanto, los alegres criados proclamaban el descubrimiento del joven Godfrey en una estancia lejana y abandonada del edificio, anunciándolo muy tarde, ya que el pobre Michel había sido muerto en vano. Al dejar el conde y sus amigos la mísera cabaña del alquimista, la figura de Charles Le Sorcier hizo acto de presencia bajo los árboles. La charla excitada de los domésticos más próximos le reveló lo sucedido, aunque pareció indiferente en un principio al destino de su padre. Luego, yendo lentamente al encuentro del conde, pronunció con voz apagada pero terrible la maldición que, en adelante, afligiría a la casa de C.

«Nunca sea que un noble de tu estirpe homicida
Viva para alcanzar mayor edad de la que ahora posees»

proclamó cuando, repentinamente, saltando hacia atrás al negro bosque, sacó de su túnica una redoma de líquido incoloro que arrojó al rostro del asesino de su padre, desapareciendo al amparo de la negra cortina de la noche. El conde murió sin decir palabra y fue sepultado al día siguiente, con apenas treinta y dos años. Nunca descubrieron rastro del asesino, aunque implacables bandas de campesinos batieron las frondas cercanas y las praderas que rodeaban la colina.

El tiempo y la falta de recordatorios aminoraron la idea de la maldición de la mente de la familia del conde muerto; así que cuando Godfrey, causante inocente de toda la tragedia y ahora portador de un título, murió traspasado por una flecha en el transcurso de una cacería, a la edad de treinta y dos años, no hubo otro pensamiento que el de pesar por su deceso. Pero cuando, años después, el nuevo joven conde, de nombre Robert, fue encontrado muerto en un campo cercano y sin mediar causa aparente, los campesinos dieron en murmurar acerca de que su amo apenas sobrepasaba los treinta y dos cumpleaños cuando fue sorprendido por su temprana muerte. Louis, hijo de Robert, fue descubierto ahogado en el foso a la misma fatídica edad, y, desde ahí, la crónica ominosa recorría los siglos: Henris, Roberts, Antoines y Armands privados de vidas felices y virtuosas cuando apenas rebasaban la edad que tuviera su infortunado antepasado al morir.

Según lo leído, parecía cierto que no me quedaban sino once años. Mi vida, tenida hasta entonces en tan poco, se me hizo ahora más preciosa a cada día que pasaba, y me fui progresivamente sumergiendo en los misterios del oculto mundo de la magia negra. Solitario como era, la ciencia moderna no me había perturbado y trabajaba como en la Edad Media, tan empeñado como estuvieran el viejo Michel y el joven Charles en la adquisición de saber demonológico y alquímico. Aunque leía cuanto caía en mis manos, no encontraba explicación para la extraña maldición que afligía a mi familia. En los pocos momentos de pensamiento racional, podía llegar tan lejos como para buscar alguna explicación natural, atribuyendo las tempranas muertes de mis antepasados al siniestro Charles Le Sorcier y sus herederos; pero descubriendo tras minuciosas investigaciones que no había descendientes conocidos del alquimista, me volví nuevamente a los estudios ocultos y de nuevo me esforcé en encontrar un hechizo capaz de liberar a mi estirpe de esa terrible carga. En algo estaba plenamente resuelto. No me casaría jamás, y, ya que las ramas restantes de la familia se habían extinguido, pondría fin conmigo a la maldición.

Cuando yo frisaba los treinta, el viejo Pierre fue reclamado por el otro mundo. Lo enterré sin ayuda bajo las piedras del patio por el que tanto gustara de deambular en vida. Así quedé para meditar en soledad, siendo el único ser humano de la gran fortaleza, y en el total aislamiento mi mente fue dejando de rebelarse contra la maldición que se avecinaba para casi llegar a acariciar ese destino con el que se habían encontrado tantos de mis antepasados. Pasaba mucho tiempo explorando las torres y los salones ruinosos y abandonados del viejo castillo, que el temor juvenil me había llevado a rehuir y que, al decir del viejo Pierre, no habían sido hollados por ser humano durante casi cuatro siglos. Muchos de los objetos hallados resultaban extraños y espantosos. Mis ojos descubrieron muebles cubiertos por polvo de siglos, desmoronándose en la putridez de largas exposiciones a la humedad. Telarañas en una profusión nunca antes vista brotaban por doquier, e inmensos murciélagos agitaban sus alas huesudas e inmensas por todos lados en las, por otra parte, vacías tinieblas.

Guardaba el cálculo más cuidadoso de mi edad exacta, aun de los días y horas, ya que cada oscilación del péndulo del gran reloj de la biblioteca desgranaba una pizca más de mi condenada existencia. Al final estuve cerca del momento tanto tiempo contemplado con aprensión. Dado que la mayoría de mis antepasados fueron abatidos poco después de llegar a la edad exacta que tenía el conde Henri al morir, yo aguardaba en cualquier instante la llegada de una muerte desconocida. En qué extraña forma me alcanzaría la maldición, eso no sabía decirlo; pero estaba decidido a que, al menos, no me encontrara atemorizado o pasivo. Con renovado vigor, me apliqué al examen del viejo castillo y cuanto contenía.

El suceso culminante de mi vida tuvo lugar durante una de mis exploraciones más largas en la parte abandonada del castillo, a menos de una semana de la fatídica hora que yo sabía había de marcar el límite final a mi estancia en la tierra, más allá de la cual yo no tenía siquiera atisbos de esperanza de conservar el hálito. Había empleado la mejor parte de la mañana yendo arriba y abajo por las escaleras medio en ruinas, en uno de los más castigados de los antiguos torreones. En el transcurso de la tarde me dediqué a los niveles inferiores, bajando a lo que parecía ser un calabozo medieval o quizás un polvorín subterráneo, más bajo. Mientras deambulaba lentamente por los pasadizos llenos de incrustaciones al pie de la última escalera, el suelo se tornó sumamente húmedo y pronto, a la luz de mi trémula antorcha, descubrí que un muro sólido, manchado por el agua, impedía mi avance. Girándome para volver sobre mis pasos, fui a poner los ojos sobre una pequeña trampilla con anillo, directamente bajo mis pies. Deteniéndome, logré alzarla con dificultad, descubriendo una negra abertura de la que brotaban tóxicas humaredas que hicieron chisporrotear mi antorcha, a cuyo titubeante resplandor vislumbré una escalera de piedra. Tan pronto como la antorcha, que yo había abatido hacia las repelentes profundidades, ardió libre y firmemente, emprendí el descenso. Los peldaños eran muchos y llevaban a un angosto pasadizo de piedra que supuse muy por debajo del nivel del suelo. Este túnel resultó de gran longitud y finalizaba en una masiva puerta de roble, rezumante con la humedad del lugar, que resistió firmemente cualquier intento mío de abrirla. Cesando tras un tiempo en mis esfuerzos, me había vuelto un trecho hacia la escalera, cuando sufrí de repente una de las impresiones más profundas y enloquecedoras que pueda concebir la mente humana. Sin previo aviso, escuché crujir la pesada puerta a mis espaldas, girando lentamente sobre sus oxidados goznes. Mis inmediatas sensaciones no son susceptibles de análisis. Encontrarme en un lugar tan completamente abandonado como yo creía que era el viejo castillo, ante la prueba de la existencia de un hombre o un espíritu, provocó a mi mente un horror de lo más agudo que pueda imaginarse. Cuando al fin me volví y encaré la fuente del sonido, mis ojos debieron desorbitarse ante lo que veían. En un antiguo marco gótico se encontraba una figura humana. Era un hombre vestido con un casquete1 y una larga túnica medieval de color oscuro. Sus largos cabellos y frondosa barba eran de un negro intenso y terrible, de increíble profusión. Su frente, más alta de lo normal; sus mejillas, consumidas, llenas de arrugas; y sus manos largas, semejantes a garras y nudosas, eran de una mortal y marmórea blancura como nunca antes viera en un hombre. Su figura, enjuta hasta asemejarla a un esqueleto, estaba extrañamente cargada de hombros y casi perdida dentro de los voluminosos pliegues de su peculiar vestimenta. Pero lo más extraño de todo eran sus ojos, cavernas gemelas de negrura abisal, profundas en saber, pero inhumanas en su maldad. Ahora se clavaban en mí, lacerando mi alma con su odio, manteniéndome sujeto al sitio. Por fin, la figura habló con una voz retumbante que me hizo estremecer debido a su honda impiedad e implícita malevolencia. El lenguaje empleado en su discurso era el decadente latín usado por los menos eruditos durante la Edad Media, y pude entenderlo gracias a mis prolongadas investigaciones en los tratados de los viejos alquimistas y demonólogos. Esa aparición hablaba de la maldición suspendida sobre mi casa, anunciando mi próximo fin, e hizo hincapié en el crimen cometido por mi antepasado contra el viejo Michel Mauvais, recreándose en la venganza de Charles le Sorcier. Relató cómo el joven Charles había escapado al amparo de la noche, volviendo al cabo de los años para matar al heredero Godfrey con una flecha, en la época en que éste alcanzó la edad que tuviera su padre al ser asesinado; cómo había vuelto en secreto al lugar, estableciéndose ignorado en la abandonada estancia subterránea, la misma en cuyo umbral se recortaba ahora el odioso narrador. Cómo había apresado a Robert, hijo de Godfrey, en un campo, forzándolo a ingerir veneno y dejándolo morir a la edad de treinta y dos, manteniendo así la loca profecía de su vengativa maldición. Entonces me dejó imaginar cuál era la solución de la mayor de las incógnitas: cómo la maldición había continuado desde el momento en que, según las leyes de la naturaleza, Charles le Sorcier hubiera debido morir, ya que el hombre se perdió en digresiones, hablándome sobre los profundos estudios de alquimia de los dos magos, padre e hijo, y explayándose sobre la búsqueda de Charles le Sorcier del elixir que podría garantizarle el goce de vida y juventud eternas.

Por un instante su entusiasmo pareció desplazar de aquellos ojos terribles el odio mostrado en un principio, pero bruscamente volvió el diabólico resplandor y, con un estremecedor sonido que recordaba el siseo de una serpiente, alzó una redoma de cristal con evidente intención de acabar con mi vida, tal como hiciera Charles le Sorcier seiscientos años antes con mi antepasado. Llevado por algún protector instinto de autodefensa, luché contra el encanto que me había tenido inmóvil hasta ese momento, y arrojé mi antorcha, ahora moribunda, contra el ser que amenazaba mi vida. Escuché cómo la ampolla se rompía de forma inocua contra las piedras del pasadizo mientras la túnica del extraño personaje se incendiaba, alumbrando la horrible escena con un resplandor fantasmal. El grito de espanto y de maldad impotente que lanzó el frustrado asesino resultó demasiado para mis nervios, ya estremecidos, y caí desmayado al suelo fangoso.

Cuando por fin recobré el conocimiento, todo estaba espantosamente a oscuras y, recordando lo ocurrido, temblé ante la idea de tener que soportar aún más; pero fue la curiosidad lo que acabó imponiéndose. ¿Quién, me preguntaba, era este malvado personaje, y cómo había llegado al interior del castillo? ¿Por qué podía querer vengar la muerte del pobre Michel Mauvais y cómo se había transmitido la maldición durante el gran número de siglos pasados desde la época de Charles le Sorcier? El peso del espanto, sufrido durante años, desapareció de mis hombros, ya que sabía que aquel a quien había abatido era lo que hacía peligrosa la maldición, y, viéndome ahora libre, ardía en deseos de saber más del ser siniestro que había perseguido durante siglos a mi linaje, y que había convertido mi propia juventud en una interminable pesadilla. Dispuesto a seguir explorando, me tanteé los bolsillos en busca de eslabón y pedernal, y encendí la antorcha de repuesto. Enseguida, la luz renacida reveló el cuerpo retorcido y achicharrado del misterioso extraño. Esos ojos espantosos estaban ahora cerrados. Desasosegado por la visión, me giré y accedí a la estancia que había al otro lado de la puerta gótica. Allí encontré lo que parecía ser el laboratorio de un alquimista. En una esquina se encontraba una inmensa pila de reluciente metal amarillo que centelleaba de forma portentosa a la luz de la antorcha. Debía de tratarse de oro, pero no me detuve a cerciorarme, ya que estaba afectado de forma extraña por la experiencia sufrida. Al fondo de la estancia había una abertura que conducía a uno de los muchos barrancos abiertos en la oscura ladera boscosa. Lleno de asombro, aunque sabedor ahora de cómo había logrado ese hombre llegar al castillo, me volví. Intenté pasar con el rostro vuelto junto a los restos de aquel extraño, pero, al acercarme, creí oírle exhalar débiles sonidos, como si la vida no hubiera escapado por completo de él. Horrorizado, me incliné para examinar la figura acurrucada y abrasada del suelo. Entonces esos horribles ojos, mas oscuros que la cara quemada donde se albergaban, se abrieron para mostrar una expresión imposible de identificar. Los labios agrietados intentaron articular palabras que yo no acababa de entender. Una vez capté el nombre de Charles le Sorcier y en otra ocasión pensé que las palabras «años» y «maldición» brotaban de esa boca retorcida. A pesar de todo, no fui capaz de encontrar un significado a su habla entrecortada. Ante mi evidente ignorancia, los ojos como pozos relampaguearon una vez más malévolamente en mi contra, hasta el punto de que, inerme como veía a mi enemigo, me sentí estremecer al observarlo.

Súbitamente, aquel miserable, animado por un último rescoldo de energía, alzó su espantosa cabeza del suelo húmedo y hundido. Entonces, recuerdo que, estando yo paralizado por el miedo, recuperó la voz y con aliento agonizante vociferó las palabras que en adelante habrían de perseguirme durante todos los días y las noches de mi vida.

-¡Necio! -gritaba-. ¿No puedes adivinar mi secreto? ¿No tienes bastante cerebro como para reconocer la voluntad que durante seis largos siglos ha perpetuado la espantosa maldición sobre los tuyos? ¿No te he hablado del gran elixir de la eterna juventud? ¿No sabes quién desveló el secreto de la alquimia? ¡Pues fui yo! ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo que he vivido durante seiscientos años para perpetuar mi venganza, PORQUE YO SOY CHARLES LE SORCIER!

FIN